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Miguel Indurino amaba su bicicleta. La había visto crecer junto a él. Sus papás se la regalaron cuando sólo era un niño. Ella a su vez no era más que un triciclo chiquito que apenas sabía hacer rodar sus pedales y que se caía en todas las curvas de los pasillos.
Más adelante creció y se hizo una bici de tamaño cadete que llevaba un par de minúsculas ruedecillas de apoyo en el eje de su rueda trasera. Ya no se caía por la casa, pero chocaba con todo, dada la estrechez del domicilio.
Los padres de Miguel, hecho un mozuelo, decidieron que mejor sería que practicase por las calles y de ese modo no rompería tantos jarrones con la cabeza.
En esos tiempos de desarrollo físico, tanto él como la bici llevaban casco y los policías los saludaban a su paso con un gesto tierno y amable.
Los pajarillos se aupaban a las ramas más altas para ver mejor al emergente ciclista, sabedores de que en el futuro llegaría a ser un gran campeón pulverizador de marcas mundiales. Ya en ese momento ostentaba el récord de arañar coches estacionados en la vía pública y también el de zurras en el culo por sus hastiados progenitores.
Poco a poco Miguel se fue uniendo más y más a su bici, hasta que llegaron a estar en mayor sintonía que el mítico medio centauro humano con su cacho de caballo.
Y le puso nombre. La bautizó Rody, por las ruedas, después de descartar Ferry, por los hierros, Transistor, por los radios, Escocia, por las rozaduras del sillín, Sooo!, por los frenos, Sabotage, por la bomba, Fantasma, por la cadena, y Etcétera, por que no se le ocurrían más nombres.
Cuando salían por esas carreteras del mundo, el sol les ronreía, los gazapillos correteaban a su alrededor cantando canciones de la filmografía Disney, las golondrinas escribían la partitura en los cables de la luz antes de electrocutarse y volverse aún más oscuras que las de Becquer, los cervatillos se besaban los hocicos, los pastores los saludaban con la mano, sus ovejitas los imitaban, y los perros aprovechaban ese parón en el trabajo para orinarse unos cuantos chopos y fumar un pitillo.
Miguel y Rody no se podían creer que hubieran pastores o gacelas en las autovías que atraviesan el área metropolitana de Barcelona.
Pero, bueno, los años fueron pasando hasta que Indurino tenía 34 y Rody casi 30. Habían recorrido miles de kilómetros juntos, participando en centenares de carreras y ganado ninguna. Eran deportistas de una regularidad pasmosa.
Esa mañana estaban entrenando por una carretera secundaria que atravesaba un sistema montañoso de primer nivel. Los puertos se sucedían. El astro rey ya no se contentaba con sonreirles, sino que se partía en carcajadas. Hacía un calorón de 45 grados en la escala rigter. Vamos, que hacía más calor en esa escala que en una de incendios.
Miguel sudaba la gota gorda dejando una estela de chorreo en el asfalto. Rody también, por eso le puso una cinta en el manillar igual a la que él llevaba en la frente.
No es de extrañar pues que las bicicletas de carreras sean así de flacas, con un ejercicio tan duro y exigente.
Iban los dos cuesta arriba, con el plato pequeño y el piñon grande, tambaleándose de lado a lado luchando por la verticalidad. De rato en rato, el ciclista sorbía un trago de bebida isotónica para resistir el esfuerzo y le suministraba un poco de aceite aflojalotodo 3 en 1 a Rody.
La rampa no se acababa nunca. Miguel batallando erguido sobre los pedales. Rody doblando su rueda delantera en zigzags cada vez más escorados.
Una señal de tráfico indicaba el 12%, pero ellos no estaban para inversiones de capital. No iban a apostar su dinero en una rampa por muy importante que ésta fuera.
Resoplaban ambos como bueyes de labranza. Y en el repecho de una curva cerradísima, Rody pisó gravilla y se precipitaron ladera abajo. Cayeron hechos un ovillo y los fue a detener un zarzal tras el que se ocultaba un viejo muro de piedra de esos que delimitan los bancales de cultivo.
Miguel quedó como si hubiese caído en la jaula de un puma, con más rayas en su cuerpo de las que encontraríamos en una colección de camisería clasíca.
Pero en cuanto se repuso del inicial aturdimiento, salió corriendo como una centella, que corre mucho más que un centollo, a ver qué le había pasado a su compañera Rody.
Vio como asomaba el manillar entre los zarzales y tiró de él hasta sacarla toda. La revisó, le tomó el pulso. Se le había salido la cadena, pero eso se recomponía fácilmente. Tenía hecha jirones la cinta protectora de las empuñaduras, pero en el maletín que solía llevar bajo la barra siempre guardaba repuestos. Luego se dio cuenta con horror de que la horquilla se había doblado mucho.
Contuvo las lágrimas y buscó dos palos para entablillársela
Puso a Rody en pie y cuando intentó arrastrarla consigo, el alma se le cayó al suelo (y con esa pendiente se le fue rodando hasta vete a saber dónde) porque descubrió que su rueda delantera, con la que mejor se llevaba y con la que más hablaba siempre, dada la posición del ciclista en la bicicleta, estaba doblada como un ocho y no podía girar atrancada con los frenos y la maltrecha horquilla.
Miguel Indurino lloró amargamente y sus ayes y alaridos pudieron oirse en varias geografías a la redonda.
Toda su vida en común con ella le pasó por los pensamientos. Todos los recuerdos, las rutas, los pinchazos, las convalecencias; todas las últimas posiciones en cualquier carrera, controlando siempre al pelotón desde atrás como grandes estrategas...
Miguel la posó suavemente sobre un rincón de hierba a la sombra y oteó en derredor buscando ayuda. Mas, por carreteras así y un domingo a esas horas, lo normal es que no pase absolutamente nadie.
Ya no podía hacer nada por ella. La miró por última vez, como dormida, con varios radios rotos que temblaban desasidos de sus naturales anclajes y deseó que aquello le hubiese pasado a él y no a Rody.
Miguel extrajo del pequeño portapaquetes una toallita y la colocó sobre el manillar tapándolo por completo. Luego sacó también un objeto que ocultaba bajo el sillín.
El monte estaba calmo, quieto y quedo.
De pronto, el sonido de un disparo quebró la paz del paisaje, resonando con fatídica gravedad.
Miguel hizo lo que un ciclista de honor debía hacer y comenzó a caminar carretera abajo dejando atrás un montón de piedras funerarias con una bomba de aire clavada en ellas y un neumático enrollado a modo de luctuoso crespón.
Miguel hizo lo que un hombre íntegro haría en tan duro trance. Nada podemos reprocharle.
Nada, salvo tal vez que hubiese visto en su infancia demasiadas películas del oeste.
Fin.
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Luis Jesús, con bello trazo Y lucida imaginación, Nos narra un retazo De amor y resignación Que vivieron de consuno Miguel y su bici Rody. No era pasatiempo de uno Ni tampoco era un ‘jovi’, Que fue una amor tan sincero Que cuando la bici murió Miguel cayó en desespero Y su dicha se acabó. Ya era hora que volvieras por estos lares. Te he añorado. Van mis 10 puntitos. (“Rody, aquél amor”, de Luis Jesús)