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El domingo que había sido siempre una pelea entre salir a pasear por una ciudad casi fantasma o quedarnos en casa intentando descansar frente a un interminable trabajo de la semana, me propuso una sorpresa. Mi ánimo agotado, de una semana cansona, se volvió inerte a su propuesta, y después de las indirectas sumamente directas, acepté la invitación. Con un misterio nada común en ella, tomamos las cosas y salimos. En la autopista le pregunté a dónde íbamos y lo único que conseguí fue que me obligara a recostarme en el asiento, echara todo el cuerpo para atrás, pero antes, debía sacar de la guantera una tela negra que me insistió debía amarrarme a los ojos.
Me reí, pregunté, se hizo un silencio de varias cuadras y al final accedí. No ver hizo el camino más largo. No decía nada y solo ponía música. Cada vez que hablaba, subía más el volumen. Sentí el carro bajar un poco la velocidad, agarrar una curva y pasar como si nada por dos policías acostados. Una verdadera experiencia para mis riñones. Un tropel, el carro se detuvo, arrancó, desaceleró, casi se detuvo, subió una rampa y al final se estacionó. Pregunte qué hacer y me dijo que esperara. Yo debía permanecer como estaba. Apagó el carro y se bajó. Abrió la maleta, la cerró, escuché sus pasos desaparecer un rato. Escuché el chillido de una puerta, se abrió otra vez el carro, Me tomó de la mano y me invitó a salir. Me indicó los escalones que venían y al final me sentó. —Tú me lo has pedido y yo al fin se cómo hacerlo. Lo dijo tan pegado de mi oído que me erizó toda la piel.
El asiento mullido de pronto pareció partirse en dos y mi cuerpo cayó hacia atrás. Me asusté y ella me invitó a confiar. Levantó mis manos y me quitó la franela. Al tener el torso desnudo metió mis muñecas en unas ranuras con un pasador. Me di cuenta el juego era la dominación. Ahora entendía que sucedía. Me desconcertó un poco cuando atiné a entender que mis manos estaban totalmente trabadas. No era uno de esos juegos donde uno mismo se puede soltar. Si hacia fuerza, me lastimaba. Casi arrancó el botón de mi jean y me lo quitó con demencia. Arrastró mi interior mientras sus uñas me rasguñaron las piernas. Enredó mi pie derecho con lo que se sentía como una cuerda. Lo tironeó para separarlo del otro y de pronto lo hizo con mi pie derecho. Los había amarrado a ambos, pero de una manera que si forzaba me hacía abrir más las piernas. —Tú me lo pediste montón de veces. Al principio no sabía qué hacer, pero ante tu insistencia, decidí complacerte, y ahora que lo hago, no se quien está más excitado de los dos. Así me dijo mientras me quitaba la tela de los ojos y yo descubría el techo lleno de espejos.
Una luz roja parecía venir del suelo. Una habitación grande con una cama redonda y una sábana brillante roja oscura. Había un artilugio como un potro. Un tubo nía al techo con el piso y una pared tenía cadenas. Ella fue lo último que percibí cuando salió por detrás de mi cabeza para ponerse a un lado. Un corsé negro muy ajustado dejaba sus senos al aire. Unas medias negras que se ataban de unas cintas más negras aun por encima de un panty púrpura. Sus muñecas estaban forradas de unas pulseras de cuero y en el cuello tenía una gargantilla que parecía una esposa gigante. De la cama tomó una especie de fuete y empezó a darme pequeños golpes en las piernas. Suaves pero desesperantes. Luego subió a mis muslos, rozaba mis testículos y mi miembro. Le daba pequeños golpes que se fueron volviendo más intensos y provocó una gran erección. Había dolor. No podía negarlo, pero también placer en ese dolor.
En esa desesperación subió, golpeó mis costillas y sentí me quemaba. Acarició mi cara y me dio golpes suaves en la boca y las mejillas. La piel ardía, pero no me molestaba. Parada separó las piernas e hizo a un lado su panty, pasó la punta del fuerte por su vagina, la frotó con fuerza y eso la enloqueció. Al terminar me lo hizo oler. Me lo restregó para impregnarme de su olor hasta que me lo metió en la boca obligándome a lamerlo. Lo sacó y azotó un par de veces más. En el pecho, en los brazos, en el pene. No sabía que decir. Sentía vergüenza por estar disfrutando así ser un sumiso. Tenía rabia por no haberme dado cuenta lo que había preparado. Ahora no tenía voluntad. Ella hacia lo que quería. Puso el fuete en la cama otra vez y se bajó las pantys. Con su mano izquierda tomó mi quijada, hinco sus dedos dentro de mis cachetes y abriéndome la boca metió toda su humedad contenida en ese pequeño pedazo de tela que yo le había regalado. —Chúpalo −me decía con fuerza a la cara —Chúpalo. Yo obedecía, no decía una palabra. Se montó sobre la mesa y pude ver sus zapatos transparentes de plataforma que puso primero pegados a mis axilas y luego a mis orejas. Se agachó y puso su culo en mi boca. Se sentó con fuerza. Me ahogó y luego lo restregó. Decía que mi barba la excitaba. Se restregaba con mi barbilla y mi boca. Sentía el olor de su vagina que mojaba mi nariz. Parecía una fuente mojando mi rostro. No sé cuánto duró, pero hubo momentos que me asfixiaba. No quería que parara. Sacaba mi lengua, la lamía, la penetraba hasta donde podía. Disfrutaba de sus jugos. Se detuvo, se paró y podía verla parada con su vulva roja por restregarse con tanta fuerza contra mi barba. Se bajó con cuidado. Me encontraba aturdido.
En algunos momentos sentí iba a acabar sin siquiera tocar mis partes. El olor que entraba por mi nariz y por mi boca era el de una hembra. Su sabor estaba impregnado en mi saliva. Los ojos me picaban por sus fluidos. Me dio la espalda. Tardaba. Hacia algo y no podía levantar más la cabeza para ver que tramaba. Giro y un cinturón con hebillas sostenía una especie de pantaleta de cuero, de donde salía un gran falo color carne. Una réplica exacta a un pene. Algo hizo con la cama y de pronto dividió la parte inferior. Mis piernas se separaron y se doblaron. Mi cuerpo bajó y quede totalmente vulnerable. Acarició mis piernas. Ahora yo estaba al nivel de su cintura. Podía ver lo que hacía. Llenó su mano de lubricante y acariciaba su falso pene que brillaba de tanto gel. Con la misma mano, acarició mi ano. Tomó una toalla y se secó. Se fue metiendo más entre mis piernas mientras me enseñaba sus pechos prensados por el corsé. Me penetró lentamente. Sus tardíos orgasmos me hicieron su presa por largo rato. Nunca necesitó tocar mi pene para que me bañara todo de semen. Corría entre mis testículos y seguía entre mi periné hasta lubricar un poco más su enorme poder de dominación con que me había vuelto su presa.
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