VALERIA
El detective que ha salido de la oficina, acaba de confirmarle sus sospechas con respecto a la fidelidad de su marido pero con todo, el saber que Antonio es asiduo concurrente a un extraño club privado del cual se comenta es usual el intercambio sexual entre sus asociados, no la ha dejado muy tranquila ni menos satisfecha. Ella esperaba corroborar la existencia de una amante con la cual su marido la traicionaba y el saber que cabe la posibilidad de que esa cuenta se haga infinita, no sólo le ha quitado el placer de una venganza acosando a su rival sino que le ha planteado una disyuntiva sobre qué actitud asumir.
Abogada de cierto prestigio en el ámbito penal, tras tocar varios de esos contactos que utiliza habitualmente es sus causas criminales y que están más al margen de la ley que dentro de ella, ha conseguido todos los datos con respecto al club pero, ignorantes lo que la haya incitado a averiguarlo, estos le advierten que si no le es absolutamente necesario no revuelva el avispero, ya que dentro de los miembros más activos de esa especie de cofradía se encuentran conocidos miembros de la justicia, desde secretarios de juzgado hasta un ministro de la Corte Suprema.
La información también le sugiere que, si desea controlar a su marido dentro de esa sociedad, lo mejor será hacerse socia de aquel lugar, ya que las mujeres que participan de las reuniones no son prostitutas sino mujeres de diferentes edades pertenecientes a la más alta burguesía porteña, quienes se benefician de las condiciones del club que exige el anonimato a los concurrentes a esas orgías mediante el uso de máscaras que evitan denunciar quienes son.
Fascinada por esa posibilidad de comprobar “in situ” las aventuras de su marido, mueve otros resortes y finalmente consigue ser admitida como socia plena, lo que quiere decir que su identidad será mantenida en el más absoluto secreto por los propietarios del club con la condición de que, debido a su edad, participe libremente pero sin oportunidad a negarse, de todas las sesiones de sexo múltiple que se efectúan en los salones.
A sus treinta y dos años, Valeria ha mantenido relaciones sexuales desde los diecisiete años pero nunca ha sido promiscua. Un poco corrida por esa calidad de “socia plena” que la obliga a mantener relaciones sexuales sin discriminación de género con personas a la que desconoce - o tal vez no -, no termina de decidirse pero dos semanas después y tras pagar la abultada suma que la habilita como tal, recibe una caja que contiene algunas de las cosas más extrañas que viera en su vida.
Aparte del folleto con las instrucciones acerca de que tipo de ropa deberá utilizar en cada ocasión, figura un calendario con los días y horarios en que deberá concurrir indefectiblemente. También hay un par de máscaras venecianas lujosamente trabajadas y una tarjeta magnética que la habilitará a entrar a la mansión y, dentro de ella, a los distintos salones donde se celebran las reuniones.
Así y todo, una pudorosa pacatería de ama de casa le impide admitir que, a despecho de su propósito inicial, está ansiosa por acceder a ese mundo de sensualidad y sexo del que participará obligadamente. Pero las ausencias regulares de Antonio le sirven de estímulo y decidida no sólo a verlo moviéndose impunemente en ese ambiente de libertinaje sino a cobrarse con la misma moneda y de ser posible en su misma cara, sigue al pie de la letra las instrucciones del folleto.
Adquiriendo un elegante vestido de noche, concurre a un instituto integral de belleza en el que pasa gran parte del día relajando sus músculos en largas sesiones de masaje, tras las cuales recibe un tratamiento de depilación total por el que en ninguna parte de su cuerpo queda el menor vestigio de vello. Después de diversas duchas y masajes para tonificar su cuerpo, lisa y pulida como si fuera de porcelana, se hace aplicar un sutil maquillaje y tiñe su cabello de color caoba, peinándolo de manera que no estorbe en las relaciones que forzosamente sostendrá esa noche.
Volviendo a su casa y siguiendo las instrucciones, absolutamente libre de toda ropa interior, se coloca el largo vestido de noche, poseedor de un profundo escote en la espalda que llega hasta la región lumbar mientras que al frente cubre totalmente el pecho hasta cerrarse en un solo bretél que se cierra alrededor del cuello. Respetando las reglas, lo ha elegido especialmente porque su diseño se ajusta totalmente a ellas, ya que a la característica de poderlo desprender fácilmente desatando el pequeño moño en la nuca, se agrega la de dos largos tajos a los costados.
Calzando finos zapatos de terciopelo negro pero de altísimo tacón, se coloca una de las máscaras y cubriendo la cabeza con el capuchón de una capa de seda oscura, sube a la limosina de alquiler para arribar en poco más de diez minutos a la casona.
A la protección que brindan los añosos árboles, se suman la escasa luz de la calle y el aspecto de discreta severidad de la mansión. Atravesando el jardín, se cobija en la penumbra del porche y utiliza la tarjeta personal para hacer que la puerta responda abriéndose silenciosamente.
Tras un pequeño vestíbulo, penetra a una especie de gran hall tenuemente iluminado en el cual, hombres y mujeres se desplazan sin objeto aparente, como si estuvieran esperando el inicio de un espectáculo inminente. Lo singular de la escena es que, sin hacerlo evidente, los asistentes parecen tratar de evitarse mientras deambulan tomando una copa de champán o fumando y, sin esfuerzo alguno, distingue entre ellos a su marido por el rubio de su cabello y el traje que lleva puesto.
Aun indecisa, a pesar de que por su vestimenta, la máscara y el nuevo color de cabello no será fácil de reconocer, se retrae en un rincón en el cual se despoja del abrigo y en un momento determinado, las débiles luces hacen una especie de guiño, pareciendo significar con esa disminución una orden para los concurrentes quienes, sin alharaca ni movimientos extemporáneos, rumbean hacia cada una de las tres puertas que se abren a los costados.
Observando hacia cuál se dirige Antonio, se desplaza hacia la misma para entrar a un salón muy especial; tres de sus lados forman una galería, un atrio elevado cuatro escalones y bajo cuyas columnas, entre las cuales cuelgan espesos de oscura felpa cortinados recogidos formando un palco, se pueden ver unos largos asientos o taburetes. En la sala, varios sillones forman un cuadrado y en el mismo centro de este, se alza un enorme butacón redondo, forrado del mismo género que las cortinas.
A pesar de que los asistentes son más hombres que mujeres, de alguna manera preestablecida van formándose parejas y tríos que, sin encarar directamente relaciones sexuales, se enfrascan en mimosas conversaciones que presagian tal cosa, aunque algunos hombres y mujeres se instalan en parte de la galería con claras intenciones voyeuristas y Valeria, aun sin saber como comportarse, se refugia en uno de aquellos nichos para, oculta de pie tras uno de los cortinados, observar como su marido se traba en una apasionada sesión de besos y caricias con una de las mujeres.
Aparentemente, el propósito general es una inicial interrelación individual para luego, paulatinamente, ir intercambiándose las parejas hasta conformar grupos múltiples. Valeria está tan abstraída en contemplar como su marido desviste parcialmente a la mujer para sobar y chupetear sus senos y admirar pasmada el tamaño del pene de uno de los hombres que a sólo dos metros más abajo es chupado con prolija minuciosidad por su ocasional pareja, da un respingo sobresaltado cuando una mano se apoya en su hombro.
Al darse vuelta, comprueba que quien lo hace es una elegante mujer bastante más alta que ella y que enfundada en una lujosa pero sencilla mezcla de túnica con poncho, con un hermoso rostro al descubierto, se presenta como su mentora a cargo de presentarla a los otros asistentes. A pesar de la máscara, su rostro y especialmente sus ojos deben de expresar tan evidentemente su consternación, que la mujer le explica que sólo ella conoce su verdadera personalidad y que no le será revelada a los demás pero que su iniciación es una de las reglas del lugar, habilitándola para que los otros socios la consideren una par confiable con quien mantener saludables e intensas relaciones.
Uniendo la acción a la palabra, la mujer desliza tenuemente su mano a lo largo de la columna vertebral hasta que los dedos vencen la elástica resistencia de la tela para tomar contacto con la iniciación de la hendidura que separa las nalgas. Aunque ha visto en varias oportunidades videos de relaciones sexuales entre mujeres y sí, verdaderamente, ha sentido una comezón desconocida en el fondo de sus entrañas, ni por casualidad se ha sentido inclinada a experimentarlo, pero ahora, su anfitriona la empuja hacia ese terreno, sabiendo que, salvo que huya, le será imposible negarse.
Observando su aquiescente quietud, su guía se coloca directamente detrás de ella y en tanto introduce las manos acariciantes por cada costado del escote trasero hasta tocar los pezones, una lengua sutilmente vibrante se desliza tremolante desde la nuca descubierta para iniciar un lerdo relevamiento de cada una de sus vértebras, instalando en Valeria unas ansias inéditas y la contracción instintiva de los esfínteres anales mientras proyecta su pelvis hacia delante y se abraza a la redonda columna de frío mármol.
A la lengua se agregan las tiernas succiones de los labios y en esa combinación la mujer se demora varios minutos en tanto que los dedos ya no rozan los pezones, sino que cada mano se ha apoderado de un seno para sobarlo con delicada convicción. Su sempiterna pregunta mental ni siquiera expresada verbalmente sobre qué se sentiría hacerlo con otra mujer está encontrando rápida respuesta y le permite comprobar que no hay en aquello ninguna actitud de repulsa y sí, una excitación sexual como jamás ha experimentado.
Cerrando los ojos, alza las manos para apoyarlas contra la tersa superficie de la columna frente a su cara y descansando la frente sobre el dorso, se deja estar para sentir como la mujer va descendiendo por la espalda y al arribar a la zona lumbar, sus manos abandonan los senos para verificar por debajo de los faldones abiertos que su entrepierna carece de prenda alguna.
Involuntaria e inevitablemente, Valeria ha separado un tanto las piernas y entonces, su mentora aparta el largo faldón trasero para hundir la lengua viboreante entre las nalgas al tiempo que los dedos de una mano se deslizan hacia delante acariciando la monda superficie de la vulva. Sintiendo la lengua estimulando los esfínteres anales y los dedos traspasando los labios mayores para rebuscar dentro del óvalo, flexiona instintivamente las rodillas para separa mejor aun las piernas y asintiendo en mínimos jadeos, la abogada se apresta a disfrutar de lo que supuestamente será un delicioso sexo oral, cuando la mujer se levanta y tomándola de una mano, la conduce para que descienda los escalones y de esa manera, todavía agitada por el interrumpido sexo, la hace dar una lenta vuelta al enorme butacón mientras los demás interrumpen sus actividades para admirarla.
Todavía la cohíbe esa exhibición como si estuviera en subasta pero al darse cuenta de la impunidad que le brinda la máscara, siente un nuevo hormigueo recorriéndola e imprime a su cuerpo una sensualidad que no creía poseer. Terminado el corto pero prolongado en el tiempo periplo, su guía se detiene en el mismo sitio en el que comenzaran y, con un preciso movimiento, desanuda el moño que sostiene el vestido en la nuca para dejar al descubierto su torso.
El instinto le hace tratar de cubrir los pechos con sus manos pero comprendiendo que esa actitud de chiquilina no se corresponde con su edad y menos aun el lugar donde se encuentra, convierte el movimiento en un acariciar a los senos como si quisiera ofrendarlos al tiempo que ve como la mujer va descendiendo para quitarle el vestido.
Arrodillada sobre la espesa alfombra, la mentora le hace levantar los pies para terminar de sacarlo definitivamente y el sentirse contemplada por esas más de quince personas que seguramente no desconocen la iniciación ejecutada por la mujer, la hace erguirse sobre los altos tacones para ostentar orgullosa los dones con que la naturaleza la ha dotado y no han necesitado nunca de cirugía estética alguna. Nunca hubiera imaginado verse en esa situación y mucho menos sentir placer por exhibirse descaradamente como en un remate de esclavas.
Mientras alza los brazos por sobre la cabeza para desperezarse mimosamente, siente como la mujer va ascendiendo por las piernas en tan remolones como suaves besos y lamidas que complementa con el roce de sus yemas y uñas sobre la piel. Aquello la hace sentirse como una diosa y sin inhibición alguna, baja los brazos para intentar llevar a la mujer hacia su entrepierna.
Aun así, esta parece renuente a hacer lo que ella le está sugiriendo y en tanto la boca se desliza succionante por los muslos, las manos recorren acariciantes sus ingles, nalgas y el sexo mismo pero sin más intención que la superficial. La caricia desconocida la exaspera y, separando las piernas guía lascivamente con las dos manos la cabeza hacia su sexo; entonces, la mujer la obedece, dejando que la lengua tremolante se abata sobre el clítoris que se eleva en el nacimiento del sexo al tiempo que las manos se esmeran en un delicado sobar a las nalgas y a hundirse en la rendija para estimular levemente al ano.
Ya ella imprime a su cuerpo un ondulante movimiento copulatorio, cuando su guía abandona el sexo para enderezarse y asiéndole la cara, hunde los labios en los suyos en un angurriento beso. Es la primera vez que una mujer la besa en la boca y a esa sensación maravillosa se suma el sentir el gusto agridulce de su propio sexo que la saca de quicio y bajando los brazos, se aferra al cuello de su anfitriona para trenzarse en una angustiosa sesión de besos y lengüetazos mientras su cuerpo busca restregarse con el otro.
Ante la atenta mirada de los otros comensales, la mujer la hace caminar el corto paso que las separa del butacón y empujándola con cuidado hacia atrás, hace descender el cuerpo hasta quedar acostada sobre la rica tela pero con los pies aun apoyados en el suelo. Arrodillándose entre sus piernas, la incita a que las alce y sostenga abiertas mientras ella comienza un lento recorrido con la lengua que comienza desde la misma apertura anal, pasa por el sensibilísimo perineo, hurga levemente la apertura de la vagina, curiosea sobre los apenas dilatados labios mayores y finalmente se aloja sobre el tubo carnoso del clítoris al que fustiga duramente con la punta.
El proceso se repite varias veces y en cada vuelta el sexo de la abogada va cediendo, abriéndose como los distintos pétalos de un pimpollo para mostrar los frunces carneos de los labios menores y, finalmente, abiertos por los dedos de la mujer, el interior fuertemente rosado del óvalo en el que se ve el agujero de la uretra. Separando cada vez más las piernas y encogiéndolas hasta sentirlas rozando sus pechos, Valeria musita su conformismo e insta a la mujer a poseerla totalmente. Luego de unos minutos de tan deliciosas succiones y considerando que ella ya está a punto, la mentora se despoja fácilmente del poncho para dejarle ver la espectacularidad de su cuerpo maduro.
La alta mujer es delgadamente musculosa como una atleta pero sus senos que apenas caen sobre el abdomen, son fuertes y firmes sin esa floja pesadez de las mujeres adultas. El abdomen se hunde en un musculoso vientre cuya suave comba destaca el hundimiento que precede al Monte de Venus y bajo este, se ve la roja herida de la vulva.
Subiéndose al butacón, la mujer se arrodilla para luego ahorcajarse invertida sobre Valeria. Tensa como un arco, esta espera ansiosamente sentir en su cuerpo aquel contacto desconocido que ahora desea. Acezando fuertemente abre los ojos y, como amplificados por una lente gigante, ve a cada lado de su cabeza los fuertes muslos y las hermosas nalgas ejercen tal atracción que comienza a besarlas, lamerlas y chuparlas casi con devoción mientras la mujer separa con dos dedos los labios de la vulva y la lengua se apresura a instalarse sobre las rosadas e irritadas carnes para después envolverlas entre los tiránicos labios, estregándolas rudamente.
Valeria se sacude espasmódicamente hamacando su pelvis como apurando el momento de la penetración. La lengua avanza vibrante como la de un reptil y penetra los delicados pliegues de la vulva, baja hasta la prometedora entrada a la vagina, la excita y engarfiada, se desliza por las cálidas mucosas y finalmente, se instala en la fruncida apertura del ano.
Las entrañas de la abogada parecen disolverse en estallidos de placer casi agónico y no pudiendo resistir por más tiempo el influjo, hunde su boca en el sexo palpitante, chupando y lamiendo con voracidad, sorbiendo con fruición los jugos íntimos la mujer, quien ha vuelto a concentrarse en esa fuente de placer inagotable que el rosado manojito triangular de carne le propone. Las manos de las dos se aferran a las nalgas y los cuerpos forman una ondulante masa que se agita acompasadamente al ritmo de su vehemencia.
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Las dos han alcanzado largamente sus primeras eyaculaciones, pero siguen debatiéndose a la búsqueda de ese algo más, esa sensación inédita y presentida que las satisfaga. Sin dejar de chupar la vulva de la abogada, la anfitriona mete suavemente dos dedos en la vagina. Dedos que, asombrosamente hábiles, entran y salen, buscan, hurgan, rascan y acarician en todas direcciones dentro de la sensibilizada cavidad hasta encontrar en la cara anterior y casi junto a la apertura de la entrada, una callosidad áspera a la que estimula. El goce es tan intenso que Valeria, para sofocar los gritos que se agolpan en su garganta, hunde con desesperación su boca en el sexo de la mujer, restregando sus labios y lengua contra él.
La mujer parece haber perdido el control y todos los dedos de la mano se ahusan penetrándola profundamente, retorciéndose como un demoníaco ariete contra las espesas mucosas. Cuando los músculos vaginales de la abogada se dilatan, cediendo complacientes a esa rudeza, inicia con mucha suavidad y lentitud un vaivén del émbolo carnal, adelante y atrás, atrás y adelante, hasta que en su dilatación máxima, el canal permite que salga y vuelva a entrar en una alucinante danza que llevó a Valeria a emitir sonoros gritos de satisfacción reclamándole por más y más hasta que la intensidad del placer la lleva a clavar, rugiendo como un animal, los dientes en la pierna de la mujer, sintiendo como dentro suyo crecen unas tremendas ganas de orinar y una mano gigante tira dolorosamente de todos sus músculos hasta que, de pronto, se desploma exánime, como fulminada.
Aun excitada y respirando afanosamente entre sus dientes apretados, Valeria la ve salir de encima suyo para arrodillarse junto a su pecho. Clava en sus ojos tanta angustia contenida que esta no puede evitar el acercar sus labios a los hinchados de la abogada, pero sin llegar a tocarlos. El hirviente vaho del aliento de las dos se funde en uno solo cuando la lengua sale de su encierro penetrando en la boca ávida y la de Valeria, envarada como si fuera un miembro, sale al encuentro de la invasora, trenzándose en feroz combate.
Tremolantes, vibran y se engarfian una contra la otra, chorreantes de una abundante y densa saliva que las ahoga, hostigándose reciamente hasta que las bocas rugientes, con profunda y espasmódica succión se funden en una sola. Sus bramidos llenan el aire, mientras las dos se prodigan en caricias, apretones y chupones que dejan redondos verdugones en la piel y arañazos que marcan estrías rojizas.
En sensual mamar, Valeria acude golosa sobre los hermosos senos, extasiándose por el goce de sentir en su lengua la granulación profusa de las aureolas y la erguida carnosidad de los pezones. Como una flor carnívora, la boca se apodera de un seno torturándolo con ternura, chupando, lamiendo, besando y mordisqueando la carne estremecida mientras su mano se entretiene estrujando al otro pecho, pellizcando y retorciendo con dedicación y firmeza al irritado pezón.
Embelesada por su respuesta, la mujer desliza su mano por el profundo surco que le propone el vientre, recorriéndolo tenuemente camino hacía la conmovida colina del placer. Llega hasta las ingles y desde allí, avanza hasta las alzadas rodillas con el filo de las uñas rasguñando tenuemente la tersa piel de sus muslos interiores para volver lentamente hasta el vientre. Las sensitivas yemas de los dedos escalan la colina rozándola apenas y, con una morosidad exasperante se animan a introducirse en el predispuesto ámbito de latentes y húmedas pieles.
Separando los pliegues de los labios, escudriñan prudentes a todo lo largo del sexo, excitando aun más a la ardiente Valeria y luego, como intrusos temerosos, rascando la carnosidad que bordea la vagina, penetran en el hueco que se cierra y dilata a la búsqueda de un falo inexistente y, en ese canal de anillada rugosidad, exploran dentro y fuera, buscando aquel lugar preciso que aliena la razón y sus bocas vuelven a unirse casi miméticamente en un vaivén hipnótico, lento y profundo.
Totalmente idas de la realidad, ambas mujeres semejan formar parte de un algo cósmico, visceral, llevándolas a enfrentarse como dos feroces bestias cerriles temblando por la ansiedad, la furia y el temor, el sudor cubriendo sus cuerpos magníficos; senos, nalgas y muslos temblorosos por los que se deslizan los jugos primigenios de las hembras y con los ijares acezantes que muestran la expansión anhelante de sus costillas para bombear a las gargantas el ronco bramido del sexo animal enronqueciendo las palabras inconexas que escapan locas entre los labios agrietados por la fiebre y la porfía, dejando escapar todo el fuego de la pasión que las devora a través de sus ojos.
La negra melena de la mujer, mojada por la transpiración, se enrosca como lúbricas serpientes a la piel de Valeria y de su boca entreabierta, caen hilos de una saliva espesa que junto a los sudores resbalan por el cuello y gotean desde la punta de los senos temblorosos. Otro tanto sucede con la abogada, quien parece haber cobrado una nueva madurez; su cuerpo semeja haber cobrado mayor solidez, los ojos poseen una adusta fiereza y su boca se distiende en una amplia sonrisa que ya no es simpática sino la del predador frente a su víctima. Por un momento todo parece permanecer paralizado por la tensión que resulta casi palpable, pero repentinamente y como respondiendo a un secreto mandato, se abalanzan una sobre la otra, acometiéndose como dos bestias estrechadas en un apretadísimo abrazo, confundida la risa con el llanto, las lágrimas con la carcajada.
Los cuerpos se estriegan el uno con el otro produciendo chasquidos al resbalar las carnes transpiradas, los senos golpean contra los senos, las piernas buscan entrelazarse y las manos engarfiadas en los glúteos, atraen y obligan a los sexos a enzarzarse en una refriega incruenta e improductiva. Riendo como locas y con lágrimas de alegría corriéndoles por el rostro, se abrazan convulsivamente y buscan con sus bocas el cuello palpitante de la otra y allí se extasían, chupando, besando y mordiendo embelesadas.
Desasiéndose del abrazo de la mujer, Valeria la empuja sobre el afelpado tapizado y acostándose sobre ella, pasea su boca enloquecida por los músculos del vientre, yendo con premura en busca de su sexo. Poniendo sus manos detrás de las rodillas de la mujer, encoge y abre sus piernas con prepotencia para que la lengua frenética se extasíe con las ingles y con los dedos índice de sus manos abre los labios de la vulva, cálida, pulsante y trémula.
Embelesada por el espectáculo de ese óvalo rojizo, mojado, que deja ver la fuerte caperuza del clítoris, el pequeño agujero de la uretra y el voraz latir de la vagina, va aferrando con los labios los pliegues en un mordisqueo juguetón mientras las papilas degustan los picantes fluidos que rezuman las glándulas. Toma al ya empinado clítoris entre sus dedos índice y pulgar, restregándolo con dureza en tanto que la punta saliente es capturada por la boca, acunada por los labios y mordisqueada suavemente mientras la lengua vibrátil la fustiga duramente.
Lentamente, va bajando tremolante por las anfractuosidades de la vulva y se entretiene sorbiendo apretadamente los alrededores de la apertura generosa de la vagina que rezuma un meloso líquido blancuzco, en tanto que su dedo pulgar frota vigorosamente en círculos al clítoris. La mujer se sacude con verdadera lascivia y con las manos acomoda la cabeza de la joven contra el sexo. Levantándole las nalgas Valeria abreva en la hendidura pletórica de flujo vaginal y saliva. Lengüetazos y chupones se suceden a un ritmo tal, que muy pronto su boca se ve confinada al agujero del ano y lo ataca con tal empeño que su lengua envarada logra penetrar la escasa resistencia de los esfínteres totalmente dilatados.
Tal vez olvidada de su papel de mentora y anfitriona, la mujer clava las uñas en sus propios senos mientras le pide a voz en grito que la penetre con los dedos. La boca de la joven vuelve a posesionarse del clítoris e imitándola, ahusa cuatro dedos que va introduciendo lentamente en la vagina con un suave vaivén. Colmada de espesos humores tibios, esta se dilata mansamente a la penetración, pero luego, ciñe con sus músculos a la mano intrusa acompasando ese aferrar y soltar con el de la intrusión, que se acentúa cuando la mujer comienza a menear la pelvis.
Los labios de Valeria abren y soban los pliegues inflamados de la vulva mientras la lengua se deleita debatiéndose entre ellos en tanto que la mano acelera y profundiza el ritmo de la penetración de la mujer que ondula violentamente, aferrándose con ahínco a su cabeza. En éxtasis las envuelve y debatiéndose como dos luchadores, se besan, lamen, rasguñan y acarician en un ensueño de orgiástico placer.
Con sus carnes latiendo, inflamadas por el rudo roce, el cuerpo derrengado y huérfana de fuerzas, Valeria sólo atina a alzar la cabeza buscando a la mujer. El hermoso rostro parece resplandecer de satisfacción y sus labios tumefactos dejan ver el esbozo de una sonrisa. La joven se retrepa a su lado con suavidad, admirando toda la belleza del sólido cuerpo conocedor de todos los vicios, adorándola y comprobando que sólo el contemplarlo la compromete en los más lujuriosos pensamientos.
Sus dedos timoratos rozan tenuemente el torso y ese mero contacto la hace vibrar de ansiedad, clavando una aguja de deseo en su sexo. Con sus labios entreabiertos besa los senos y luego acaricia con las yemas los delicados rasgos de la cara mientras con urgente suavidad la lengua explora los labios de su anfitriona quien vuelve a abrazarla y se sumergen en un inacabable torbellino de besos, caricias y ronroneos amorosos.
Nuevamente la mujer vuelve a abrevar en los senos de la abogada, alternando los besos y chupones con el mordisqueo y el estrujamiento a los pezones. Los dedos se deslizan imperiosos sobre el sexo penetrándolo profundamente y rebuscando con saña en su interior. Valeria siente que sus entrañas se desgarran en el dolor de la laceración y el acuciante deseo que la posee. Sin dejar de penetrarla con dos dedos, la mujer desciende con la boca por el vientre y finalmente se aposenta sobre el clítoris. Aunque ella no lo sepa, la vulva y todo su entorno se han hinchado, luciendo enrojecidos y el interior de la ardiente rendija antes suavemente rosado, ha devenido en un rojo intenso, ofreciendo los pétalos carneos de una flor monstruosa.
El capuchón del clítoris luce inflamado sólo dejando adivinar la blanquecina punta del glande y la mujer lo toma entre sus labios, lo estimula succionándolo rudamente y la lengua lo masajea alocadamente, en tanto que los dedos, con un suave movimiento giratorio, penetran profundamente y raen con las uñas la sensibilizada superficie anillada. Los gritos y gemidos se agolpan en el pecho de Valeria quien, rasgando con sus uñas el tapizado, da rienda suelta a la evidencia del placer inmenso que la soberbia agresión le proporciona.
Alguien le alcanza un consolador a la mujer quien, poniéndola de costado con sumo cuidado y cariño, le hace encoger la pierna derecha contra el pecho, profundizando con el miembro la exploración vaginal. El falo artificial no es desmesurado y se desliza fácil y satisfactoriamente en la vagina pletórica de jugos. Lentamente, hace que se coloque boca abajo apoyada en las rodillas y, secundada por todo el peso de su cuerpo apoyado en el miembro, la somete duramente, iniciando un suave balanceo copular sobre la abogada, quien rasguña sollozante la tela.
La otra mano de la anfitriona se desliza por la hondonada que nace entre los omóplatos y acaricia el nacimiento de las opulentas nalgas, iniciando a su dedo pulgar como explorador de la hendidura para excitar la oscura y prieta apertura del ano. Valeria siente como sus esfínteres resisten al dedo invasor pero luego que aquel los excita en suaves círculos con líquidos que extrae de la vagina, se dilatan sumisos y junto con la penetración del consolador al sexo, un placer inédito la va invadiendo. Viendo la abrupta dilatación del ano y sus gemidos gozosos, la mujer retira el pulgar y lo suplanta por dos de sus largos y fibrosos dedos, hundiéndolos en toda su extensión.
Valeria suelta un estridente grito, mezcla de sorpresa, dolor y goce y luego comba el vientre hacia abajo para elevar sus ancas en franco ofrecimiento a la penetración. Los dedos encorvados socavan con más fuerza al recto, imprimiéndole un movimiento giratorio que la hace prorrumpir en soeces exclamaciones de alegría en tanto se debate contra la áspera tela mortificando los senos y tratando angustiosamente de controlar esa convulsiva agitación que, naciendo desde el sexo, trepa imperiosa por su cuerpo para agolparse en la nuca latente y a punto de explotar. Valeria Intenta superar la perplejidad que le produce comprobar que ese dolor, intenso y profundo, la lleve a planos del placer desconocidos, hasta el punto de hacerle derramar lágrimas de alegría ante la aberrante penetración del ano que ni siquiera su marido ha podido hollar.
Los dedos invadiendo el recto y la verga a la vagina incrementan el ritmo y entonces, Valeria acompasa su cuerpo a esa doble penetración flexionando sus piernas, hamacándose vigorosamente hasta que nuevamente siente que esa sensación de extrañamiento, de éxtasis enajenante la comienza a invadir y mientras se va hundiendo en una nube de dulce inconsciencia, siente como su vientre da suelta a la marea cálida de la eyaculación, el cuerpo brillante de transpiración y en su boca una expresión de paz, satisfacción y felicidad que le otorga un aire falsamente angelical.
A pesar de haber acabado, Valeria no ha tenido un verdadero orgasmo, cosa que le sucede frecuentemente y aunque está fatigada, comprende que esa noche sólo ha comenzado y ella ansía conocer que otras delicias la esperan. Los otros socios y en una escena que le recuerdan las cinematográficas de orgías romanas, incluso hasta en la disposición del atrio y los sillones, se han convertido en curiosos fisgones y mientras alimentan su perversa morbosidad con su iniciación, se han desnudado completamente para, con la vista fija en ella, prodigarse en mutuas caricias a los senos y sexos de sus parejas.
De una de ellas se desprende un hombre que, aproximándose al lecho circular, se acuesta a su lado acariciando excitado la roja melena, rozando apenas con los labios su boca golosa. Sorprendida por su pronta reacción, lo toma por la nuca y busca imperiosamente sus labios con la sierpe tremolante de su lengua que se traba en dura lid con la del amante, mezclando sus salivas ardientes. La mano de él se desliza ágilmente por el cuerpo que, totalmente en llamas se debate en ondulantes movimientos de inquietud. Los dedos del hombre soban, estrujan y penetran en cada rendija de las carnes temblorosas y ella también lo acaricia y rasguña, buscando con premura el miembro y los genitales. La atención de él se centra en sus pechos, apretándolos fuertemente y pellizcando los pezones para luego aplicar su boca a la tarea de chuponear y lamer los agitados globos, mordisqueándoles con suavidad.
Jadeante, Valeria acaricia y presiona contra sus senos la cabeza del hombre cuando, entre sus piernas abiertas, detecta la presencia de otra boca que deslizándose por los muslos se aloja finalmente en el sexo. Dos dedos colaboran entreabriendo los labios inflamados de la vulva para que la punta de una carnosa y gruesa lengua rebusque en la oquedad rosada mientras los labios chupetean los ardorosos pliegues con cierta saña. Esas sensaciones son totalmente nuevas para la joven quien, roncando quedamente, los alienta a que aumenten la intensidad del contacto. Sin dejar que la boca abandone la vulva, el segundo la penetra con dos dedos, rascando suave pero firmemente el interior de la vagina.
Ante sus incontrolados estremecimientos, el primero se sienta a horcajadas sobre su pecho y colocando el miembro entre los senos, los toma entre sus manos presionándolos contra el pene para comenzar a hamacarse, masturbándose con ellos en imitado coito. Valeria siente como el falo, sin más lubricación que su sudor, frota fuertemente contra la piel provocándole al hombre una agresión que estimula su deseo. Anhelante, ella apoya su mentón contra el pecho y con los labios intenta alcanzar la cabeza del pene pero rozándola apenas, sólo su lengua alcanza a darle fuertes lambetazos a la verga.
Al parecer, el segundo es tan experto como el otro y las sensaciones que despierta en ella con los dedos y la lengua la llevan lentamente a la pérdida del control de sus actos. La pelvis comienza a agitarse en espasmos que se transmiten al vientre y las piernas encogidas se alzan con desesperación. Viendo su ansiedad, el hombre se endereza y tomando su miembro con la mano, lo frota vigorosamente contra el sexo de la mujer que, ahora sí, apoyada en sus piernas encogidas y flexionándolas, comienza un instintivo vaivén con las caderas que se va haciendo desesperado. Entonces él hunde hasta lo más hondo el pene endurecido, tanto o más grande que el del otro y ella lo siente golpear dentro del útero con una fuerza como jamás ha sentido. El tamaño del falo, su dureza, la rugosidad de su piel y el arte con que el hombre lo mueve enloquecen a Valeria, quien desprendiendo los dedos del hombre del primero de los senos, libera al príapo para tomarlo entre sus dos manos y acercándolo a la boca, empieza a lamerlo, besarlo y chuparlo, introduciéndolo hasta el fondo de la garganta mientras lo presiona prietamente entre los labios.
La situación inédita la saca de quicio cuando siente su cuerpo sacudido por violentos estremecimientos y contracciones que no puede controlar, junto a oleadas alternativas de calor y frío que la inundan y su cerebro, nublado de entendimiento, parece querer explotar. Quien está sobre su pecho la ha aferrado por los cabellos y sacudiendo su cabeza, va penetrando la boca como si fuera una vagina. Con la boca ocupaba de tan exquisita forma, deja escapar hondos bramidos de satisfacción que van transformándose en estentóreas súplicas en las que les pide que la penetren más profundamente aun y que eyaculen con rapidez en ella.
Esa vorágine de sexo se prolonga todavía por un rato, hasta que Valeria siente que, como en una erupción, una catarata de sensaciones se derrama con el baño espermático en su sexo. Cuando aun no han concluido los embates del hombre, apretando su pene entre los dedos para evitar la prematura eyaculación, el primero introduce el glande en su boca y entonces sí, al aflojar los dedos, una explosión del dulcemente almendrado semen estalla en la boca de Valeria que, semi ahogada por la presión, se apresura a tragar el ansiado líquido, sorbiendo hasta la última gota que hubiera quedado en la enrojecida testa.
Descansando de costado, todavía se encuentra saboreando los últimos vestigios de semen de su boca, cuando una mujer muy rubia se tiende a su lado para hacer algo que la desconcierta y satisface al mismo tiempo; con una pequeña toalla húmeda y tibia en su mano derecha, va limpiando de su cara y cuerpo los restos de saliva, semen y sudores en tanto que la izquierda, rozando tenuemente su espalda, traza pequeños círculos con el filo de las uñas y, bajando a lo largo de la columna vertebral, despierta hogueras por donde pasa. Los cosquilleos de la zona lumbar la fuerzan a combar su pecho hacía arriba mientras exhala un hondo suspiro de ansiedad, cuando la mano derecha, liberada ya de la toalla, acaricia su mejilla con el dorso terso de los dedos, baja hasta la barbilla y asiéndola, la obliga a dar vuelta la cara. Valeria se estremece cuando sus ojos son apresados por la ardiente e hipnótica mirada de la mujer, expresando tanta pasión y sexualidad que, sin poderlo soportar, aprieta los párpados mientras de su boca escapa un tímido suspiro.
La mano baja por el cuello y las uñas establecen competencia con las de la espalda recorriendo los senos, entreteniéndose en los gránulos de las aureolas y rascando los crispados pezones. La joven abogada siente como su cuerpo entero vibra de pasión y no puede evitar un susurrado asentimiento, entre los suaves gemidos de deseo.
La rubia la va recostando lentamente y hábilmente se ahorcaja cruzada sobre la entrepierna e imitando una ondulante cópula, la excita restregando el sexo contra el suyo. Inclinándose, se apoya en los brazos encogidos flexionados y hamacando el cuerpo, deja que los largos senos colgantes rocen con sus pezones los de Valeria. Convulsionada con esos contactos y totalmente encendida, esta ruge quedamente entre los dientes fuertemente apretados y, cuando la mujer acerca sus labios, abre desesperadamente la boca, esperando golosa la lengua vibrátil que, finalmente, se hunde entre los labios a la búsqueda de su igual.
Exasperada por el ardor en su bajo vientre, Valeria toma entre las manos la cabeza de la mujer y aplastando su boca contra la de ella, busca y succiona fuertemente la lengua, grande, larga y dura, como si fuera un pene. El intercambio de salivas, el roce de los pechos y el contacto de los sexos enloquecen a la abogada que, empapada nuevamente de transpiración, se convulsiona descontroladamente. La rubia se desprende de su boca y con suma delicadeza, manos y boca acarician, lamen y succionan los senos. Es tanta la dulzura que la mujer pone en sus actos, que la excitan tanto o más que la violencia de los hombres. La boca baja por su vientre lamiendo, besando cada músculo, cada pliegue de su piel y cuando llega al Monte de Venus, Valeria dilata aun más las piernas abiertas en un acto reflejo para dejar que los labios rocen la superficie de la vulva que espera el contacto con la boca. Y en ese momento, la mujer hace algo que termina de enajenarla; haciéndola bajar de la amplia butaca, la conduce hacia un costado donde se encuentra parado un hombre.
Excitado por sus rotundas formas y el olor a almizclada salvajina femenina que emana de Valeria, el hombre la hace dar vuelta para rodearla con sus brazos y aplasta el tumefacto miembro contra sus nalgas a la par que, besándola apasionadamente, hunde su boca en la nuca,. Ella se estremece por ese contacto físico y cerrando los ojos para tomar las manos del hombre entre las suyas, las guía hacia los senos, acompañando sus caricias y apretujones. El toma entre sus dedos los pezones y, retorciéndolos, le provoca tan intenso goce a través del dolor que siente como su sexo es inundado por un flujo tibio, en tanto que el hombre, sin dejar de someter al pezón, baja la otra mano e, introduciéndola en su sexo, la masturba con delicada firmeza.
Encendida por esa nueva pasión incontenible que ha despertado en ella, aferra con sus manos las del hombre y profundiza el estregar que irrita placenteramente sus carnes. Sintiendo el endurecido falo presionando sus nalgas, se inclina hacia delante para facilitar su penetración dentro de la hendidura y hamacándose a compás, ambos se sumergen en un alucinante tiovivo de puro goce. Sin soltarla, él le separa las piernas y alza la izquierda hasta que el pie queda sobre el asiento, le indica que se incline con los codos apoyados en él Colgando pendulares, los senos rozan levemente el muslo de la pierna flexionadas y su sexo, ahora dilatado por la apertura de las piernas, espera el acople masculino.
El hombre toma entre sus dedos el miembro y lo desliza a lo largo del sexo, desde el mismo Monte de Venus hasta la fruncida apertura del ano. Ese lento restregar nubla el entendimiento de Valeria, sorprendida por el tamaño que aparenta poseer el falo que, al cabo de un momento, cesa en ese movimiento y penetra la vagina provocando un ronco bramido de contento en ella, que comienza a hamacarse lentamente dándose empuje con la flexión de sus brazos. Los cuerpos van encontrando un ritmo común, moviéndose al unísono en una danza enloquecedora que se manifiesta en los quejidos y rugidos que ambos no pueden reprimir. En medio de ese torbellino de sexo y para su contento, el desconocido penetra el ano con su dedo pulgar, removiéndolo con saña en la tripa.
Recostado en un sillón junto a una mujer de grandes pechos, Antonio observa la escena casi con indiferencia pero finalmente se incorpora y acercándose a la pareja, palmea suavemente al hombre en la espalda para que le ceda su lugar y, hundiendo su miembro en el sexo un par de veces sólo para humedecerlo, lo apoya contra el ano para ir penetrándola con tal fortaleza que ella comprende que su eterna negativa a dejárselo hacer era justificada, pero ahora está jugando su juego y debe aceptar las reglas, aunque no puede reprimir el grito de dolor que expresa su sufrimiento. Inconmovible frente a sus ayes doloridos, lo siente moverse con toda su majestuosa dimensión en lentos círculos, torturando al recto y arrancándole sollozos en los que se mezclan el dolor y el placer. Durante un tiempo en el que se le hace imposible separar el dolor del goce, su marido la somete a la sodomía para luego ceder su lugar al otro hombre, quien vuelve a penetrarla por la vagina y así inician rondas de un perverso juego que los dos parecen practicar asiduamente.
Como socios bien avenidos, se van alternando en las penetraciones con controlado vigor como para encontrar satisfacción sin llegar a eyacular pero logrando que Valeria, con los órganos inflamados por la intensa fricción, alcance la suya en medio de gritos, risas y súplicas. Entre los dos contribuyen a sostener su posición pero ahora sus pechos ya descansan sobre el asiento, elevando aun más la grupa y ella siente deslizarse por los muslos los minúsculos ríos de sus abundantes jugos vaginales.
Cuando sus piernas vacilan temblorosas y los músculos parecen no aguantar más, los hombres la sientan en el borde y poniéndose frente a ella, enlazados por la cintura, acercan a la boca de Valeria a los dos miembros chorreantes e inflamados. Ella abre placidamente la boca y tomándolos entre sus manos, va quitándoles todo vestigio de flujo con la lengua que penetra los suaves pliegues del prepucio y los labios solícitos envuelven las irritadas carnes con un anillo de pulposa suavidad. Nunca hubiera imaginado que el saborear los jugos acidulados de su propio sexo y ano iba a elevarla a tales planos de la excitación.
Perdido todo rastro de decencia, cambia golosamente de un miembro al otro y penetra profundamente su boca para succionarlos con ávida fuerza. Esa alternancia va acelerándose hasta que en el paroxismo, ase un miembro con cada mano y la boca parece multiplicarse dando un par de chupadas a cada uno hasta que, en medio de los bramidos masculinos, el semen comienza a brotar de los falos para la desazón de Valeria quien empala con su lengua los grandes goterones, tratando de evitar que se derramen fuera de su boca. Los impetuosos chorros golpean contra sus labios y excediéndolos, le salpican la cara para deslizarse por la barbilla y gotear cremosos sobre los senos.
Esa relación tan intensa como dolorosamente satisfactoria la ha dejado rendida pero supone que su iniciación aun no ha terminado. A través de las pestañas de sus ojos entrecerrados, ve como se aproximan a ella dos de las mujeres que, aparentemente, tienen funciones de samaritanas en aquel tiovivo infernal de placeres. Reacomodándola en el centro del butacón, se arrodillan junto a ella, una cerca del torso y la otra de las piernas; con prolijidad de orfebres, limpian todo el cuerpo de sudores, saliva y semen y, al finalizar, frotan su piel con una crema que la revitaliza, hecho lo cual, se dirigen a dos largas y estrechas mesas que se encuentran a cada lado de la puerta y de ellas le traen un plato con exquisitos canapés y una fina copa de champán helado.
Sentada en la cómoda posición del loto, recién toma conciencia de que el paso de las horas y la intensidad y variedad de los acoples han puesto en ella un apetito y sed que escasamente calman lo que las mujeres le han dado, pero con todo, al tomar el último sorbo de la delgada copa, se siente reconfortada y predispuesta a lo que las famélicas miradas de los que circundan al podio le presagian.
Mientras una de las mujeres retira el plato y la copa, la otra se aproxima muy cerca de Valeria y lentamente, las yemas de sus dedos recorren el rostro, dibujando prolijamente cada una de sus curvas, deslizándose por el cuello y terminando en la suave meseta de los senos.
Sus dedos de plumosa levedad casi no tocan la piel y, sin embargo, ese tenue roce tiene la consistencia de un oculto magnetismo, produciendo descargas de una intensa corriente estática que, por donde pasan, excitan sus carnes tensas, dejándolas luego enervadas y laxas. Miríadas de estrellas diminutas y explosivas estallan entre los intersticios de los músculos como si pretendieran separarlos de los huesos y provocando en su sexo el crecimiento de un inmenso brasero que esparce llameantes incendios en todo el cuerpo.
En morosos círculos, los dedos recorren las bases temblorosas de los senos, ascendiendo con lentitud de caracol por sus estremecidas laderas. Al llegar a las aureolas, cuya consistencia parece haberse modificado, las cortas uñas rascan suavemente su superficie mientras el índice y el pulgar asen levemente al pezón para luego comenzar a pellizcarlo apretadamente, incrementado paulatinamente la presión y, cuando mordiéndose los labios ella gime involuntariamente, las filosas uñas se clavan sádicamente en ellos, acentuando el dolor de la torsión. A pesar del sufrimiento, es tal la cantidad de sensaciones encontradas que permanece paralizada, incapaz de ensayar otra cosa que no sea el disfrute ciego de ese martirio gozoso al que la mujer la somete.
Recostándola, los dedos acuciantes se deslizan por la convulsionada meseta del vientre, se detienen curiosos a explorar el cráter húmedo del ombligo, lo hollan por un momento, se entretienen en la musculosa medialuna del bajo vientre y bajan la curvada pendiente que desembocaba en el abultado Monte de Venus. Como en un vuelo rasante, rozan apenas la superficie que antecede a la vulva, reconocen las profundas canaletas de las ingles y comprueban la tersura del interior de los muslos.
Provocando cosquillas que arquean su columna, acarician las corvas y rodillas en lentos círculos incitantemente intensos, bajan a lo largo de las pantorrillas y se instalan en los pies. Valeria nunca había podido imaginar que tanta sensualidad pudiera transmitirse a través de ellos y las manos se esmeran recorriendo cada intersticio alrededor de los pequeños dedos, despertando intensos destellos que se trasladan inmediatamente a su ardiente sexo.
Casi imperceptiblemente, la lengua va reemplazando a los dedos, logrando con su húmeda avidez que sus sensaciones se multipliquen, tremolando en el hueco entre ellos y en la tierna piel de abajo. Los labios comienzan a succionar uno a uno los dedos, desde el pequeño hasta el pulgar, sobre el que se ensañan chupándolo como a un pequeño pene.
Labios y lengua prosiguen su sensual deambular por la planta de los pies, se entretienen en los tobillos y el empeine, suben por las transpiradas pantorrillas, excitan deliciosamente las corvas y cubren de besos, lamidas y chupones la piel de los muslos interiores. Mojando los labios secos por la emoción y clavando en ellos los dientes, la abogada espera ansiosa el destino que su boca buscaría al llegar a la entrepierna pero, sabiamente, la mujer evita cualquier contacto directo con el sexo, sorbe el sudor de las ingles y se extasía en las irregularidades del vientre, chupeteando ansiosamente la fina capa de transpiración que lo cubre
Las de esa noche son sus primeras experiencias lésbicas y por eso la sorprende aceptar tan dócil y angustiosamente ansiosa lo que la mujer le provoca con la desmesura de su aguerrido entusiasmo. Es como si una dulce beatitud la inundara placenteramente, un algo mágico y cósmico que ni siquiera puede imaginar y un escándalo de sensaciones nuevas se concentran en su sexo para desde allí, expandirse tiernamente, acuciando a todas las terminales nerviosas del cuerpo.
Finalmente, la lengua llega en su tenaz porfía hasta los senos que esperan trémulos el contacto. Engarfiada y vibrátil, la gentil embajadora de la boca recorre con esmerada fruición la profunda arruga natural que provoca el peso del seno, asciende por la pesada comba, explora ávida la áspera y casi violeta superficie de las aureolas y, casi tímidamente, azota el enhiesto, endurecido y ansioso pezón. Como una serpiente furiosa se abalanza sobre la carnosidad y, llenándola de saliva, la fustiga rudamente. La sensación de éxtasis se le hace inaguantable a Valeria y abrazándose a su cuerpo, clava sus uñas en la espalda como incitándola a intensificar ese enloquecedor castigo.
Entonces, los labios acuden al alivio del sufrido pezón, refrescándolo con la suave humedad de su interior, envolviéndolo para succionarlo suavemente. Como agotada de tanta intensidad, la lengua se une a la caricia, rozando tenuemente la punta carnosa de la mama mientras los labios comienzan a succionarla cada vez con mayor intensidad, cerrándose prietamente contra ella. Los dientes inician un suave raer cuya presión se va intensificando hasta mordisquearla luego con tal saña que ella trata desesperadamente de apartar su cabeza.
Enardecida, la mujer se niega a la expulsión abrazándola fuertemente para impedir su reacción al tiempo que su pelvis se restriega duramente contra la entrepierna. Chupa y muerde con verdadero ahínco hasta que, lanzando un grito en el que se entremezclaban el placer, el dolor y el terror, Valeria acompasa el ondular de los cuerpos chasqueando por el sudor acumulado y las piernas enroscándose en una frenética búsqueda de satisfacción hasta sentir como las represas del vientre ceden a una corriente cálida que se derrama por el sexo sin que mediara ningún tipo de penetración.
Convulsivamente estremecida, la vigorosa mujer también parece haber alcanzado la satisfacción en esa cópula singular y abalanzándose a su boca para unirlas, se enzarzan en una larga sesión de besos, abrazos, chupones y mordiscos que culmina en una melosa y turbadora caída a un pesado y oscuro sopor.