GUADA DEBUTA
A los catorce años, Guadalupe no era una chica muy desarrollada intelectualmente y no porque fuese muy distinta a sus amigas o compañeras de colegio. En general, todas pensaban que las materias que tenían que estudiar eran una pérdida de tiempo porque la tecnología pondría todo eso a su alcance cuando tuvieran edad como para necesitar esos conocimientos.
Tampoco le prestaban atención a las cosas cotidianas y sus conversaciones giraban alrededor del chusmerío televisivo y las supuestas relaciones que sostendrían con muchachos en el futuro, elaborando cada una un mundo erótico sin fundamento y de acuerdo a la poca información que conseguían rescatar en conversaciones de los mayores, cuya interpretación era totalmente antojadiza; en definitiva, vivían en un realidad ficticia que las hacía creerse mayores y actuaban en consecuencia.
Aparte de conocer obligadamente las funciones fisiológicas de su feminidad, a ella la tenían sin cuidado los cotidianos consejos que le daba su madre y, como todas las adolescentes, pensaba que la mujer era una especie de bicho prehistórico que no entendía nada.
Aquel viernes y a la salida del colegio, había ido a cenar a casa de una compañera, ya que sus padres habían viajado a la costa para arreglar detalles de la casa en que vacacionarían.
Terminada la comida y ya pasadas las diez de la noche, el padre de Sofía la llevó hasta su casa y esperó a que su hermano mayor le abriera la puerta antes de retirarse. Como ella esperaba y según una costumbre que llevaba años instalada en la familia, ya se encontraban en el living dos de los amigos de Rubén a quienes conocía desde que tenía ocho años.
Después de la aburrida conversación de los padres de su amiga, la presencia de los muchachos le levantó el ánimo y se sumó alegremente a las conversaciones mientras la música atronaba en el cuarto. En rápida sucesión y mientras su hermano la incitaba a que, sin la presencia de los padres, se animara a tomar una de aquellas cervezas de lata que la enloquecían, fueron llegando otros amigos y pronto, media docena de personas se encontraba instalada en los amplios sillones.
El ser la única chica entre cinco varones no la cohibía en lo absoluto, ya que participaba de esas reuniones de los viernes desde hacía más de tres años pero, y aunque la muchacha no le era del todo simpática, la llegada de Mario con su novia sirvió para que sus nervios terminaran de relajarse. Angie era dos años mayor que ella y, aparte de su aspecto físico, sus maneras desenfadas le provocaban un instintivo rechazo.
Por sus modales, se comportaba con una desenvoltura masculina a la que sumaba un lenguaje procaz que no la distinguía de los varones y su aspecto gótico, con esos maquillajes blancuzcos en los que resaltaban los labios, cejas y uñas pintados de negro, más el pozo de sombra en que se hundían sus ojos claros como los de un lobo, le otorgaba una apariencia vampiresca que, aunque ella sabía era elaborada en un afán de distinguirse del montón, la repelía. No obstante, tenía que reconocer que la muchacha era simpática y tras ese maquillaje, su rostro poseía un alto grado de belleza y, aunque disimulado por la ropa informal, su cuerpo ya desarrollado de mujer era verdaderamente exuberante, especialmente porque no usaba ropa interior y se hacía evidente el libre zangoloteo de los senos aun debajo de las prendas.
Ella no quería desentonar en aquel grupo en el que era la más chica, pero en realidad permanecía recostada laxamente contra el respaldo del sillón, mirando todo como desde afuera, con una sonrisa bobalicona flotando en su rostro, sin saber que su estado era provocado por las dos cervezas que su hermano le hiciera consumir rápidamente y a las que, sin que ella lo supiera pero cumpliendo con el propósito esencial planificado por el grupo para esa noche, cual era iniciarla sexualmente, había añadido una gran cantidad de vodka.
El barullo, las risotadas y el alcohol estaban haciendo su efecto en la chiquilina que no cesaba de admirar alucinada los soberbios pechos de Angie que, bajo la camisa desabotonada, oscilaban a menos de un metro de ella, sintiendo en su estómago una creciente inquietud que no sabía cómo identificar.
Súbitamente, el jolgorio generalizado cedió paso a un calmoso silencio en el que, sin indicaciones manifiestas, los muchachos se juntaron en los otros sillones y Angie se levantó del suyo para sentarse junto a la atontada chiquilina en el sillón más grande.
La incipiente ebriedad no obnubilaba a Guada de tal manera que no se diera cuenta de lo que algo fuera de lo normal estaba sucediendo pero como una especie de anomia la habitaba y dejaba hacer a la muchacha como si de verdad estuviera deseando que aquello ocurriera.
Evidentemente, Angie no deseaba traumatizar a esa chiquilina a quien sabía virgen y acurrucándose a la par, extendió una mano para, con una suavidad y lentitud desesperantes, ir desprendiendo uno a uno los botones de la camisa del uniforme estudiantil. Estupefacta y como paralizada por la emoción, Guada acezaba en cortos jadeos y sus ojos siguieron alucinados a esos dedos que, tras abrir totalmente la prenda, se dirigían a sus pechos todavía en desarrollo para dejar que las yemas de los dedos recorrieran tanteando acariciantes la superficie del sencillo corpiño.
A excepción de ella misma cuando se bañaba, nunca nadie le había acariciado los senos y una profunda angustia se instaló en su pecho mientras los dedos recorrían con ternura la globosa promesa, transmitiéndole un cosquilleo que rápidamente se instaló en su zona lumbar. Faltándole la respiración, su pecho bombeaba ruidosamente el aire de los pulmones, intensificándose hasta el temblor cuando los hábiles dedos de la chica, desprendieron el gancho entre las dos copas y los senos cayeron blandamente sobre su pecho.
Como obsesionada por su aspecto, Angie respiraba reciamente entre los dientes apretados y ahora, no las yemas, sino el filo de las negras uñas, recorrieron las carnes vírgenes del pecho, rascando suavemente contra esas mínimas aureolas y los pezones en maduración.
Físicamente, Guada era todavía un híbrido entre niña y mujer, ya que había alcanzado una altura que superaba el metro con sesenta, pero el cuerpo aun conservaba adiposidades infantiles mezcladas con la contundencia de unos glúteos alzados y sus pechos apuntaban a ser generosos en el futuro. Gozando por esa parálisis que le impedía rechazarla, la lujuriosa muchacha acercó la lengua tremolante contra el pezón mientras el índice y pulgar de la mano se cerraban sobre el del otro seno para efectuarle un delicado y continuo estregar y entonces sí, como si aquello hubiera actuado como un disparador, las manos de Guada atraparon la negra melenita de Angie para empujar la cabeza contra sus pechos mientras daba suelta a un hondo y ronco suspiro de placer.
Su cuerpo tensionado se aflojó y a pesar de no haber recuperado su lucidez, disfrutó cuando la muchacha se dedicó con afanosa vehemencia a chupar, lamer y estrujar sus pechos, introduciéndola a un placer que ni imaginaba existiera. La lengua estimulaba, los labios ceñían y chupaban y luego fueron los menudos dientes los que sumaron su raer a tan exquisitas sensaciones.
Sin cesar en la actividad de la boca, Angie envió sus manos a desprender la corta pollera tableada para hacerla deslizar por las piernas hacia el suelo para después ascender a lo largo de los muslos hasta establecer contacto con la blanca bombacha de la niña. Las yemas expertas, detectaron enseguida la humedad que trascendía el refuerzo en la entrepierna y comprobaron la abultada mata de vello que se escondía debajo- Presionando suavemente, hundieron el acolchado y luego estregaron delicadamente por encima de la tela, obteniendo de la chiquilina una ahogada exclamación entre sorprendida y contenta.
Inmóvil hasta impresionar a los muchachos que la observaban con morbosa perversidad, Guada apretaba sus puñitos contra el tapizado mientras sentía a las manos y boca proporcionarle un gozoso placer al que no deseaba renunciar y, cuando la mano apartó la tela de la bombacha para separar la maraña de su vello púbico y deslizarse superficialmente por sobre la raja hasta tomar contacto con la prieta entrada al ano, se crispó de una manera que la hizo echar la cabeza hacia atrás en firme empuje contra el respaldo.
Con los ojos cerrados y el pecho estremecido en un contenido sollozo que ella misma no sabía si calificar de goce o de miedo, sintió como la joven abandonaba sus pechos y la lengua se alojaba sobre sus labios entreabiertos, con un vibrante movimiento que la hizo penetrar para cosquillear con exacerbante insistencia en las encías mientras los labios se estrechaban contra los suyos en delicados besos apenas esbozados.
Los dedos en la entrepierna escudriñaron cuidadosamente los labios mayores y, detectando el delicado tubito carneo del clítoris hundiéndose entre ellos, lo utilizaron como rampa para acceder al interior del óvalo, sorprendiéndose por la profusión de retorcidos frunces con que los labios menores rodeaban al óvalo. Internándose entre ellos, arribaron al cuenco que estaba preñado de flujo para patinar sobre ellos en la exploración de la uretra y allá, en la parte baja, la apretada entrada a la vagina.
Maleables y ágiles, los labios de la muchacha se movían sobre los suyos en una suerte de mordiscones que no se concretaban pero que al influjo de los vahos que exhalaba la boca, se posaban y retiraban en furtivos besos aumentando la angustia de la niña, en tanto que las táctiles yemas discurrían sobre las crestas carneas acariciantes, apenas rozándolas en un perezoso periplo que comenzaba cuando coronaban tenuemente los alrededores de la entrada a la vagina, escurrían hacia arriba, escarbaban bajo la capucha sobre el puntiagudo clítoris y luego se encaramaban a él para estregarlo en suaves roces circulares, tras los cuales, todo se reiniciaba.
Involuntariamente y casi como en un sueño, los labios de Guada imitaban a los de la chica y los fragantes hálitos de su boca se entremezclaban con los suyos para que esa combinación saturara su olfato de inquietantes aromas mientras su cuerpo, respondiendo al estímulo de la mano, se crispaba en un envaramiento que la llevaba a arquearse como a la búsqueda de algo que no sabía que era pero que necesitaba imprescindiblemente.
Finalmente, la boca se hizo perentoria y encerrando a la suya en un ensamble perfecto, inició una larga serie de succiones que dejaban sin aliento a la niña, mientras su boca se llenaba de una dulce saliva y entonces, los dedos exploratorios detuvieron su marcha para que uno, el largo y delgado dedo mayor, hurgara entre los mojados tejidos y se introdujera lenta, muy lentamente a la vagina.
Guada sabía, estaba segura de su virginidad, pero ignoraba como esta se manifestaría. Con la garganta cerrada y los ojos muy abiertos, esperó el tránsito de ese dedo que a ella se le hacía enorme. Casi desprovisto de uña, como un gusano semi rígido, el dedo avanzó por su interior hasta que algo indefinido para ella detuvo su marcha y, tras un instante de duda, empujó para provocar en la chiquilina un respingo, tal si un tan intenso como fugaz pellizco atacara sus carnes. Un profundo gemido agónico acudió espontáneamente a sus labios y en ese momento sintió como el dedo proseguía su paso hasta que los nudillos chocaron contra el sexo.
Curvándolo apenas, Angie hizo que se aventurara por el interior como si buscara algo que finalmente pareció haber encontrado en la parte anterior y deteniéndose allí, estimulo la zona, haciendo que a su roce un profundo escozor se instalara en su vientre pero, cuando el dedo fue acompañado por otro para iniciar un movimiento de vaivén, desplazándose adentro y afuera a lo largo del canal vaginal, sus caderas los acompañaron en instintivo meneo.
Saliendo de la vagina, los dedos se dedicaron a desparramar el flujo a lo largo de los pliegues hasta detenerse sobre el ahora inflamado clítoris en rápidos roces circulares que parecieron para prepararla para lo que vendría. Aquello placía tanto a la chiquilina, que con sus manos aferraba la nuca de la chica y su boca se había empeñado en una especie de angurrienta masticación en la que ambas se separaban para luego volver a unirse en sonoros chasquidos salivosos.
En lo más álgido de esa batalla de lenguas y labios, los dedos que se movían en el sexo cedieron su lugar a lo que, indudablemente, era una lengua. Tremolante, el órgano se desplazó a lo largo de todo el sexo, desde el clítoris hasta estimular aviesamente los fruncidos pliegues oscuros del ano. Como Guadalupe insinuara un leve movimiento de inquietud, Angie le dijo que se dispusiera a conocer lo que era el sexo en la vida de una mujer, tras lo cual hizo escurrir su boca por el cuello de la muchacha lamiendo y succionando, retrepando las colinas de los pechos para volver a encerrarlos entre ellos al tiempo que les infligía una frenética succión.
A todo esto, ella sentía aunque no veía como Rubén, el novio de la otra muchacha, había separado con sus dedos los labios menores y la lengua trepidaba insistente sobre las anfractuosidades del óvalo, incitando con su punta al agujero de la uretra y más tarde, mientras azotaba al capuchón del clítoris, estregaba entre los dedos las aletas carnosas. Por desconocerlas, a Guada se le hacía imposible comprender todas las sensaciones que le estaban provocando pero eran indescriptiblemente placenteras, llenando sus entrañas y su pecho de revolucionarios movimientos que ponían en marcha oleadas de emociones encontradas en las que el miedo y el dolor se entremezclaban con las de la euforia y el goce más intenso.
El pavor que la había inmovilizado ya no existía ni tampoco el temor a lo que le estaban haciendo, ya que había comprendido que toda mujer tiene un momento crucial en la vida en que se define su futuro y aquel era el suyo; más temprano que tarde tendría que transitar ese camino y cuanto antes lo hiciera sería mucho mejor.
Tanto Angie como Rubén debían de pensar lo mismo y en tanto que la chica se concentraba en raer con los dientes al pezón hartamente macerado, la uñas se clavaban en la carne sin lastimarla pero haciéndole sentir una irritante nerviosidad que le hacía apretar los dientes mientras un chillido contenido escapaba de su boca, en tanto sentía como Rubén parecía querer devorar al clítoris y, al tiempo que lo mortificaba con la lengua contra el interior de los dientes, estos lo mordisqueaban suavemente mientras que tiraban de él como para comprobar su flexibilidad.
Esa combinación de las dos bocas le resultaba maravillosamente placentera y así comenzó a expresarse cuando dos dedos del muchacho se introdujeron a la vagina para iniciar un copulatorio vaivén al tiempo que la mano giraba en semicírculos que abarcaban todo en interior.
Involuntariamente, Guada había ido elevado su cuerpo en una especie de arco que buscaba ahondar el disfrute y entonces Rubén tomó su pierna izquierda y cruzándola encogida por sobre la derecha, hizo que Angie se la sostuviera así para que toda la entrepierna, el sexo y el ano, quedaran expuestos sin obstáculo alguno.
Afirmándole la pierna hasta que su rodilla rozaba los senos, la boca de la chica buscaba la suya en tanto le susurraba que no se resistiera, que se dejara ir y fue en ese momento en que Guada sintió como una forma oval resbalaba sobre las mucosas que el hombre había hecho drenar de la vagina e introduciéndose en su sexo, le provocaba un sufrimiento como jamás sintiera. El grito estridente resonó en el cuarto y todos comprendieron cuanto dolor debía llevar a la chiquilina esa verga que superaba los veinte centímetros de largo.
El falo había llegado a golpear el fondo y al grito inicial siguieron los fuertes ayes lloriqueantes que el movimiento copulatorio le provocaba pero, inexplicablemente para ella, el martirio comenzó a transformarse en un deliciosa sensación de irritante bienestar. Viéndola gozar de tal manera, entre los dos la acomodaron a lo largo del asiento para que Rubén la asiera por los muslos y, apoyándolos contra su pecho, volviera a penetrarla e inclinándose paulatinamente, variaba cada vez un poco más el ángulo de la irrupción que ya la muchacha sentía golpear como si lo estuviera haciendo en el estómago.
A pesar de la lágrimas que aun corrían por su rostro, una felicidad como nunca sintiera la invadía y en su vientre comenzaban a gestarse contracciones y explosiones que parecían excederla hasta que, en un momento dado, un reiterado ahogo comenzó a cerrar su pecho y una sensación como que caía a un abismo sin poderse sostener la invadió: En tanto sollozaba abiertamente sin saber por qué, la percepción de que su cuerpo expulsaba unos líquidos hirvientes la desbordó y en medio de fervientes asentimientos, alcanzó su primer orgasmo.
No supo cuanto tiempo había pasado, pero aun estaba inmersa en un pesado sopor, cuando Mario se acercó a ella para hacerla sentar en el sillón y, acomodándose a su lado, le echó la cabeza hacia atrás para comenzar otro juego de besos y lengüeteos que despertaron rápidamente a la chiquilla. A pesar de que la cópula anterior la hiciera reaccionar, no estaba lo suficientemente libre de los vapores del alcohol y esa nueva cosquilla en sus labios la hizo prorrumpir en esas risas típicas de los ebrios pero teñidas de una jocosidad infantil, como si hubiera olvidado que estaba siendo violada.
En tanto la besaba y jugueteaba sopesando los senos, Mario tomó una de sus manos para conducirla hacia su entrepierna, guiándola para que acariciara su miembro aun tumefacto. Ella había sentido en carne propia la contundencia de la verga de Rubén, pero esta aparentaba ser de menor tamaño y obedeciendo a los dedos del hombre, la envolvió entre los suyos para realizarle algunos apretujones e iniciar un lerdo movimiento de vaivén.
En la medida que sus dedos cobraban habilidad, el miembro crecía y entonces el muchacho le dijo que se lo chupara. Tratando de deshacerse del abrazo, ello se negó enfáticamente a hacer esa porquería pero él entonces la aferró del cabello por la nuca y le preguntó fieramente si quería que se lo hiciera por las malas en tanto le retorcía dolorosamente el cuello. Ahora Guada estaba realmente asustada y se daba cuenta de que lo que había tomado por un juego ya no lo era y que para ella no había vuelta atrás.
Suplicándole que no le hiciera daño, se acomodó arrodillada en el asiento y bajando la cabeza, buscó esa cosa semi rígida que él sostenía entre los dedos. A pesar de haber sentido uno destrozando su canal vaginal, era la primera vez que miraba un miembro masculino y lo que vio no le gustó; ese chorizo gordo tenía una especie de corona de piel arrugada alrededor de una ovalada cabeza roja y su aspecto en general era arrugado y oscuro.
Como Mario la mantenía sujeta por la nuca, con repugnancia pero sin otra salida, hizo que sus labios tomaran contacto y el olor que hirió su olfato la hizo sacudir la cabeza negativamente pero el hombre ya no se limitó a tirarle de los cortos cabellos, sino que levantó su cara para asestarle dos cachetazos que le hicieron brotar lágrimas de los ojos y esta vez sí, bajó la cabeza para besar repetidamente el falo.
Riéndose de su impericia, Angie se arrodilló junto al hombre y, diciéndole que prestara atención, colocó sus labios y lengua sobre los testículos en la base del falo e inició una lenta carrera hacia la cabeza, lengüeteando y chupando la saliva que dejaba caer y, cuando llegó a la cúspide, le insistió en que se fijara bien y la boca, abriéndose desmesuradamente, envolvió al ovalado glande para introducirlo hasta que los labios se ciñeron sobre el surco. Mientras la mano masturbaba lentamente al tronco, ella movió la cabeza en insistente vaivén para chupetear exclusivamente ese pequeño sector y luego, acompañando a los dedos, hundió la verga casi totalmente en la boca para ir sacándola suavemente en intensa chupada.
Extrañamente, el ver a la otra muchacha haciéndolo fue creando en ella la necesidad de realizarlo de la misma manera y cuando la morochita se apartó para ver si había comprendido, no dudó al momento de acercar su boca a los testículos y el gusto acre de sus jugos pareció motivarla especialmente.
Imitándola, hizo tremolar la lengua para luego sorber con los labios y ese sabor puso un rabioso anhelo en la chiquilina que, cual si fuera una golosina, se empeñó en chupetear al arrugado escroto hasta que algo le dijo que ese era recién el comienzo. Vibrante como la de una serpiente, la lengua se prodigó a lo largo del ahora enhiesto falo, haciendo a los labios sorber esa tibia humedad que fue antojándose exquisita.
Ahora era ella quien deseaba chupar ese pene y pronto su lengua picoteó sobre la tersa superficie del glande, alternándolo con el chupeteo de los labios para luego, sin hesitar, hundirlo en la boca hasta que los labios ciñeron la depresión del surco e iniciar el corto meneo que viera hacer a Angie, procurándose a sí misma una placer impensado.
Pronto se dio cuenta de como la fatigaba hacer eso y dejó de chuparlo durante un momento en el que dejó a las manos la tarea de masturbarlo hasta que ella misma, fascinada por el aspecto que ahora lucía la verga, volvió a introducirla en su boca pero esta vez no se conformó con simplemente aquello y dislocando la mandíbula, la introdujo hasta sentir el atisbo de una arcada. Ciñéndola entre los labios, fue retirándola lentamente a la par que succionaba profundamente y los dientes rascaban sin lastimar la suave piel del falo.
Aparentemente eso era lo que Mario quería y, diciéndole que tuviera paciencia para hacerlo lentamente, se acomodó mejor en el asiento mientras miraba las maravillas que estaba realizando la chiquilina en su entrepierna. Para sentirse más cómoda, Guada se arrodillaba sobre el almohadón mientras su grupa prominente se agitaba al compás de lo que su boca realizaba en el hombre, pero se sintió complacida cuando unos dedos juguetearon sobre su vulva así expuesta y luego fue una boca la que se dedicó a lamer y chupetear al sexo cubierto por fragantes aromas vaginales.
Quien se acuclillaba detrás de ella, se inclinó sobre sus espaldas y después de unos momentos en que las manos manosearon y estrujaron sus senos colgantes, la cabeza de una verga se apoyó en la vagina y, casi sin experimentar dolor alguno, la sintió deslizarse adentro hasta que la pelvis del hombre se estrelló contra las firmes nalgas.
La combinación de sentir un falo en la boca y otro en su cuerpo la deslumbró y, con un nuevo entusiasmo, arremetió contra la que tenía en sus manos mientras alentaba a quien la penetraba para que lo hiciera aun más fuertemente y veloz. Un algo extraño la hizo desear ver a quien la penetraba y aprovechando un momento en que sólo usaba las manos en la masturbación, ladeó la cabeza para ver que quien la asía ardorosamente por las caderas para darse fuerza en penetrarla soberbiamente, era su propio hermano.
Contradictoriamente, no sintió asco ni repulsa, sino una euforia que la entusiasmó aun más y acompasando el meneo de las caderas a la cópula, decidió terminar rápidamente con la felación y, masturbando apretadamente a Mario, puso en su boca el bramido de la satisfacción y pronto, de la punta del falo surgía una lechosa melosidad que el hombre le pidió que chupara. Curiosamente ávida por hacerlo, lamió los goterones que resbalaban por su mano y el gusto del almendrado almizcle le agradó tanto que enjugó con labios y lengua hasta la última gota, mientras sentía en su sexo el traquetear de su hermano.
Cuando Gastón se dio cuenta de que su amigo había acabado, detuvo sus embates y haciéndola enderezar pero sin sacar la verga de su sexo, fue recostándose hacia atrás, pidiéndole que lo acompañara. De arrodillada había quedado acuclillada y tomándola por los hombros, Gastón fue haciéndola reclinar hasta que estuvo casi sobre su pecho. Indicándole que dejara ir sus brazos hacia atrás para apoyar las manos en sus hombros, la hizo formar un arco perfecto y así, dando acompasados empellones a su pelvis, fue penetrándola limpiamente mientras sus manos se cebaban en los movedizos pechos que zangoloteaban al ritmo del coito.
Desde muy chica, experimentaba un ansia por conocer aquello que la diferenciaba de su hermano y que - con el advenimiento de su pubertad había sabido realmente qué era -, instalaba un instintivo calor en su entrepierna cuando observaba el bulto de sus paños menores. El saber que ahora era él quien la penetraba de esa manera puso un sesgo perverso en su mente, haciéndola desear corresponderle de la misma forma y tomando su primera decisión sexual, se levantó de encima suyo para darse vuelta y, colocando sus rodillas junto a las caderas de Gastón, bajó el torso para sentir como el falo se introducía hasta golpear en el fondo de la vagina. Loca de alegría por tan portentosa penetración, besó larga y profundamente por primera vez a su hermano mientras sentía que su pelvis se sacudía como con vida propia, adelante y atrás, arriba y abajo, para experimentar la reciedumbre del falo raspándola en ángulos exquisitamente insólitos.
Evidentemente, su hermano sentía por ella el mismo alocado deseo. La reciedumbre con la que Gastón alzaba su pelvis para que la verga se hundiera totalmente en la vagina y el fervor con el que aquel acariciaba y estrujaba los senos levitantes, hizo que verdaderamente necesitara abrevar en esa boca querida que ahora asumía un pecaminoso incentivo para su pasión. Apoyando los codos sobre el pecho de su hermano, dio a los golosos besos características de voracidad, modificando con ello la posición oferente de su grupa.
La sensación era de inefable dicha, indescriptibles emociones que se vieron potenciadas cuando las manos de Angie se posaron alrededor del falo en acariciantes roces que precedieron a la exquisita movilidad de la lengua sobre los esfínteres anales. La sensibilidad del ano, al que creía destinado exclusivamente a fines escatológicos, parecía receptiva a esa excitabilidad y cuando el órgano bucal estimuló debidamente esos músculos, un goce relajante la hizo aflojar sus tensiones.
Obnubilada por ese nuevo regocijo, alentó a Gastón para que incrementara el vigor de sus embates al tiempo que sentía como, insólitamente, un dedo de la muchacha resbalaba sobre las salivas para hundirse lentamente en el recto. La conmoción la hizo estremecerse pero su hermano la abrazó para impedirle una posible huida mientras le murmuraba al oído que se dispusiera a conocer el verdadero goce.
La penetración del dedo la hizo experimentar unas imperiosas ganas de defecar no concretadas, que la introducción total fue convirtiendo en hondos escozores que incrementaban su goce y, cuando la muchacha le imprimió un ligero vaivén acompasándolo a la continua penetración de su hermano, se dejó ir. Farfullando la felicidad que esa cópula le estaba proporcionando, ahondó la voracidad de los besos transformándola en desenfrenada glotonería pero la adición de otro dedo al primero la llevó a un plano de la desesperación que la obnubilaba.
Casi mordiendo la boca de Gastón, manifestaba en sordos ronquidos su satisfacción cuando los dedos fueron reemplazados por la presencia ineludible de un glande que, primero presionó, luego dilató y finalmente penetró la tripa. El dolor de su introducción a la vagina quedaba resumido a sólo una molestia comparado con este. Nunca había ni siquiera supuesto que su ano pudiera dilatarse de tal manera y que semejante barra de carne pudiera introducirse en él.
Al ir penetrándola la verga, el grito larvado por la primera conmoción pareció reventar en la garganta para que sonara tan agudamente que Gastón sofocó esa estridencia contra su pecho. La expiración del grito marcó el nacimiento de un llanto desgarrador que el movimiento incesante de los hombres fue convirtiendo en entrecortados sollozos y jadeos. En tanto sentía que su irritación iba calmándose, la chiquilina experimentó otra nueva alteración en sus emociones y aquello que instantes antes era el sufrimiento más extraordinario de su vida, mutaba rápidamente hacia la experimentación de un goce infinito.
No había en los muchachos intención alguna de lastimarla sino insertarla a un nuevo mundo en el que pudiera disfrutar tan intensamente del sexo que no pudiera pensar en otra cosa que satisfacerlo, satisfaciéndolos a ellos sin restricciones. Lentamente y cuidando que al principio el grosor de ambas vergas no coincidiera en su interior, fueron socavándola con tal ternura que pronto era ella misma quien tornaba a menear sus caderas para que el roce le fuera más placentero.
De la pequeña de horas antes no quedaba el menor atisbo y era ahora la hembra primigenia que habita a todas las mujeres la que entremezclaba a sus besos y lengüetazos con procaces demandas que ignoraba conocer y entonces sí, los hombres se aplicaron al sometimiento total. Acuclillándose sobre ella como un mítico fauno, Mario hacía que ahora los falos coincidieran, rozándose duramente a través de la prácticamente inexistente separación membranosa, en tanto que su hermano la sujetaba por la cintura para separarla un poco más y encontrar espacio para que sus remezones tuvieran aun más contundencia.
Guada no podía dar crédito a lo que le estaba sucediendo y mucho menos a que pudiera disfrutarlo de tal manera que, dejando de lado dolores y sufrimientos, ansiaba que no cesaran jamás de hacérselo. Los muchachos habían hecho lo necesario para conducirla a ese estado y, cumplido ese primer cometido, Mario cedió su lugar a Sergio. Inexplicablemente, su sensibilidad le hizo comprender que su recto era habitado ahora por un nuevo falo y eso pareció insuflarle aun mayores energías, acompañando las penetraciones con un cansino hamacar del cuerpo y en esas circunstancias, Sergio fue arrastrándola con él como hiciera Rubén.
Su instinto pareció hacerle comprender la intenciones del muchacho y, como antes, echó los brazos hacia atrás para apoyar sus manos en el pecho de Sergio, afirmándose en su pies mientras sentía como la verga que entraba angulada desde abajo socavaba ruda pero dichosamente la tripa. Por falta de experiencia, ella no llevaba cuenta ni tenía certeza de cuantas veces había eyaculado y ni siquiera si lo había hecho, a excepción de los líquidos que encharcaban su sexo y ano, cuando vio a Daniel acuclillándose sobre sus piernas abiertas y acomodando su cuerpo, ir penetrándola por la vagina mientras su boca y manos hacían estragos en sus senos.
Aunque dolorida, destrozada físicamente pero ansiosamente glotona mentalmente, Guada pensaba que ya no podía gozar más, cuando Angie, acaballándose con las piernas abiertas sobre su cabeza que ella dejaba descansar voluptuosamente echada hacia atrás, acercó la contundencia de su sexo a la boca.
El goce animal era tan intenso, que el sólo olfatear los aromas que emanaban de la vagina la hicieran desear tenerla en la boca y, alargando la sierpe de su lengua vibrante, la punta sensible se deslizó por los oscurecidos tejidos con demandante premura. Contra lo esperado, el sabor no era asquerosamente marítimo, sino que emanaba un extrañamente dulce picor.
Enfurecidamente excitada por sentir como en su interior traqueteaban las vergas masculinas y ayudada por Sergio que la sostenía por la espalda, abrazó los muslos de la muchacha para sumirse en su primer sexo oral a una mujer con tanta vehemencia cono si fuera practicante consuetudinaria de aquello.
Ya no tenía conciencia de sus actos y junto a los jugos que comenzaba a drenar el sexo de Angie, inspiró las espasmódicas flatulencias vaginales y esta vez sí, en un paroxismo de percepciones, un estado de éxtasis inconmensurable, sintió como toda ella se desgarraba en una inmensa explosión de emociones y líquidos que se mezclaron con las tibias melosidades de los espermas para luego ir descendiendo a la oscuridad abisal de la satisfacción total.