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Las Coloradas Capítulo 3

Con las primeras luces del día, Marco, quien había permanecido en vela escuchando crispado cada detalle de los acoples, subió al dormitorio y el estado de Hannah, confirmó los aciertos de su imaginación. Miró el cuerpo desmadejado, casi desmembrado de su mujer y le asombró la semisonrisa de satisfacción ahíta que esbozaban sus labios. No sintió odio ni resentimiento hacia los hombres o Hannah misma por haberlo disfrutado tanto.
El era consciente de su falta de condiciones para el sexo, de cuanto una mujer tan fogosa como ella lo necesitaba y de los beneficios que esa predisposición les reportaban. Con un suspiro de resignación, buscó toallas nuevas y humedeciéndolas con agua fría las colocó a modo de compresa sobre el sexo y ano, mientras se dedicaba con cuidadoso esmero a limpiar el adorado rostro, sucio de saliva, sudor y esperma, dedicándose luego al cuello y los senos que dejaban expuestas hematomas violeta y claras señales de arañazos y mordiscos.
Finalmente, descendió al sexo que, ya de por sí grande, lucía hinchado y tumefacto con laceraciones en los pliegues de la vulva, fruto de la sostenida fricción que había arrancado pequeñísimas porciones de piel. Lo mismo ocurría con la zona anal y Hannah prorrumpió en exclamaciones de dolor ante el menor contacto. Después de una prolija y extremadamente suave limpieza, Marco rebuscó en los cajones y finalmente encontró una crema que por su textura la pareció conveniente. Untó delicadamente las lastimaduras de su mujer que, sin despertar del todo, manifestó su agradecimiento con gruñidos y murmullos de satisfacción.
Tratando de moverla lo menos posible, cambió las enchastradas sábanas por otras nuevas y frescas y, acomodándola en el centro de la espaciosa cama, la cubrió con la suave tela hasta la barbilla. Ordenó el desbarajuste del cuarto y, sin hacer ruido, abrió la puerta de Sofía que estaba profundamente dormida, pero la oscuridad del pequeño cuarto le permitió visualizar junto a la cabeza de su hija el fino rayo de luz que se filtraba desde afuera y tuvo la terrible certeza de que su hija había presenciado todo. Marco presumía que la niña, tanto como él, no podía haber dejado de escuchar desde el primer día las poco silenciosas relaciones sexuales de Hannah, pero ahora tenía la confirmación de que la niña sabía mucho más que él y de lo que cualquier niña de su edad debería. Tan silenciosamente como había entrado se retiró, dejando la puerta levemente entornada.
Sofía despertó bien entrada la mañana y al ver la puerta abierta, se vistió y salió del cuartucho. Se aproximó a la cama de su madre y quedó embelesada por la dulzura de ese rostro tan querido que así, en paz y distendido, aureolado por la blancura de las sábanas y el rojo marco de su cabello, no parecía pertenecer a esa hembra salvaje, casi endemoniada, que horas antes había copulado entusiasmada, simultánea y satisfactoriamente con dos hombres. Acarició la mejilla enfrebrecida de la mujer y bajó a la cocina donde, tras besar a su padre, se sirvió el desayuno. El silencio de ambos sobre cualquier cosa que hubiera ocurrido la noche anterior, hacía más natural el hecho y menos embarazosa la situación de Sofía.
Hannah daba por sentado que tanto su marido como su hija no ignoraban lo que había sucedido y, si ella estaba conforme con haberlo protagonizado, no había razón alguna para conversarlo, discutir o explicar algo. Sólo al subir para hacer las camas descubrió, al igual que Marco, cuanto sabía Sofía de sus actos y que no había revelado conocer. Turbada por el hecho de que siendo tan pequeña su hija hubiera conocido con tal crudeza las porquerías que son capaces de hacer hombres y mujeres en una cama, pero convencida de que ya era imposible dar marcha atrás, decidió dejarlo así, como un acuerdo tácito entre las dos; ambas sabrían que la otra sabía que sabía y nunca lo discutirían, a menos que Sofía quisiera hacerlo.
Hannah fue la primera en entender la importancia que el convenio unilateral del coronel suponía para el futuro de toda la familia y también, del enorme potencial que encerraba el buen uso de su cuerpo. Eso no se convertía en una excusa, nadie la obligaba a disfrutarlo, pero debía de admitir sin tapujos y con total franqueza, hasta que punto la satisfacía lo que Dieter había despertado en su cuerpo y espíritu, que le hacía ansiar la presencia del coronel en su cama y satisfacerlo con salvaje despreocupación.
El bueno de Marco, presumía que ella y, a pesar de las cosas que le había confiado, hacía algún tipo de sacrificio al entregarse de esa manera, pero debía de aceptar que en esos momentos, sólo el sexo y el alcohol ocupaban un lugar preferente en su vida. La noche del cumpleaños de los gemelos, lejos de parecerle algo truculento y terrible, sólo significaba una revelación sobre sus posibilidades para el goce y la satisfacción y, si eso era posible, sus expectativas con respeto al futuro la parecían ilimitadas.
Marco no aceptaba gustoso la situación, ya que por sus confidencias, sabía que los apetitos sexuales del coronel habían despertado en su mujer capacidades infinitas para el goce y que la ingesta de alcohol la convertía en una prostituta. Sin embargo, y con resignación, tenía que admitir que esa denodada predisposición de Hannah no sólo había salvado sus vidas sino que gozaban de las prerrogativas que el coronel les proporcionaba; una abundante clientela que pagaba en buena moneda, mercadería gratis para el negocio y una cornucopia de provisiones y ropa. Con sabia prudencia, suponía que la guerra, como todas las guerras, no iba a durar eternamente y pensaba que, finalizada la misma, volverían a Varsovia con las nuevas riquezas y, lejos de quienes conocían de la protección del coronel, emprenderían una nueva vida.
En cambio, con una madurez que excedía su corta edad y fruto de una realidad impuesta a cachetazos, la pequeña Sofía estaba decidida a convertir su observatorio en una escuela práctica de cosas que una madre y menos la suya, jamás le confiaría y sospechaba, con esa intuición característica de las mujeres, que le serían útiles cuando fuera adulta. Esa decisión sellaba su boca y, si bien había comentado difusamente con sus amigas el tipo de relaciones que mantenía su madre con el alemán y que no eran ignoradas por nadie en el pueblo, nunca dejó deslizar nada del comportamiento vicioso de su madre.
De esa manera, en casa de los Vianini se vivía en una atmósfera de alegre tolerancia, llena de sobreentendidos y un pacto de silencio no explicitado sobre ciertos temas. Conforme los nazis se extendían sobre Europa, el clima bélico en Tichy iba desapareciendo. Los alemanes pasaban más tiempo en sus nuevos e improvisados hogares, especialmente ahora en que el verano había traído consigo y simultáneamente, a cientos de bebés fruto de los primeros días de invasión. Eso había puesto en jaque a los médicos del Centro que, no especializados en ginecología y más familiarizados en lidiar con la muerte que con la vida, gracias a la ayuda de algunas viejas comadronas, salieron del paso. Eso significaba para los hombres una doble alegría ya que, además de de ser padres, en poco tiempo las mujeres estarían disponibles para volver a entretenerlos en la cama.
Al quedar ahora lejos del frente, el Centro Logístico cumplía sólo funciones de planificación y administración, por lo que Dieter tenía más tiempo, al igual que sus hombres, para disfrutar de un ocio que venía necesitando desde hacia mucho. Habiéndole regalado una bicicleta a Hannah, solía pasar por las tardes en la suya para llevarla a recorrer los umbríos senderos del bosque cercano y allí iban, alegres y ufanos; él, con la camisa abierta mostrando su musculoso pecho y ella, con esas vestidos camiseros que él le había regalado, la amplia falda recogida del lado derecho al cinturón para evitar el roce con la cadena, exhibiendo generosamente sus pulidos muslos. Hassler elegía los senderos más escondidos entre el sotobosque y al cabo de un rato de pedalear como posesos ascendiendo las colinas, se derrumbaban sobre la tierna hierba de algún claro. Allí se revolcaban abrazados y riendo para terminar haciendo el amor como dos adolescentes, vestidos y en rápidos acoples furtivos.
Hannah volvía de esos paseos con el humor cambiado, alegre y dicharachera por la excitación, lo que le permitía barruntar a Sofía que su madre, luego de la cena, se sumergiría en la tina y escanciaría a pequeños sorbitos gran parte de una botella de vodka, tras lo cual y totalmente embriagada pero consciente, se hundiría desnuda entre los plumosos almohadones para masturbarse concienzudamente hasta perder el sentido. El alcohol ya se había convertido en un hábito para Hannah y no sólo como estimulante sexual.
Cuando el coronel salía en esos largos viajes de inspección que lo alejaban de la zona, Hannah vivía en una permanente bruma alcohólica que, lejos de hacerle perder la consciencia de sus actos, la tornaba más afable, más dada a conversar con los vecinos y clientes. En el pueblo cada cual sabía quien era quien, con cual alemán mantenía relaciones cada una y se suponía quien era el padre de cada niño que, como una horda lloriqueante habían invadido al lugar. De la misma forma y aunque la mayoría de las mujeres era católica, respetaban a Hannah como mujer, ya que sabían con certeza que gran parte de su bienestar estaba en sus manos - por usar una metáfora - y, sin palabras, le agradecían por mantener alto el buen humor del coronel.
Ese verano fue largo y para Hannah tuvo algunas sorpresas que más tarde influirían en sus sentimientos. Hassler mantenía rigurosamente el hábito de los días viernes y en esos diez meses, sólo en dos oportunidades fue reemplazado en la cama por otros militares que visitaban el Centro, cuya opinión gravitaría positivamente en el legajo del coronel considerando posibles ascensos. Esas visitas le eran anticipadas por una nota personal de Dieter y él tenía la delicadeza de no asistir. Hannah se sentía utilizada como una prostituta, cobrando conciencia que en realidad sólo era la amante de un invasor extranjero al que amaba en silencio, por lo que debía humillarse tanto como que él quisiera ya que esa era la opción que había tomado.
Como para demostrar a los visitantes el privilegio que significaba para ellos la concesión de Dieter, se preparaba esmeradamente. Bien bañada, mejor maquillada y perfumada, vestida con los suntuosos camisones y deshabillés, era como un oasis inesperado para esos guerreros que volvían del frente de batalla y pasaban por allí. Atiborrada de vodka, la polaca era temible a la hora de ese sexo que por serle impuesto no despreciaba y en cambio gozaba profundamente, trenzándose con desmesurado ahínco en tal recia porfía y de manera tan salvaje, que los oficiales la tomaron como otra devastadora experiencia de la guerra. Hannah escondía al otro día las secuelas de su propio ardor, disimulando los rasguños y chupones con que la vehemencia de algún coronel desesperado marcaba su piel.
Hassler la había compensado con posteriores regalos, ante los cuales Hannah se mostraba contrita y mohína durante unos días aunque no podía negarse lo profundamente que había gozado con esas fortuitas relaciones.
Las cada día más prolongadas ausencias de Dieter y el recuerdo de meses anteriores, fueron encariñando a Hannah con el alcohol. Había ciertos días en que se encontraba de un especial humor y por la noche, se sentaba a oscuras sobre la esterilla del esmaltado sillón de barbero con la mirada perdida hacia el horizonte finito de la plaza, mientras apuraba, según su gusto, sorbo a sorbo, la botella del ardiente e insípido licor. El aguardiente la sumía en una especie de catatonia autista, su hermosa boca se entreabría en una sonrisa idiota, dejando que finos hilos de baba deslizaran desde las comisuras y sus ojos, inmensamente abiertos, con una luz extraña que hacía más transparente el verde mar similar al de las aguas caribeñas, permanecían fijos, chatos, sin expresión alguna y en un momento dado, su delirio la llevaba a creer ver como desde el fondo de la plaza, una espesa niebla avanzaba hacia ella, envolviéndola en una gomosa miríada de finísimas gotitas que se adherían como lapas a su piel.
Esa mágica y algodonosa bruma la elevaba por el aire entre sus volutas y, sin saber como, se encontraba suspendida en el espacio, desnuda, sin arriba ni abajo y dentro de una esfera de nubes pulsantes que latían espasmódicamente como si estuvieran pobladas por invisibles demonios que se debatían por abalanzarse sobre ella. De pronto, a lo lejos, una luz casi imperceptible comenzaba a crecer y al llegar a su frente la enceguecía, diluyendo la niebla y desde algún lugar, surgían dos inmensos vampiros blancos de una belleza sombría, siniestra, agitando sus correosas alas vibrátiles forradas de suave terciopelo sobre sus senos ardientes, refrescándolos, clavaban los colmillos en sus pezones para sorber ávidamente la leche que comenzaba a manar, abundantemente cremosa.
Los sentía ondular sobre su cuerpo, moverse con una levedad aceitosa que aumentaba su languidez, anestesiándola y diluyéndose inmersa en una nube somnífera. Los ojos plateados de las bestias aladas anulaban su voluntad y se estremecía de placer al sentir como parte de su cuerpo se hacía vida a través de la leche azulada que brotaba desde sus mamas mientras sus ojos encandilados miraban como a su alrededor, cantidad de ángeles, querúbes y putines alados se sodomizaban violentamente, sorbiendo la esperma rosada que chorreaba de sus penes, rojos como los de los perros.
La leche, emanando leves vapores, seguía brotando incontenible y se escurría desde las colinas de los pechos por el surco que dividía la meseta del vientre hacia su sexo que, dilatado y abierto, se contraía en una sístole-diástole siniestra, absorbiendo la leche, hasta que un silbido poderoso paralizaba a los vampiros que huían espantados.
Corporizándose de la nada, la causante del silbido se erguía frente suyo, surgiendo amenazante en el vano que dejaban las rodillas de sus piernas encogidas y separadas. Era una serpiente enorme, blanca de toda blancura pero, sorprendentemente, con todos los atributos físicos de una mujer exuberante y lujuriosa, de ojos saltones, grandes, rojos y con destellos dorados. La boca se abría desmesurada y de ella surgía una lengua triangular, bífida y verdosa que se abalanzaba trémula sobre su sexo, sorbiendo insaciable la leche y agitándose frenética contra el clítoris, rodeándolo, abrazándolo y retorciendo la sensible carnosidad para introducirse luego en la tórrida cavidad de la cueva vaginal.
La lengua parecía cobrar volumen hasta ocupar todo el ámbito anillado e iniciar una exploración hacia el propiciatorio cuello del útero. Las dos puntas no se daban sosiego y escarbaban entre las mucosas humorales de las entrañas, atravesaban la cerviz y se solazaban sobre el endometrio, excitándolo para provocar la efusión generosa de sus jugos. Luego y como un pene dual, entraba y salía del sexo en un coito enloquecedor, en tanto que la cola de la serpiente, enroscada a sus piernas, se introducía profundamente en el ano, iniciando una doble penetración que la llevó al paroxismo hasta sentir derramarse la catarata de sus fluidos internos que ingrávidos, flotaron fragantes en el espacio.
La serpiente desapareció junto con la luz y, desorientándola, una oscuridad abisal la envolvió. Unas puertas gigantescas, oxidadas y cubiertas de telarañas, se abrieron ante sus ojos desorbitados y tres ciclópeos demonios negros con músculos de acero la tomaron en sus brazos y con sus garras afiladas como navajas recorrieron su piel, estremeciéndola por el placer la tortura, trazando surcos sanguinolentos que sorbían con sus rojas y rasposas lenguas. Los labios colgantes, besaban babeantes su boca, succionaban los senos y chupaban ávidamente el sexo, macerando duramente al sensibilizado clítoris y mordisqueando los inflamados pliegues negruzcos de la vulva.
En medio de resonantes y burlonas carcajadas, exhibieron ante la mujer sus monstruosos falos semejantes a grandes tubos, obligándola a tomarlos entre sus manos y tal era su grosor que la sorprendió no poder abarcarlos con las dos manos. Sin embargo, su tacto era agradable, de una tersura incomparable y un calor intenso, casi quemante. Voluntariamente comenzó a masturbarlos y hacerlo la inundó de un placer inédito. Cuando ellos los acercaron a su boca, le pareció imposible ni siquiera el intento de chuparlos pero, en el intento de lamerlos, su boca se dilató hasta lo irreal como la de un reptil, alojando fácilmente a las vergas demoníacas, sorbiéndolas con un deleite tan excelso como jamás había experimentado con ser humano alguno.
Los demonios chillaban como ratas excitadas y al unísono, trasegaron a su boca una cantidad inmensa de una increíble esperma azul, deliciosamente fragante y de un sabor indescriptiblemente dulce que regaron abundantemente sobre su rostro y senos. Hannah lo tragaba con ansiedad, golosamente, sintiendo como se esparcía por sus venas una vivificante energía que sólo conseguía excitarla aun más.
Mientras ella saboreaba los restos de semen que sus dedos llevaban a la boca desde su cara y senos, los demonios la sometieron; uno por la vagina, otro por el ano y el tercero nuevamente por la boca. A pesar del tamaño de los miembros, sus órganos parecían adaptarse a ellos y los músculos internos se dilataban y contraían, aferrándolos como manos, dotados de una nueva habilidad que la complacía. El roce era intenso pero no doloroso. De manera imperceptible, el tronco de los falos se iba volviendo escamoso y esas membranas se plegaban cuando el miembro entraba y se extendían dolorosamente cuando este salía. El sufrimiento la volvía loca de placer. Quería gritar y no podía; el tercer demonio le impedía sacar la verga de su boca, al mismo tiempo que sentía crecer la histérica demanda de un inmenso orgasmo que fusionaba sus huesos con la masa estremecida de músculos y tendones.
Concentrándose en él, experimentó la mayor sensación gozosa de toda su vida, licuándose y fundiéndose en una sola gelatina sensorial. Era como si una mano gigante aferrara su matriz arrastrándola a través de las rosadas puertas del cuello hacia la boca dilatada de la vagina, hundiéndola en un pantano infernal de dolor y goce, un sitio cálido, inefablemente cómodo. Inserta en un inmenso globo de color visceral inundado por un humor viscoso, patinaba, se deslizaba y caía, mientras sensaciones inéditas de placer se mezclaban con el miedo a ser devorada por el mucilago espeso, hasta que ahogada por los espasmos de su pecho, perdía la consciencia y se desvanecía.
En la madrugada, Marco la encontraba profundamente dormida, exhibiendo procazmente su sexo entre las ropas revueltas y los líquidos que de él habían brotado humedeciendo la trenzada esterilla del asiento; sobre sus pechos desnudos y acunada en sus brazos como un hijo querido, yacía la botella vacía de vodka. Con virtuosa paciencia, la llevaba hasta su camastro en la cocina y, arropándola, la dejaba descansar hasta bien entrada la mañana.
A finales de aquel primer verano y tras un día excepcionalmente caluroso, Hannah se había recostado un rato luego de bañarse y prepararse para dormir, cuando sintió ruidos en la planta baja. Al asomarse por el hueco de la escalera, vio que Hassler había entrado utilizando su llave. El coronel vestía de civil y estaba acompañado por una pareja. Se apresuró en cerrar la puerta de Sofía y entonces, por primera vez, se produjo un cruce de miradas con su hija, que entre cómplices y admonitorias, hicieron a Hannah desviar avergonzada los ojos antes de cerrar el pestillo.
Llegaba junto a la mesa, cuando Dieter entró con sus acompañantes. Los hombres llevaban las chaquetas y corbatas en el brazo y la camisa desabotonada a causa del intenso calor. La mujer, en cambio, se mostraba fresca y relajada bajo la solera de finísima organza que, lejos de cubrirla, dejaba ver por su profundo escote gran parte de sus senos sin corpiño, destacando la belleza de sus formas, rotundas y plenas.
El coronel les presentó con naturalidad a la aturullada polaca, quien veía modificadas sus costumbres por primera vez, a excepción de aquellas visitas “programadas”. Se trataba del general Hans Janker de las SS y su esposa Gerda, que habían coincidido con Dieter en su regreso de una gira de inspección. El matrimonio lo había invitado a cenar en el único restaurante decente del pueblo y ya de vuelta, mientras paseaban disfrutando del frescor relativo de la noche que disipaba un poco los vapores de sus abundantes libaciones, a Hassler se le había ocurrido devolverles su atención, convidándolos con una última copa en lo más parecido a un hogar que él tenía en Tichy.
Todavía confundida, Hannah los invitó a tomar asiento y presurosa, trajo copas y botellas de la cómoda. Tímidamente trataba de ser amable con los alemanes pero Gerda la ponía nerviosa, con su cara típicamente germana de rasgos fuertes y piel extremadamente blanca, rodeados por una corta y lacia melenita retinta que daba marco a los ojos enormes de color gris casi blanco, con los bordes de las pupilas negros como los de un lobo y esa misma mirada animal, fría y distante que estremeció a Hannah.
Aun chispeados por el vino de la cena, los hombres gastaban bromas entre ellos y a instancias de Dieter se pusieron cómodos, sacándose los zapatos y las camisas. Repantigados en las sillas, se enfrascaron en una animada conversación sobre los avances de la guerra mientras apuraban sendos vasos de aguardiente. Luego de intercambiar unas frases de compromiso en el pésimo alemán de Hannah y el horrible polaco de la germana, las mujeres quedaron sin tema de conversación y con la mirada fija en el tablero de la mesa, se dedicaron a trasegar lentamente el ardiente licor.
A pesar del tono alegremente distendido en la conversación de los hombres, flotaba en el ambiente una sutil sensación de incomodidad, un clima inocultable de farsa. Todos parecían actores de pacotilla interpretando un libreto y recitando los parlamentos de una obra sin demasiada trama. Hannah hacía un esfuerzo por mantener la sonrisa y hasta intentó gastar una broma cuando la alemana se quitó aparatosamente los zapatos de taco altísimo, pero no podía evitar en la boca del estómago la sensación de una asechanza, el nerviosismo instintivo de la gacela ante el olor al león. Un algo extraño se estaba gestando y presumía que ella sería la víctima.
Pacientemente y aparentando una calma que no tenía, había sorbido lentamente el contenido de su vaso y, como siempre, el golpe brutal del alcohol vapuleando su vientre, se diluía por su cuerpo, nublándole el entendimiento. Sus ojos estaban hipnóticamente fijos en el ya inexistente contenido del vaso, pero de pronto cayó en cuenta de que su mirada había variado el foco y se concentraba ahora en el profundo escote de Gerda, en la más que generosa porción de sus senos que escapaban abundantes de la suave tela. Sorprendida, alzó los ojos para encontrarse con los de la alemana que esbozaba una irónica sonrisa de lascivia entre sus labios mórbidos.
Confundida, como pescada en falta, Hannah bajó la vista y fue a sentarse en el borde de la cama, con las manos apretadas y la cabeza gacha. Gerda también dejó la mesa, flotó sobre sus pies descalzos hasta la cómoda y de ella recogió una botella de gin. Destapándola, tomó un trago abundante y con ella en la mano se acercó a la ventana, hundiendo su vista en la oscuridad de la noche mientras apuraba grandes sorbos del perfumado licor. Miró a Hannah de soslayo y luego se acercó a ella sin hablar, tendiéndole la botella en imperioso convite. Aun turbada y sin alzar la vista, Hannah la tomó en sus manos y fue bebiendo pequeños sorbos de esa nueva bebida. Su aromático gusto a hierbas le gustó más que el insípido vodka y tragó con fruición esa nueva fuente de placer.
Sentándose a su lado, Gerda le quitó el envase y tras darle dos o tres sorbos, apoyó el pico entre los labios de la polaca, presionando para obligarla a echar la cabeza atrás mientras tragaba forzadamente el alcohol. Cuando libre de la botella, pudo abrir la boca y respirar afanosamente a la búsqueda de aire, encontró que Gerda había dejado la botella en el suelo y comenzaba a desabotonar los grandes botones nacarados del vestido mientras su mano derecha se instalaba en la nuca, acariciándole el cuello y el nacimiento de la espesa melena roja. La amante del coronel comprendió el por qué de su inquietud y la incómoda sensación de ser la presa elegida.
Por supuesto que Hannah había escuchado sobre la existencia de mujeres a las que les gustaban otras mujeres, pero nunca había conocido a ninguna. Tal vez el mito morboso de que eran diferentes, tan masculinizadas y estereotipadas como agresivas, había alimentado exageradamente su rechazo a lo desconocido y por lo tanto, incomparable. La certeza de que estaba punto de comprobarlo, sumada a que Gerda era la mujer de un personaje SS, la paralizaba. No se relajaba aceptando la caricia, pero tampoco la rechazaba. Sentía un nudo en el pecho, jadeando quedamente con una mezcla de repulsión y curiosidad y sus dedos se aferraron al borde del colchón hasta blanquear los nudillos.
Terminando con los botones, Gerda deslizó el vestido hacia abajo y su mano derecha, que había abandonado la nuca, trazaba pequeños círculos con el filo de las uñas, rozando tenuemente su espalda y bajando a lo largo de la columna vertebral, despertaba hogueras con cada toque. Los cosquilleos de la zona lumbar obligaron a Hannah a combar su pecho hacía arriba mientras exhalaba un hondo suspiro de ansiedad, cuando la mano izquierda de la mujer acarició su mejilla con el dorso terso de los dedos, bajó hasta la barbilla y asiéndola, la obligó a dar vuelta la cara. La polaca se estremeció cuando sus ojos fueron apresados por la antes helada y ahora ardiente e hipnótica mirada de la alemana, expresando tanta pasión y sexualidad que, sin poderlo soportar, apretó los párpados.
El cuerpo de Hannah se ofrecía en plenitud, ya que no usaba ropa interior. La mano de la germana bajó por el cuello y las uñas establecieron competencia con las de la espalda recorriendo los senos, entreteniéndose en los gránulos de las aureolas y rascando los crispados pezones. Hannah sentía como su cuerpo entero vibraba de pasión y no pudo evitar un tímido asentimiento, susurrado entre los suaves gemidos de deseo.
Gerda la fue recostando lentamente en la cama y hábilmente se desembarazó del liviano vestido y de un escueto calzón negro. Ahorcajándose sobre la polaca e imitando una ondulante cópula, restregó su sexo contra el suyo, excitándola. Inclinándose sobre ella, se apoyó en los brazos y hamacando el cuerpo, dejó que los largos senos colgantes rozaran con sus pezones los de Hannah, convulsionándola con esos contactos. La pelirroja estaba encendida, rugiendo quedamente entre los dientes fuertemente apretados y, cuando la alemana acercó sus labios, abrió la boca desesperadamente, esperando golosa la lengua vibrátil de Gerda que, finalmente, se hundió en la boca a la búsqueda ardorosa de su igual.
Exasperada por el ardor en su bajo vientre, Hannah tomó entre las manos la cabeza de la alemana y aplastando su boca contra la de ella, buscó y succionó fuertemente la lengua, grande, larga y dura, como si fuera un pene. El intercambio de salivas, el roce de los pechos y el contacto de los sexos habían enloquecido a Hannah que, empapada de transpiración, se convulsionaba descontroladamente. Gerda se desprendió de su boca y con suma delicadeza, manos y boca acariciaron, lamieron y succionaron los senos. Era tanta la dulzura que la alemana ponía en sus actos que a la polaca la excitaban, tanto o más que la violencia de los hombres. Gerda bajó por su vientre lamiendo, besando cada músculo, cada pliegue de su piel y cuando llegó al Monte de Venus, Hannah abrió involuntariamente las piernas para dejar que los labios rozaron la monda superficie de la vulva que esperaba el contacto con la boca. Y aquí la alemana hizo algo insólito que la terminó de enajenar.
Gerda se arrodilló sobre la gruesa alfombra frente a su sexo y tomando la botella, llenó su boca con un gran sorbo. Luego e inclinándose sobre la vulva, abrió levemente los labios y dejó escurrir un delgado hilo del licor entre ellos. La polaca lanzó un grito ante el ardor insoportable que la sacudía, pero prestamente los labios y la lengua refrescaron sus carnes, proporcionándole tal satisfacción que Hannah bendijo la ocurrencia de la otra mujer que ahora rebuscaba con los dedos, rascando con sus cortas y pulidas uñas todo el interior de la inflamada vagina.
Los labios de la alemana hacían presa de los gruesos pliegues sacudiendo la cabeza a los lados y mientras los chupaba con furia, su dedo pulgar se hizo dueño del clítoris, excitando apretadamente el capuchón hasta que asomó la blancuzca cabeza del pequeño glande. Hannah se aferró con ambas manos al borde del colchón mientras proyectaba frenéticamente la pelvis y los sollozos de ansiedad que conmovían su pecho se convirtieron en ronroneos de satisfacción cuando sintió derramarse el orgasmo, cálido y tranquilizador. Recuperado el aliento y más calmada de su conmoción, abrió los ojos para encontrar a Gerda descansando a su lado con los ojos cerrados y las manos aun sobre su sexo, señal evidente de que había alcanzado su satisfacción masturbándose.
Hannah había asumido la relación homosexual con una naturalidad que la sorprendía a ella misma y ahora, relajada después del orgasmo, yacía de lado mirando la magnífica figura de la alemana con tal lúbrico deseo como jamás experimentara. Nunca en su vida había tenido la oportunidad de ver a otra mujer desnuda y la respiración profunda de la alemana inspiraba tal grado de sensualidad contenida, que el rostro relajado y sereno y los entreabiertos labios carnosos se constituían en un desafío
El largo y terso cuello se proyectaba en una deliciosa plataforma para los hermosos senos, largos, redondos, plenos y con la tierna prominencia rosada de las pequeñas aureolas que sostenían a los pezones, extrañamente oscuros, gruesos, con el agujero mamario insólitamente abierto y profundo. Luego el torso se hundía en un vientre chato y profusamente musculado como el de una atleta que desembocaba en las generosas canaletas de las ingles y las fuertes caderas daban lugar para el nacimiento de los largos y torneados muslos. En medio de todo eso, destacaba el negro triángulo del pubis, cubierto por una espesa, prieta y sedosa alfombra de recortado vello púbico.
Todo el cuerpo de la alemana emanaba aromas; desde los costosos perfumes hasta los dulzones de los polvos y cosméticos, mezclados con los salvajes olores del sudor y el sexo, acre aliento de vaginales humores. Aun en reposo, el cuerpo de la alemana emitía un magnetismo sexual del que era imposible sustraerse. Como una niña, Hannah tomó la mano de Gerda que descansaba sobre el sexo y llevándola a sus labios la cubrió de pequeños besos, hurgando en los huecos entre los dedos con la punta de la lengua y sintiendo en ellos el sabor extraño de sus propios jugos vaginales. La alemana abrió perezosamente los ojos y en la gris mirada animal había tanta angustia, que la polaca, extendiendo tímidamente su mano, rozó los enhiestos pezones con la yema de los dedos.
Ese contacto surtió el mismo efecto de una descarga eléctrica y las dos mujeres, al unísono, se estremecieron lanzando un quejumbroso gemido mimoso. La mano de Hannah pareció cobrar coraje y más dedos se sumaron a la caricia del seno todo. Las carnes firmes del pecho temblaban en gelatinosas convulsiones y la mano de Gerda atrajo la cabeza hacia sus carnes. Con el húmedo interior de sus labios entreabiertos, la polaca rozó el pezón mientras la mano intensificaba el estrujamiento al otro seno. Finalmente, la boca golosa envolvió ávidamente al pezón chupándolo suavemente y la lengua lo fustigó rudamente. Las mujeres sentían como su excitación iba en ascenso, predisponiendo el cuerpo para las caricias que no tardaron en prodigarse. Gerda guiaba expertamente la cabeza y las manos de Hannah quien, ya totalmente encendida, sobaba entre sus manos las carnes complacientes de la germana, mientras la boca lamía, succionaba y mordisqueaba desesperadamente.
La alemana, que agitaba convulsiva y espasmódicamente las piernas, comenzó a empujar hacia abajo la cabeza de Hannah que recorrió con gula el vientre, besando y cubriéndolo de lamidas e intensos chupones que sólo sirvieron para enardecerla más. Cuando la inquieta lengua tomó contacto con el vello ya humedecido, Hannah se colocó encima de Gerda en tanto que con sus manos, encogía y separaba las piernas. La boca comenzó a besar y sorber suavemente las ingles, acercándose despaciosamente al sexo, demorando con crueldad y expectativa el ansiado momento del contacto.
Hannah conocía sobradamente como se hacía el sexo oral pero su cuerpo todo esperaba el momento de sentir lo desconocido, el ignorado gusto de otro sexo femenino en la boca, el contacto de sus labios y lengua con pliegues y tejidos hasta ahora vedados. La lengua encontró finalmente cobijo en la ardiente vulva, recorriendo delicada, morosa, los repliegues carnosos y rosados, subiendo y bajando hasta el ano al que incitó con bravucones empujes de su punta afilada y, agradablemente sorprendida del goce que la degustación de los agridulces humores le proporcionaba, hundió su boca en el óvalo oferente de la alemana.
En medio de guturales gemidos, Gerda se acomodó debajo de Hannah y también hundió su boca en el sexo de la polaca, chupando y lamiéndolo con furor. Ambas mujeres concentraron sus esfuerzos en excitar al vibrátil manojo carnoso del clítoris y los dedos convergieron a las vaginas, entrando y saliendo como amantes furtivos. Los expertos de Gerda inspiraban a los noveles de Hannah, entrando, buscando, hurgando, horadando con los las uñas la tersa rugosidad cubierta de mucosas vaginales y allí dentro, se contraían, abrían y giraban en las direcciones más inesperadas.
Las entrañas de la polaca parecían querer disolverse en estallidos de un placer salvajemente agónico, cargado de primitivas ternuras y agradecimiento. El flujo y la saliva empapaban los sexos y los rostros de las amantes que, al borde de la histeria, sacudían sus cabezas estregando rudamente las bocas contra las vulvas, como pretendiendo devorar el sexo de la otra. Gerda desprendió sus manos del cuerpo de Hannah para buscar a tientas los senos, envolviendo los pezones con los índices y clavando profundamente las afiladas uñas de los pulgares, los retorció con crueldad.
El dolor aceleraba las desesperadas ansias de la polaca por alcanzar su orgasmo y el grito, ahogado por la cavidad vaginal de Gerda, se le hacía bramido en su garganta cuando, de pronto, sintió la brutal penetración de un falo. Una mano de Hassler separó su cabeza de la entrepierna de la alemana para empalarla con su verga y cuando comenzó a hamacarse, la alemana retornó a lamer su clítoris junto al tronco húmedo de Dieter que entraba y salía de la vagina, mientras que con dos dedos complementaba e incrementaba el roce del miembro de Hans en su vagina.
La combinación de vergas, dedos, labios y lenguas se hizo infernalmente placentera. El goce era tan inmenso que Hannah hizo lo propio y a los pocos minutos los cuatro amantes estaban prodigándose la más satisfactoria cópula. Las mujeres gemían, gritaban y maldecían, uniendo sus voces en un histérico pedido de mayor profundidad a la par que rogaban por la esperma, cuando, saliendo simultáneamente de sus vaginas, los hombres las penetraron sin más trámite por el ano y entonces, una cacofonía de gritos, insultos y roncos bramidos llenó el cuarto.
Las vergas habían dejado sus sexos libres y las mujeres volvieron a hundir sus bocas angurrientas en el sexo de la otra, mientras los dedos se multiplicaban en socavar las vaginas. Cuando los hombres estaban a punto de eyacular, retiraron los miembros de sus anos y, masturbándose, regaron el viscoso fluido sobre los sexos de las mujeres, que lo lamieron y deglutieron con fruición. Los cuatro se desplomaron confundidos en un nudo y por un rato siguieron buscándose con bocas y manos.
Al cabo de unos minutos, los hombres se levantaron para higienizarse y las mujeres se acurrucaron muy juntas sobre los almohadones. Gerda observó con infinita ternura el rostro atezado de Hannah, cubierto por un pastiche de salivas, sudor y semen. Acaricio tenuemente sus mejillas y muy suavemente, sus labios y lengua cubrieron el rostro de la pelirroja, librándola de la película de suciedad. Excitada por esa caricia inédita, Hannah la imitó y, sin embargo, los labios parecían remisos a encontrarse, como si las mujeres demoraran deliberadamente el momento sublime del contacto que Hannah misma propició, rozando levemente con la tersa humedad del interior de sus labios los agrietados de la germana, quien dejaba escapar una vaharada de dulce aliento y jadeaba quedamente. Los labios se tocaron y las lenguas trémulas acudieron a mojarlos, pero los besos no acababan de concretarse.
Fue Gerda la que, bramando sordamente, hundió sus dedos en la maravillosa melena, confundiendo los alientos y las salivas en un beso que llevaba toda la angustia contenida de sus entrañas, soldando con un hondo suspiro sus bocas en una sola y no pudiendo contener por más tiempo el histérico llamado del deseo, se estrecharon en apretados abrazos. Las pieles sudorosas patinaban con apagados chasquidos y las manos se hundían demandantes entre los pliegues y oquedades. Las piernas se enredaban y desenredaban espasmódicamente y sus sexos, vientres y senos de restregaban fieramente, como si pretendieran fusionar las carnes ardientes de deseo. A Hannah se le hacía difícil creer que el mero contacto de sus manos con la suavidad aterciopelada de la piel de la alemana, se manifestara en un fuerte cosquilleo en su nuca, descendiendo por la columna hasta la zona lumbar para instalarse definitivamente en lo más profundo del sexo.
Abrió sus piernas instintivamente y Gerda se acomodó arrodillada entre ellas uniendo tres dedos en forma de huso y así, hamacando lentamente la pelvis contra la mano, fue penetrándola como un hombre y la poseyó hasta que juntas alcanzaron el orgasmo en medio de estentóreos gritos de satisfacción.
Sintiendo como los fluidos manaban desde su interior, boqueaba angustiosamente a la búsqueda de aire, cuando el SS apartó a su mujer y, sentándose a su lado, acomodó la cabeza de la polaca sobre su muslo, frente al sexo. Comprendiendo su intención, Hannah tomó entre sus dedos al semirígido miembro y comenzó a acariciarlo, mientras con su lengua recorría la cabeza de la verga, cuya forma le extrañó por inusual. Hasta ahora, las vergas que conociera tenían una cabeza relativamente pequeña y un tronco que se ensanchaba desde ella, pero esta mostraba un enorme glande ovalado y luego el pene se iba afinando, mostrando una forma intensamente combada, similar a la de un plátano. Hannah lo sobó de arriba abajo con sus dedos mientras lamía los abultados testículos con fruición, tironeando de su piel con codiciosa gula. Luego sus labios ascendieron por la comba y finalmente la boca se abrió para recibir al carnoso miembro.
En tanto que Hannah chupaba y lamía con remolona delectación el falo de Hans, Gerda se había instalado arrodillada entre sus piernas abiertas y con urgente premura se ensañaba succionando los pliegues, masturbando profundamente con sus dedos a la ardiente polaca. Aprovechando la posición de la alemana, Dieter alzó aun más sus caderas y muy lentamente, la fue penetrando por el ano, para luego sacar la verga repentinamente, alucinando al ver la dilatación de los esfínteres que le permitía observar el rosado interior de la tripa. Cuando la negra apertura tornaba a cerrarse, nuevamente el falo la intrusaba, provocando que Gerda rugiera de placer ante esa agresiva penetración y, sin dejar de chupar a Hannah, introdujo dos dedos en su ano, frotándolos vigorosamente.
Totalmente obnubilada por tanto placer, Hannah masturbó con las dos manos el extraño miembro de Hans, clavando sus uñas en el intenso ir y venir hasta que este, rugiendo de satisfacción, se prendió a sus cabellos tironeándolos con fuerza y con unos chorros poderosos bañó en semen el rostro de la mujer que, al tiempo que sentía derramarse su cálido alivio entre las fauces de Gerda, sorbió desesperadamente la extrañamente dulzona esperma del alemán, deglutiéndola con deleite.
Con la lengua exquisita de Gerda aleteando sobre su sexo, fue cayendo en un sopor profundo hasta dejar de sentir como la alemana se esmeraba en contentarla contentándose, sorbiendo como si fuera un elixir los jugos que rezumaba la vagina. Ya en la madrugada, despertó para comprobar que tanto Dieter como sus invitados habían partido. Con la garganta reseca, buscó junto a la cama la botella de gin y apuró lo que aun restaba hasta desmoronarse entre las sábanas, totalmente ebria de alcohol y sexo.
Esa noche, Sofía había agregado un asombro más a los que la guerra le había proporcionado. Naturalmente, por su mente infantil ni se había cruzado la idea loca de que entre las mujeres pudiera haber sexo y, aunque esa relación de su madre con la alemana le pareció extraña, no le había desagradado ni producido repulsa. Aquellos dos hermosos cuerpos complementándose en acoples de tanta ternura y el júbilo que ambas habían expresado al poseerse mutuamente la habían cautivado y no podía dejar de imaginar cuantas mujeres de las que conocía mantendrían relaciones sexuales con otras.
Hannah anduvo pensativa e ensimismada durante todo el día y, aunque el deseo la carcomía, evitó acercarse a la botella de vodka, ya que no podía dejar de relacionar los delirios en que aquella la sumía con la hordalía sensorial de la noche anterior. Su cuerpo y su mente mantenían precisas las aberraciones cometidas con los vampiros blancos, la mujer serpiente y los tres demonios negros que, oníricos o no, habían resultado premonitorios o eran la manifestación mental de sus secretos reprimidos, un mensaje de la sinrazón o simplemente un aviso, ya que las relaciones con los dos alemanes y especialmente con Gerda, no distaban demasiado de las del delirio etílico.
Ella no ignoraba lo que significaba para Dieter esa visita del alto jefe nazi, con la que se iniciaría una larga serie de recomendaciones calificadoras que provocarían un rápido ascenso al generalato y él no había trepidado en reconocer que la gratitud de sus superiores se debía a la generosa complacencia y el apasionado entusiasmo de Hannah, a quien sus relaciones con Gerda, tal vez secretamente deseadas y nunca expresadas, le habían abierto un amplio horizonte del sexo.
En el fondo, ella era una muchacha simple y sentimental. La germana le había enseñado un nuevo tipo de ternura, una manera más íntima y delicada de expresar la sexualidad que modificaba la elemental superficialidad de su visión moral sobre lo que está bien o está mal para la sociedad, de las distintas formas de alcanzar el goce total y absoluto.
De manera casi obsesiva, se regodeaba con el recuerdo de Gerda en la veneración de algunos objetos que aquella había olvidado y que conservaba escondidos como un tesoro; un pequeño monedero con perfumes y cosméticos y el minúsculo calzón de encaje negro que encontrara debajo de la cama. En la soledad de su cuarto y con la botella del recientemente incorporado gin, cuya ingesta regulaba para no caer en la ebriedad, Hannah se extasiaba oliendo las fragancias dulzonas de los perfumes que fueran del rostro y cuerpo de la alemana mientras hundía su nariz y boca en ese trozo reforzado de brillante raso sobre el que el sexo de Gerda dejara las huellas blanquecinas de sus mucosas, de un matiz plateado como las de un caracol. Dilataba sus narinas para aspirar con fruición la aromática acritud y lamía el salobre rastro de los humores vaginales y orines de la germana. Mientras se ensimismaba con la reproducción mental de los fragorosos combates, incrementados por los gustos y los olores, humedecía sus dedos con el licor y mojando su sexo con él, se masturbaba delicadamente para reproducir aquellos ardores que Gerda le hiciera sentir. Ya Dieter no tenía el privilegio de ser el único destinatario de sus fantasías sexuales sino la sensación formidable, maravillosa y extraordinaria que había supuesto su relación íntima con una mujer
Con el paso del tiempo, la situación del poblado se iba modificando. Como el Centro ya no revestía la importancia que al principio del conflicto, dada la diversidad de frentes abiertos y la lejanía de los mismos, la dotación había sido reducida y muchos de los soldados que se habían amancebado tuvieron que volver a Berlín o marchar al frente, dejando a las polacas embarazadas o ya madres de hijos bastardos. Muchos de esos soldados fueron reemplazados y sus relevos, también lo fueron para las mujeres que habían hecho un arte del sobrevivir utilizando su cuerpo. Y así fueron pasando los meses y los años. El pueblo ya era un hervidero de criaturas, procreadas y mantenidas por los soldados invasores.
El plácido Marco, ufano y satisfecho, había engordado casi al mismo ritmo que sus ahorros, en tanto que Hannah había logrado un casi equilibrio entre el consumo de alcohol y su incontinencia sexual, manifestada por una recurrente picazón interna en su bajo vientre. Se había dado cuenta que, estando un poco más sobria, degustaba mejor los licores y sacaba mayor goce del sexo al que el mismo alcohol la arrastraba y hasta su misma práctica se encarrilaba rutinariamente por caminos cotidianamente monótonos; auto complacencia nocturna, sexo oral con el ahora habilidoso Marco, los esporádicos paseos por el bosque con Dieter y las ya consabidas sesiones del viernes por la noche.

En tanto crecía, Sofía se había ido haciendo experta en las lides sexuales de su madre; ya estaba acostumbrada a las teatralmente fogosas masturbaciones y a las vigorosamente acrobáticas demostraciones físicas de Hassler. La niña ahora dedicaba más tiempo a la lectura de libros y a sus estudios que al avistaje a través de la mampara, por lo que ocasionalmente y cuando el barullo era excepcionalmente intenso, se asomaba a la rendija para ver las causas del estrepitoso escándalo de su madre. Pero la situación que generó la sorpresiva y aparentemente inofensiva aparición de un “invitado especial” de Dieter, puso a la niña sobre ascuas, haciéndole temer por la salud de su madre.
Un martes por la tarde, el largo Mercedes Benz manejado por el propio Hassler se detuvo ante la barbería y este le pidió que subiera, ya que debían conversar privadamente. Cabizbajo y encerrado en un mutismo que no era habitual en él, manejó hasta lo más profundo del bosque y cuando Hannah supuso que iban a tener sexo, Dieter le dijo pesaroso que esa noche recibiría la visita de un hombre que él no había propiciado, pero que era el más importante de quienes lo habían hecho hasta ahora; un general de altísima graduación que incidiría decisivamente sobre su demorado ascenso.
Le confesó con sinceridad que, después de esos cuatro años, no sabía si la amaba pero sí que sentía un profundo cariño por ella y que a él tampoco le causaban gracia aquellas “visitas” de oficiales superiores que, avisados de las habilidades amatorias de la polaca, hacían valer su jerarquía para disfrutar de sus favores. También tenía conciencia del sacrificio que había significado para Hannah someterse, no sólo a sus exigencias sino a las de los visitantes que él le había obligado a frecuentar, pensando en que estaba salvaguardando a su familia y construyendo un futuro para todos. Verdaderamente estaba celoso de esos amantes obligados, pero no debían dejar que eso perjudicara lo que habían construido juntos durante estos años.
En voz baja y un tono desusadamente opaco, le pidió que hiciera un último sacrificio y pusiera su mayor cuidado, esmero y dedicación a sus relaciones con el poderoso general, que luego él trataría de compensarla de cualquier sinsabor con lo que ella quisiera.
Exactamente a las diez de la noche y con la llave de Hassler, el general subió al dormitorio de Hannah. El tamaño del hombre sorprendió a la mujer; superaría fácilmente los dos metros de estatura ya que tuvo que agacharse para pasar el dintel de la puerta y la corpulencia estaba equilibrada con semejante altura; cuando se quitó la chaquetilla, su cuerpo se mostraba fuertemente musculado y con muy poca adiposidad, a pesar de que el hombre ya había entrado largamente en la cincuentena.
Casi sin mirarla, el hombrón se desvistió despaciosamente y sentándose en el borde de la cama, le ordenó que se desnudara y acudiera a su lado. Hannah se apresuró a complacerlo y se plantó frente a él. El hombre la recorrió admirativamente de pies a cabeza al tiempo que la adulaba con voz ronca, expresando su contento por conocer a la mentada amante de Hassler y, extendiendo sus brazos manoseó con rudeza su cuerpo, como si fuera un experto tasador que estuviera evaluando la consistencia de sus carnes. Engarfiando los dedos en los senos, tiró de ellos hacia abajo, haciendo que se arrodillara frente a él. No bien lo hubo hecho, abrió las enormes columnas de sus piernas y tomándola de la cabeza la atrajo hacia su sexo, ordenándole que lo chupara.
Hannah tomó al miembro entre sus dedos, un poco sorprendida de que la medida del pene no coincidiera con el tamaño de su dueño. Decidida a no defraudar a Dieter, acercó su boca al miembro y con extrema delicadeza lo introdujo en ella, encontrando que cabía totalmente y fue succionándolo con un entusiasmo quizás desmedido. Contento, el hombre hundía sus manos en la abundante melena roja acariciando suavemente su cabeza y, lentamente, Hannah se fue dando cuenta del apresuramiento de su primera apreciación. El colgajo de carne y piel que había bailado flojamente en su boca, con la succión comenzaba a endurecerse y a cobrar una nueva dimensión.
La polaca arremetió con alegría contra la verga; labios y lengua se prodigaron a lo largo de lo que se estaba convirtiendo en un verdadero falo, para luego masturbarlo con las manos, alternándolo con la succión y el lento vaivén de su cabeza introduciéndolo profundamente en la boca. Pero en un momento dado, el continuo crecimiento del pene le impidió soportarlo; sus mandíbulas no podían abrirse más y temía lastimar con los dientes al general. Labios y lengua se dedicaron con frenesí a socavar la hendedura del glande y macerar la sensible piel del prepucio.
El falo se había convertido en una monstruosa columna de carne que sus dedos no alcanzaban a abrazar. Con las dos manos oprimía y estregaba la enorme verga chorreante de saliva, mientras la boca, girando ágilmente, chupaba con fruición la monda cabeza. El alemán rugía de satisfacción y, sorpresivamente, Hannah sintió en el fondo de su garganta el poderoso chorro de la eyaculación. La cantidad de esperma que el gigante volcaba en la boca colmaba su capacidad y Hannah sentía como arroyos de semen de deslizaban por las comisuras de sus labios, escurriendo desde el mentón para gotear sobre los pechos. Rememorando la esperma azul de los demonios, abrió la boca cuanto pudo y tragando con dificultad el almendrado líquido viscoso, volvió a arremeter contra el pene, lamiendo y sorbiendo la lechosa crema que aun seguía manado del desmesurado falo, que en violentos brincos autónomos, se alzaba arriba y abajo mientras regaba con sus últimas gotas la cara de la polaca.
El general se acostó a lo largo del borde de la cama y tomando a Hannah por la cintura, la obligó a montarlo a ahorcajadas, con un pie sobre la cama y la otra pierna estirada sobre el piso. Con su mano guió la cabeza de la verga contra el sexo y Hannah, lentamente, con sumo cuidado, fue descendiendo e introduciéndola en la vagina. La enormidad del falo semejaba un puño que iba desgarrando la mojada cavidad. Tomándola por las nalgas, la hizo hamacarse y cada vez la verga penetraba un poco más, sumiéndola en un mar de sensaciones entre las que el dolor y el placer establecieron un duelo de prioridades, con la supremacía del sufrimiento.
Sus dedos separaban inútilmente los labios lacerados de la vulva y en medio de guturales gemidos, de su boca fluían restos de la esperma mezclados con su espesa saliva, goteando sobre los encabritados pechos. Sintió que la poderosa cabeza traspasaba el límite del cuello golpeando rudamente contra las mucosas del útero y, como en trance, poco a poco, comenzó un sube y baja que la sumió en una embriagadora euforia. Autoflagelándose, flexionó más las piernas, acelerando la penetración hasta alcanzar un galope frenético. El alemán se unió a la cabalgata, acompasando su pelvis al galope de la mujer y tomando sus pechos entre los rudos dedos, comenzó a estrujarlos, atrayéndola hacia él y hundiendo la lengua entre sus labios.
Hannah apoyó sus manos sobre el pecho del germano e imprimió mayor velocidad a sus piernas, haciendo la fricción insoportable hasta que sintió que una plétora de líquidos se deslizaba desde el vientre, fluyendo en violentos chasquidos desde la vagina y se desplomó agotada sobre el pecho del alemán. Este la abrazó apretadamente, apaciguando el convulsivo acezar de la conmovida polaca que seguía histéricamente prendida a las tetillas del germano.
Pasaron inmóviles un rato y la turgencia del miembro del general, aun en el interior de la vagina, no había amenguado en lo más mínimo. Sin retirarlo, el hombre se ladeó y ambos quedaron de costado. Entonces tomó su pierna derecha y encogiéndola contra sus pechos, comenzó con un alucinante vaivén que hizo gemir a la polaca por la potencia de los embates. El germano parecía poseedor de un vigor excepcional y los violentos impactos de la verga contra sus carnes desde ángulos en los que nunca había sido penetrada, hacían que el dolor la calara hasta los huesos con la brutal agresión despertando regiones hasta el momento insensibles y que ahora la hacían vibrar con la intensidad de la cuerda de un instrumento.
El gigante la manejaba como a una muñeca y, sin dejar de penetrarla la puso de rodillas con la grupa alzada mientras incrementaba el ímpetu del ariete. Hannah se aferraba con las dos manos al acolchado, casi desgarrándolo con las uñas y sus roncos y estentóreos gemidos habían terminado por dejarla afónica a causa de la fuerza que ella oponía a la posesión, con las venas del cuello a punto de reventar por la tensión
Súbitamente, el alemán retiró el pene de la vagina y ella sintió el avance del glande contra el oscuro centro del ano, pero sus siempre complacientes esfínteres se negaron a ceder. Enfurecido por esa inútil resistencia, presionó con violenta determinación y entonces sí, los músculos cedieron y el falo desmesurado invadió su recto hasta que Hannah sintió la presión de los testículos contra su sexo.
Tomándola por las caderas, inició un pausado ondular del cuerpo profundizado por rudos remezones de su pelvis. Viendo como la polaca alojaba cómodamente al falo, comenzó a sacarlo tras cada penetración y, esperando a que el dilatado ano que latía conmovido como una boca siniestra se cerrara, volvía a introducirlo con perversa furia. Hannah sentía como la verga destrozaba su intestino, las laceraciones le hacían gritar abiertamente de dolor y con sus manos trataba infructuosamente de separar las nalgas, como si con ello pudiera aliviar el áspero roce a su piel inflamada.
El sufrimiento la cegaba y un profundo desasosiego la invadía por temor a la falta de límites del general, que había asido su melena como si se tratara de riendas, afirmándose en ellas y doblando dolorosamente su cuello hacia atrás. Junto con esas nuevas sensaciones, el placer del goce sexual se había vuelto a instalar en el magullado cuerpo. Volvía a sentir el maravilloso cosquilleo que se alojaba en su bajo vientre y en la zona lumbar mientras todo su sexo palpitaba y los músculos de la vagina se contraían y dilataban como una mano a la búsqueda inútil de un miembro inexistente.
Inconscientemente, afirmándose en su propia cabellera comenzó a acompañar el hamacarse del teutón en tanto sentía que por sus muslos escurría un jugo espeso, formado por la esperma del general y sus propios fluidos vaginales. Sofocaba dificultosamente sus alaridos de placer y dolor clavando sus dientes en el cobertor cuando el alemán, sacando el miembro del ano, lo volvió a introducir en la vagina, derramando un nuevo caudal que bañó generosamente sus carnes, llenando del viscoso líquido su útero y al sacar la verga, un manantial de flujo y semen manó desde la vagina, deslizándose por el interior de los muslos.
Simultáneamente, Hannah sintió que llegaba al clímax y, justo cuando creía haberlo conseguido entre sonrisas, lágrimas y ronquidos, aquellas ganas tremendas de orinar que siempre habían acompañado sin concreción sus orgasmos, finalmente se manifestaron y un chorro de oloroso y caliente orina irrumpió de la vulva barriendo los restos de los otros humores. Mientras el alemán limpiaba su miembro con el cobertor y comenzaba a vestirse, Hannah, sin perder el conocimiento pero con el pecho sacudido por violentos sollozos y sintiendo como todo su interior desgarrado latía con el ardor de una llaga abierta, se fue hundiendo en una nube de éxtasis y dolor que la apartaba de la realidad para sumirla en un oscuro y blando abismo. Percibió apenas el agradecido gesto amable del alemán, acariciando su cabello empapado antes de irse y sólo una hora después se recuperó totalmente.
Vio el lujoso edredón empapado por sus sudores, jugos vaginales, semen del hombre y el gran charco de la fragante orina, mezclados con restos de sangre que seguramente había brotado por alguna de las múltiples ampollas reventadas que la estremecían. Trabajosamente se incorporó y haciendo un bollo con la colcha la arrojó a un rincón, mientras sentándose en el retrete, empapaba una toalla con el agua fría para refrescar mínimamente sus ardores.
Para Sofía, la presencia en un día martes de uno de aquellos ocasionales “invitados”, como los llamaba su madre, suponía algo fuera de lo común pero no estaba preparada para ver algo tan desusado como la verga monstruosa del general y mucho menos como su madre se inmolaba gustosamente al daño brutal y desmedido que, a simple vista, las penetraciones le provocaban. Su mente infantil no podía concebir como su madre soltaba risas de placer mientras se ahogaba por el hipar de los fuertes sollozos de un llanto desgarrado, ahogada por el calor y la saliva, en tanto que alentaba fervorosamente al hombre para que ese miembro monstruoso, tan grueso como sus piernitas, le destrozaba las entrañas.
A la mañana siguiente, Dieter entró precipitadamente a la peluquería con una enorme sonrisa en los labios y, tras dar una fuerte palmada en la espalda de sorprendido Marco, subió de dos en dos los escalones que lo llevaban al dormitorio. Pero la alegría de la noticia que el general hubiera rubricado esa misma mañana su ansiado ascenso, se esfumó al ver el estado en que estaba la polaca, cubierta de cardenales y rodeada por varias toallas con vestigios de sangre.
Amorosamente, la acomodó sobre los almohadones y con paños frescos fue haciéndole recuperar el sentido. Sin una sola queja o reclamo, la joven le relató minuciosamente la experiencia traumática de la noche y entonces Hassler comprendió el por qué de la eufórica alegría y el agradecimiento de su superior al felicitarlo tan efusivamente. Arrepentido por haber sido el causante de semejante estropicio en la mujer que le había hecho pasar algunos de los mejores momentos de su vida, Dieter se disculpó como un chico atribulado y salió presuroso hacia el Centro, del que volvió rápidamente con una serie de ungüentos y calmantes que se ocupó personalmente de aplicarle.
Durante toda una semana, el ahora general se desvivió por atenderla, mimándola y cuidándola con devoción. Sólo diez días después y cuando la misma Hannah le pidió que se quedara a pasar la noche, reanudó la relación sexual con la delicada atención de quien se sabe en falta, mostrándose más amable y cariñoso, pendiente de cualquier necesidad o deseo que la polaca manifestara.
De todas maneras el idilio duró poco, ya que Hassler debería viajar a Berlín y otras ciudades dentro de la nueva área a su mando, por lo que las ausencias se prolongaban a veces más de un mes. La desesperada Hannah, falta de sexo, había vuelto a recuperar su afición por el alcohol del que se había alejado voluntariamente por la intensidad de los delirios y el comprobado paralelismo con la realidad que vivía. Solitaria, excitada e insatisfecha, prefería el refugio de esa rojiza nebulosa que la conducía a la enajenada evasión del mundo cotidiano.
A pesar de ese pobre sustituto, Hannah se sentía vacía, incompleta. La regularidad e intensidad de sus sesiones de sexo con Dieter y los ocasionales “invitados”, le habían creado una dependencia física que escapaba a lo razonable. Una constante inquietud febril que se instalaba durante días en su sexo, no podía ser calmada no sustituida con los pobres remedos de sus masturbaciones ni el paupérrimo sexo oral de Marco que, lejos de consolarla, aumentaban su desasosiego. Los días del naciente verano transcurrían largos, tediosos y tensos. El calor sólo contribuía a excitarla más y eso no fomentaba el buen humor, pero sí la intolerancia que lentamente se iba instalando entre Marco y ella.
Tampoco el clima bélico parecía mejorar, muy por el contrario; había señales en el cielo que les indicaban a los habitantes del pueblo que el sentido de la guerra se estaba revirtiendo. Ya no atronaban más las formidables formaciones de los poderosos trimotores Junker cargados de bombas que pasaban cotidianamente rumbo al sur y que descargarían sobre las ciudades enemigas que aun se resistían a la invasión, ni las escuadrillas de los prepotentes Stukas que sobrevolaban el pueblo como águilas atrevidas. Hubo un período de una calma total en los cielos y luego, para el encanto de los niños y el desconcierto de las mujeres, los bombarderos B29 norteamericanos y los ingleses Avro Lincoln y Lancaster, volando a más de diez mil metros de altura, dibujaban incontables paralelas blancas de condensación en su pasaje para bombardear las principales ciudades germanas.
Una mañana soleada en la que, como de costumbre, la pareja se abismaba observando la nada desde las vidrieras del negocio, una especie de tromba vino a perturbar la apacible y muda contemplación.
Un largo coche descapotable, distinto al de Hassler, con el águila bicéfala dorada pintada en la portezuela, se detuvo ante la barbería y de él, presurosa y agitada como un remolino, emergió la figura aleteante de una jovencita extremadamente rubia invadiendo estrepitosamente el local. Enfundada en un vaporoso vestido rosado de amplias faldas plisadas, la joven germana lucía y sonaba como un cascabel.
De facciones regulares, pómulos altos, mentón fino y una boca inmensa, con un rictus en las comisuras que parecía marcar una alegría perenne, no era hermosa pero atraía por su simpática y deslumbrante sonrisa y el espectacular color azul de sus ojos, enormes y un poco rasgados.
Sin ningún tipo de protocolo les tendió la mano francamente mientras se presentaba locuaz como la esposa del coronel Rehmer, nuevo segundo de Hassler, quien le había recomendado los servicios del matrimonio. Hannah le pidió que se sentara y mientras preparaba los enseres para la manicuría, le explicó que su marido no tenía ninguna experiencia como peluquero de damas, ya que en el pueblo las mujeres se cortaban entre ellas.
La joven, que hablaba un fluido polaco, les pidió que se tranquilizaran ya que, justamente, lo que ella estaba buscando era un peluquero de hombres, puesto que a causa del calor había decidido eliminar su larga y lacia melena rubia que le cubría buena parte de la espalda, adoptando el corte a la garçon, tan en boga en las grandes ciudades y cuya muestra traía en el recorte de una revista de modas.
Transpirando como si fuera a ser ejecutado, lentamente y con sumo cuidado, Marco comenzó a cortar los largos mechones dorados en tanto que la joven se entregaba despreocupadamente a sus manos y a la atención de Hannah a sus uñas. La incontinencia verbal de la jovencita que parecía incapaz de permanecer un instante en calma y silencio, la llevaba a hablar sin solución de continuidad, incurriendo a veces en ciertas impertinencias de soberbia, como cuando se refirió a la chatura de las costumbres en el pueblo y la ignorancia de su gente. Ella sabía que los Vianini eran de Varsovia y suponía que por pertenecer a una ciudad capital, las críticas a sus vecinos no los tocarían.
Hannah trató de reencausar la conversación, explicándole las virtudes de esa placidez pueblerina y que, fundamentalmente, la gente era bondadosa y honesta. En cuanto a las distracciones, sólo tenía que saber encontrarlas en la simpleza y le refirió lo saludables que resultaban los paseos por el bosque, caminando o en bicicleta y, bien entrado el verano, chapotear en las claras aguas del arroyo.
Algunas costumbres y actitudes de las mujeres del pueblo, sus amancebamientos y los hijos bastardos, despertaban su curiosidad y predisponían a la joven a sostener una conversación más íntima, de mujer a mujer con Hannah, pero la presencia de Marco la cohibía y entonces se enfrascó en una serie de comentarios super
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