Quien afirme que la naturaleza es sabia, no sabe lo que dice. Salvo casos muy excepcionales, en la adolescencia, cuando uno tiene el pito parado todo el tiempo, no tiene donde meterlo, ni puede hacer con él más cosa que sacudírselo enérgica o suavemente, según el gusto y el momento, pensando en cuanta chica conoce. Naturalmente, ese fue mi caso, al menos desde los 12 y hasta los 16 años, cuando una serie de circunstancias afortunadas, que aquí relataré, me permitieron cambiar de suerte, y todo, gracias al impenitente vicio de la lectura: quien crea que leer no trae nada bueno, que siga estas líneas.
Una de las coprotagonistas más recurrentes de mis pajas y fantasías era Lupita, una amiga de mi madre, que cuando la conocí, dos años antes de los hechos aquí narrados, tendría unos 35 años y estaba divorciándose de un profesor de la Universidad de la ciudad de provincia en que entonces vivíamos. Tenía tres hijos, el mayor de los cuales, Alejandro, tendría seis o siete años; y luego, en hilerita, separados por cosa de un año, Luisa y Juan Carlos. Era profesora de física en una secundaria y no la estaba pasando muy bien. Como yo era Scout, y mi mamá su gran amiga, más de una vez me quedé en su casa a cuidar a sus hijos, y soñaba y soñaba que algún día me pagaba, y no precisamente con dinero, pero durante dos años no pasó nada, aunque más de una vez me quedé a cenar con ella, cuando llegaba a su casa... con ella y los críos, dicho sea de paso.
Soñaba con ella porque los rumores (ya se sabe, pueblo chico, infierno grande), le achacaban este y aquel amante, pero sobre todo, porque era verdaderamente guapa, o al menos, tal me parecía. Algunos viernes o sábados, aunque no muy frecuentemente, yo le cuidaba a los críos hasta tarde, y me quedaba a dormir en el sofá de la sala. Eran esos días, por supuesto, los que más soñaba. No era muy alta, pero sí delgada y con todo puesto, y muy bien, en su sitio, pero lo que más me gustaba de ella era su cara. De hecho, siempre me he fijado más en las caras, o primero en las caras, las expresiones, los ojos de las chicas. Si hay algo que me atraiga es eso. Y no voy a describirla porque cada lector podrá imaginarla a su gusto.
En fin, esa relación de niñero-amiga de la madre, que no llevaría a ningún lado, cambió en la primavera del 88, cuando el ingeniero Cárdenas visitó nuestra ciudad. Unos días antes, algunos antiguos militantes del Partido Comunista se dieron a la engorrosa tarea de visitar personalmente a cuantos, en la ciudad y sus alrededores, hubiesen alguna vez participado en cualquier grupo o acto de izquierdas, y mi madre era de esas, pero no se involucró ella, sino yo, y ahí estuve, pegando carteles de Cárdenas y volanteando y tal, en compañía de Lupita y dos o tres más.
Fue entonces que cayó en mis manos el libro que me permitió pasar de la fantasía a la realidad. Ahora, en la capital, soy lector consumado de novelas eróticas, pero en el pueblo, ni soñar con conseguirlas, no sólo porque de entrada es difícil conseguir cualquier libro, sino por el pacato y puritano ambiente que allá priva, que comparte fielmente el dueño de la única librería digna de tal nombre; pero en una descolgada a la capirucha me encontré En brazos de la mujer madura, de S. Viczencey (creo que así se escribe, y si no, ni modo, esos húngaros de nombre impronunciable). Más tardé en leerlo que en decidir que seguiría el ejemplo del protagonista, seguro como estaba de que Lupita jamás lo habría leído (de lo contrario, mi actuación sería más bien ridícula). Esperaría el primer momento y lo haría.
Tuve, con todo, que aguardar casi dos semanas. Por fin, un sábado ella me pidió que le cuidara a sus críos. Como otras veces, llegó tarde, pero esta vez, yo la esperaba despierto. Para mi era obvio que había estado con un hombre, incluso sospechaba con quien (luego lo confirmé), pero no me importó, lo cual fue bueno porque, como supe después, favoreció mis avances. Bueno, al llegar y verme despierto se extrañó y me saludó. Yo estaba agarrotado de miedo pero perfectamente decidido y finalmente se lo dije: “Lupita, tengo que decirte algo”. Volteó a verme, y le solté: “He decidido que si esta noche no te pido que hagas el amor conmigo, me suicido”. La mirada se le ensombreció y dijo: “¿o sea que quieres hacerme culpable de tu muerte?” “No –le dije-. Me suicido si no te lo digo. Como lo he dicho, ya no es necesario”.
Lupita, no lo he dicho, llevaba una minfalda naranja. En eso, como en tantas cosas, iba a contracorriente, porque nadie en los ochenta las usaba, y blusa y medias negras. Me miró largo y, sin agua va, se acercó a mi. “¿Has besado a alguna chica?” Preguntó. Yo contesté que no, nunca. Lo primero, entonces, fue el beso, el largo beso que ella, que sobre los tacones era casi de mi estatura, empezó a darme. Empezó mordisqueándome los labios y luego introdujo su lengua en mi boca, mientras sus manos recorrían mi espalda. Yo, que a falta de práctica tenía una profunda teoría (como D´Artagnan antes de su primer duelo), solo atiné a tomarla de la cintura, pero eso bastó para que la verga se pusiera a mil. No lo creía: ¡estaba pasando!
Ella, como me contó días después, había estado bailando con Alberto, un profesor de la misma universidad en que trabajaban el exmarido de Lupita y mi madre, un hombre de cerca de 40 años, alto y, sin duda, mucho más guapo que yo. Lupita y Alberto habían estado saliendo, pero no parecía pasar nada. Ella se había tomado unas copas, no muchas, y Alberto la excitaba, pero no se había atrevido a nada, y llegó a su casa con sentimientos encontrados. Luego me dijo que, de todos modos, lo habría hecho conmigo, pero que el envión que traía le ayudó a no pensarlo.
En fin, me fue llevando a su recamara, que cerró con seguro. Iba a apagar la luz, pero ya entrados en gastos le pedí que no lo hiciera. “¿quieres verme?”, preguntó. Asentí con la cabeza, y ella dijo: “desnúdate tu primero y acuéstate”... empezaban las órdenes, que serían muchas esa noche.
Acostado, la miraba. Se sacó los zapatos y las medias, la blusa. Tenía un brassiere pequeñito, que dejaba al descubierto más de lo que cubría, y se lo quitó, quedando sólo en minifalda. No lo hizo con bailes ni contoneos, sino con una naturalidad aún menos soportable. Entonces dio una segunda orden: “mastúrbate”, y como yo dudara, me miró fijo y agregó: “hazlo, o te vendrás sin sentirlo, ya, mírame”. Me empecé a masturbar mientras ella metía la mano bajo su falda y empezaba a moverla. Yo no podía concentrarme en lo que hacía, así que se acercó y dijo: “espera, voy a ayudarte”.
Más tardó en tocarme que yo en venirme. Me tiró una toalla y ordenó: “límpiate”. Lo hice, mientras ella seguía parada, al pie de la cama, con las tetas al aire y tocándose por debajo de la falda. Me ordenó entonces cerrar los ojos y dijo: “piensa en otra cosa, hasta que se baje entera”. No se si lo logré, ni se cuanto tiempo estuve tirado de espaldas, con los brazos en cruz, y tratando infructuosamente de contar ovejitas, lo cierto es que de pronto sentí que con la mano tomaba suavemente mi pene, que de media erección pasó inmediatamente a estar a toda asta. Ordenó otra vez: “no te muevas”, mientras sentía cómo agarraba más firmemente el miembro, y, de pronto, por fin, empezó a entrar en su vagina... y entró de golpe, deslizándose suavemente. Muchas... no, muchas no, pero sí he tenido otras mujeres, suficientes, y pocas veces, muy pocas, ha estado tan lubricado y bien dispuesto un coñito como esa, primera e inolvidable ocasión.
Abrí los ojos. Ahí estaba, sentada, a horcajadas sobre mi, yo dentro de ella. La tome de la cintura acompañando su suave meneo, viendo como se balanceaban sus pequeños pechos al ritmo de su vaivén, su suave vaivén pene arriba y pene abajo. Le acaricié suavemente las nalgas, apenas tocándolas. No tardé mucho en venirme, con un largo suspiro. Ella entonces dejó de moverse y llevó su mano a su clítoris, frotándolo rápidamente, hasta que alcanzó su propio orgasmo. Se acostó entonces a mi lado, y recargando su cabeza en mi hombro, dijo “estoy muy cansada”, y se dispuso a dormir. Yo pasé la noche en vela, saboreando lo que había pasado, acariciando apenas sus pechos, su cintura, viéndola dormir y, también, sufriendo el dolor creciente en el hombro.
A la mañana siguiente, la despertó el ruido que hicieron sus hijos, desde temprano. Me pidió en susurros que me escondiera y estuve en el closet hasta que salieron “a desayunar fuera”, les dijo ella, momento que aproveché para salir. Esa tarde regresé a su casa, y en cuanto los niños no veían, me dio un largo y delicioso beso, y me dijo: “lo de anoche estuvo muy bien, pero ahora que ya no eres virgen, échate una noviecita: cuando la tengas, podremos repetirlo, no antes, y no hablemos más”.
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Estaba realmente deseoso de ese cuerpo. Erótico, ha estado bien.