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Somos sevillanos. Compartíamos clase en el colegio, pero jamás cruzamos una palabra. Nos reencontramos en las fiestas universitarias alternativas en Triana como completos desconocidos, cuando ya nos habíamos despojado de la vergüenza inmaculada con otras personas.
Ahora es una de esas noches en las que la tensión del trabajo no me deja dormir. Intento leer, pero mi mente se dispersa hacia la dulcificación de imágenes vividas. Mi sexo está húmedo y caliente. Mis manos lo están abriendo. Mis dedos hienden oleadas de placer. Mis sueños componen su ardiente miembro horadando mi figura… Mientras él duerme al lado de su esposa.
Esta es una historia de infidelidades. Las de Fede con su esposa; las de un hombre con sus pensamientos, sensaciones y deseos. También es mi historia sexual: la de una mujer atada a la sumisión sensorial del sexo anal, incómodamente combinada con el universo mágicamente coactivo de los sueños de la vida de princesa, con el que me alimentaron de pequeña.
Soy la niña mala de cara al resto que, en realidad, no es más que un pedacito de carne que estuvo al servicio de los intereses de un gorrón sentimental. Los apuntes de mi vida son tan infieles con las sensaciones, como el veneno que supuraba de su boca cuando me regalaba loas.
¿Soy mala por querer acostarme con otros hombres para olvidar el daño que me hizo o soy terrible por fingir que únicamente me gusta practicar el misionero?
Mis despedazados sentimientos han vetado a la memoria precisar cuándo ocurrió, aunque aún puedo visualizar la primera noche en que grabó su nombre en mi alma. Era una fiesta. A la vera del Guadalquivir, su verborrea me encandiló. Sus lisonjas y el aguamiel contemporáneo de la calle Betis nos condujeron a un intenso magreo en zonas más oscuras, donde todo se trocó más pasional y romántico. Nos dirigíamos a su antiguo apartamento en la Ronda de Triana, pero nuestros cuerpos no podían resistir los continuos y lascivos impulsos, que nos impedían avanzar a la velocidad en que la inmediatez de nuestras ensoñaciones nos excitaba.
La comisaría quedaba a sólo unos metros y, en frente, a través del hueco en el abdomen de la estatua de Belmonte, se erguía la Giralda. Me alzó la falda con la maestría que un torero hace las verónicas. Mis aretes tintineaban con cada uno de sus fuertes, pero contenidos empellones. En mi mente sólo cabía la posibilidad de ser detenidos por algún policía en cualquier momento. Pero mi sexo era indomablemente suyo…
–Para, por favor. Vamos a tu casa –le supliqué entre gemidos–.
En un gesto de indulgencia, acomodó mi tanga deslizando su dedo entre mis húmedos y ardientes labios. Colocó la falda, y me giró por la cintura para besarme mientras me miraba fijamente.
–Vamos a mi cama –me ordenó con dulzura–.
El camino se hizo eterno. La subida por las calles perpendiculares se interrumpía con rápidos y apasionados besos y caricias. Oíamos risas borrachas ensuciando nuestra ternura con vulgares arengas, pero nada que no fuera él importaba. Y, en cualquier caso, sólo restaban unos minutos para comenzar a desnudarnos febrilmente en su alcoba…
Jamás había sentido una excitación tan sublime. Mi cuerpo adoptaba miles de posturas, sobre y bajo su miembro. Lamiéndolo, acariciándolo, una y otra vez lo alzaba y bajaba su piel, y lo introducía en mi vagina. Jamás había tenido tanta complicidad. El tiempo no existía. Todo era sexo. Yo era una prolongación de su cuerpo. Y, hasta ese momento, las órdenes partían de mis manos…
–Date la vuelta –dijo sin esperar resistencia–.
Me giré sobre codos y rodillas, alzando mis nalgas. Luego de sacudirme un cachete, se incorporó, abrió un cajón y sacó lubricante.
–Fede, no necesito. Estoy empapada… –le dije con total inocencia–.
–Inma, voy a penetrar tu culito –respondió con absoluta concentración–.
Iba a decirle que nunca lo había probado. Iba a decirle que me excitaba pensar en la penetración anal. Iba a permitirle que lo hiciera, como si tuviera el control de mi cuerpo. Pero nada era necesario. Sus dedos presionaban mi monte de Venus y se acercaban, rodeando mi virginal entrada. Sutilmente se hendían y entreabrían mi figura, cada vez más caliente, cada instante más enardecida. Quería ver el momento en que me penetraba, pero todo fue muy rápido. Dolor. Placer. Intensidad. Tensión… Lo amé. Lo amé todo: a él, su pene y, ante todo, el sexo anal.
Durante días sólo pensaba en nuestro reencuentro, mientras reproducía las secuencias sexuales. No podía estudiar. Cada vez que lo intentaba, mi cerebro conducía mis dedos hacia la entrepierna. Me sofocaba. Me masturbaba. Únicamente pensaba en el nuevo mundo de sensaciones anales.
Me sentía tan avergonzada como malvada. De algún modo, aquello iba en contra de la educación que había recibido. ¿Era el ano una cavidad que merecía tanta pasión y respeto sensual, o debía eliminar aquella práctica incluso de mis sueños? ¿Sería igual de satisfactoria y caliente con todos los hombres?
Al cabo de dos horas, sentada frente a aquellos soporíferos manuales, tiraba estas cuestiones morales a la papelera. La sangre hervía y causaba otro episodio onanista. Las llagas espirituales sólo generaban más pulsiones que le dibujaban abriendo mi entrada, desde atrás. Una y otra vez. Tensión y contracción. ¡Ábreme! –le gritaba en mis ensoñaciones–. Las horas pasaban muy despacio. El móvil no sonaba…
Al fin llamó. Tardó un mes y medio en hacerlo. Debían ser las 3 de la madrugada y su voz parecía una jarra rota de taberna. Le dije la dirección cinco veces. Le mandé un SMS para asegurarme. Me levanté corriendo para asearme y buscar las braguitas y la camisola que, casualmente, resultaran sexys. Casi una hora más tarde, sonó el timbre.
–Sube, es el 7ºB.
Oí una voz ininteligible. Por un momento pensé que había abierto la puerta del edificio a un extraño. Mi alma estaba en vilo, mi cuerpo compungido. Tuve un pequeño ataque de pánico, pensando en que algo terrible me podía ocurrir. ¡Qué tipo de decisiones tomamos en la vida para abrir la puerta y desear que sea un hombre borracho! ¿O es el mundo el que nos pone en estas tesituras?
Me aproximé silenciosamente a la mirilla para comprobar que fuera él. Oí el ascensor y torpes pisadas aproximarse. Era él. Estaba hecho un asco. Abrí con un instantáneo sentimiento maternal, que pronto se desvanecería.
–Fede, ¡estás de pena! –le dije compasivamente–.
–¿Tú crees? –gruñó, apoderándose de mi vulva con su mano–.
–Espera –supliqué nerviosa e inconscientemente–. Vamos a mi habitación –tartamudee–.
De repente, estaba hecha un flan y él dominaba toda la situación. Me dejé llevar por sus deseos e hice todo lo que me pidió. Pero yo sólo quería repetir nuestra primera cita.
–Fede, házmelo otra vez –le imploré–.
–Tú primera… –dijo con cierta vergüenza mientras me apartaba del centro de la cama–.
–¿Qué? ¿No entiendo? –¿Me estaba pidiendo que le penetrara?–.
Se había puesto a estilo perrito y, entre dientes, me incitaba a que le introdujera los dedos.
–Vamos, hazlo –me pedía incesantemente–
Abrió las piernas y se empezó a masturbar.
–¿Quieres que te lo haga yo? –pregunté confusa–.
–Haz las dos cosas a la vez –me pidió con un tono abatido, como si la culpa le estuviera carcomiendo–.
–Yo te hago lo que quieras, Fede.
Ensalivé mis dedos y, con extrema delicadeza, reproduje lo que él me había enseñado. Lo que no podía imaginar era lo que estaba a punto de suceder. Comencé a masturbarle, mientras insertaba sutilmente un dedo. Acaricié su interior haciendo círculos, cuando noté que su miembro adquiría una dureza rocosa. Gimió placentera y levemente. Introduje un poco más el dedo hasta que noté una zona rugosa. Gimió más fuerte. Su pene, pétreo. Continué unos segundos más, hasta que explotó. Una tromba líquida empujaba ardiente la piel, derramándose sobre mi mano y la cama. Y él no gritaba, bramaba de placer.
–Esto ha debido ser increíble –dije, mientras él caía boca abajo sobre la almohada–.
Al día siguiente, llegó el desencanto. Confesó que tenía novia. Que la quería mucho. Que no recordaba nada de la noche anterior. Que gracias por el desayuno y el sexo, pero que no, gracias. Y se vistió y se fue. Y no supe nada de él, hasta que un año más tarde me volvió a llamar de madrugada.
Comenzamos a vernos clandestinamente y más a menudo. Pasaban los años y seguíamos en el mismo punto. Sólo practicábamos sexo anal. Teníamos el mismo vicio. Compartíamos el mismo embrujo, la misma seducción. Atesorábamos esos enormes y explosivos orgasmos… hasta que se casó.
–No podemos vernos más. Eres muy dulce, Inma. Eres la mujer que me ha dado más placer en la vida, pero dentro de cinco meses seré un hombre casado. No puedo hacerle esto a mi familia, espero que lo entiendas –y colgó–.
Ayer paseé por el puente de Isabel II, el puente de Triana, y vi esos candados símbolos del amor de gente que no conozco. Y pensé que Fede también es un desconocido… para su esposa.
Y ahora me estoy masturbando. Imaginando que me penetra desde atrás y me hace subir al cielo orgásmico. Engañándome. Pensando que algún día volverá a pasar. Yaciendo con otros hombres como si fuera la primera vez. Fingiendo que soy una chica liberada, pero analmente puritana; intentando mostrar una supuesta virtud en privado, cuando me tildan de viciosa en público.
La sexualidad no debería pasar por tener que elegir dónde ser princesa y puta. El mero hecho de escoger, os llevará a experimentar otra historia de infidelidades. Pues no hay mayor vileza que traicionarse a una misma. Y Fede…
No puedo imaginar peores males que negarse placeres tan humanos, para aparentar ser un pater familias de lo más machito. ¡Qué tendrá que ver una cosa con la otra! Yo, al menos, y a pesar de mis terribles errores, me dejo embrujar por la seducción anal en mi soledad. Probablemente, es imposible ser infiel en la más estricta intimidad…
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