Inquieta pero por propia decisión, permaneció acostada todo el fin de semana e incluso, cuando el lunes se levantó para ir al colegio, las molestias de la entrepierna dificultaron sus movimientos. Con su prudencia acostumbrada, Pedro no la molestó en una semana y sólo cuando la propia Florencia entró a su cuarto, reinició las relaciones pero, por unos días se limitaron al sexo oral y manual mutuo, en el que el hombre la inició en distintas variantes, especialmente la de realizar distintos tipos de sesenta y nueves.
Paulatina y progresivamente, fue imbuyéndola de todo lo que es posible realizar sexualmente, de tal manera que la muchacha, ya devenida en mujer, los asimilara con tanta solvencia que su padrastro confirmó aquello de los genes, ya que Florencia superaba con su entusiasmo y fervorosa dedicación las prácticas más insólitas que realizara con su madre, quien, sin ser una prostituta, no había logrado superarse económicamente sino vendiendo su cuerpo a los favorecedores de turno.
Era tal la semejanza no sólo sexual sino también estética con su madre que, tácitamente, la muchacha ocupó un lugar permanente en la cama convertida en su pareja. De esa manera y salvo en las oportunidades en que Javier llegaba a la casa, vivieron con calmosa intensidad como si fueran un matrimonio, con esa lógica disminución en sus ardores amatorios que da la rutina de la cotidianidad.
Pedro sólo hacía valer su paternidad cuando la muchacha decaía en los estudios y así, con ella cursando los últimos años del secundario y él progresando ostensiblemente en su trabajo, asistieron a la graduación de Javier quien, tras el viaje de instrucción, sería destinado a una base naval en Mar del Plata.
En esos años, Florencia se había cuestionado esa reserva que le impedía hacer amigos, pero se fue dando cuenta de que le costaba compartir las mismas cosas con chicas y muchachos que, en comparación con ella eran bebés de teta, tanto en lo cultural como, muy especialmente, en lo sexual. Con todo y sin demostrar que su experiencia superaría fácilmente a las de todas sus condiscípulas juntas, compartía con ellas esos secretos que se confían las chicas luego de una fiesta o haber salido con un muchacho
Sin embargo, ya fuera por curiosidad o porque algo en su interior la compelía a ello, en más de una oportunidad y mientras se cambiaban luego de las clases de gimnasia, se encontró con la mirada perdida en la observación de unos senos o la vista se le desviaba subrepticiamente y sin que lo pudiera evitar a la búsqueda de algún triángulo piloso o la contundencia de unas sólidas nalgas.
No obstante ese interés casi “académico”, pasó la secundaria sin que se produjera incidente sexual alguno e inmediatamente Pedro la hizo ingresar a la carrera de Derecho. Allí el panorama cambió radicalmente, porque el alumnado era heterogéneo, social, económica y sexualmente, conviviendo hombres y mujeres ya adultos con chicas y muchachos que, como ella, estaban dando sus primeros pininos en la vida.
El sistema de estudios era diametralmente opuesto a la rígida severidad de las monjas y, cursando las materias que más le interesaban, tenía poca oportunidad de hacer amigos, cosa que por otra parte no le interesaba ya que toda su vida social pendía de los deseos de Pedro y con eso le alcanzaba.
De esa manera, esquivándole el bulto a reuniones e invitaciones a fiestas, transcurrió los tres primeros años sin mayores dificultades, encarando decididamente las materias que le permitirían obtener una pasantía antes de recibirse
No obstante su oposición a relacionarse y por el simple hecho de compartir información o realizar consultas sobre determinados temas, debió vincularse con varios muchachos y un par de chicas, desalentando rápidamente los avances masculinos con la simple enunciación de que vivía en pareja. Con las chicas era distinto, ya que solían reunirse en la cafetería de la Facultad y en tanto consultaban libros o apuntes, intercambiaban ese tipo de información básica a que son afectas las mujeres.
Así como ella les confirmó que transitaba una situación irregular con un hombre mayor - sin decir, naturalmente, que era su padrastro -, Alicia le contó de su dificultad por seguir una carrera que no le interesaba pero que debía cursar por una tradición familiar. En cambio Laura, era una aventajada estudiante que ya trabajaba en un estudio y, al conocer los deseos de Florencia por hacer lo mismo, le prometió que, si ella al recibirse conseguía el cargo que ambicionaba en un estudio más grande, la recomendaría con la especialista para quien trabajaba.
Eso no se convirtió en una verdadera amistad, pero Florencia vio en aquella circunstancia la oportunidad de conseguir una libertad e independencia que su padrastro no le negaba pero que, con su dominación masculina, la confinaba a una rutina hogareña que no le presagiaba un futuro demasiado feliz.
Dos años mayor, Laura era una especie de arquetipo de la mujer socialmente liberada y tanto por la forma informal de vestir como por sus desmañadas maneras de hablar con una desfachatez que desarmaba de los temas más ríspidos o íntimos la masculinizaban un poco, pero la feminidad que exudaba casi salvajemente su cuerpo esplendoroso alejaba cualquier presunción equivocada.
Pero cierta tarde en que Florencia necesitaba consultar un libro que la organización particular de la biblioteca le dificultaba encontrar, la exuberante Laura le dijo conocer en qué sección estaba. A esa hora, la biblioteca estaba prácticamente desierta y, más allá de las largas mesas en las que dos o tres personas se enfrascaban sobre los libros, los largos pasillos que formaban los anaqueles se perdían en una penumbra que no era propicia para encontrar nada.
Con esa seguridad que da el saber que hacer, Laura la condujo hasta un confín laberíntico y allí, empujándola sorpresivamente contra los estantes, la dominó con el peso de su cuerpo y mientras la asía por la mandíbula con insospechado vigor, aplastó su boca en la suya con un húmedo y voraz beso, llevando la otra mano a levantar el ruedo de la corta falda para alojarse sobre la delicada tela de la bombacha.
Aunque su cuerpo estaba magníficamente modelado por el manoseo y el ejercicio del sexo, Florencia no era alta ni corpulenta, en contraste con Laura que, aparentado ser delgada por su estatura que superaba fácilmente el metro con setenta y cinco, tenía proporcionalmente un peso que apabullaba a la desorientada muchacha. La sorpresa no la dejaba reaccionar y ante su actitud, la otra joven devoró su boca con apasionados besos en los que la lengua cobró una activa participación mientras su mano había trascendido la frágil resistencia de los elásticos y dos dedos escarbaron reciamente la vulva.
El inútil movimiento para deshacerse del cuerpo de Laura y una vana protesta que no podía articular por la forma en que la boca de la mujer se aplicaba sobre la suya como una ventosa, le hicieron comprender que sus esfuerzos serían infructuosos; en una fracción de segundo, cruzaron por su mente las imágenes esbozadas de aquellas golosas miradas al cuerpo de sus condiscípulas diciéndose que, por la intensa variedad del sexo con Pedro, el lesbianismo era el único camino que aun no había transitado.
Por otra parte, la mano ya no contentaba con acariciar la vulva sino que los dedos había separado los labios para internarse sutiles al húmedo óvalo. Relajándose para dar a entender a Laura su aquiescencia, dejó que sus labios y lengua respondieran los embates de la boca invasora y, mientras un brazo estrechaba la cintura de su compañera, la otra mano sobó, aun por encima de la remera, la mórbida masa del seno femenino.
Separando la cabeza por un instante y con una espléndida sonrisa iluminando su bellísimo rostro, con voz enronquecida por el deseo, la mujer le dijo que la haría suya. Los dedos hurgaban premiosos en las crestas de los labios menores que los años habían transformado en elásticos colgajos arrepollados. La caricia era semejante a las de Pedro, pero los dedos femeninos tenían una consistencia muelle y maleable que exacerbó rápidamente su deseo y, en tanto separaba un poco las piernas flexionadas para facilitar la tarea de la mano, levantó la remera de Laura para encontrar que los senos, libres de sujeción alguna, se le ofrecían como dos largas peras colgantes en cuyos vértices unas aureolas grandes y planas se veían cubiertas por gruesos gránulos sebáceos, haciendo de cuna a la excrecencia puntiaguda de los pezones.
Seducida por ese espectáculo inédito para ella, bajó apenas la cabeza para depositar pequeños besos al seno de la alta muchacha. Con esa sabiduría innata que tienen las mujeres para lo sexual, los cuerpos parecieron acomodarse y, en tanto Florencia lamía y chupeteaba intensamente las aureolas y pezones, ayudándose con las manos para someter los senos a recios estrujamientos, la mano de la mujer estregaba fuertemente al crecido clítoris.
Y así, sumidas en un vórtice de placer, se dejaron estar por unos momentos hasta que Laura hizo lugar para que dos dedos de su otra mano palparan la ahora dilatada a la vagina, introduciéndose con suave prepotencia. Florencia había remontado con exceso la colina del deseo y toda ella estaba pronta para la batalla final que la conduciría a satisfacer el urgente reclamo de sus entrañas.
Gimiendo quedamente, le exigió a la mujer que la llevara al orgasmo y, mientras su boca y manos se esmeraban en refocilarse con aquellas deliciosas carnes, Laura clavó el filo de sus uñas en el clítoris en tanto tres dedos ejecutaban un vehemente ir y venir en la vagina hasta que, sin poder contener el bramido que el clímax ponía en su garganta y mordisqueando con saña los pezones de la mujer, volcó la riada de sus jugos sobre los dedos que la socavaban.
Apoyadas una en la otra, exhaustas por el frenesí de aquel coito tan especial, se dejaron estar tiernamente enlazadas hasta que Laura, desprendiéndose de su abrazo, le dijo cuanto había deseado poseerla desde el mismo momento en que la conociera. Avergonzadamente cohibida, Florencia le confesó que carecía totalmente de experiencia en ese tipo de sexo que, aunque extraño, le había resultado inmensamente placentero pero que ella era decididamente heterosexual y jamás se había propuesto dejar de serlo.
Mientras acomodaba la abundancia de sus pechos debajo de la estrecha remera, su compañera le explicó que, si bien el lesbianismo era una desviación genético-hormonal de la que ella afortunadamente padecía, el obtener placer con otra mujer era una manera diferente de canalizar el deseo y eso no la convertiría en homosexual, sino en una cultora de la totalidad sexual.
Mientras sacaba de su bolso aquel libro que ella estaba buscando desde hacía días, estrechándola cariñosamente por los hombros mientras la conducía a la salida, la comprometió con un dulce y último beso para que al día siguiente pasara por su departamento.
Esa noche y mientras se excusaba con su padrastro por tener una indisposición pasajera y sintiendo el brazo cruzado sobre su cuerpo con el que le expresaba su cariño durante el sueño, sus los ojos clavados en la nada de la noche recrearon en su mente lo sucedido esa tarde, notando como ese recuerdo colocaba en su entrepierna el escozor hirviente del deseo.
Mal dormida, esa mañana escuchó distraídamente a sus profesores, confundida todavía por esa disyuntiva que le hacía sentir la habitual repugnancia que le provocaba la homosexualidad y por otro lado, un ansia creciente por volver a experimentar la sensación placentera de ser violada por una mujer. Perturbada por esos pensamientos que le hacían ver la dualidad de su sexualidad, exacerbada desde su misma adolescencia por la persistencia de Pedro en enseñarle a masturbarse de diversas formas, tenía que admitir que él no la había obligado a nada que ella no quisiera y que, hasta de las más extravagantes posiciones en las que se sometían recíprocamente con tenaz virulencia, ella no sólo participaba con denuedo sino que hasta las proponía para obtener cuotas aun más exageradas de placentera satisfacción.
Curiosamente y como dice el dicho popular, con el sólo recuerdo de Laura “se le hacía agua la boca” y, diciéndose que esa era una asignatura que se debía a sí misma y que no comprometería para nada sus relaciones con Pedro, se encaminó al departamento de su compañera.
Tan segura estaba la otra muchacha de cuá sería su respuesta que, vestida sólo con una holgada camiseta musculosa que exhibía más de lo que ocultaba, le abrió la puerta para conducirla sin más a un amplio dormitorio donde una cama cubierta sólo con la sábana inferior, parecía invitarlas a ocuparla. Sin hablar una sola palabra, paradas frente al lecho, Laura fue despojándola una a una de todas sus prendas, incrementando con esa lentitud el deseo de la joven y cuando luego de estar absolutamente desnuda la hizo acostarse boca abajo en el centro de la cama, tembló como si fuera una virgen a punto de ser violada.
Salvo la masturbación anterior, por primera vez en su vida sentía en su cuerpo las manos de una mujer e instintivamente se crispó, pero inmediatamente, la ternura de los dedos fue esparciéndose por todos sus músculos y con voluptuoso deleite, fue abandonándose a la caricia.
Su cuerpo se aflojó y Laura se acomodó arrodillada entre las piernas abiertas. Dejando caer sobre las espaldas una cierta cantidad de algún líquido aceitoso, comenzó un masaje con ambas manos de una lentitud exasperante a lo largo de la columna vertebral. Los largos dedos de recortadas uñas, se escurrían remolones por su piel encendida, masajeando y sobando la carne que parecía derretirse en medio de los trémulos suspiros agradecidos de Florencia. Nunca nadie, jamás, la había acariciado de esa forma y seguramente su predisposición física y mental después de la perturbadora refriega de la noche anterior, la nutría de una expectante delectación.
Su compañera centraba ahora toda su atención en las piernas; contorneando los fuertes músculos desde los mismos tobillos y ascendiendo gratamente por los muslos, los dedos se esmeraron sobre la contundencia de las nalgas. Cuando finalizó con aquello, las usó como almohada donde apoyar su trasero y estirándose sobre sus espaldas, le masajeó hombros y brazos mientras en su ir y venir los senos colgantes acariciaban con sus pezones la piel aceitada, abriendo surcos de oscuros deseos en su pecho. Ese pulposo contacto ponía una tumultuosa nube de mariposas en el vientre de Florencia y de sus labios entreabiertos surgía un gemido de anhelante histeria en la insoportable espera de que algo se concretara, cuando la mujer salió de encima suyo y la ayudó a darse vuelta.
Una profunda ignorancia personal con respecto a lo lésbico la habitaba pero, instintivamente, allá en el fondo de su subconsciente, un llamado atávico la compelía a desear el sexo con aquella mujer que se le antojaba maravillosa. Mojando con la lengua sus labios resecos por la emoción y asiéndose con las manos hacia atrás al cabezal de bronce del lecho, aguardó con los ojos cerrados y los dientes clavados en el labio inferior la arremetida de Laura. Eso no se produjo como ella esperaba, sino que ella se acuclilló encima, desparramando una nueva capa del líquido sobre su vientre.
Sobando uno a uno esos músculos, presionando el abdomen, la indujo a profundizar la hondura de su respiración y cuando ya la muchacha jadeaba abiertamente, las manos se dedicaron a estrujar la exaltada carne de los senos para luego concentrarse en las pequeñas aureolas con el raer de las uñas. Florencia ondulaba su cuerpo agitando la pelvis con premura en un simulacro de histérico coito, cuando los dedos ciñeron sus pezones e iniciaron un suave retorcimiento que se convirtió en martirio conforme se exaltaba.
La boca de la mujer se enseñoreó del vientre y la lengua fue deslizándose en círculos sobre él, sorbiendo el fluido acumulado entre las oquedades para abrevar en el diminuto lago formado en el ombligo. Sádicamente, fue incrementando la torsión a los largos pezones y la presión de las uñas clavadas en la carne hasta que, crispada por la angustia, Florencia prorrumpió con francos sollozos de pasión en un estrepitoso estallido del goce más profundo, para luego derrumbarse desmadejada cuando el alivio de su torrente vaginal la alcanzó.
La mujer acercó el rostro y ofreció sus labios al beso de la joven que aun acezaba fuertemente entre los dientes apretados por la intensidad del orgasmo. Encendida como nunca lo estuviera con Pedro, la lengua de Florencia salió de entre sus labios generosos y escarbó delicadamente las encías de la otra mujer, lo que instaló unas cosquillas profundas que le trasmitieron un fuerte escozor a los riñones. Inconscientemente su cuerpo se arqueó rozando las carnes ardientes de Laura y conmovida por ese contacto, dejó que sus manos buscaran las nalgas, atrayéndola fuertemente contra sí. Los labios se unieron en dulcísimos besos de fogosa pasión y pronto estaban estrechadas en apretados abrazos mientras respiraban ruidosamente por las narinas dilatadas y las manos no se daban abasto para recorrer las carnes con histérica urgencia.
Las cortas y afiladas uñas de los suaves dedos de la joven, comenzaron a deslizarse sobre todo su cuerpo, rozándolo apenas con mínimos rasguños. La suavidad de la caricia predisponía gratamente a la piel, haciendo que el cuerpo de Florencia se agitara con beneplácito, pero cuando rozaba ciertas partes, como aureolas, pezones, ombligo o la entrepierna, una descarga punzante la penetraba por la columna, explotando en su nuca.
La sensación era única e inédita y un tropel de caballos salvajes parecía habitar su cuerpo, que se arqueaba y ondulaba violentamente, estremecida por el placer. Acompañando ese frenesí, Laura acrecentaba el rasguño de los filos en rojizos surcos ardientes y cuando ella estalló en aullidos de goce, fue penetrando lentamente el sexo. La aspereza ignorada de las uñas contra las carnes de la vulva, puso un ronco bramido de temeroso asentimiento en boca de Florencia y, al tiempo que la mano iniciaba un rítmico vaivén sobre la entrada a la vagina, se dio envión con los brazos para acrecentar el ríspido roce.
Cuando Laura fue penetrándola con tres dedos, creyó enloquecer de placer y poniendo todo el peso de su cuerpo en las piernas encogidas y apoyadas a cada lado, se arqueó y corcoveó con violencia, entre violentos espasmos vaginales y agónicos estertores de su garganta reseca por la pasión.
Yacía crispada, balbuceando entrecortadas frases de complacencia mientras sus ojos se encharcaban con lágrimas de agradecimiento, cuando la boca de Laura se asentó en la apertura dilatada de la vagina, sorbiendo con sus labios la húmeda manifestación de su sexo. La punta engarfiada de la lengua envarada penetró tan hondo como pudo y rastrilló las febriles carnes que, en un reflejo animal, se contraían y dilataban en lento movimiento de sístole-diástole, expulsando sus aromáticos jugos uterinos.
Mientras Florencia se manifestaba en medio de murmullos de mimoso placer, la lengua volvió a recorrer los mojados pliegues hinchados por la inflamación. Los dedos abrían esas retorcidas aletas carnosas que se mostraban dilatadas e hinchadas hasta la desmesura y la punta afilada las excitaba en lenta maceración. Recorriendo curiosa las nacaradas carnes del óvalo, se agitaba vibrátil sobre la suave depresión del meato y escaramuceaba en la escondida cabeza del clítoris.
Los gemidos ansiosos de la muchacha ponían al descubierto su excitación y entonces, Laura se arrodilló junto a su torso hundiendo la boca entre los labios jadeantes de Florencia, quien al sentir el gusto de su propio sexo se aferró a la nuca para profundizar el beso. Girando casi imperceptiblemente, la mujer se colocó invertida sobre ella y animándola lascivamente a que la imitara, comenzó a deslizar su boca por el cuello, lamió con gula las colinas gelatinosas de los senos y se agitó tremolante sobre el promontorio escaso de las aureolas. Simultáneamente una mano sobó suavemente las carnes y los dedos aprisionaron dulcemente al pezón que, ante ese estímulo, volvió a erguirse.
Florencia había seguido el consejo de su amiga y la boca inexperta repetía los movimientos de la otra. La tersura de la piel y el tibio calor que emanaba le hacían experimentar cosas inimaginadas. El fondo del vientre borbotaba como un caldero hirviente y una inexplicable sensación de vacío se instalaba en su pecho. Cuando la boca se asentó sobre los sólidos senos que oscilaban frente a su cara, supo que se aprestaba a vivir algo que, maravilloso o terrible, modificaría definitivamente su sexualidad. Golosa y angurrienta, su boca se abrió para engullir literalmente la dilatada aureola marrón. Un saber primitivo como el de la tarde anterior, la llevó a chupar y estrujar entre sus labios esa excitante superficie granulada y la lengua se acopló a esa tarea, tremolando ávidamente sobre el puntiagudo pezón.
Sin prisa, con lentitud exasperante, disfrutando mutuamente de un goce inefable, se enfrascaron durante largo rato en la hipnótica tarea de sobar, lamer, estrujar, chupar y mordisquear los pechos. A Florencia todo aquello le resultaba excitantemente nuevo y confirmaba sus presunciones de estar accediendo a un tipo de sexualidad que la satisfacía como nunca antes la heterosexual lo hiciera. Una mano de Laura había abandonado los pechos y tras rascar sobre los fuertes músculos de su vientre, hurgaba los hirsutos vellos recortados del Monte de Venus, recorriéndolos hasta más allá de la vagina, acariciando el perineo y excitando tiernamente los fruncidos esfínteres del ano.
Aquello provocaba un fuerte escozor en los riñones y nuca de la muchacha que, involuntariamente, había comenzado un suave menear de la pelvis y recibió alborozada el contacto de los dedos sobre los labios exteriores de la vulva que ya había incrementado su volumen. Muy lentamente, Laura había ido desplazando su boca para recorrer aviesamente el transpirado surco del vientre y, traspasado el ombligo, abrevaba reiteradamente en las canaletas de las ingles para luego escarbar en la alfombrita velluda y recalar finalmente en la caperuza que protegía al clítoris.
Las sensaciones de placer eran tan intensas que la joven había cerrado los ojos para disfrutarlas profundamente, pero un algo instintivo la llevó a abrirlos, para encontrar frente a ellos la entrepierna de Laura, enfrentando con una mezcla de repulsa y curiosidad lo que nunca hubiera imaginado desear de tal forma.
Jamás había visto un sexo de mujer de esa manera, tan próximo a su cara que debía parpadear para poder mantener el foco. En realidad, el único sexo femenino que conocía era el suyo y eso mismo, casi sólo a través del tacto. Un aroma agridulce, que conocía pero al mismo tiempo ignoraba, hirió su olfato y aquello, sumado a lo que la boca de su compañera ejecutaba en su sexo, la obligó a acercar la suya a aquellos pliegues ennegrecidos por la afluencia de sangre y la lengua rozó tímidamente la barnizada superficie.
El sabor que rápidamente invadió su boca la enajenó. Con las manos abiertas en las poderosas nalgas, sus pulgares separaron las carnes y ante sus ojos se abrió un espectáculo que no mucho tiempo atrás habría calificado de asqueroso pero que ahora le parecía profundamente excitante y maravilloso. Los labios externos de la vulva, hinchados hasta adquirir el grosor de un dedo, pulsaban dilatados y en esa labilidad, dejaban expuesta una masa interna de arrugadas filigranas carneas.
Las moradas tonalidades de sus bordes retorcidos se transformaban en rosadas para luego adquirir el nacarado tornasol del óvalo que cobijaba el orificio de la uretra y en la parte inferior, voluminosas crestas daban reparo al agujero de la vagina que le ofrecía la rojiza tentación de su caverna. La lengua tremolante recorrió esos pliegues mojados por los jugos que rezumaban desde la vagina y cuyo sabor la extravió. Alternándolo con el chupetear de los labios, se sumergió en un extravió de sensaciones encontradas, ya que Laura estaba sometiendo a su sexo a parecida operación y el deseo de ser poseída se enfrentaba a un afán desconocido de domeñar a la otra mujer.
La mujer había unido sus dedos en forma de huso y, sin dejar de abrevar con su boca en el tubo erecto del clítoris, fue introduciendo lentamente, entrando y saliendo con morosidad, pero cada vez un poco más adentro, la fálica agudeza de los dedos.
Su consistencia y el arte con que Laura le imprimía un movimiento excavador, haciendo que los dedos rozaran intensamente hasta los rincones más remotos fue convirtiéndose una penetración total, ya que Laura fue acompañando a los tres dedos del medio con el meñique y luego, doblando el pulgar paralelo a la palma, fue presionando hasta que la presencia de los nudillos se hizo ineludible, pero, hábilmente, ella dejó caer una cantidad apreciable de saliva y ahusándolos al máximo mientras los ponía verticales, los fue introduciendo totalmente a la vagina; Florencia no daba crédito a que toda esa mano se hubiera hundido en la vagina y que, aparte del sufrimiento inicial de los nudillos, su presencia le resultara tan grata, provocando que ondulara sus caderas para adecuarlas al vaivén del coito mientras su boca se hundía con desesperación en el sexo.
Convencida del placer que le estaba proporcionando y satisfecha por lo que ella realizaba en su sexo, la mujer intensificó el vaivén de la mano que cerraba en un puño para luego abrir los dedos rascando como una araña monstruosa. Esa sensación de dolor-goce enloquecía a Florencia y mientras impulsaba fuertemente la pelvis al encuentro de la mano que la martirizaba, su boca se adueño del desmesurado clítoris de Laura, haciendo que los labios succionaran con fiereza y los dientes lo mordisquearon casi con saña. Su espesa saliva se entremezclaba con los cálidos jugos que manaban del sexo mientras fragantes vaharadas de flatulencias vaginales saturaban su olfato y así, en medio de los sonoros chupeteos y el ronco bramar de su garganta, hundió dos de sus dedos en la vagina, sometiéndola a un desenfrenado vaivén copulatorio.
De alguna manera Laura se había hecho de un falo artificial y en tanto penetraba salvajemente al sexo mientras clavaba sus dientes sobre la colina del Monte de Venus, deslizó la otra mano por debajo de las nalgas. Rebuscando en medio de la hendidura colmada de líquidos que fluían de la vagina, halló la fruncida entrada al ano y la penetró con dos dedos.
Mientras sentía como la mujer parecía querer devorar su sexo acompañando el fuerte vaivén del consolador con que la sometía, imitándola, Florencia también la poseyó con cuatro dedos retorciéndolos rudamente en la vagina de Laura, provocándole tal grado de satisfacción que, abriendo aun más sus piernas para facilitar el trabajo de su boca inexperta, comenzó la eyaculación de un orgasmo lento y profundo.
Florencia estaba lejos de llegar a esa situación, pero era tanta la satisfacción que el falo le proporcionaba, involucrándola en un vendaval de sensaciones encontradas que, sin dejar de penetrarla con los dedos, recibió con delectación la abundancia de las mucosas que útero y vagina derramaban en su boca. En medio de gritos y rugidos, las mujeres se revolcaron sobre la cama, con manos y bocas en un siniestro juego de caricias, rasguños, besos y lamidas, hasta que el agotamiento pudo más y así, estrechamente abrazadas, fueron cayendo en un letargo del que saldrían fortalecidas rato después.
Mientras ella dormitaba soñolienta en esa semi inconciencia que hace percibir todo como a través de algodones, sintió traquetear por el cuarto a su compañera la que, finalmente, se arrodilló en la cama a su lado para, tras quitarle tiernamente los cabellos mojados de la frente, le anunció que ahora iban a protagonizar una verdadera cópula. Florencia creía que los acoples anteriores habían sido como un coito, especialmente las penetraciones a su vagina con la mano y el consolador, pero ahora veía asombrada que el físico exquisito de Laura exhibía un ancho cinturón a cuyo frente pendía una lengüeta que llevaba adherido un grueso miembro artificial con testículos y todo.
El aspecto del conjunto lucía amenazador e, instintivamente, retrocedió en la cama hasta que el respaldo la detuvo. Riendo divertida por su temor, le pidió que se tranquilizara, porque el falo se veía mucho más fiero de lo que realmente era. Tomándolo entre los dedos, fue demostrándole su elasticidad mientras le explicaba que su exterior parecía temible por las venas y anfractuosidades que imitaban a uno verdadero pero que en su interior poseía un eje articulado que le permitía adoptar las formas más insólitas sin herir y para ella sería un gusto disfrutarlo en su vagina.
Haciendo que lo palpara para comprobarlo y luego de que sí, efectivamente, su contacto terso resultó agradable a su piel, la hizo acostar nuevamente en el centro de la cama para, arrodillándose entre sus piernas encogidas abiertas, presionar lentamente con todo el peso de su cuerpo haciendo que la verga, enorme pero suave, se deslizara por el canal vaginal hasta superar el cuello uterino y rascar el endometrio.
Conociendo solamente el pene de su padrastro, suponía que aquel era grande, pero este lo superaba ampliamente y, aunque su volumen llenaba toda la vagina, no sólo no le era desagradable sino que le proporcionaba verdadero placer. Con una sonrisa que mostraba su felicidad opacada por un rictus aprensivo, le dijo a la mujer que tuviera cuidado y no la lastimara.
Inclinándose sobre ella y mientras buscaba golosa su boca, los senos colgantes tentaron a Florencia que los apresó entre sus dedos para sobarlos con tiernos estrujamientos y, en ese momento, Laura puso en marcha su cuerpo en la iniciación de una cópula fantástica. El primer movimiento extrayéndolo provocaba a la vez, un alivio y una sensación de vacío tan penosa que, entre los voraces besos que intercambiaban, le exigió que la penetrara tan intensamente como pudiera al tiempo que asentaba sus talones en las nalgas de la mujer para ayudarla en el envión.
Laura no se hizo rogar y dando a sus caderas un lento hamacar, fue hundiendo y sacando la verga en un alucinante coito como nunca antes Florencia disfrutara; ni mejor ni peor que el de Pedro, sino simplemente tan distinto que, después de tantos años, se le hacía estar descubriendo el sexo.
Bramando groserías por entre los labios apretados y clavando fieramente sus miradas en los ojos de la otra, se aferraron de las manos y así, con los brazos encogidos, Florencia aguantaba los violentos empellones conque Laura la socavaba, acompañándola en la euforia de sus remezones. De sus gargantas salían ardorosas frases de pasión, entrecortadas por la agitación que ese ejercicio les provocaba, hasta que la mujer le desenganchó las piernas de su cintura y, haciéndola colocar de costado, con la pierna derecha encogida hasta los senos, aferró la otra y estirándola, la apoyó en su pecho. Florencia sabía que en ese ángulo el sexo se ofrecía totalmente dilatado y Laura volvió a penetrarla hasta lo más hondo mientras tomaba envión afianzada en el muslo.
Pensando en que si ese era verdaderamente el goce que lograban las lesbianas, concluía que su anterior repulsa y aprensión había sólo generada por la ignorancia, ya que si le sumaba al placer su duración casi ilimitada por la ausencia de eyaculaciones seminales que agotaran al músculo que era el pene, la ecuación resultaba perfecta. Apoyándose en su hombro derecho, ladeó el torso para que, en tanto disfrutaba de la virulencia de las penetraciones, su mano estrujara los senos inflamados por el roce contra la tela arrugada.
Laura se aplicó por un rato a tan deslumbrante cópula y cuando ya Florencia comenzaba a sentir aquellas recurrentes ganas de orinar no satisfechas que prologaban sus auténticos orgasmos, la mujer le anunció que deseaba acabar en ella. Sin sacar el portentoso falo de la vagina, fue acomodándola para que quedara arrodillada y separando sus piernas en un triángulo perfecto, la tomó por las caderas y dio a su cuerpo un poderoso hamacar sustentada en sus piernas acuclilladas. El goce era tan profundo, que la misma Florencia, acostumbrada a sostener esa postura con su padrastro, encogió la pierna derecha para apoyar el pie a la altura de sus hombros y de esa manera mantenía cómodamente la exquisita cadencia de las penetraciones.
Totalmente desmandada y en tanto le anunciaba la llegada de su alivió, Laura introdujo sus dos dedos pulgares en el ano de la muchacha y cuando esta le expresó su dolorida satisfacción, se debatieron en ese coito animal hasta que sus urgencias las superaron y estremecidas por las contracciones espasmódicas de sus entrañas, se derrumbaron en la cama confundidas en una abrazo que las fundía en un sólo ser.
Al volver a su casa, le costó disimular la alegría que sentía por haberse liberado de esa carga que, de no haberla satisfecho, hubiera transcurrido toda su vida pensando que el sexo sólo se limitaba a lo que la imaginación dictaba a los hombres y lo que estos les exigían a las mujeres. Contradictoriamente, esa noche se brindó a Pedro con un entusiasmo loco, dándose cuenta que el sexo con la mujer había potenciado su capacidad de goce y sensibilidad, lo que la hacía darse por entero al hombre a la búsqueda de nuevas sensaciones.
Como el destino en la base aeronaval lo obligaba a permanecer en ella, Javier venía ocasionalmente por alguna licencia especial o en sus vacaciones, que ahora sólo duraban los quince días asignados por la superioridad, con lo que Pedro y Florencia cohabitaban de manera permanente y sólo se separaban prudentemente durante las visitas de su hermanastro.
La relación con Laura no se convirtió en algo permanente y en ese último año, sólo se acostaron en cuatro oportunidades más. A tal punto aquello se había convertido para ellas en una manera distinta de desfogar sus fantasías secretas que, cuando la mujer se graduó antes que ella y dejó de ir a la Facultad, ni siquiera se llamaron telefónicamente.
Pero Laura hizo honor a la palabra empeñada. Visitándola una mañana en su casa, le dijo que ella había conseguido un cargo en un Estudio en Rosario y que la abogada para la que trabajaba, había aceptado tomarla como su ayudante en una pasantía que le permitiría terminar su carrera. La mujer sabía ser muy generosa en las remuneraciones, otorgándole gran parte de los honorarios que le correspondían en las operaciones de sus clientes, pero había una condición que, para una chica con sus aptitudes sería una gracia aparte; Nélida era una mujer estupenda que, transitando apenas los cuarenta, sabía darse gustos sexuales muy especiales y así como sabía convocar hasta más de un taxi-boy para una noche de locura, exigía de sus ayudantes que mantuvieran relaciones homosexuales con ella.
Tampoco la mujer era un monstruo y se permitía esas libertades cuando su marido, abogado como ella, estaba ausente por cuestiones de negocios y, sí, sin llegar a una incontinencia promiscua, le hacía pagar sin esfuerzo su pasantía a quien fuera su ocasional ayudante, dándose y dándole gusto a las chicas con prudencia y moderación.
Le costó más de una noche de insomnio admitir que si aceptaba ese cargo, estaría vendiendo su cuerpo a cambio de prestigio y dinero, con el agravante de que quien la poseería sería una mujer. La evidencia de que lo que hacía con su padrastro desde los trece años no le permitía erigirse en arbitro de la decencia y sí en cambio avergonzarse por todo lo que realizara en esos años, le dio aliento y pidió una cita con la abogada.
Un poco cohibida por las advertencias de su amiga, concurrió a la primera reunión sin confiarle a Pedro sobre los gustos sexuales de la que sería su nueva empleadora. No bien entró al suntuoso departamento que Nélida utilizaba como estudio, se dio cuenta que tipo de carrera la esperaba y, con una ambición que desconocía en ella, se dijo que ser complaciente con los hábitos sexuales de la mujer no serían un inconveniente para lograr sus propósitos.
El calificativo de estupenda que utilizara Laura se había quedado corto, ya que la mujer deslumbraba por la belleza de su cara y el magnífico cuerpo que llenaba sus lujosas ropas. Seguramente conseguido a fuerza de mucho gimnasio y, por qué no, algún toquecito de cirugía, Nélida aparentaba a transitar la treintena y no los cuarenta largos que le contara su amiga.
Con una amabilidad y gentileza que no resultaba común en una persona tan encumbrada como ella, le explicó sencillamente sus obligaciones, le mostró el ante despacho que ocuparía y, casi como al pasar, quiso saber si Laura la había contado de algunos requerimientos especiales que ella podría hacerle. La referencia era tan sutil, tratada con tanta altura que, Florencia se apresuró a decirle que no la defraudaría en ese aspecto y que estaba enteramente a su disposición.
Congratulada por ese predisposición de la que ahora sería su pupila, le dijo que se tomara los cuatro días que faltaban hasta el lunes y, entregándole una abultada suma de dinero, le especificó que se comprara ropa adecuada para el cargo en una casa de la cual le dio una tarjeta y que concurriera a un salón de belleza a mejorar su aspecto mediante un corte de pelo y un correcto maquillaje.
Maravillada por lo que había conseguido gracias a su amiga, obedeció las instrucciones de su mentora y a poco repartía sus funciones en el despacho con el curso de sus últimas materias. Pedro también estaba contento por la evolución de su hijastra, tanto en lo profesional como en lo estético y ahora le daba gusto verla enfundada en esas ajustados trajes sastre de cortísimas faldas y las exquisitas blusas que los acompañaban.
En lo que concernía a los tan temidos reclamos de la mujer, pasó un largo mes antes de que aquella le hiciera la mínima insinuación de su lesbianismo y, cuando se produjo, fue de una manera tan natural y casual que Florencia se entregó a Nélida como una adolescente lo haría en su primera relación sexual. No hubo nada forzado ni vicioso y la mujer se limitó a sostener con ella un bellísimo y delicado sexo oral mutuo que, en ese momento, las satisfizo a las dos.
Con el tiempo y a medida en que la confianza crecía entre las dos, la mujer fue conduciéndola hasta los mismos senderos de la lujuria que Laura, sólo que no había en ella nada que ofendiera su feminidad y la trataba con la misma gentileza que a una novia. Paralelamente, la hacía participar en todas las operaciones del estudio, con la consiguiente remuneración que entusiasmó tanto a Florencia como a Pedro, especialmente a ella, que comenzaba a anhelar tener una vida más independiente del hombre y de acuerdo a su edad.
No era que no estuviera satisfecha de la vida con Pedro, pero después de trece años, ya comenzaba a tener la monotonía de los hábitos maritales y ella veía preocupada sus veintiséis años pimpantes, contrapuestos a los cuarenta y ocho de su padrastro quien, a pesar de sus cuidados en el peso y salud corporal, comenzaba a declinar ostensiblemente en lo sexual con fatigas y menguados coitos que aun le eran satisfactorios pero que no auguraban un buen futuro.
Enfrascada en aquel análisis, salio del baño envuelta en una toalla para dirigirse al dormitorio, pero al dar la vuelta a un pequeño vestíbulo se topó con Pedro, quien parecía estar esperándola. Con una mirada aviesa y severa en el rostro, le dijo que ese día había tenido noticias del hombre que pusiera a investigar a su patrona, extrañado por la prodigalidad de sus pagos y que, entre otras trapisondas legales que cometía para las empresas, había conocido el runrún de que sus ayudantes escalaban posiciones a costa de entregársele sexualmente.
Ante la mirada entre cohibida y ofendida de la muchacha, le ordenó que se despojara del toallón para arrodillarse frente a él y demostrarle que aun no había perdido sus maravillosas facultades para chupar una buena verga. Aliviada porque el enojo se redujera sólo a eso, se sacó el toallón y luego de doblarlo prolijamente, lo puso en el piso y arrodillándose sobre él, dirigió su mano a tentar el volumen del falo por encima del pantalón, tal como a Pedro le gustaba.
Los dedos palparon la verga encerrada y se dio cuenta que él se había estado preparando por el tamaño que ya abultaba como una gruesa prominencia. Desde hacía un tiempo, había cobrado real conciencia de como su padrastro, aun con la infinita ternura y cuidado con que lo hiciera, la había sometido desde que era una niña a un verdadero estupro, un abuso a la inocencia del que ella en su ignorancia había aprendido a gozar como mujer; condicionada después de trece años como un perro de Pavlov, aferró el muslo del hombre con una mano, en tanto que la otra era acompañada por la boca abierta en la succión de la tela que la separaba de ese miembro tan ansiado.
Ya su mente había dado el giro vicioso que el hombre esperaba y a su mandato, en todo el cuerpo se ponía en marcha aquel delicioso mecanismo que Pedro había preparado como un meticuloso relojero. Golosamente ávida, la boca toda se aplicaba a chupar en tanto roncaba suavemente el ansia que habitaba su pecho. La otra mano había soltado el muslo y habilidosamente desabrochó el cinturón para bajar el cierre del pantalón y abrir la bragueta.
Era verdad que el falo de su padrastro no tenía el tamaño de aquellos cinturones con que tanto Laura como Nélida la poseyeran, pero igual, el volumen del príapo era notable. Bajando prestamente los pantalones junto con el slip, su vista se engolosinó con la verga aun tumefacta. Asiéndola con la mano, la elevó verticalmente y en tanto la sobaba para procurarle mayor rigidez, la lengua escarceó hacia abajo para regodearse en los duros y abultados testículos, sorbiendo luego la saliva que los encharcaba.
La suave masturbación había rendido sus frutos y entonces, lambeteó despaciosamente la tersa testa del falo con su gula acostumbrada, corrió el complaciente prepucio y agredió al surco que guardaba en su sima esa blancuzca crema que la excitaba por su sabor acre. Ya la mano resbalaba en la saliva que escurría de la boca en un movimiento de vaivén que se combinaba con una recia torcedura de la muñeca y entonces, la boca toda y tal como le gustaba a Pedro y la enardecía a ella, introdujo la verga hasta que la punta acarició su glotis.
En tanto que retiraba despaciosamente el tronco, sus labios lo ceñían apretadamente mientras el filo romo de los dientes trazaba surcos indoloros en la carne y su cabeza hacía un movimiento de lado a lado que incrementaba el placer. Evidentemente, Pedro no estaba dispuesto a tener una eyaculación precoz y haciéndola levantar, la arrastró hacia una próxima silla Windsor donde, haciéndola sentar con las espaldas apoyadas en los finos barrotes del curvo respaldar, le elevó las piernas hasta que cada una quedó contra sus senos con los talones asentados sobre las puntas del asiento y acuclillándose frente a ella, la penetró hondamente por el sexo
En esa posición forzada, la verga raspaba fuertemente la cara anterior de la vagina, estregando duramente al Punto G que la joven había desarrollado en todos esos años como un disparador de las más enloquecedoras sensaciones. Pedro sabía cuanto gozaba Florencia en esa posición y tomándose vigorosamente al borde del respaldar, incrementó el vaivén de la pelvis mientras su pecho se apretaba contra las piernas encogidas, desplazándolas por fuera de los senos para comprimirlos duramente con sus fornidos pectorales.
Con la cabeza echada hacia atrás y aferrada con las manos al grueso madero del asiento, Florencia buscaba con la boca sedienta la de su padrastro y cuando aquel acercó la lengua tremolante, sus labios la ciñeron para succionarla como si fuera un pene, lo que terminó por impacientar aun más al hombre. Sacando la verga empapada por las mucosas vaginales, Pedro la apoyó sobre los esfínteres anales de la joven y ante los enfervorizados asentimientos de Florencia proclamando que la rompiera toda, fue introduciéndola totalmente en el ano.
Como siempre que era penetrada por el recto, su primera sensación era la de una urgencia escatológica pero, inmediatamente, la marcha del falo colocaba en ella las más exquisitas sensaciones de ese dolor-goce que la enajenaba. Rugiendo fieramente por más, le pidió al hombre que invirtieran las posiciones y, levantándose, dejó lugar para que su padrastro se sentara cómodamente en la silla.
Ahorcajándose sobre él, se tomó de la curva madera para aplastar sus pechos en la cara del hombre y, fue descendiendo muy lentamente, estregándolos contra el pecho peludo mientras sentía como su ya muy dilatada vagina tomaba contacto con la cabeza del falo y entonces, se dejó caer como si se descolgara con todo su peso sobre él, sintiendo como nuevamente su nervudo volumen la socavaba por entero.
Estirando un poco los brazos, se separó del pecho al tiempo que imprimía a sus piernas la suave flexión de un lerdo galope y mientras sus senos zangoloteaban levitantes por ese movimiento, Pedro los atrapó con sus dedos para estrujarlos con sañuda tenacidad. Respirando afanosamente para llevar aire a sus pulmones, Florencia dejaba escapar los ayes complacidos del goce mientras sus ojos se perdían en la mirada azul de aquel hombre que le había dado sexualmente todo.
Incontenible en su alocado cabalgar, llevó una de sus manos a la entrepierna del hombre y embocó ese miembro tan querido en el ano para iniciar un movimiento combinado de arriba abajo, de adelante atrás y un meneo ondulatorio de las caderas en una lasciva danza oriental. Ella ansiaba acabar y rogándoselo a Pedro, aquel detuvo esa jineteada para pararse; poniéndola frente a la silla con un pie apoyado en el asiento y el torso inclinado, por lo que los senos restregaban al muslo y con las manos sosteniéndose firmemente del respaldo, volvió a penetrarla por la vagina con tan violentos remezones que, al estrellarse su pelvis contra las temblorosas nalgas, ella no podía evitar lanzar un quejumbroso gemido.
Con todo, Florencia agradecía de la forma en que el hombre estaba haciéndole alcanzar uno de los mejores orgasmos de los últimos tiempos y su felicidad no tuvo límites cuando su padrastro, violador, marido y amante, alternó esa penetración entre ano y vagina y, al tener la certeza de que estaba pronto a eyacular, lo hizo descargando el esperma totalmente dentro de la tripa.
Convencido de que su hijastra no demostraba disminución alguna en la pasión heterosexual, la condujo hacia el baño para que, juntos bajo a ducha, borraran todo rastro de sudor, saliva y jugos vaginales.
Más tarde y con la presencia de Javier quien desde hacía dos días estaba en una comisión especial en la Jefatura de la Fuerza, comieron una substanciosa cena que Pedro había encargado en un restaurante vecino, bien regada con la abundancia de los vinos finos de que gustaban los hombres. La bebida, sumada a los hechos que desde muy temprano Florencia había protagonizado, desde su frustrante fracaso en el examen, la relación mañanera con Nélida y la vespertina con su padrastro, hicieron que se disculpara ante los hombres para dirigirse a su cuarto donde, después de desnudarse y vistiendo solamente una confortable bombacha de algodón, se quedó dormida como una piedra.
No supo en qué momento, pero en ese duerme vela en que uno no sabe si está realmente despierto o aun es protagonista de un sueño, tuvo casi la certeza de no encontrarse sola pero prontamente lo desechó por imaginativa y fantasiosa. No obstante, por un instante creyó sentir como la sábana que la tapaba era deslizada de su cuerpo y, atribuyéndolo a una furtiva escapada de Pedro, se arrebujó mimosa en la almohada.
Súbitamente y espantada, descubrió que la mano que le tapaba la boca y las piernas desnudas que se enlazaban a las suyas eran las de su hermanastro, quien con un ronca severidad amenazante le pedía que, para su bien, no hiciera ningún escándalo. Respirando afanosamente por la nariz, Florencia sintió la otra mano del hombre recorrer ávidamente su cuerpo y, tras juguetear por un momento en la alfombrita velluda de la entrepierna, subir hasta los senos y allí apresar al largo pezón, estregándolo duramente entre pulgar e índice.
Como quiera que fuera, el cuerpo de Florencia pareciera responder instintivamente a aquel cuerpo fuerte, joven y musculoso que se apretaba contra ella haciéndole sentir la fuerte carnadura de un falo que se estregaba entre sus nalgas. Sin hacerlo de intento, se relajó mansamente en muda aceptación al hombre quien, viendo su actitud pasiva, la dio vuelta boca arriba para buscar sediento sus labios al tiempo que la aplastaba debajo de él.
Verdaderamente, iba a besar por primera vez a un hombre que no fuera su padrastro y, a pesar de toda su experiencia, se sintió tan vulnerable como cuando tenía trece años. La tersa fortaleza de esos labios tan jóvenes como los de ella llevó una cosquilleante excitación a los suyos y, abriendo la boca, encajó sus labios a los de Javier como si formaran parte de mecanismo perfectamente ensamblado.
Reaccionando repentinamente, sus brazos envolvieron el cuello de su hermanastro y al tiempo que boca y lengua se debatían con denuedo contra los labios del joven, sus piernas se abrieron para hacer lugar al cuerpo. Ninguno de los pronunció la menor palabra, eran un sólo deseo y una pasión desenfrenada que se volcaba más allá de sus deseos secretamente reprimidos.
No era que Florencia tuviera ni siquiera inquietud alguna hacia ese muchacho con el que se había criado, pero, ocasionalmente, en sus discontinuas y casi innecesarias masturbaciones, la imagen de Javier había sabido formar parte de algunos de sus más satisfactorios orgasmos solitarios.
Bajando a lo largo de su cuello, él ascendió rápidamente por las laderas de sus ahora robustos y sólidos pechos, haciendo nido con la boca en aquel extraño pezón, desproporcionado con relación a la mínima aureola. Labios y lengua iniciaron un prodigioso jugueteo en el que se alternaban fustigando duramente la una a la mama para luego dar paso a la ventosa que formaban los labios en un embriagador chupeteo de ternura y apetito casi infantil, mientras que los dedos recorrían sobando la tersa piel del seno con ocasionales pellizcos a la exagerada excrecencia.
Totalmente encendida, Florencia corcoveaba debajo de aquel cuerpo elásticamente poderoso mientras sus manos empujaban con silenciosa urgencia la cabeza hacia abajo. Obedeciendo a sus deseos y mientras la desprendía de la bombacha, la boca se escurrió por el surco que dividía el tórax, lamiendo y chupándolo hasta arribar al hueco del ombligo, en el que la lengua escarbó con glotonería para después ascender al prominente Monte de Venus y desde allí, cayendo en la depresión que antecede al sexo, se deslizó por el recortado rectángulo que rodeaba como un fino velo negro la iniciación del sexo.
Macerado por tantos años de oralidades, manoseos y penetraciones, el gran clítoris se erguía con un aspecto casi masculino; cubierto por un arrugado y espeso capuchón de piel, el musculito se ofrecía endurecido como un dedo infantil, exhibiendo la blancuzca punta ovalada través de la membrana epitelial. Acomodándose entre esas columnas que, abiertas y encogidas parecían defender al sexo, Javier dejó que la lengua recorriera morosamente la continuación de las ingles, ascendiera por la colina carnosa de la vulva y hurgara en aquella raja que se entreabría para dejar paso a los frunces de los labios menores.
Hacía mucho que la boca de Pedro no realizaba esas exquisiteces en su sexo y, a excepción de las dos mujeres, la vulva había estado huérfana de tanta sutileza. Los dedos de Javier entreabrieron los labios mayores para encontrarse con un espectáculo que, aunque repetido, en cada mujer es distinto y singular; el óvalo, grande y rosadamente iridiscente, albergaba a un dilatado agujero del meato y en derredor unas aletas carnosas que, de blanquirosadas en la base, devenían en negruzco amarronado en los bordes, corrugadas como un coral carnoso. Esos labios menores se extendían hacia arriba para formar la capucha carnea del imponente clítoris y por debajo se juntaban en la fourchette, esa legión de pliegues que resguarda la entrada a la vagina.
Pocas veces había visto un sexo tan exigentemente voraz y la lengua estiró su punta para que, en forma de gancho, se deslizara curiosa sobre cada pliegue, frunce y oquedad, obteniendo como respuesta que la fragilidad epidérmica se contrajera como asustada. El dedo pulgar de una mano inició un cadencioso frotar al clítoris de manera descendente, comenzando por el mismo nacimiento entre el vello púbico para ir bajando en tanto lo amasaba circularmente, tanteando el endurecimiento de la musculatura interior y avanzando hacia el hueco donde se escondía esa punta de bala cegada por el velo del tegumento y levantando la caperuza, se hundió para rascarla con la uña en un incruento suplicio que, sin embargo, provocó en la mujer un ardoroso y susurrado asentimiento.
Entonces, labios y lengua empezaron una acción conjunta en la que la segunda azotaba los tejidos para cubrirlos de espesa saliva y los primeros encerraban entre ellos los coralineos frunces en intensas chupadas al tiempo que los estiraba y soltaba bruscamente. Paralelamente y sin violencia, índice y mayor unidos fueron introduciéndose a la vagina para adoptar forma de gancho y de esa manera deslizarse por el canal vaginal mientras él daba un giro de ciento ochenta grados a la muñeca, con lo que yemas y uñas rascaban todo el conducto, resbalando sobre las capas de mucosas que emanaban del útero.
Rompiendo el silencio sobrenatural que acompañaba a los amantes, Florencia le pidió en entrecortados susurros que no la hiciera acabar aun porque esperaba ansiosamente la introducción del miembro. Enderezando su torso, Javier tomó sus piernas encogidas para colocarlas sobre los hombros y, cumpliendo con el pedido de esa muchacha a la que deseaba desde siempre, fue penetrándola sin forzarla, dejando que el falo entrara por el mismo peso de su cuerpo y cuando los testículos rozaron las nalgas de Florencia, inclinándose para que el ángulo hiciera más agresivo el roce, maceró con manos y boca los pechos temblorosamente conmovidos.
Contenta por tener sobre sí aquel cuerpo joven y vigoroso que, tal vez no la socavaba con la sapiencia ni fogosidad de Pedro o Nélida, pero que le transmitía por primera vez lo que era ser penetrada con todo el entusiasmo de una pasión sincera, expandió su boca en una magnífica sonrisa y al tiempo que se aferraba a los musculosos antebrazos apoyados junto a su cuerpo, proyectó la pelvis de tal manera contra él, que el hombre se sorprendió ante la repuesta casi animal de la joven.
Era un regocijo sentir como Javier socavaba la vagina en ese ángulo que, sin serle doloroso, le hacía sentir plenamente la fortaleza de la penetración mientras ella pujaba para que sus músculos internos ciñeran la verga y su sexo dilatado se estrellara contra la aspereza del vello púbico masculino. En una ronca mezcla de eufórica risa y entrecortados sollozos, se mecía en esa incomparable cópula cuando él se dejó caer de lado y arrastrándola para que quedara sobre su cuerpo, la incitó a jinetearlo.
Horas antes le había demostrado al padre del muchacho su habilidad para esa posición y, acuclillándose sobre el hombre, se tomo férreamente a los barrotes de la cama e hizo descender su cuerpo para que el falo, sostenido erguido por la mano de Javier, se introdujera limpiamente en la vagina hasta sentirlo rozando el cuello uterino. El mismo movimiento de adelante atrás, arriba abajo y aquel meneo lascivo de las caderas, se repitió pera esta vez ella tenía más movilidad y no sólo balanceaba su cuerpo para sentir aun mejor la verga sino que llevó una de sus piernas hacia adelante con el pie asentado en la cama para que el arco tuviera aun mayor alcance.
Florencia estaba fascinada por ese nuevo sexo y, enajenada de goce, salió bruscamente de sobre el hombre y, arrodillándose entre sus piernas abiertas, tomó al falo chorreante de sus propios jugos para lamerlo golosamente mientras los labios enjugaban las dulces mucosas con fruición. Luego de unos momentos y en tanto recuperaba el aliento, dejó que fuera su mano derecha la que masturbara al miembro, mientras la otra hurgaba en los blandos testículos y un dedo exploratorio extendía el estímulo hasta el mismo ano.
Cuando el hombre ya bramaba por la satisfacción, la boca se apoderó vorazmente del glande y tras varios chupones a esa cabeza sin prepucio, fue introduciéndola hasta sentirla en la garganta. Actuando como cálida alfombra, la lengua hizo que la verga se deslizara hasta casi su extracción pero en ese momento y como si la devorase, la llevó nuevamente hasta el fondo; esta vez no la retiró gratamente sino que los labios la ciñeron y los dientes rastrillaron toda la superficie hasta rascar dentro del sensible surco, imprimiendo a su cabeza un suave movimiento de lado.
El succionar un falo que no fuera el de su padrastro parecía haberla enfurecido y casi rabiosamente sometía al miembro a una alternancia entre la boca y las manos masturbándolo con feroz saña. Ella misma no se reconocía por la fiereza que ponía en ese acto y ansiaba desesperadamente que el hombre acabara para degustar y trasegar el maravilloso gusto almendrado que suponía similar al de su viejo amante.
En lo más alto de ese frenesí, se dio cuenta de que había caído en una trampa, ya que al momento en que Javier atraía su cabeza para presionarla contra su vientre, inmovilizándola, las fuertes manos de Pedro elevaban su grupa y comenzaba con una lenta pero firme penetración.
Indignada por esa vejación que no se merecía, sacudía su cuerpo intentando liberarse, pero la fortaleza de los hombres, la posición y su mismo agotamiento se lo impidieron y mascullando sordos insultos contra el peludo pubis de Javier, soportó estoicamente los furibundos embates de esa verga que conocía desde hacía tanto tiempo y, sin saber cómo, en un vuelco mágico de su sensibilidad, comenzó a disfrutarlo. El movimiento de la verga parecía complacer a esos músculos acostumbrados a ella que, reconociéndola, la ciñeron en esa sístole-diástole de intensas pulsaciones.
Rogándole a su hermanastro que la soltara, acomodó mejor el cuerpo y en tanto buscaba encontrar el ritmo de la cópula, su mano y boca volvieron a apoderarse de la verga para incrementar aun más la intensidad de las chupadas. Progresivamente, Javier fue corriéndola de costado y ella quedó apoyada sobre su codo derecho para, con una pierna encogida y la otra estirada verticalmente, facilitar con su dilatación una mejor introducción del falo.
La novedad de estar simultáneamente con dos hombres la sacó de quicio y propició que su cuerpo fuera quedando atravesado en la cama. Boca arriba y con sus glúteos apoyados en el borde del colchón, elevaba las piernas encogidas para sentir como la punta del falo se estrellaba dolorosamente contra en fondo de sus entrañas y, con la cabeza colgando del otro lado, recibía al miembro de Javier que la penetraba en la boca como por un sexo.
En la vorágine de ese sexo enloquecido, entremezcladas con esa plétora de nuevas sensaciones, percibió haber acabado un par de veces, pero la alternancia que los hombres se daban en el sometimiento no la dejaba terminar de gozar y el momento cúlmine llegó cuando ella se encontraba repitiendo en Pedro la jineteada a que sometiera a su hijo y aquel, atrayéndola contra su pecho, la retuvo para que Javier apoyara la cabeza del falo en los esfínteres anales y, por primera y maravillosa vez, su cuerpo albergara dos vergas conjuntas.
Como siempre que era sodomizada, su ano parecía negarse a la penetración; quejándose amargamente por el sufrimiento que aquello le producía, insultaba soezmente a su padrastro por someterla a esa humillación pero, en la medida que la verga de su hermanastro ocupaba la tripa, el dolor cedió el paso a un goce inefable que sumado a los remezones que Pedro le infligía desde abajo en la vagina, la elevaron a niveles del placer jamás imaginados.
Cuando creía que esa sería la culminación de tan magnífico coito, los hombres cambiaron de lugar; Pedro se acostó boca arriba y haciéndola acuclillar de espaldas a él, flexionar las piernas para que el pene se hundiera limpiamente en el ano ya dilatado por Javier. Sosteniéndola por la cintura, equilibraba su cuerpo para alcanzar un adecuado galope en el que resonaban los chasquidos de sus abundantes jugos contra la piel del hombre y, lentamente, aquel fue haciéndola reclinar sobre su cuerpo. Con los brazos estirados hacia atrás y las manos apoyadas en la cama, ella formaba un arco que le permitía un vaivén descendente y ascendente por el que el pene la penetraba rectamente sin inconveniente alguno.
Su cabeza pendía flojamente hacia atrás y en ese momento sintió como la boca de Javier se engolosinaba en los senos que zangoloteaban en suave levitar y sus manos recorrían el vientre hasta hacer nido en su sexo, estregándolo tan tiernamente que la desesperaba. Sus ayes y gemidos le dijeron al joven de sus ansias y dejó que la boca se deslizara por el surco del abdomen hasta arribar a la vulva que ofrecía el espectáculo de sus tejidos enrojecidos para que le lengua se adueñara del macerado clítoris en intensos chupones y dos dedos se introdujeron al ámbito caliginoso y empapado de la vagina en recurrentes penetraciones en las que los dedos rozaban a la verga introducida en el ano a través de la delgada tripa que los separaba, incrementando los reclamos de la muchacha.
Inmersa en una nube viciosa que la hacía ser inmisericorde consigo misma, les suplicaba por más y más sexo hasta que, acuclillándose sobre ella, Javier fue introduciendo el falo en la vagina en otra maravillosa doble penetración que pareció transportarla a otra dimensión; el sufrimiento y el placer mancomunados le hacían perder conciencia de la realidad y mientras el joven se inclinaba para chupetear y mordisquear sus largos pezones, manteniéndola separa con sus manos por la cintura, Pedro se daba espació para proyectar vigorosamente su pelvis hacia arriba.
El tiempo de esa cópula se le hizo eternamente delicioso y en tanto sentía correr los ríos internos de su satisfacción, por primera vez y contradiciéndose de todo cuanto se esforzara en su vida por evitar, Pedro primero y luego su hijo, volcaron la abundancia de su semen en el recto y la vagina. El broche de oro a tan magníficos acoples, era precisamente el sentir en su interior la tibieza de la blancuzca melosidad que siempre había deseado experimentar.
Junto al agotamiento, cedieron las pasiones y conformaron un amasijo de cuerpos brazos y piernas de los que, finalmente, la muchacha se desprendió con dificultad y, mirando los cuerpos de quienes la condujeran a disfrutar irreflexivamente de ese infierno, se dirigió al baño para poner a llenar la bañera con agua tibia, pasando luego por su escritorio de donde recogió dos objetos.
Inmersa hasta el cuello, sentía como su piel se desprendía de ese pringue de sudores, salivas y humores íntimos mientras recorría con sus manos los hematomas y rasguños que en el fragor de la lucha ni siquiera sintiera. Las diez pastillas de Rohypnol que tomara al sumergirse estaban surtiendo efecto al envolverla en la rojiza nebulosa de la semi inconsciencia y tomando a tientas la trincheta que dejara a un costado, emprendió viaje para reencontrarse con su madre.