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La señora Hyde
El comienzo de la nueva semana encontró a mi madre con su habitual vestimenta: sobria, holgada, decente, aburrida. Calculé que había sido por mi culpa, quizá se me había ido un poco la mano (literalmente) y la había asustado. Por impetuoso me había quedado sin mi mayor estímulo visual, justo cuando había terminado las clases e iba a pasar más tiempo en casa. Para colmo, mi padre decidió tomarse un par días de licencia, así que estaría presente todo el día. Digamos que la situación no conjugaba para nada con el estado de obsesión que se había instalado en mi cabeza el fin de semana.
En fin… de a poco me fui acostumbrando a la nada. Al hastío. A perder a la hembra con ostentoso cuerpo, dueña absoluta de todas mis fantasías, para recuperar a mi madre. Pero eso fue hasta el miércoles. Ese día me levanté temprano y fui a la cocina a desayunar como de costumbre. Mi padre ya estaba ahí, terminando su desayuno y aprontándose para volver al trabajo. Mi madre estaba de espaldas contra la mesada preparándole la lonchera con el almuerzo. Al verla me vino a la cabeza aquella imagen que había encendido mi lujuria, la cual busqué nuevamente, pero sólo encontré la de su amplio pantalón deportivo, en el que se marcaba levemente el elástico de una bombacha enorme. Los saludé a ambos y, al mismo tiempo que mi padre se marchaba a su trabajo, decidí postergar mi desayuno y volví resignado a mi cuarto para dormir un rato más.
Me despertó a media mañana el sonido de la aspiradora. Me levanté, me dirigí hacia la sala principal siguiendo el ruido y ahí encontré a mi madre… ¡Qué hija de puta! Estaba subida en una silla, aspirando los estantes superiores de un mueble; y ya no tenía puesto el jogging holgado, ni el calzón inocuo, sino una calza blanca apretada a punto de reventar y una diminuta tanga negra que se transparentaba con forma de minúsculo triangulito bien enterrado en el orto. Completaba su indecente vestimenta de estreno una remera top ajustada de color fucsia. Me quedé como pasmado mirándole el culo mientras intentaba encontrar una explicación para el imprevisto cambio de vestuario. Hasta que al fin me cayó la ficha: el motivo por el cual antes había vuelto a vestirse de manera decente no había sido mi castigo, sino la presencia de mi viejo en la casa. Apenas éste se marchó se me vistió de nuevo como puta.
Todo cerraba: cuando la vi por primera vez mi viejo ya se había marchado a su trabajo, la siguiente vez estaba jugando al tenis y la última se había dormido frente al televisor, hecho que seguramente ella había advertido antes de ayudarme a recoger el pasto vestida para el infarto. Cada vez me convencía más de que lo hacía sólo para calentarme, y vaya si lo lograba.
Cuando advirtió mi presencia me encontró en dicha reflexión, y totalmente hipnotizado mirándole el ojete. Tras un pequeño sobresalto, me dijo sonriente:
—¿Qué hacés ahí parado? me asustaste, parecés un zombi.
Pero ella sabía perfectamente que lo que yo hacía ahí parado era mirarle el culo, y lejos de cubrírselo, lo que hizo fue empinarlo aún más, con la excusa de limpiar el fondo de los estantes medios, para darme un primer plano de ensueño. El resto del día no hizo más que ingeniárselas para que mis ojos no pudieran, ni quisieran, ver otra cosa más que ese marcado y redondo contraste entre el blanco y el negro. Como si me faltara algo para confirmar mi teoría, en la tarde se aseguró de ponerse una blusa larga, que le tapaba la exuberante cola y su provocativa tanguita, justo antes de que volviera mi viejo.
A partir de ese momento su vestuario se volvió obscenamente predecible. Si estaba mi viejo en casa, jogging y calzón grande; si no estaba, calza ajustada y tirita metida en el ojete. Si estaba mi viejo, jean holgado; si no estaba, shortcito mínimo con medio culo al aire. Si estaba mi viejo, vestido suelto y largo; si no estaba, minifalda cortita de colegiala. Yo me divertía imaginando a un ama de casa recatada girando como la Mujer Maravilla para quedar casi en bolas apenas su marido salía por la puerta. Esa dualidad –que parecía salida de la mismísima pluma de Stevenson– me abrumaba por completo. Aquella mujer que, cuando estaba mi viejo, andaba toda tapada, caminaba derecho y me miraba con ternura maternal, en nada se parecía a la que luego andaba mostrando la carne, meneando el orto y mirándome con una carita de puta viciosa que no daba más. Ya no me quedaba ninguna duda de que me estaba pidiendo pija la muy perra.
Y así siguió el resto de la semana. El jueves de mañana yo estudiaba en la sala principal. Ella vestía unos jeans bastante holgados. Luego de despedir a mi padre subió a su habitación y al rato se me apareció con un indecente shortcito de mezclilla que le quedaba reventando y le dejaba la mitad de sus redondos cachetes afuera. Sus piernas se veían torneadas y su abdomen plano, bajo una sexy remera top blanca escotada al punto de casi hacer saltar sus tremendas tetas. Yo no pude despegar mi vista de su cuerpo. Ella parecía disfrutar de mi delicioso sufrimiento.
—Se te van a salir los ojos –me dijo la muy desvergonzada con una sonrisa pícara.
El viernes le tocó el turno a una calcita gris muy corta, tipo cachetero, que hacía ver sus nalgas como dos pelotas infladas al máximo y dejaba sus hermosas piernas totalmente expuestas a mi lujuriosa vista. Eso fue hasta que volvió mi viejo y la encontró de jogging.
Las excusas disfrazadas de comentarios casuales que ponía mi vieja para justificar sus cambios de ropa eran irrisorias: “uff, qué calor que está haciendo”, “uff, qué incomodidad”, “me voy a poner algo más cómodo porque esto me está agobiando”…
Yo no veía la hora de que mi viejo se fuera. Apenas éste cruzaba la puerta se me paraba la pija augurando la inminente transformación de mi vieja. Pero más allá de las soberanas pajas que me metía, no había podido avanzar hasta el punto que yo quería. Yo quería hacerla mi mujer.
El sábado mi padre no trabajaba, pero de todas maneras salió temprano. Su propósito era tratar de finiquitar los trámites de sucesión de una herencia que había recibido de un pariente lejano recientemente fallecido, y del cual él era el único heredero. En esos momentos yo no estaba muy al tanto de los detalles de la herencia, pero sí de la gran oportunidad que tenía de cogerme a mi vieja esa misma mañana. Mi ansiedad era tan grande que me levanté dispuesto a arriesgar todo. Mi madre hizo su parte: apenas se fue mi viejo, transformó su vestido suelto y largo hasta los tobillos en una pollerita cortita que apenas le bajaba la cola. Era tableada y escasísima. Apenas la vi se me puso la pija como un fierro. “¡Es hoy!” pensé… “¡tiene que ser hoy!”.
Aunque esta vez no puso ningún pretexto, el motivo por el que había escogido la brevísima minifalda se hizo evidente cuando se subió a una escalera dispuesta a ordenar la alacena. No había que acercarse demasiado para poder verle todo el orto por debajo de la pollerita. Pero yo quería estar en primera fila, así que me le acerqué con la excusa de ayudarla.
—Te sostengo la escalera, ma.
—Ay, te agradezco bebé — “bebé”, me dijo la yegua.
Mientras ella hacía su trabajo, yo tenía un primer plano de ese orto descomunal, partido en dos por una tanguita celeste: un hilito casi imperceptible que parecía pedir socorro al ser completamente devorado por la raya de ese culote. Mi cara estaría a diez centímetros de ese culo. Éste se veía grande, redondo, perfecto… ufff, casi me voy en seco. Ella sabía perfectamente que yo le estaba mirando el ojete y seguramente se complacía con eso.
—A ver amor, voy a bajar —me dijo en algún momento.
—Si ma, te ayudo —le dije.
Pero ya no pude aguantar más. En lugar de sostenerle la escalera le tome sus nalgas con mis manos. ¡Qué linda sensación!
—¡Ay tarado, me vas a hacer caer! —me dijo mientras sentía como la escalera se tambaleaba.
Casi se cae pero la sostuve apretándola contra mi cuerpo. Entonces ella se dio vuelta y quedamos cara a cara.
—Me estuviste provocando todo el tiempo ¿verdad? —le dije
—¿Qué decís, papito? —me respondió mirándome con cara de puta.
No pasaron ni dos segundos para que me animara a partirle la boca de un beso.
—¿Qué hacés? ¡Soltame! ¿Estás loco? ¡Soy tu madre! —me gritó golpeándome con sus puños en el pecho para alejarme de ella.
Yo no entendía nada, pero ya había jugado todas mis fichas, así que la sujeté fuerte e intenté meterle la lengua hasta la garganta mientras le amasaba el culo y las tetas con ganas, y le hundía el bulto sobresaliente de mi pantalón en su bajo vientre. Ella trataba de esquivar mi arremetida lingual como podía e intentaba librarse empujándome con sus delicadas manos. En algún momento, y tras lanzarme un rodillazo a mis excitadas partes nobles —por suerte no me las agarró de lleno— logró liberarse y corrió hacia la sala principal, en donde logré capturarla.
Allí mismo, dispuesto a castigarla por puta e histérica, me senté en un sillón, la tumbé sobre mi falda con la colita para arriba, le levanté la pollerita hasta la cintura y comencé a reventarle el culo a cachetazos. Ella me pedía que la soltara pero yo le daba cada vez más fuerte, enceguecido. Tan compenetrado estaba nalgueando a mi vieja que no escuché el motor del coche entrando en el jardín. Tampoco escuché cuando mi viejo entró en la casa. Recién advertí su presencia cuando lo vi frente a nosotros con la boca abierta por la sorpresa que le causaba el bizarro dèjá vu. Imagínense: el hombre veía por segunda vez a su esposa vestida como puta y a su hijo dándole duro y parejo a sus exquisitas nalgas.
—¡¿Otra vez?! ¡¿Qué pasa acá?! —dijo en el paroxismo de su perplejidad.
Yo quedé petrificado un instante, el cual mi madre aprovechó para escapar de mí. Visiblemente consternada y sin emitir palabra, se dispuso a subir corriendo las escaleras hacia su cuarto. Yo la perseguí y alcancé a manotear su escueta pollerita, la cual arranqué de un tirón antes de que completara los primeros tres escalones. Entonces pude contemplar nuevamente su desesperada subida con el ojete al aire, con ese casi imperceptible hilito celeste bien metido entre sus nalgas bamboleantes. Luego miré a mi viejo, le mostré la breve prenda que yacía en mi mano y le dije con fingida sobriedad:
—La tuve que castigar de nuevo viejo: mirá la pollerita que se puso… esta es una casa decente —y lo miré como buscando un gesto de aprobación.
—Ahhh, ja ja ja, pero al final sos más celoso que yo. ¡Qué cuida que me saliste! —me respondió mi viejo burlándose de mi actitud vigilante.
A esa altura yo ya había confirmado dos cosas: que mi madre era una puta histérica, y que mi viejo era el más boludo de todos los boludos.
Al rato la putona bajó las escaleras como si no hubiese ocurrido nada, en modo ama de casa decente. Y tal como había ocurrido la vez anterior, no se hizo referencia al tema. Como si fuera propio de una familia normal que el hijo le reviente el orto a la madre a palmadas. Como si fuese natural que la —hasta ese entonces— pudibunda madre busque calentar a su hijo por los medios más soeces, esperando a quedar a solas con él para ponerse una minifalda que no llega a cubrirle la totalidad de las nalgas. Como si fuera de lo más común que el hijo intente poco menos que violarla y luego, en frente del padre —el cual responde a las risas como si todo se tratara de un juego—, le arranque la faldita mientras ella corre escaleras arriba meneando su culazo, entangada como para levantar a un muerto.
En lo que a mí concierne, el resto del fin de semana y el comienzo de la nueva me vieron perder la cuenta de la cantidad de pajas que me hice pensando en ella. No podía sacármela de la cabeza. Que fuera tan buscona y esquiva me calentaba todavía más.
Esos días no fueron nada productivos para mí en los estudios. No lograba concentrarme. No podía pensar en nada sin que se me atravesaran en mi mente las nalgas de mi vieja. Recordaba las palmas de mis manos enrojecidas a causa de las fuertes nalgadas que le había metido y me preguntaba cómo podía ser que tuviera el culo tan duro y tan parado a su edad, cuando ni siquiera se la veía hacer ejercicio. Mis palmas aún continuaban enrojecidas, pero por las terribles pajas que me metía en su homenaje.
Las llamadas perdidas de mi novia se acumulaban en mi teléfono. Yo trataba de evitarla por todos los medios. Mi madre era la única hembra que existía y no había lugar en mi vida para ninguna otra. Piensen en lo terrible que puede ser para un chico que su madre esté diez veces más buena que su novia y sea cien veces más puta.
Como era previsible, decidí no presentarme para rendir los exámenes, es que en ese momento tampoco había lugar en mi vida para otra cosa que no fuera homenajear el cuerpo de mi progenitora, una y otra vez.
Como forma de compensar mi falta —esto fue lo que creí yo en un primer momento—, mi vieja me impuso la rutinaria tarea de lavar la ropa. La cosa era sencilla: sólo debía recoger la ropa sucia del baño, meterla en el lavarropas, poner un poco de jabón y encender el aparato. Fácil. Sin embargo, yo le había agregado un paso intermedio: cuando entraba al baño, primero buscaba en el cesto de la ropa sucia la braguita que mi vieja se había quitado recientemente. Entonces me la restregaba por la cara para sentir su delicioso olorcito a concha, que había descubierto que me ponía a mil. Finalmente, me envolvía la pija con la prenda y me pajeaba hasta que me salía la leche a borbollones. Como comprenderán, esto le agregaba complejidad al procedimiento, pero también infinito placer.
Además, como parte del castigo, debía colaborar en el tendido, destendido y doblado de la ropa lavada. De esta manera, me di cuenta de que lo que en realidad buscaba la perra era asegurarse de que yo estuviera todo el tiempo en contacto con sus tangas, las cuales se habían multiplicado en la última semana cambiando la estética del tendedero en forma radical. Ya casi no se veían calzones colgados en las cuerdas, como se habían visto toda la vida, ahora era pura tanga, cada una más pequeña que la otra. Esto me confirmaba que, aunque ella se mostrara con mirada seria e indumentaria decente en esos días, la Sra. Hyde definitivamente había ganado la batalla dentro de su cerebro. A mi padre no parecía llamarle la atención este hecho inusual, pero, como verán, él tenía la cabeza en otra cosa.
El miércoles mi viejo llegó a casa con la sorpresa de que por fin se había hecho efectiva la ya mentada sucesión. Mi madre celebró con júbilo la buena noticia y ambos se dieron un fuerte abrazo. Yo pregunté por los detalles creyendo que se trataba de algo menor, pero para mi sorpresa resultó que el legado era millonario en inmuebles, terrenos y dinero en efectivo. Éramos ricos. Nunca había visto tan feliz a mi viejo. Éste, con visible entusiasmo, nos propuso conocer a la brevedad una de nuestras flamantes propiedades: la casa de la playa, la que al parecer ya teníamos disponible y pronta para estrenar. Con mucha minuciosidad procedió a describirnos sus amplias instalaciones, la gran piscina y demás comodidades. Él quería que los tres pasáramos allí el fin de semana para estrenar, de esta manera, nuestra condición de nuevos ricos. Mi madre mostraba una alegría algo más mesurada que la de mi viejo.
—Tengo que comprarme algunos trajes de baño —comentó.
—Mañana podés dedicarte a eso, ¡el viernes por la tarde partimos! —respondió mi padre a los gritos, totalmente eufórico.
Por esa época el calor ya se hacía sentir, así que no me desagradó la idea, pero la verdad es que me interesaba mucho menos la novel casa, las demás propiedades, la playa, la piscina, el dinero y nuestro nuevo estatus, que ver a mi vieja en traje de baño.
Al día siguiente la perra volvió a sus andadas: me pidió que la acompañara al centro comercial a hacer las mencionadas compras, argumentando que necesitaba un asesor que le sugiriera y evaluara los distintos modelos. Por supuesto que accedí y ambos partimos de shopping. Una vez en la tienda especializada en el tema, y luego de un largo y fastidioso proceso de selección, mi madre entró al probador con una buena variedad de trajes de baño. Luego de unos minutos asomó su cabeza a través de la cortina y me llamó para mostrarme como le quedaba el primero.
—¿Qué te parece, te gusta? —me dijo, quizá no del todo convencida de si era la elección correcta.
Se trataba de una malla entera de color azul marino. Le quedaba preciosa —era difícil que algo no le quedara bien con la figura que tenía—, y aunque no era tan reveladora como yo esperaba, se me paró la pija enseguida. Le dije que me gustaba, pero que quería ver cómo le quedaba el resto. Entonces comenzó a probarse los distintos bikinis en orden inverso a la cantidad de tela con los que estaban confeccionados. Cada vez que me llamaba tenía menos tela y más carne a la vista. A la tercera o cuarta probada ya andaba prácticamente con las tetas y el culo al aire. Los breves desfiles que me ofrecía se iban poniendo cada vez más calientes. Su ya clásica carita de puta iba en aumento, al igual que el meneo de ese orto divino que cargaba con orgullo. Si se seguía probando iba a acabar en mis pantalones. Ella se dio cuenta de esto y me lo hizo saber a su manera:
—Bueno, ya está, no me pruebo más porque te va a hacer mal —qué puta.
Al final, atendiendo a la dualidad que la caracterizaba en esos días, decidió llevarse la malla entera, lo más recatado de todo lo que se había probado, y lo más atrevido: un bikini rojo, que abajo era sólo una tirita que se le desaparecía en el orto y arriba apenas si le tapaba los pezones. Volvió a casa con una sonrisa de oreja a oreja, contenta con sus compras, y yo empalmado hasta la manija, como de costumbre.
Ya en casa, ella estaba es su habitación admirando sus compras cuando entré buscando conversación, o quizá alguna otra cosa. Le pregunté por qué había elegido modelos tan opuestos en cuanto a su osadía. Ella me dijo que hacía tiempo que quería probar con un bikini atrevido, pero que también había comprado la malla entera por si no se animaba a usarlo. Yo le dije que no tenía porqué sentir vergüenza de usar el bikini pues tenía un cuerpo increíble que merecía ser exhibido en su plenitud. Ella me agradeció con una caricia.
—¡Qué dulce! ¿En serio pensás eso? ¿Tan buen cuerpo creés que tengo?
—Sí mamá, cualquier pendeja de dieciocho te lo envidiaría, estás divina —le dije mientras pensaba “como te garcho toda, yegua”.
—¡Gracias mi amor! —me dijo con cierta dosis de ternura —en realidad la malla azul la compré para tu padre, la otra es para vos —me dijo con mucha dosis de puta.
Entonces me miró a los ojos e inmediatamente supe que el momento tan ansiado por fin había llegado. Allí mismo, nuestros cuerpos se atrajeron como magnetizados. Nuestras bocas se buscaron, se encontraron, y nuestras lenguas se enredaron en la lujuriosa danza de un beso interminable. Después de casi arrancarnos nuestra ropa con agitada premura, arrojé a mi vieja boca arriba sobre la cama y por primera vez pude verle la concha en todo su esplendor. Ésta era hermosa, de labios gruesos, rosados, perfectos. Estaba completamente depilada. Los dos quedamos de boca abierta: yo admirándole esa tremenda concha que tenía y ella con sus ojos clavados en mi verga enorme y dura como hierro, con semanas de calentura acumulada. Ella se acarició suavemente la vulva y me dijo:
—¿Te gusta bebé? Por acá saliste ¿Querés volver a entrar?
Y volví. Me tiré de cabeza y me zambullí entre sus piernas para darle una chupada de concha digna del trabajo de un maestro de pala. Sus labios vaginales, hinchados y jugosos por la excitación del momento, estaban realmente exquisitos. También volví a mamar de sus ubres como lo había hecho casi veinte años atrás. ¡Qué deleite!
Luego ella me devolvió la gentileza. Mientras me miraba con esos ojitos de puta reventada que tanto me excitaban, procedió a comerme la pija con ardiente desesperación. Su lengua alternaba entre recorrer la considerable longitud de mi excitadísimo miembro y devorar su gorda cabeza, saboreándola con la cadencia y la precisión propia de una experta. Luego se lo engulló entero hasta lo más profundo de su garganta. ¡Cómo me devoró la verga la putita! Yo le agarraba fuerte la cabeza con mis manos y se la empalaba en mi pijota una y otra vez. ¡Qué chupada de pija, por Dios!
Después la penetré salvajemente. En ese choque frontal, ella mantenía sus piernas bien abiertas y levantadas, apuntando hacia arriba y un poco hacía atrás; y yo sobre ella, propinándole una ráfaga de embestidas salvajes que eran como puñaladas de carne furiosa. El mete y saca fue bestial. Ambos aullamos de placer. Recuerdo que le acabé un caudaloso chorro de leche en las tetas justo cuando escuchamos llegar el auto de mi viejo, que retornaba de su desafío tenístico semanal.
Es cierto que el tipo era un boludo, pero seguro que no al extremo de creer que los terribles pijazos que le estaba dando a su mujer obedecían a alguna especie de castigo, así que su inminente presencia nos obligó a rubricar nuestro sexo con un beso tan apasionado como apresurado, tras el cual mi vieja corrió hacia baño y yo hacia mi habitación, en donde me quedé reflexionando acerca de lo que había ocurrido.
Allí mismo, esperé que la culpa arribara hasta mí a puro galope bagual, pero ésta no apareció. Sabía que acababa de violentar los límites más sagrados y no me importaba. Había consumado el acto sexual con mi propia madre y tal profanación no había generado en mi consciencia un ápice de remordimiento. Al contrario, el sólo imaginar lo que nos podía deparar ese fin de semana en la casa de la playa hizo que se me dibujara una sonrisa en el rostro y se me parara la pija de nuevo. Después de todo, todavía me faltaba romperle ese pedazo de orto que tenía, esa cosota redonda que se había vuelto mi mayor obsesión.
Rato después pude ver cómo la monumental hembra le regalaba a mi padre un desfile para mostrarle lo que había comprado. Luciendo la malla entera, por supuesto.
CONTINUARÁ...
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