Illia y Órdago eran amantes osados e imaginativos que siempre buscaban nuevas maneras de tener sexo.
Hace meses practicaban una especialmente creativa: Se metían a una iglesia y se sentaban en una de las corridas de bancas del fondo que tenía forma de “U”. Cada uno se ubicaba en un extremo.
Para llevar acabo sus propósitos compartían un sistema secreto de claves y señales. Así, sin dejar de mirarse de reojo, ella, de un modo sugerente se desnudaba, a los ojos de su amado, quitándose los elegantes guantes de cabritilla; él, entonces, se llevaba la palma de la mano derecha a la boca; ella consecuentemente sentía su lengua áspera recorriendo su pubis; la muchacha ahí solía echar apenas atrás la cabeza avisando lo placentero de la maniobra; el joven ahora pellizcaba el mentón comunicándole a Illia que le sorbía los pezones con avidez; la chica se sostenía un codo anunciando que jadeaba; en seguida, la mujer, se sonaba la nariz con un primoroso pañuelo noticiándole que le daba sexo oral; él, después de un rato, se golpeaba los pómulos para que parara, que ya no podía más, y contraatacaba metiendo y sacándose y un dedo del oído izquierdo…
A veces, en la iglesia se oía un largo gemido y, después, un golpe seco contra la estridente banca.
—Es la hermana Illia que de nuevo cayó en éxtasis divino— alguien comentaba.
—¡Aleluya!— gritaba otro feligrés.
—¡Aleluya!— repetía Órdago.