Una hora de soledad a oscuras en el tétrico cuartucho la obliga a reflexionar sobre la validez de sus convicciones políticas y, como en una proyección de imágenes retrospectivas, ve con claridad fotográfica las aberrantes perversiones a que fuera sometida su madre por el coronel y sus “visitantes” durante esos largos cinco años de ocupación. Recuerda su asombro infantil ante los cuerpos desnudos en esas extenuantes sesiones sexuales y también las lágrimas de impotencia que derramara por la complacencia de su madre a que abusaran así de ella, la servil e interesada actitud de su padre y las iniquidades de los invasores a toda la población. Cuando su cabeza parece a punto de estallar en plena ebullición de rebeldía, el hombre de civil que la detuvo entra al cuarto y enciende la luz, deslumbradoramente cegadora, seguramente a causa de la oscuridad total que la precedió.
En total hermetismo, el hombre camina lentamente a su alrededor con las manos a la espalda, incrementando su temor y mareándola por momentos hasta que, como respondiendo a su angustia por saber que delito ha cometido, la interroga sobre sus camaradas y dirigentes del partido, exigiéndole que revele los nombres de gente que desconoce y su posible vinculación con algunos escritores y periodistas de renombre.
Sofía guarda un obstinado silencio por dos razones; la primera, porque realmente desconoce todo sobre el partido y sus vericuetos internos y la segunda porque, aunque sólo la impulsa su entusiasmo juvenil y una simpatía romántica sobre esas ideas, su espíritu indócil no le permite rendirse a las exigencias de ese nuevo tipo de totalitarismo y entonces, se yergue ante su interrogador, furiosa, en una patética mezcla de Juana de Arco y Don Quijote, enfrentando soberbia al gigantesco oficial.
Rato después y ante su hermético silencio, harto de esa hermosa jovencita que se atreve a desafiar a todo un sistema sintetizado en él, le cruza la cara con dos violentos cachetazos que dibujan en la tersa piel de sus mejillas la marca blanquecina de sus gruesos y poderosos dedos. A pesar de ser la primera vez en su vida que es golpeada de una manera tan brutal y mientras siente correr por su cara las lágrimas del dolor arrastrando la sangre que mana de la nariz hasta la boca y su lengua enjuga el líquido salobre, crece en su pecho la exaltación del orgullo. Mirando desafiante al hombre, escupe indignada el sanguinolento gargajo en sus lustrosos zapatos.
Totalmente enardecido, este vuelve a golpearla duramente en tanto que la insulta, tratándola de prostituta de zaguán y mofándose de sus ideales por salvar al mundo cuando todavía no saben limpiarse los mocos e ignoran como salvarse ellos mismos. Tras quitarle las esposas, la toma por los cabellos y la arrastra hasta un cuarto vecino en donde la alza como una pluma, arrojándola sobre una mesa cubierta por una chapa metálica. A pesar de su inútil forcejeo, le quita la ropa para luego esposarla de pies y manos a unas asas que hay en cada esquina del tablero.
Con brazos y piernas abiertos en cruz y desnuda por primera vez en su vida delante de un hombre, Sofía trata de imaginarse como se vera su sexo expuesto de esa manera y comienza a retorcerse y maldecir, dejando pasmado al oficial por la procacidad de sus insultos.. Haciendo oídos sordos, con una tranquilidad pasmosa y una indiferencia que mete miedo, el hombre toma un balde de agua helada y, lentamente, lo derrama sobre el cuerpo desnudo de la polaquita.
Temblando de frío pero paralizada por la sorpresa, ve con espanto como el hombre quita la funda a un aparato que, junto a la mesa, comienza a vibrar con un sordo zumbido ominoso cuando lo enciende. Conectando a él dos largos cables espiralados en cuyas puntas hay un par de siniestras agujas metálicas, el hombre se aproxima a ella con una sonrisa malévola en sus labios, mientras estriega entre sí las agujas que sueltan diminutas chispas azules.
Sofía estalla en llanto mientras siente como todo su cuerpo se estremece involuntariamente ante la inminencia de la tortura y un sudor frío se suma al agua que la moja. Como si tuvieran vida propia, sus pechos se sacuden temblando convulsivamente y a medida en que el hombre aproxima las agujas a ellos, se retuerce en vana defensa. Ya las puntas fatídicas están a punto de tomar contacto con sus pezones y un alarido larvado se anuda en su garganta, cuando la puerta se estremece por dos golpes poderosos y una voz autoritaria reclama a gritos al oficial quien, maldiciendo en voz baja, sale presuroso mientras Sofía permanece rígidamente quieta, casi sin atreverse a respirar a la espera del resultado incierto de la pausa.
Tendida sobre la mesa metálica, desnuda y expuesta, con el horrible zumbido de la máquina taladrándole los oídos y los inexpresivos ojos de los sensores fijos en su cuerpo, va comprendiendo lo precario de su situación, porque tiene la certeza de que nadie sabe de su detención y por lo tanto, al no haber registro en la guardia, no existe. Le resulta irónico que, habiendo sido prisioneros de los alemanes durante tanto tiempo, estos jamás recurrieran a la violencia y hoy, en el país donde supuestamente la libertad es una de sus virtudes, se encuentre prisionera, desvalida, a punto de ser torturada y vaya a saber cuantas cosas más.
Cuando la puerta vuelve a abrirse, da paso al oficial que, tras cerrarla nuevamente y literalmente echando espumarajos por la boca, con los ojos puestos en ella, ejecuta vueltas furibundas a su alrededor en un bronco soliloquio en el que sus maldiciones incluyen la venalidad de sus jefes, los comunistas, los mafiosos, los judíos en general y especialmente Don Vianini, al que todos llaman “el tano” y del cual ha resultado ser hija su cautiva, razón por la cual sus superiores lo han “levantado en peso” y ordenado la libertad de la joven.
Angustiada, escucha y ve como el hombre descarga su ira golpeando violentamente los muebles del cuarto mientras promete amenazadoramente que “la zurdita” no se la va a llevar de arriba, sea hija de quien sea. Las mujeres, por liberales que se proclamen, jamás confesaran a nadie cosas íntimas que les han sucedido y él se encargará que Sofía tenga mucho que ocultar. Asociando las cosas, ha caído en la cuenta de que, esa pegadora de afiches no es otra que la famosa “colorada” de quien se hace menta en las milongas y, libre ya de la ira que le provocara la contraorden, no puede menos que detenerse a admirar la extraordinaria belleza de la judía.
A pesar de la suciedad y los golpes, el rostro finamente cincelado es impactante; la nariz delgada, levemente respingona y de grandes hollares vibrátiles, los pómulos altos y fuertes y los ojos, enormes, de un transparente color de miel, casi amarillos. La boca, a pesar de su rictus miedoso, es grande, generosa, de labios pulposos y delicadamente dibujados. La mirada del hombre desciende por el terso cuello y se encuentra con los hermosos pechos de Sofía, que al igual a los de su madre, son grandes y turgentes sin llegar a ser pesados, exhibiendo como aquella, la prominencia desusada de las grandes y granuladas aureolas que sustentan los cortos y gruesos pezones. La vista se le alucina con las suaves colinas del vientre y se apresura a fijarse en el velludo, rojizo y mojado pubis que, por la posición de las piernas, deja entrever la raja de la vulva.
Saliendo del ángulo de visión de Sofía, el oficial se desnuda completamente y cuando aparece junto a ella, imponente en su musculatura, comprende que la inevitabilidad del destino le hará vivir lo mismo que a su madre. El hombre no deja que la delicada belleza de la joven incida en sus decisiones y como reafirmando su propósito inicial, pasa rudamente sus manos sobre los pechos temblorosos que, a ese mínimo contacto se estremecen convulsos.
Clava sus gruesos dedos en la carne, sobándola concienzudamente para, finalmente, tomando los pezones entre los dedos, estirarlos dolorosamente como para comprobar la elasticidad de su carne y luego los retuerce con verdadera saña. Sofía siente que un dolor desconocido le atraviesa el pecho y cuando el grito se instala en su garganta comprende la inutilidad del esfuerzo en esa sala preparada para que los torturados profieran los alaridos más estridentes sin siquiera ser notados.
Sollozante, siente como el dolor baja por el vientre, se instala definitivamente en su sexo y allí crece con la misma intensidad con que el hombre clava las uñas y aprieta los pezones. Sabe que, involuntariamente, su cuerpo se ha ido arqueando en la búsqueda de alivio y que ese movimiento expone aun más su sexo. Las manos del hombre abandonan los senos y con la misma rudeza exploran el vientre, escarban entre la mojada mata enrulada del pubis y habilidosos, se entretienen sobre los labios de la vulva, una raja apretada, suavemente rosada.
Estremecida de frío, dolor y miedo, siente que el hombre suelta las esposas de los pies y, subiéndose a la mesa, le encoge las piernas para hundir su boca en el sexo. Una lengua larga y dura escarba rudamente en la raja separando las ceñidas carnes y hurga en su interior, buscando tremolante la suave carnosidad el clítoris que permanece laxo e inerme, virgen de todo contacto sexual.
Los gruesos labios restriegan los pliegues de la vulva que han adquirido volumen y junto con eso, se dilatan permisivos para ofertar la pálida cavidad del óvalo. La lengua lo recorre vibrátil para luego fustigar con crueldad al tierno tubito, que a ese estímulo se yergue para que los labios lo rodeen, succionándolo apretadamente mientras incrementa su grosor en forma insospechada.
A pesar de que por su experiencia visual de tantos años, Sofía conoce los efectos placenteros que ese contacto provoca, no espera tal intensidad del impacto. Olvidada de quién y por qué la somete de esa manera, siente que desde lo profundo del sexo parte un rayo cosquilleante que le atraviesa el vientre, le colma el pecho de dicha y estalla en su nuca, inundando su cabeza y sus sentidos del más intenso goce que haya experimentado en su vida.
Mientras el hombre se afana, lamiendo y succionando con ahínco su sexo y sorbiendo golosamente sus jugos vaginales, ella se aferra a las asas de la mesa para no lastimarse las muñecas con las esposas y se impulsa, alzando su cuerpo arqueado, ofreciéndolo voluntariosa a las exigencias masculinas en similar actitud que su madre ante Dieter.
Esa respuesta inusitada hace que el hombre se acomode mejor y, complementando la labor de la boca, introduce dos de sus largos dedos en la vagina. Lo apretado de las carnes y el respingo dolorido de la muchacha le hacen concluir que aquella era virgen hasta instantes antes. Eso concluye por enardecerlo y, mientras la boca se afana sobre el clítoris, los dedos socavan profundamente al sexo, alternando el vaivén con rápidos movimientos laterales de ciento ochenta grados que ponen gemidos angustiosos en boca de la chica.
La evidencia de su goce lo enfurece y, sin dejar de chuparla y masturbarla, hunde dos dedos de la otra mano en los apretados esfínteres anales. Ese martirio hace que la joven se encabrite y patalee para zafar de esas penetraciones y entonces, arrodillándose entre sus piernas, la somete violenta y profundamente, seguro de que la está desflorando. Sofía no sabe si el mentado himen existe, si se reduce a una delgada membrana o a un fuerte cartílago, pero en intenso dolor que la penetración le produce desanuda el grito de su garganta, acompañando el daño desgarrante que le provoca esa inmensa barra de carne lacerando sus entrañas.
Como una proyección de fotos viejas, se suceden en su mente las imágenes de su madre en múltiples situaciones similares y siente como si en una especie de transferencia física, todas las memorias sensoriales de Hannah se encarnaran en ella y un cataclismo de emociones, un escándalo de placer comienza a inundar cálidamente cada fibra de su ser, cada tendón parece estallar de la ansiedad contenida.
Los músculos de la vagina se adaptan complacientes y exigentes a la forma del colosal miembro, lo rodean, lo palpan y lo aferran con si formara parte de su misma carne y, blanqueando sus nudillos, se sujeta a las asas proyectando vigorosamente su cuerpo contra el del oficial mientras las piernas intentan sujetarse a sus caderas pujando en forma ondulante, acompasándose al ritmo de la penetración mientras su voz enronquecida le reclama por más con insistentes asentimientos.
Enloquecido por la belleza y voluptuosidad de “la colorada”, el hombre se inclina sobre ella y le suelta las muñecas en tanto que acaricia cada curva de su torso, lamiendo y chupando los senos. Sofía se abraza a ese cuerpo ondulante y mientras lo busca con la boca, se mueve de tal manera que, sin dejar que el falo salga de su sexo, ella quede ahorcajada sobre el hombre. De forma instintiva inicia un vaivén adelante y atrás, meneando su pelvis de forma que la verga golpee con mas intensidad aun en su interior, hasta que inicia una especie de galope, flexionando las piernas y cayendo con todo el peso de su cuerpo sobre el miembro masculino.
Sus propios gemidos complacidos la enardecen e intensificando el ritmo, siente la fuerte carnadura penetrándola en forma total y golpeando en el fondo. Los hermosos senos oscilantes, se sacuden, suben y caen al compás de esa danza infernal hasta que el hombre, fascinado por el espectáculo, se aferra a ellos estrujándolos con iracundo frenesí.
Sofía siente como dentro de ella estallan inéditas sensaciones, dolorosas y placenteras a la vez, que la hunden en una inacabable ronda de goce infinito. Imágenes retenidas, emociones reprimidas durante años hacen eclosión mientras siente corporizadas en ella las emociones experimentadas por Hannah tantos años atrás. Aquellas penetraciones insólitas a que su cuerpo fuera sometido reiteradamente, se hacen carne en ella.
El frío de la mesa metálica y el del baldazo de agua helada, ha sido reemplazado por oleadas de un calor que, naciendo desde el sexo y avivado por el ariete de la verga, enciende brasas en sus entrañas que la envuelven en un vórtice de fuego obnubilando sus sentidos. Todo su cuerpo está bañado por el sudor y de la garganta reseca por la febril pasión, surge un ronquido estertoroso que llena su boca de espesa saliva. Las venas y tendones de su cuello parecen a punto de estallar por la tensión a que ella misma los somete mientras sacude angustiosamente su cabeza echada hacia atrás y muerde sus labios en busca de la concreción de algo que ni ella misma sabe que es.
Siente que todo su cuerpo le reclama la entrega de cosas que aun no sabe descifrar; mientras el falo del hombre socava sus entrañas complacientes, hay infinitas manos invisibles e incorpóreas que, metiéndose por entre los intersticios de sus músculos, tironean de ellos como si quisieran separarlos de la osamenta para arrastrarlos por un escabroso sendero hacia la salida obligada de la vagina.
Frenéticamente, acelera el ritmo de su galope y mientras siente el sonoro golpetear de las carnes mojadas, masturbándose, hunde dos dedos en la vulva acompañando al miembro e incrementa su roce brutal. Sus entrañas se estremecen en una serie de contracciones espasmódicas que sacuden convulsas la vagina y un fuerte cosquilleo nace en sus riñones para ir subiendo por la columna vertebral y alojarse en la nuca. Allí estalla en una sensación embriagadora de bienestar y felicidad, rompiendo los diques de una avasallante corriente de cálidos humores que atravesando la inútil valla que la verga y sus dedos le oponen, escurre hemorrágicamente por sus muslos.
Lejos de caer en el clásico sopor en que lo hacía habitualmente su madre, aun meneando su pelvis para facilitar la penetración, se inclina sobre el pecho masculino y buscando la boca del hombre le suplica que la siga poseyendo, haciendo con ella cuanto desee. A pesar de lo ingrato de la superficie metálica, el hombre se da maña para desasirse de Sofía, colocándola de rodillas y poseerla desde atrás. Con los senos aplastados sobre la dura superficie, se toma de las asas y elevando la grupa, hamaca las ancas acompasándolas al ritmo del hombre que la sujeta por las caderas y la somete al vaivén enloquecedor de su cuerpo.
El rígido miembro llega hasta lo más hondo y golpetea dolorosamente contra las mucosas del endometrio, elevando las emociones de la jovencita a un grado tal que esta grita, llora y suplica en la exigencia de una penetración mayor, más intensa y veloz.
Entonces, el hombre saca el vigoroso falo del sexo y empapado de sus jugos vaginales, escarbando entre las nalgas presiona el negro agujero del ano y, lentamente, la enorme cabeza va dilatando los fruncidos esfínteres que, misteriosamente para Sofía, ceden complacientes ante la brutal agresión. Centímetro a centímetro, en duro miembro va desgarrando el recto de la joven quien lejos de sentir repulsa ante el dolor, espera ansiosamente la prolongada penetración que, contra sus expectativas, no ha sido insufrible.
Los sollozos sacuden su pecho y las lagrimas que brotan de sus ojos, confluyen hacia los labios abiertos en una espectacular sonrisa de satisfacción. Finalmente comprende alguna de las actitudes de su madre y que el placer va ineludiblemente unido al dolor al punto de convertirse en sinónimos recíprocos. El hombre traquetea unos momentos más en el ano y, cuando finalmente retira el falo para eyacular sobre sus nalgas, ella se revuelve furiosa en la mesa y tal como viera hacerlo a su madre infinidad de veces, tomando al pene lo envuelve con los labios chupándolo con intensidad, sorbiendo golosa para recibir la esperma, degustando por primera vez la agridulce cremosidad del semen.
Olvidándose de quienes son el uno y la otra, la virginal muchachita judía y el poderoso macho pierden toda noción de tiempo y espacio, sumergiéndose en una enloquecedora batalla sexual en la que ninguno de los dos cede un centímetro al otro y así, cuando una finaliza el otro recomienza, aun con mayor ímpetu. Durante tres horas no se dan tregua; el cuerpo de ella como reclamando la exteriorización de algo gestado en su más tierna infancia que ha reprimido sin poderlo concretar y él, no pudiendo dar crédito a la increíble capacidad sexual de esa chiquilina que, está seguro, acaba de desvirgar.
Por la mañana y cuando el sol soslayado derrama sombras largas sobre las calles del barrio, un policía de civil ayuda a la recompuesta Sofía a descender del negro coche policial sin identificación. La joven se yergue en toda su espléndida apostura y atraviesa con soberbia los tres metros escasos que la separan de la puerta de su casa, no sin antes percibir como el acompasado chas-chas de las escobas con que baldean la vereda – pretexto válido para el chisme matinal – se detiene por un instante. Las vecinas cruzan maliciosas miradas de complicidad y luego, como avergonzadas por esa intromisión, bajan la vista reanudando el afanoso restregar de las baldosas.
Una vez en su casa, Sofía se sienta en el comedor diario y como si todo lo ocurrido formara parte de aquel pacto tácito establecido en 1939, recibe la taza de café con leche que le tiende su madre sin un sólo comentario, a pesar de que la noche sin dormir, los golpes y la violencia del sexo duramente practicado durante horas se refleja en la cara macilenta y las profundas ojeras de su hija. Dejando de leer el diario por un instante, Marco la mira fijamente por sobre los anteojos, clava los ojos en los de su mujer expresando su parecer con un carraspeo socarrón, para luego asumir la actitud condescendiente que siempre lo caracterizó y, doblando el diario con indiferencia, se encamina a la peluquería como si nada hubiera sucedido.
Pasados unos días, el ateneo de discusión política, diezmado por las detenciones desaparece y entonces la joven pone el acento de sus preferencias en el estudio, que reanuda casi con frenético y empecinado empeño, en tanto que los sábados se escabulle a las milongas, haciendo alarde de su porte imponente que le otorga más edad de la que realmente tiene. Después de su iniciación sexual, su cuerpo parece haber adquirido un algo especial que acentúa la madurez del cuerpo y de sus gestos.
Aunque día a día se adapta más a los rigores del tango y la milonga, en su cuerpo se manifiesta una ambivalente atracción y repulsión a los hombres y sólo la danza coloca emociones a su piel. Sus piernas, largas, torneadas y hermosas se pliegan complacientes a los dibujos que los bailarines la incitan a compartir y el cuerpo no es ajeno a la sexualidad de sus compañeros, acoplándose dócilmente en cada cópula de tres minutos.
Para cuando egresa del Comercial ya tiene una justificada fama en los bailongos que trasciende el barrio y reputados bailarines se disputan el favor de su preferencia a la hora de elegir pareja. Ella administra con prudencia y discreción esas elecciones y su indiferencia a los lances amorosos luego de entregarse a la danza con tan incitante fogosidad hacen más codiciable aun el honor de ceñir su cintura.
Ese empecinamiento ciego de los hombres, ese fervor machista de los que no se contentan con desearla como compañera de baile sino que ambicionan poder conquistar a “la colorada” para llevarla a su cama, sumado a la experiencia compartida con su madre y a la sufrida en carne propia, hacen de ese sentimiento vindicativo un afán por aprovecharse de sus debilidades, lo que la conduce a tomar ciertas determinaciones que le permitirán vivir a sus expensas y al mismo tiempo, aunque sin proponérselo, encontrar su destino más feliz.
Cumplidos sus dieciocho años y con el bagaje de su cultura intelectual y sexual, modifica su forma de vestir y de la mano de fervorosos pretendientes que acceden a sus menores deseos con la promesa de su cuerpo - al que les permite acceder superficialmente incrementando su fervor -, se dedica a frecuentar lugares nocturnos no apropiados para mujeres decentes. En ellos, conoce y se hace amiga de los discretos barmen de prestigiosas barras y traba estrecha relación con las más eficientes alternadoras o coperas, aprendiendo de ellas los más recónditos secretos de la seducción y su posterior resultado económico.
Tres años después y con su caparazón aun más endurecido, la mayoría de edad le permite trasladar esa vasta experiencia como “observadora”, su imponente belleza, su fina apostura y sobre todo, su fama de eximia bailarina - tan dispuesta y hábil para la danza como arisca para el sexo -,a la sofisticada boite Gong, en la céntrica esquina de Córdoba y Florida. Allí encara una nueva etapa, más elegante y distendida pero necesariamente más costosa.
La exigencia de nuevos peinados, maquillajes, perfumes y por sobre todo la excelencia y variedad del vestuario, la obligan a ser más complaciente con los parroquianos a los que ya debe comenzar a considerar como clientes, puesto que su atención le exige algo más que un baile. Sin embargo, se mantiene en sus trece y no entrega su cuerpo a tontas y a locas. Con fría determinación, se convierte en una exquisita hetaira que parece cargar sobre sí toda la sabiduría sexual del mundo, condensada en ese magnífico cuerpo y los pocos elegidos - ocasionales amantes - quedan deslumbrados por su apasionada entrega sin ambages a las más locas y desenfrenadas locuras que ella misma sugiere.
Su lujuria y fogosidad los enloquece. Al momento de corresponderle, no dudan en hacerlo con tanta generosidad como ella y sus mimosos pedidos son contentados con premura. La única condición de Sofía a esos hombres poderosos es la discreción mutua; ninguno difundirá detalles económicos o sexuales de la relación. Nadie sabe como es y que cosas hace en la cama la polaca, ni siquiera si las imaginadas o fantaseadas son posibles. Ese hecho, aparentemente tan trivial, es el que aumenta y multiplica la aureola de misterio que la envuelve, tanto especulando sobre quienes son sus verdaderos amantes como su riqueza personal o sus reales habilidades sexuales.
En no mucho tiempo abandona la casa de sus padres, se traslada a un departamento céntrico y su vestuario crece en espectacularidad, tanta como la de su melena, larga y ondulada que peina con soltura, lejos de los rebuscados arreglos de la época y que pronto le vale el definitivo mote de La Colorada, su marca registrada. Enterrada su condición étnico-religiosa con el simple trámite de cambiar en sus nuevos documentos la Y griega del apellido materno por una I latina que lo convierte en católico, exagera el uso del itálico Vianini de su padre que le cae bien al snobismo porteño. Con el apoyo de sus cuatro idiomas y su bien decir, rápidamente se acomoda como invitada en las mesas más distinguidas, donde es alegremente recibida por las esposas de sus clientes, ignorantes de que la simpática y alegre compañera de juerga es mantenida por los aportes de sus maridos.
Popular pero distante, se hace respetar tanto en la pista de baile como en la cama. Fiel a sus planes, selecciona con calculada puntillosidad a sus protectores, evitando con su discreción causarles dolores de cabeza y reduce ese círculo a un grupo minúsculo de quienes pueden gozar de sus favores en forma casi exclusiva y permanente. Conseguido el prestigio y el dinero que ambicionaba, pone sus ojos en el más exclusivo cabaret de Buenos Aires y en no mucho tiempo, el Chantecler ve circular entre sus mesas a la elegante y deseable polaca.
Aquí el ambiente y la clientela son distintos. Por su proximidad con el teatro Maipo y otras salas teatrales de la calle Corrientes, los habitué son un amasijo de actores - cómicos en su mayoría -, vedettes, autores, empresarios, músicos y cantantes, junto a deportistas famosos - por lo general, futbolistas y boxeadores -, actores de cine, locutores y animadores de radio y, de vez en cuando, algún empresario. Es por esa razón que, a partir de la medianoche se respira un aire festivo muy próximo a la inconsciente alegría del carnaval; todos se conocen y hay entre las mesas una constante rotación de comensales que comparten chismes, novedades del ambiente o se gestan contratos para la nueva temporada. En medio de ese clima, fecundo en genio y creatividad con una buena dosis de nostálgica bohemia, es dónde Sofía consigue descollar.
La belleza impresionante de “la colorada” hace que directores o empresarios teatrales y cinematográficos la atosiguen con ofertas y promesas de estrellato pero ella se mantiene indiferente a esos ofrecimientos que prometen ser tan efímeros como su vehemencia y sólo se dedica a prodigar ante los encandilados parroquianos su hermosa figura, espectacularmente destacada por los quiebres, las corridas, los cortes y ochos de la sensualidad tanguera.
Al compás cadencioso de orquestas famosas, su grupa portentosa alucina hipnóticamente los ojos de los contertulios mientras sus largas y torneadas piernas dibujan las modulaciones seductoras de alguna variación con precisión filigranesca. Como una reencarnación de la mitológica Mireya, se da el gusto de enloquecer a los propios autores de los tangos que baila y que, cautivados como niños, pergeñan sobre las mesas inflamados textos en su honor que acompañarán las melodías de nuevas composiciones.
En tanto que la fama de “la colorada” va creciendo, los padres de Sofía ven con agrado, sin bien por distintos motivos, el crecimiento económico de su hija, aunque el lujoso departamento, el nuevo automóvil y las costosas prendas de su vestuario se deban exclusivamente al virtuosismo con que ella se entrega a sus compañeros de cama.
A pesar de que ahora esté dedicada a las cosas del espíritu pretendiendo ignorar las actividades de su marido pero sin renegar de esos beneficios, Hannah cree y con razón, que Sofía ha sublimado todas sus experiencias sexuales y concretado materialmente lo que ella tuviera que dejar inconcluso. Definitivamente, está exultante porque su hija haya conseguido que hombres ricos y poderosos se humillen ante su belleza soberbia.
En su cincuentena y con el largo cabello totalmente gris, Marco, que ha cerrado la peluquería y devenido en un poderoso Capo de la prostitución, ve con admiración como Sofía alcanza niveles que nunca ninguna de sus mejores pupilas podrá alcanzar y cómo, económicamente, llega fácilmente a lo que a él le costara tanto tiempo.
Pasan los años y la sola presencia de Sofía suscita tal atracción, que los dueños de más moderno night club de la ciudad, el lujosísimo King’s, la convocan para que traslade su gloriosa figura a la avenida Córdoba. La fama de la polaca ha trascendido la nocturnidad porteña; como si fuera una estrella cinematográfica, los fotógrafos de los medios gráficos la persiguen cuando sale de compras, concurre a algún restaurante o simplemente pasea por la ciudad, tejiendo innumerables combinaciones sobre sus supuestos novios o parejas, ninguna de ellas cierta.
Ya no son sus inequívocas virtudes como eximia bailarina de tango, ni las exageradas fantasías que se tejen sobre sus sobresalientes condiciones sexuales las que hacen que el nombre de “la colorada” se pronuncie en ámbitos empresariales, deportivos y hasta políticos. Es su sola presencia la que concita admiración, conmoviendo las fibras sensibles de cualquier hombre. Su pasmosa belleza, la cualidad hipnótica de su mirada ambarina y su cuerpo infartante, la hacen tanto o más deseable que la voluptuosa gran estrella erótica del cine nacional cuyas películas están prohibidas; en cambio, la palpable presencia cotidiana de Sofía en un sitio exclusivo pero público, alienta la esperanza remotísima de acercarse a ella.
Sabedora de eso, Sofía demanda lo que ninguna alternadora ha hecho; no se conforma con una simple comisión sobre las copas consumidas sino que, consciente de que su sola presencia es capaz de modificar sustancialmente la calidad y cantidad de los comensales, y consiguientemente mejorar los beneficios del club, exige ser partícipe de toda la facturación y, además de tener libertad en el horario, sólo alternará con los clientes que ella elija.
Cuando el arreglo se concreta, la noticia recorre como un reguero de pólvora el submundo de la noche porteña. Súbitamente, la lánguida atmósfera del club, con sus elegantes mesas redondas, la fría limpieza Art-Decó de su iluminación y la acaracolada escalera de balaustradas cromadas, se ve invadida por una multitud de impecables caballeros, ansiosos por poder aspirar a compartir su mesa, excepcionalmente estrechar su cintura al compás de un tango y, como sueño absoluto, terminar la noche en su cama.
Años en la noche, la hacen conocedora de la mentalidad masculina y, viviendo cerca del club, espera en su departamento la llamada telefónica del barman informándole sobre la conformación de la concurrencia y entonces sí, hace su entrada triunfal, obligando a que todas las miradas se eleven hacia la puerta para contemplar admirativamente el desplazamiento ondulante y sinuoso de su cuerpo espléndido, normalmente enfundado en vestidos que han sido diseñados para destacar la abundancia y morbidez de sus dones físicos.
Como moscardones o perros alzados, sin distinción de edad o condición social, aristócratas, industriales, artistas, políticos o estudiantes, pujan duramente por conseguir el favor de su sonrisa o, con extraordinaria fortuna, sentarse a su mesa. Sedosa, cálida y perfumada como la noche porteña, posee un algo especial en la manera de inclinar la cabeza y mirar de soslayo entre las negras pestañas.
Un tono bajo y brumoso en su voz levemente ronca, hace evidente ese dejo especial en la pronunciación, ese acento indescifrable de suaves cadencias eslavas que parece hacer más profunda su indiferencia a los halagos sumisos de los hombres. Como si fuera una reina, sola en su mesa y mirando hacía un horizonte ilimitado que parece extenderse por sobre las cabezas de los parroquianos, acepta, ocasional y condescendientemente, las tímidas y corteses invitaciones al baile de los trémulos caballeros que, una vez en la pista, le susurrarán ardientes y locas promesas al oído.
Ahora que ya no depende del ficticio apoyo de la peluquería y en vista de los cambios sociales y políticos, Marco ha vuelto a Europa con el pretexto de veranear en Niza durante el invierno argentino. En realidad, toma a Florencia como centro de sus actividades para volver a recorrer el camino tantas veces transitado pero, como ya el pretexto del inmigrante enriquecido no funciona, utiliza sus antiguos contactos mafiosos para contratar a experimentadas meretrices que estén dispuestas a viajar a la Argentina y unirse al novísimo servicio de acompañantes VIP para grandes hoteles en que está convirtiendo al viejo y eficiente sistema de quilombos.
Es durante uno de esos viajes que vuelve a visitar Tichy y de allí, en un repentino ataque de ternura, trae para Hannah una gran foto a color de la bellísima villa junto al lago, mudo testigo privilegiado del amor de su mujer y Christina que, extraordinariamente bien conservada, se muestra en todo su esplendor. Lujosamente enmarcada, la agradecida Hannah la instala junto a su cama para observarla día tras día y noche tras noche hasta el último aliento de su vida.
A pesar de la espectacularidad de su vida nocturna y aunque por distintos motivos, predestinada al igual que su madre a vivir en una perenne dualidad pero con márgenes menos difusos, Sofía separa con precisión cronométrica su irrealidad nocturna del crudo realismo cotidiano.
Nadie que no sepa quien es, puede imaginar que detrás de la sencilla imagen de esa joven sin rastros de maquillaje, con el cabello recogido en un recatado rodete, vestida sobriamente con holgados vestidos de algodón y calzando mocasines, se esconde la hembra salvaje que afecta diariamente la cordura de los hombres con la exquisitez de su belleza, la magia de sus ojos ambarinos y el denodado entusiasmo con que se dedica a la más afanosa práctica del sexo.
Como una aplicada ama de casa, se dedica personalmente a realizar las compras más elementales, concurre a almacenes, verdulerías, panaderías y hasta se detiene a discutir la dudosa frescura de un pescado o el peso exacto de un pollo; por las tardecitas, especialmente en invierno, le gusta regresar al barrio para reunirse en la tibieza de la cocina de su madre a tomar mate con bizcochitos de grasa y enzarzarse en esas largas conversaciones intrascendentes sin más propósito que hablar a las que son tan afectas las mujeres pero que les ayudan a pasar el tiempo y creer que están haciendo algo.
Aunque su belleza no está en peligro ni mucho menos agostada, Sofía cree que ya va siendo tiempo que concrete aquello por lo que ha sacrificado su vida íntima y que, a expensas de un solo hombre, sustente su futuro sin necesidad de entregarse sexualmente nunca más. Se fija a sí misma un plazo máximo de tres años para convertir los bienes transitorios que ahora posee en sólidas cuentas bancarias e inversiones inmobiliarias, para lo cual decide intensificar la presión sobre sus amantes y consolidar la precariedad de algunas promesas. Comprueba que, en tanto se muestra más esquiva, mayor es la afluencia de pretendientes que la rodean con la misma expectativa de tocar la luna y ella los aprecia altivamente desde la altura de quien ha conseguido un objetivo heroico, solazándose con el infortunio de los desfavorecidos que, sin embargo, le han rendido el tributo de su fortuna.
Si para la joven francesa protagonista de los versos del tango “Madame Ivonne”, la Cruz del Sur fue como un sino, demostrando que la predestinación excede los límites geográficos y, también dice por ahí, “llegó un argentino que a la francesita hizo suspirar”, para Sofía, una noche de copa fácil en la que la nostalgia influía en su animo, al pasear la vista por esa innominable multitud de rostros sin identidad, surge uno que, de pronto y con la intensidad de un relámpago la pone en vilo, la cautiva, y una oleada de algo que luego definiría como amor la recorre por primera vez estallando en su cabeza mientras el corazón desbocado, parece querer salírsele del pecho. Hubo hombres que, excepcionalmente, la conmovieran desde el punto de vista de sus necesidades físicas y exigencias sexuales, pero jamás nadie había conseguido invadir así sus sentimientos; sabe, intuye y tiene la certeza que es el amor y eso la llena de inquietud.
Temblando de ansiedad, su mirada recorre ansiosa los rostros anónimos, temiendo haberlo perdido y cuando lo halla, busca y sostiene su mirada con humilde sumisión mientras sus labios musitan una silenciosa invitación.
Desde el mismo instante en que él la ciñe entre sus brazos, todos los años dedicados a elaborar su imagen, sus sentimientos de vindicta hacia los hombres y su afanosa compulsión a explotarlos económicamente, se desvanecen. La Colorada vuelve tener quince años, siente cosas que secretamente siempre ha querido sentir y no se lo ha permitido y ahora se derrama toda ella en el más puro amor a un hombre. Su cuerpo se estrecha ávidamente contra el de Rodrigo de tal forma que parece querer fundirse en él, tal como viera en su niñez que su madre hiciera con Hassler.
No bailan mucho; no hace falta. ¿Para qué? Esa noche la polaca, compendio de sabiduría sexual, se rinde a un hombre por primera vez en su vida. Aquella primitiva sensación de triunfo, de revancha femenina que le producía el ver a un hombre desplomarse rendido como una bestia exhausta después del duro tributo a su belleza, se transforma en la entrega total al único hombre que la hace estremecer de dicha.
Una alegría inexplicable, infantil, invade hasta su ultima fibra y extraña, inédita e irremediablemente, vibra como una cuerda pulsada por un músico prodigioso mientras siente que, como si la desflorara, el cuerpo de él va penetrando en el suyo, absorbiéndola hasta formar, unidos, una sólida y rotunda expresión de vida. Esa noche, que es única para los dos, transforma sus vidas, convirtiéndolos en una sola entidad, una sola mente, un solo amor y un único sexo.
Repentinamente, Sofía desaparece de la noche porteña y ya no vuelve a vivir en el lujoso departamento de Barrio Norte, mudándose con él a un petit-hotel de la calle Paraguay que hasta poco antes ocupara su familia. Promediando la treintena, Rodrigo luce sobre su cuerpo espigado y elegante de polista, una cabeza leonina de cabello casi rubio enmarcando su rostro atezado, de facciones regulares y bellos ojos azules. Su apellido ilustre da nombre a calles, parques y museos, ocupa páginas enteras en los libros de la nacionalidad y sus antecesores ilustran manuales escolares de historia.
Sin embargo, y como suele suceder generalmente en la burguesía argentina, el árbol se divide en dos ramas claramente distinguibles; una que guarda el lustre del blasón, la pureza de la sangre y el honor patriótico, en tanto que la otra solamente porta el apellido para dar sustento a los increíbles negocios que desde tiempos de la independencia no cesa de incrementar. El pertenece a los que, sin ser considerados desvalidos, poseen los suficientes bienes como para no avergonzar a los que realmente tienen el poder y el dinero.
Recibido de abogado a los veintitrés años, la portación de apellido y un empujoncito de dinero lo colocaron como socio de un prestigioso estudio y heredero, entre otros bienes, de esa casona de Palermo que está remodelando al momento de conocer a Sofía.
Lejana al cholulismo mediático e ignorante de su vida anterior y de las circunstancias en que conociera a Rodrigo, la familia la acoge con beneplácito y admirada de su belleza y cultura, la invita a pasar unos días en la estancia de Tandil. Agradecida por el cálido recibimiento e incapaz de ocultar ladinamente detalles de su vida a la familia de su amado, cuando se sorprenden entre la discordancia de su apellido italiano y su extraño acento eslavo, no vacila en confesarles con orgullo que es polaca y más precisamente judía. Drásticamente, el sincero afecto despertado en los padres de Rodrigo, se transforma en una educada y formal cortesía y dos días después, pretextando una olvidada reunión de negocios, el padre acelera la vuelta de todos a Buenos Aires.
Los dos pretenden ignorar la situación, dedicándose a acelerar la decoración del nuevo hogar pero flota en el aire tal sensación de incomodidad y tensión, que Rodrigo decide superarla tomando el toro por las astas; arregla sus asuntos pendientes en el estudio y luego parten para una prolongada estadía en Río de Janeiro.
Esa luna de miel sin casamiento se extiende por más de tres meses en los que, como dos adolescentes, gozan de las delicias que les brinda la ciudad carioca; playas, clubes, yates, bailes y el inefable carnaval. Largas noches de diversión y cortos días de playa están matizados por extensas, maratónicas, jornadas de amor y sexo. Sofía no ha ocultado a Rodrigo que las verdaderas razones de su fama son las extraordinarias virtudes sexuales que fluyen naturalmente en ella, ni que gracias a su denodado esfuerzo por ejercitarlas – nunca a disgusto – ha obtenido los bienes que posee. Y es durante una de esas sesiones que Sofía le confiesa, con una mezcla de alegría y temor, su embarazo.
Por fortuna, es tanto el alborozado júbilo de Rodrigo, que este decide el inmediato regreso a Buenos Aires para que médicos de su confianza la atiendan e iniciar los trámites para el casamiento. La enorme casa, ya terminada de remodelar y decorar, se convierte en el sitio ideal para que, desde su sosegada paz, Sofía planifique el casamiento y los detalles necesarios para el advenimiento de la criatura, desde la decoración especial de su cuarto hasta la elección del sanatorio y los médicos apropiados.
Reincorporado al Estudio y tal vez alentado por el giro que ha tomado su vida, Rodrigo impulsa la obtención de empresas clientes e imprime una nueva dinámica al hasta ese momento, recoleto grupo de profesionales. Eso le resulta casi providencial, ya que no tarda en enterarse que su madre, apoderada de los bienes familiares y ante la amenaza que representa para ella su próximo casamiento, ha subdividido campos e industrias en sociedades anónimas fantasmas y no siendo nominales las acciones, él no tendrá participación en ninguna.
Todos sus bienes se reducen a los heredados testamentariamente del abuelo y se limitan a la casona de Palermo, unas cuantas hectáreas en Balcarce y su participación mayoritaria en el Estudio. Casi simultáneamente, Sofía descubre que no ha sido tan cuidadosa con respecto a los suyos y que, tanto el departamento en la Recoleta como el lujoso automóvil importado, nunca han estado verdaderamente a su nombre. De la noche a la mañana queda sin otra posesión que la cuenta en el Banco, su costoso pero ahora inútil vestuario, un par de pieles y sus joyas, ninguna espectacularmente valiosa. No es que hayan quedado en la ruina, pero sus expectativas de futuro se reducen ostensiblemente y pasan a depender exclusivamente del trabajo de Rodrigo en el Estudio.
Por el lado de los Vianini, la noticia del casamiento tiene repercusiones dispares pero se privilegia la felicidad de la hija; siempre distante y calculador, Marco recibe con alivio la noticia de que Sofía ha abandonado la noche dejando de ser una prostituta de alto vuelo, en tanto que especula con los beneficios que podrá aportarle tener un yerno con apellido de esquina palermitana, bien relacionado, con fortuna personal y abogado de prestigio.
Hannah – ya doña Anita -, que siempre ha regocijado su fuero interno por el hecho de que hija explotara con beneficio los más bajos instintos de los hombres, exprimiéndolos como a una naranja, en principio se resiente por el hecho indubitable de que Sofía se haya rendido incondicionalmente al embrujo de un hombre que, además, no es judío. Sin embargo, como toda mujer práctica, le queda el consuelo de saber que su hija, casi a la misma edad en que ella lo hiciera con Christina, ha descubierto el amor y que su futuro nieto, hagan lo que hagan y digan lo que digan, será cincuenta por ciento judío.
TRES
CRISTINA
¿Por qué, invariablemente, sin importar época, latitud o estación, los autores de todos los tiempos sitúan la escena de un entierro en un día gris, lluviosamente triste y sin matices? Nunca la alegría del sol ni el canto de los pájaros acompañan a quienes despiden al difunto. En mi caso en particular, el clima no defraudó a quienes esperaban la primera opción. Bajo una fina llovizna y por el engravillado camino de la vieja casona colonial de mi abuela Florencia en San Isidro, los neumáticos del coche fúnebre que transportaba el cuerpo de mi padre dejaban oír ese ruido particular a charquito roto mientras aplastaban la hojarasca que cubría el sendero. Por alguna razón particular que en ese momento no acertaba a comprender pero después supe que era por mi cincuenta por ciento judío, no me estaba permitido acompañar sus restos hasta el panteón familiar de la Recoleta y, con los ojos hinchados de tanto llorar, me cobijaba bajo el maternal abrazo de la abuela Anita.
La orgullosa portación del apellido, ilustre para muchos, aristocrático para otros, oligárquico y clasista para algunos, sumado al hecho de ser socio del Estudio jurídico más importante dedicado exclusivamente a representar a grandes empresas, le había servido a mi padre para convertirse en blanco, sin otra razón ni excusa, de las balas siniestras de la subversión terrorista.
Ahora iba a hacer compañía a sus antepasados que, por una causa u otra, también habían ganado su sitio en el panteón merced al plomo de la antinomia. El lóbrego edificio – según supe más tarde - atiborrado de estatuas, bustos y plaquetas alusivas al heroísmo y probidad de sus ocupantes, acogió magnánimamente al humilde abogado que nunca pretendió ser un mártir y a los circunstanciales, vacíos y efímeros discursos sobre las virtudes ciudadanas e históricas que sellarían definitivamente su memoria.
A mis trece años, demasiado chica para mujer y ya grande como niña, no tenía demasiada conciencia de que, junto con mi padre, desaparecerían definitivamente los tiempos de felicidad y bonanza y que, sin su sostén protector, la vida se encargaría de hacerme protagonista de realidades insospechadamente crueles con el sino de la predestinación.
A la muerte de Rodrigo, se sucedieron circunstancias que por un tiempo parecieron caóticas, hasta que Sofía logró encarrilarlas. A causa de que su matrimonio fuera considerado espurio por la familia, sin romper definitivamente, Rodrigo se había alejado de ella y su madre Florencia se acordaba de la nieta bastarda en las dos o tres ocasiones anuales en que normalmente los abuelos deben hacerlo. Esos obligados regalos, opulentos y soberbiamente inútiles no eran del agrado de la nieta y, arrumbados por la cortesía a rincones cada vez más oscuros, terminaban misteriosamente por desaparecer.
La verdadera alegría de vivir para Cristina había estado en su padre. Orgullosa de su planta viril, de su buena predisposición para divertirse como si fuera un chico, de la pareja ideal que constituía con su madre, enamorados como dos adolescentes, Cristina no necesitaba de ninguna otra persona para ser la niña más feliz del mundo.
Aunque concurría a un colegio particular que se correspondía con su clase social, no había querido sostener amistad con otras chicas que, sin tanto lustre en el apellido, poseían más dinero del que su padre jamás imaginara e inversamente, la misma carencia de valores familiares y morales. Así, acompañándose en su soledad, los tres constituían una sola unidad de pensamiento; deseaban lo mismo, gozaban con lo mismo y daban de sí lo mismo.
Los días y los años pasados en la chacra de Balcarce, se constituyeron en un hito para la vida de Cristina. Las largas cabalgatas de los tres, siempre juntos y los sabrosos asados nocturnos que terminaban invariablemente en una tenida musical de su padre, eximio guitarrista, con algún peón circunstancial del verano, contentarían a cualquier niña más exigente. Acunada por la belleza y bondad de sus padres, no necesitaba más para gozar de la vida y por eso, la muerte repentina del padre la encontró tan desguarnecida.
Mientras su madre, que demostró no ser tan inútil como aparentaba, se ocupaba de administrar las propiedades y los intereses de Rodrigo en el Estudio, Cristina se encerró más en sí misma y cuando la explosión hormonal la alcanzó, se movía como en un juego de las escondidas; alta desde siempre, alcanzó repentinamente la misma talla de su madre y las repentinas redondeces que brotaban sobre su antes huesuda anatomía, la avergonzaban y le hacían sentirse incomoda en presencia de terceros.
Ensanchándose, sus caderas habían cobrado una dimensión extraordinaria acompañando el bulto pronunciado de las nalgas, que ya le molestaban al sentarse. Pero el verdadero problema fueron los pechos; lenta pero incontenibles, comenzaron a crecer y, despavorida, vio como tomaban el mismo aspecto que los de Sofía, grandes, sólidos y con unos grandes pezones que a ella se le antojaban inocultables. Avergonzada, caminaba encorvada y vivía permanentemente cruzada de brazos, con lo que sólo conseguía que la miraran más.
A pesar de que sus compañeras de estudio pasaban por idénticas circunstancias, evitó intimar con ellas pero no pudo dejar de involucrarse en conversaciones en las que el sexo, un ilustre desconocido para todas, era el tema central. Aunque como espectadora, se sumó a la fantasía general sobre la apariencia y las dimensiones del pene, como besar de lengua, las distintas categorías y variantes del franeleo, la existencia o no del mentado orgasmo, la verdadera función de ese triangulito de carne que las excitaba al tocarlo y todo aquello que su imaginación desbordada les permitía imaginar y dar por cierto, entre lo que se incluía la masturbación. Personalmente y mientras se bañaba, había intentado estimular al clítoris como enseñaban los dichos de sus compañeras, pero las extrañas sensaciones que habían invadido sus riñones y el vientre, la habían asustado y desistió de seguir haciéndolo.
No es que Sofía se hubiera desentendido de los problemas que la adolescencia acarreaba a su hija, pero la venta penosa de la chacra y las caballadas de polo; la administración de su participación en el Estudio, ahora sólo como accionista y el manejo de los capitales que tanto ella como Rodrigo habían invertido en bonos, acciones y moneda extranjera, la mantenían tan ocupada que sólo tenía tiempo para seguir ocasionalmente la evolución de sus estudios y su salud.
Admirada por la reciente transformación de su hija en mujer y recordando su propia confusión ante el desamparo en que la sumió la indiferencia de Hannah, se limitó darle algunos consejos, más higiénicos que sexuales y, conforme con el informe de la ginecóloga sobre su normalidad, dejó que las cosas fluyeran naturalmente.