Betiana y la embarazada
Aquel atardecer, uno de esos largos, que en el verano correntino parecen prolongarse como una extensión del calor del día, acrecentado por la calma en los vientos, disgustaba a Betiana quien regresaba de la chacra a la ciudad y a la que la camiseta que marcaba con el sudor la plenitud de sus senos y el omnipresente botón de los pezones, sumada a la que el short improvisado con un viejo jean recortado provocaba en su entrepierna por el roce de la cremallera que se hundía en la vulva, haciendo que cada bache del camino se reflejara como un acicate a su deseo ya de por si exacerbado por la ausencia de su “novia” que viajara con los padres a Buenos Aires, descargaba su enojo por la manera en que conducía la 4x4, haciendo rechinar los neumáticos sobre el asfalto del precario camino.
A los tumbos y medio de costado por la velocidad que llevaba, tuvo que esforzarse al tomar una curva que la espesa vegetación del monte hacía ciega para no derrapar sobre la figura de una mujer haciendo dedo a pocos metros; pensó en descargar su iracundia sobre ella llenándola de polvo, cuando se percató que la joven estaba embarazada y ese espíritu solidario que tienen las mujeres con las demás, especialmente con las preñadas, la hizo apretar el freno para detenerse bruscamente metros más allá.
Por el espejo retrovisor vio como la mujer trotaba torpemente como un pato hacia el vehículo e inclinándose, abrió la puerta del pasajero y vio asomarse la cara rubicunda de una mujer quien seguramente no alcanzaba sus veintisiete años que transpirada por la temperatura ambiente y su agitación, le preguntaba ansiosamente si iba para Empedrado; a pesar de no ir exactamente allí ni deseos de meterse en la ruta 12, el pedido de la joven y su panza la conmovieron y estirando una mano para ayudarle a subir a la alta camioneta, miró como acomodaba primero su bolso en el asiento para luego subir trabajosamente de costado y finalmente, acomodarse en la butaca.
Puso primera y casi inconscientemente fue levantando velocidad paulatinamente ara evitarte movimientos raros a la mujer; presentándose como Magda y tras darle las gracias, con esa verborragia que da la histeria, le dijo espontáneamente que viajaba a casa de sus padres por haber discutido con su marido que a sus siete meses y medio de embarazo la trataba como si fuera de porcelana y por eso no mantenían relaciones sexuales desde el cuarto mes.
Repentinamente interesada en la vicisitud que significaba a la rubia esa circunstancia meramente física en desmedro del cuidado del bebé, le preguntó si lo había consultado con el médico; ya más calmada y distendida, Magda le dijo que la obstetra le había dicho que, con los cuidados necesarios, era posible mantener relaciones hasta los ocho meses pero en discrepancia con el aumento de la libido de ella, su marido se negaba obcecadamente a cogerla creyendo que, aun de costado, podría perjudicar al feto.
Ya mas distendida y tal vez contenta porque fuera mujer, se había acomodado medio de lado en el asiento, apoyando la espalda sobre la portezuela con una pierna encogida sobre el asiento y la otra extendida sobre el piso, con lo que la amplia falda se recogía y junto con la parte baja del hinchado vientre, le permitía a Betiana observar la prominencia de una vulva que parecía exceder la entrepierna de la bombacha de algodón que evidenciaba estar mojada, fuera por el sudor o el flujo vaginal.
Divertida porque esa situación había despertado el duende travieso que signaba toda su sexualidad, palmeó cariñosamente la rodilla de la joven y le dijo cordial pero intencionadamente que las mujeres siempre tenían recursos para prescindir de los hombres, a lo que esta respondió con alegre protesta que no la tocara de ese modo porque aquello solo aumentaba su temperatura, pero contradictoriamente, separó aun más las piernas alentando el cosquilleo que la vista de ese sexo le provocaba en el bajo vientre; disminuyendo aun más la velocidad y ya sin disimulo, se inclinó para dejar a su mano deslizarse sobre el muslo interior en deliberada caricia.
Magda simulaba agitarse conmovida por lo que hacía pero no sólo no amagaba un movimiento de escape sino que los senos se agitaban al compás de sus jadeos y, desvalorizando sus repetidos ruegos de que no la acosara así,
sus ojos clavados hipnóticamente en los de Betiana expresaban una reprimida pasión; alentada por su propia calentura que era alimentada por esa viciosa tendencia a tener sexo con embarazadas, detuvo la camioneta para abalanzarse sobre la joven y al tiempo que la aferraba por la nuca para hundir su boca en la balbuceante de Magda, la otra mano trasgredió la elasticidad de la bombacha para tomar contacto con la vulva que los cambios físicos del embarazo hacían desacostumbradamente gordezuela y hundiendo dos dedos al interior, se congratuló por la abundancia de los pliegues que empapados de un abundante flujo, cedían blandamente a la caricia.
La perturbada muchacha farfullaba fervientes negativas pero a la vez respondía a los besos y lenguetazos en tanto acariciaba desmañadamente su cabello; sin violentarla, dejó deslizar dos dedos hasta tomar contacto con la palpitante boca vaginal que estaba dilatada y que al contacto de los dedos introduciéndose cuidadosamente, ejerció un instintivo movimiento de contracción.
Dejándola libre, reinició la marcha mientras buscaba con la vista alguna senda en la espesura del monte y cuando la encontró, se internó por ese sendero de tierra hasta encontrar un claro, donde detuvo la marcha y bajando del vehículo, corrió hacia delante su butaca para luego dar la vuelta rápidamente y abriendo la portezuela, corrió hacia atrás la de la asombrada mujer que no se resistió cuando ella la acomodó para que reposara en los respaldos separados y abriéndole la pierna derecha que dejó colgar del asiento, hundió la cabeza en la entrepierna para, separando la bombacha con los dedos, llevar su lengua tremolante a recorrer los mojados labios de la vulva.
Ya Magda no sólo no se negaba sino que invocaba a Dios proclamando su agrado por lo que la recia campesina le hacía y abriendo voluntariamente sus piernas, corrió la grupa hasta el borde del asiento para favorecer la actividad de Betiana en su concha; aunque a ella la subyugaba poseer a mujeres preñadas, tampoco era frecuente hacerlo y ahora, tras una larga abstinencia por la ausencia de su pareja, la belleza de esa muchacha que seguramente era de origen polaco o algo así por lo claro de su cabello rubio y su tez apenas atezada por el sol, más sus delgadas pero torneadas piernas y el bulto insoslayable de la panza, sumados a los temblorosos pechos que el generoso escote contenía apenas, la hicieron perder la cabeza e inclinándose afirmada con los borceguíes en el blando terreno, separó bien con los dedos los labios mayores para extasiarse con la rosada abundancia de las carnosidades internas, pletóricas de sangre.
Lo que la apasionaba eran los alteraciones que el embarazo produce en el físico de las mujeres y sabía como todos los órganos se modificaban, crecían y se amoldaban a la inminencia del parto y en esos cambios, cómo las hormonas influían en el deseo y la lubricación vaginal, modificando la consistencia de los jugos que se hacían líquidos y lechosos; con esa perspectiva y entre los gemidos ansiosos de la muchacha, abrió las labios para acceder al fondo blanquirosado donde se abría el agujero del meato y fascinada, viboreó con la lengua en él y ante el incremento de los jadeos y ayes de Magda, se aplicó con la punta en escarbar bajo la grosera capucha carnosa para encontrar un clítoris que la enloqueció.
Duro y ovalado como la punta de una bala, se proyectaba erguido contra el tejido membranoso que lo aprisionaba y la lengua tremolante lo fustigo duramente mientras dos dedos se metían a la caverna cálida de la vagina para rascar suavemente toda la parte anterior y hacerla estremecer cuando las uñas se hincaban sobre la callosidad del punto G; inmersa en el disfrute, era Magda quien pujaba contra su boca al tiempo que clavaba los dedos entre sus cortos cabellos apretándola contra sí, pero al cabo de unos momentos de tan excelsos ejercicios de masticación contra las carnes a las que, efectivamente, mojaba un líquido blancuzco pero de delicioso sabor y aroma, sin dejar de penetrarla con los dedos, bajo el elástico de la falda y comenzó a escalar con labios y lengua la redondeada panza, estirada y pulida hasta llegar al centro donde el que fuera hundido ombligo que ahora se proyectaba como un botón carnoso.
Se notaba como Magda estaba disfrutándolo por la presión que ejercía la vagina contra sus dedos en mínimas contracciones, la forma en que sacudía a los lados la cabeza con los ojos semi cerrados y una expresión de arrobamiento en su cara que estimuló a Betiana, quien se apresuró a llegar donde abultaban las tetas y sacando a una del corpiño, se maravilló por esa apariencia de hembra preñada, ya que la aureola, enorme y amarronada, exhibía en su centro un grueso pezón cuya punta chata mostraba la ya dilatada rajita mamaria y sin dudarlo un instante, lo atrapó entre los labios para chupar como un naufrago y sentir al cabo de un momento que un líquido tibio mojaba sus fauces.
Seguramente por la falta de sexo, la joven expresaba su contento no sólo a través de esos movimientos ondulatorios y el sacudimiento de la cabeza sino también en las entrecortadas frases apasionadas con que la alentaba a seguir satisfaciéndola y por sus manos que buscaban instintivamente establecer contacto con sus tetas a través de la sudada camiseta; sabia que el momento había llegado y enderezándose, le levantó la pierna derecha para apoyarla en su hombro izquierdo y en tanto besuqueaba y chupeteaba el interior del muslo de esa pierna que el embarazo no deformara, comenzó a rascar con dos dedos la entrada a la mojada vagina y ante las exclamaciones gozosas de la mujer, los metió profundamente para hurgar la piel inflamada, agregando otro mas entre el júbilo de Magda, que abría y cerraba espasmódicamente las manos y entonces sí, metió a pulgar y meñique dentro de la palma para, con esa cuña, ir penetrando la concha provocando que ahora la muchacha no sólo proclamara su alegría sino que le reclamaba por más.
Sabiendo cuanto hace gozar a las embarazadas el fisting, que complace como ninguna verga al ahora dilatado canal de parto, se esmeró en mover la muñeca de lado a lado distendiendo los músculos que actúan como esfínteres en la entrada y aunque su mano era delgada, la fricción de los nudillos hizo bramar a la preñada que, sin embargo, la alentaba con fervorosos sí y clavaba la cabeza en el tapizado mientras su cuello parecía a punto de estallar por la tensión; despaciosamente los huesos penetraron y entonces la mano se ahusó para avanzar hasta que sus dedos avasallaron el relajado cuello uterino y le permitió rozar algo tenso y redondeado que supuso sería el feto.
No deseando causar problemas a quien se le brindaba tan complacientemente, fue abriendo los dedos como comprobando la elasticidad del conducto y con la mano abierta como una araña, se deslizó adelante y atrás, arrancando en la mujer sollozos y grititos de alegría en medio de sacudimientos frenéticos del cuerpo, que se incrementaron cuando ella los cerro en un puño con el que comenzó a bombear como una monstruosa pija que socavaba brutalmente a Magda quien, sin embargo, aferrándose desesperadamente con inquietos manotazos el respaldo, al tablero y al volante, sacudía la pelvis proyectándola contra la mano con fogosa exasperación.
Hacía rato que sus jugos mojaban el estrecho pantaloncito de Betiana y sintiendo ya los arañazos del vientre que le anunciaban su propio orgasmo, complaciendo a la rubia muchacha quien le rogaba porque la llevara a su satisfacción con esa extraordinaria verga , inclinándose mas, tomó entre sus labios al endurecido clítoris para macerarlo en una mezcla de chupones con mordiscos en tanto daba al brazo un movimiento implacable de ida y vuelta a la vez que lo rotaba en un movimiento de ciento ochenta grados y completando la posesión total, hundió en el culo dos dedos afinados que sintió presionados por los esfínteres; ya Magda no sólo la alentaba sino que hasta golpeaba sus espaldas con los puñitos mientras se encomendaba a Dios, anunciando a los gritos la obtención de su orgasmo.
Sintiendo como la mano resbalaba en el río meloso de los jugos que ya excedían el obstáculo del brazo en chasqueantes escupitajos, se apresuró a enjugarlos con su boca y cuando finalmente retiró la mano y la eyaculación brotó libremente, chupó con fruición ese verdadero regalo de los dioses mientras calmaba con sus caricias el vientre agitado de Magda en el cual su agitada satisfacción se reflejaba en los vigorosos movimientos del bebé.
Cuando minutos después reemprendía el camino en busca de la ruta, observó la beatitud de la plenitud sexual en el hermoso rostro de la joven madre quien palpaba afectuosa la prominencia de esa panza que la ayudara a disfrutar de aquel maravilloso sexo que, seguramente, no se repetiría jamás.