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La pintura es un buen trabajo. Mejor que las oficinas o los quioscos, mucho mejor, por supuesto, que los correos privados. Era la una de la tarde cuando Sacristán, mi socio desde la Secundaria, salió a comprar algo para el almuerzo. Estábamos pintando la nueva inversión inmobiliaria de su tío, un departamento a la calle ubicado en el tercer piso de un edificio antiguo. Construcción antigua es sinónimo de paredes en mal estado, ventanas y puertas de madera; significa trabajo difícil pero también dinero. Para estos casos siempre tomábamos a algún peón. Rubén, así dijo que se llamaba, era la víctima que esta vez cargaría con los trabajos más duros: revocar y lijar paredes, rasquetear las puertas, limpiar los picaportes y las bisagras, y sobre todo limpiar al final del día cuando la energía disponible es menos que cero. Nuestro ayudante era un pibe callado, ese tipo de personas a las que nadie da mucha importancia. Parecía sufrir un pequeño retraso mental. «Una dislexia», nos dijo cuando entró en confianza y se decidió a contarnos la historia que había cambiado su vida por completo. «Fue la mejor época _dijo Rubén, entusiasmado_. Tenía guita, no trabajaba y me la pasaba vagando por el barrio.» Los ojos de Rubén perdieron su opacidad. «Movía pala1. Y la pala te trae problemas. Fue así como maté a un puntero en San Miguel, a la salida de una disco. El tipo me debía guita y encima de eso se hizo el guapo. De frente que lo cagué de un balazo. No llegó ni a pedir 'por favor'. Fue limpio, como se debe. Blum, Blum, y tenía un agujero doble en el pecho.» Rubén sonríe y sigue recordando. «Aparte de dilear pasaban otras cosas. El Jefe era amigo de Susana Moreno, la vedette. Como yo me portaba bien, el Jefe me la presentó. Fue su regalo por un buen laburito que le hice. Ella es una yegua _seguro que la viste alguna vez en la tele_. Le gusta la pala y tomar champán. Yo siempre le habilitaba unas buenas rayas2, largas y bien gordas. Me la garchaba bastante seguido, cuando ella podía. La guacha tiene onda.» Rubén sacó el atado de Marlboro de su campera de jean y me ofreció uno. Encendió el suyo y mirando las argollas de humo suspendidas en el aire me dijo: «Llevaba dos vidas. Por un lado dileaba3 y por el otro tenía novia legal: Marisa. La conocí en la disco. A los quince días la desvirgué y te aseguro que le dolió, pero ella no gritó. Los ojos se le llenaron de lágrimas y me abrazó, tan fuerte que casi se me mete adentro. Fue raro, todavía me acuerdo. Me sentí culpable, como si hubiera hecho algo malo.» «Marisa era rubia, tenía el cuerpo igual que Araceli Fernández. Una vez me contó que fue a Canal Trece para una prueba. Como se la quisieron garchar, dejó la cuestión y le hizo caso a los padres. Como todas las chicas de su edad, veía las novelas y tomaba muchos helados.» «Marisa no se metía en mis asuntos. Ella nunca preguntaba de dónde salían los billetes. Ella subía al auto y todo estaba bien. Por eso no me dijo nada cuando le conté lo del motor que había comprado. Seguro que no entendió para qué era ni por qué lo había comprado. Tampoco entendió cuando le dije que era un motor de avioneta.» «Hacía meses que buscaba ese motor. Y lo encontré en el barrio. El dueño era un cheto al que le gustaba volar pero le fue mal y estaba ahorcado. Revisé el motor y lo compré. Estaba casi nuevo. Lo cargamos en la camioneta del Juanse y lo llevamos a casa.» «El sábado a la noche, salimos a probarlo. Eramos cuatro en el auto, Marisa, el Juanse, su novia y yo. Habíamos trabajado dos semanas en el motor y ya no aguantaba las ganas de saber si funcionaba. Para ellos era lo mismo que cualquier sábado.» «A eso de las doce y media paramos en 'Satisfaction'. Los chicos me esperaron en una mesa mientras tomaban una cerveza. Fui a hablar con el Laucha y arreglamos un asunto. El Laucha estaba de pepa4. Se reía. Le di la bolsa y me pagó sin ningún problema. Nos fuimos. Tenía mil doscientos pesos en el bolsillo. Había de sobra para la noche y varios días más. No era mala idea salir a la ruta, probar el motor y de paso llegar hasta la costa a la mañana.» «Cuando subimos al auto, Marisa me besó. Estaba caliente, como siempre que tomaba cerveza. Le bajé el top y le di unos besos en las tetas. Eso la volvía loca pero igual se subió el top. (Le daba vergüenza). Los de atrás ni se enteraron, estaban muy ocupados. El Juanse era rápido aunque no tanto como su novia. Yo la conocía bien. Cuando garchaba hacía un ruido de pajarito, algo increíble.» «Le pregunté a Marisa si quería ir a Mar del Plata, al Casino. Sí, dijo y me pasó la cerveza. Ella era la mejor.» Sacristán escuchaba interesado. No parecía molesto por el humo que llenaba la habitación. El pibe encendió otro cigarrillo y siguió hablando. «En quince minutos pasamos el cruce Varela. No había canas. Las luces amarillas del cruce, como siempre, me dieron la sensación de estar soñando. Cuando entramos en la ruta habilité el segundo carburador y aceleré. El auto saltó hacía adelante como un caballo sin control. La aguja del velocímetro pasó los doscientos y se trabó en el tope. Marisa abrió otra cerveza y me acarició la cara. Atrás, los chicos gritaban y aplaudían.» «Pasaron dos horas. Juanse y la novia se durmieron. La ruta estaba vacía y el ruido del motor, con las ventanillas cerradas, no me molestaba. Al contrario, era como música. Cuando se cruzó el camión, me pareció oler a pescado. No era tan raro, el mar estaba cerca, y además el viento. Marisa miraba por la ventanilla. Estaba seria, lejos. Fue tan limpio el choque que no sentí nada. Me desperté una semana después, en el hospital de Dolores.» De esta manera, Rubén concluyó su historia. Eran las 3 de la tarde. Habíamos terminado con el almuerzo y las dos cervezas. Para saciar la curiosidad de Sacristán, Rubén agregó que el Juanse y su novia habían muerto al instante. También Marisa que pasó dos días en coma y murió sin abrir los ojos. Sacristán, mi socio, es muy sensible y la historia de Rubén lo conmovió. Su problema es que fuma demasiado porro y eso lo pone pelotudo para ver la realidad. Ya se lo dije varias veces. Esa tarde, cuando se fue la luz y terminó el trabajo, fui al baño, me lavé la cara y me peiné. Después lo llamé a Rubén y le pagué lo convenido, treinta pesos por diez horas. Mucho para lo que había rendido. Le dije también que no trabajaba más con nosotros. Sacristán no estuvo de acuerdo pero aceptó mi decisión. Después de todo era lo que se debía hacer, por nuestro bien y el de la empresa.
invitado-gloriana 17-03-2006 00:00:00
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invitado-Maria Jose 27-12-2002 00:00:00
Es demasiado real, por eso resulta tan triste. Supongo que conmover es lo que se pretende, y si eso es así, he de decir que consigue su objetivo. Por lo menos lo ha logrado conmigo. La próxima vez firmalo. No esta bien parir hijos para dejarlos abandonados luego. |
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como es posible q hayan despedido a ruben por ese accidente, practicamenrte lo estan discriminando