Problemas económicos insuperables trastornaron a mi madre y, en virtud de su mala fortuna, produjeron daños colaterales cuya principal víctima fui yo. Tras haber sido abandonados sin previo aviso por mi padre, un alemán vividor —dejó a su legítima mujer por otra, decididamente rica—, el seno familiar prevaleció fracturado y cada cual tuvo que arreglárselas para sobrevivir. Mi madre se vio atacada por una atroz ansiedad que pudo haber sido tratada, pero la falta de recursos la privó de consultar buenos médicos. Un psiquiatra que se encargaba de ella la borró de su lista de pacientes y, luego de ordenar a sus subalternos que no volvieran a dejarla entrar, se tornó más selectivo respecto de su clientela. Los pocos medicamentos que mi madre había podido comprar se acabaron y, sin ver otro remedio, la ansiedad creciente la orilló brevemente a prostituirse.
Los malos tratos recibidos por muchos clientes la forzaron a recapacitar. La habían despedido de su empleo anterior —secretaria—, de modo que intentó ganarse una plaza en otro lado. Con todo, la falta de comida y de descanso la revelaron como una candidata poco hábil para afrontar entrevistas serias. Salía de un despacho de abogados donde habían rechazado su currículo cuando se topó con una antigua amiga, quien vestía tan finamente que era obvio cuánto le había sonreído la fortuna. Zoraida —la amiga— se conmovió ante el estado de mi madre y la invitó a comer; fue entonces cuando mi madre se enteró de un posible modo de obtener dinero en abundancia sin cumplir con chocantes requisitos oficinescos.
Zoraida estaba casada con un tipejo llamado Gastón. Era un perfecto guarro, ávido siempre de carne femenina y dinero fácil. Comandaba un garito ubicado en el sótano de una mansión. Como ésta se alzaba en un barrio elegante, los jugadores solían aparecer cargados de billetes, chequeras y efectos personales que, de darse el caso, pondrían sobre el tapete verde. Mi madre se defendía en diversos juegos de mesa, pero en definitiva sobresalía en el póquer. Mientras ella inauguraba su época de juerguista y apostadora, yo me rascaba con mis propias uñas. Obligado a dejar la preparatoria privada donde me había inscrito, logré ser empleado por el dueño de una papelería. Aprendí a sacar copias y enmicar credenciales, y por semejantes dones recibía un sueldo magro que, sin embargo, me permitía comer con cierta regularidad. Menos mal que mi madre y yo vivíamos en una casa propia. Por meses creí que jamás me faltaría el techo, pero no tardé en enterarme de que mi padre era el legítimo dueño de la propiedad, de ahí que se le ocurriera ponerla en venta. Él nunca se atrevió a asomar nuevamente la cara; mandó a una cuadrilla de abogados que, tras comprobar sus nexos con el vendedor, me sugirieron que urgiera a mi madre para que halláramos otra vivienda.
Cierta noche mi madre llegó al filo de las doce. Se veía contentísima, acaso porque se había embriagado. Me abrazó y me colmó de besos y, no sin mirar a todas partes, me mostró una cantidad considerable de dinero. Confesó que lo había ganado jugando, y agregó que de entonces en adelante no tendríamos más problemas. Según ella, yo podría regresar a la preparatoria y completar mis estudios debidamente. Lamenté afectar su dicha; le conté que su marido planeaba vender la casa y que teníamos poco tiempo para deshabitarla.
—Ese cabrón —musitó antes de eructar—. No te apures, hijo —añadió—. Tenemos suficiente dinero como para largarnos de aquí.
Comprendí que no movería un dedo con tal de pelear por nuestra estancia en la casa. Me pidió que la ayudara a buscar un departamento. Ya veríamos si podíamos comprarlo. Con tal de no acabar en plena calle, durmiendo al socaire de las estrellas, me puse manos a la obra. Revisé periódicos y anduve por muchas calles, elevando la vista cuando me topaba con anuncios que exponían números telefónicos. Ignoro cuántas llamadas hice y cuántos sitios visité, pero al final me incliné por un hermoso departamento de dos recámaras, situado en planta baja. A mi juicio no requeríamos nada más. Sin embargo, a mi madre se le había subido su notoria capacidad como tahúr, de modo que rechazó mi elección y halló un penthouse carísimo en las cercanías del garito. Pagó un enganche y aseguró que no dejaría de cubrir las mensualidades. Más aún, se encargó de reinscribirme en la preparatoria, donde tuve que recomenzar el año que había dejado trunco.
El “trabajo” de mi madre no dejaba de darme mala espina. Su tendencia a desarrollarlo entre copas y quizá algo más no podía prometer nada bueno. Sé que su estupenda racha se vino abajo gracias a Gretchen, una alemana recién llegada al país para divertirse. Pero no estaría temporalmente acá, pues sus recursos la movieron a seducir a un residente de Iztapalapa y convertirlo en su marido. Adoptó la doble nacionalidad y compró una amplia residencia en una lujosa colonia. Gretchen había estado casada con un tallador italiano y dos tahúres franceses, quienes le habían enseñado todos los trucos habidos y por haber. Mi pobre madre no fue rival para aquella avezada jugadora. Inexorablemente volaron los recursos que aquélla había acumulado. Las apuestas no dejaban de subir, y el orgullo de la segura perdedora le impedía poner un alto a su colección de derrotas. Comenzaron los problemas con el vendedor del penthouse, quien no aceptaría la falta de pago de las mensualidades; en cuanto a mi escuela, entre burlas sesgadas me recomendaron que me diera de baja antes de que me echaran de forma particularmente humillante. Sin decirle nada a mi madre dejé de presentarme a clases, pude recuperar mi trabajo en la papelería y busqué el momento idóneo para proponerle a mi madre que saliéramos a hurtadillas del penthouse.
Nunca sabré a ciencia cierta si mi madre me apostó, pues para cuando me secuestraron ella llevaba ya más de una hora muerta. Se voló la tapa de los sesos tras perder su partida más importante. Según Gretchen, cuando mi madre no tuvo nada más que apostar, rogó que se le diera una prórroga para sufragar las deudas contraídas. Ante la inflexibilidad de la parte ganadora, la infeliz perdedora mostró una foto mía que llevaba en el bolso, con el ánimo de ablandar el corazón de la altiva alemana. No obstante, lejos de conmiserarse, Gretchen propuso una partida más: si ella ganaba, yo pasaría a ser de su propiedad —literalmente “su esclavo”—, mientras que, si perdía, las deudas serían condonadas. Mi madre se tomó diez minutos para beber un trago, espabilarse y prepararse para la partida, que fue atestiguada por un corro de veinte mirones. Ni una hora después, Gretchen mostraba la mejor mano y mi madre perdía la razón. Quiso evitar que algunos amigos de la vencedora me secuestraran para llevarme a casa de Gretchen, y se ganó una golpiza y la amenaza de recibir un plomazo. Un último forcejeo le permitió hacerse de un arma y darse un tiro en la sien. La policía no se presentó porque estaba comprada por Gastón, el dueño del garito.
Yo estaba al pie del edificio, listo para sacar mis cosas del penthouse, cuando un auto negro se detuvo a mi espalda. Tres tipos se abalanzaron sobre mí, me pusieron una capucha en la cabeza y, a punta de empellones, me metieron en el vehículo. Me ataron de pies y manos y me ordenaron callar. Iba echado de bruces en el asiento trasero, sobre las piernas de dos de los tipos. Pensé en mi madre mientras me disponía a morir, pues sabía que ningún rescate en metálico sería pagado. Con todo, mi temor se volvió perplejidad cuando empecé a sospechar que no se me había abducido por dinero. Fui sacado en vilo del auto y metido en un lugar que olía a cierta especie de incienso. Acabé en el piso, bocabajo. Alguien me quitó la capucha de la cabeza. Miré a mi alrededor y lo primero que hallé fue un par de pies enfundados en medias negras. Iba a levantar un poco la cabeza cuando uno de los pies la forzó a quedarse en el suelo.
—Eres mío —dijo Gretchen—. Te gané en una partida de póquer. Tu madre era pésima jugadora.
—¿Era? —pregunté, forcejeando en vano para desatarme.
Gretchen se inclinó para atar mis muñecas a mis tobillos y, mientras lo hacía, me contó la trágica partida en que mi madre había convenido en perderme si no la ganaba. Algunas lágrimas resbalaron por mis mejillas. Gretchen rió y me aseguró que con ella estaría mucho mejor. Me dijo que me trataría muy bien, siempre que no se me ocurriera intentar escapar. Pensé que, si iba a estar atado de continuo, difícilmente lograría dar siquiera un paso.
Mi dueña se había hartado de su marido mexicano y lo había hecho desaparecer. Él era muy convencional y no gustaba del bondage. Su acendrado machismo le impidió siempre dejarse atar y vapulear por una mujer. Al ver la foto que mi madre le enseñara, Gretchen se había enamorado de mí; mi joven edad, junto con mi esbelto y lampiño cuerpo, le habían generado una variedad de excéntricas ideas destinadas a conferirle placer a raudales. Su sed de dominio era innata y se proponía convertirme en poco menos que su juguete.
Los meses que pasé a su merced no fueron tan malos como esperé, pero ciertamente no me quitaron de la mente el afán de verme libre. Mi indumentaria consistía exclusivamente en unos calzoncillos de piel y un collar con estoperoles y una argolla. Aun cuando, de la mañana a la noche, Gretchen gozara humillándome de variadas formas, no me resigné a obtener semejante trato indefinidamente. Las principales pasiones de ella radicaban en las ataduras, la adoración de pies y el servicio doméstico. Le encantaba hallarle fallas a cualquier tarea que me imponía para someterme a feroces castigos; era típico que me dominara en cualquier rincón del hogar. Su goce al momento de atarme en la cocina, el baño, la cochera o un pasillo era evidente. El hogtie era la posición en que normalmente me ataba; tras tenerme a sus pies, bocabajo y con manos y pies atados tras la espalda, pasaba un buen rato haciéndome cosquillas en las plantas, o bien, lamiéndolas o fustigándolas. Contenía mis gritos con raras mordazas. Luego se divertía poniéndome de pie e incitándome a caminar, lo cual me resultaba en extremo doloroso en virtud del bastinado recién recibido. Así, como no cumplía debidamente la función de andar, mi siguiente castigo consistía en adorar los pies de mi ama hasta que se me entumeciera la lengua. En honor a la verdad, me era imposible no ceder a cierta excitación conforme transcurrían mis castigos; no negaré que disfrutaba ser sólidamente atado por aquella amazona, pero más me gustaba sentarme sobre los talones y, con los pies de ella a la altura de mi cara —se tumbaba de bruces en una chaise longue—, pasar y repasar mi lengua por sus imponentes plantas, que se colmaban de leves arrugas cuando los bellos pies se enarcaban, movidos por el cosquilleo. Y sin embargo, repito, no dejaba de lado la posibilidad de huir.
Fue la propia Gretchen quien precipitó mi plan de fuga. Su amistad con Gastón no había concluido, de modo que, cuando aquél decidió llevar a cabo ciertas renovaciones en su garito, le propuso a mi domadora que prestara su casa temporalmente a efecto de continuar con los juegos. Gretchen aceptó encantada, sin duda porque moría de ganas de humillarme públicamente. Desde la primera noche de juegos demostró que su principal interés radicaba en ridiculizarme ante la concurrencia. Protesté a voces cuando me avisó que serviría de mesero, y a cambio recibí una dosis de sabias patadas que ella había aprendido en Hong Kong. No me dejó marcas en la cara, y con tal de no imprimirlas cambió el solfeo por algunas cuerdas, que me dejaron inmóvil y a punto de desmayarme de dolor. Me soltó a la larga y me instruyó sobre cómo debía tratar a los invitados. Éstos comenzaron a reír no bien me vieron. Yo procuraba estar cabizbajo y satisfacer sus necesidades, que en principio se redujeron a bebida y cigarrillos a granel. No obstante, a medida que los borrachos se sucedían se despertaron otros deseos. Al embriagarse, uno de los amigos de Gretchen sacó a relucir su faceta homosexual; me siguió subrepticiamente a la cocina e intentó propasarse, sin duda asumiendo que mis labores incluían servicios carnales. Así un rodillo mientras forcejeaba con el tipo y, no bien lo tuve enfrente, le propiné un golpe que lo puso a dormir. Gretchen apareció en el umbral de la cocina, contempló escandalizada el resultado de mi defensa y, por fin, me desarmó de un puntapié y me mandó al suelo con una rápida movida de judo. Me aplicó una eficiente llave para mantenerme bocabajo y llamó a gritos a los demás. Todos mis intentos por soltarme fueron inútiles. Cuando la concurrencia se presentó en la cocina, Gretchen les informó lo que había pasado y los conminó a recomendar castigos para lavar la afrenta sufrida por el distinguido miembro que aún no despertaba.
Aquellos miserables dieron rienda suelta a su imaginación. Lo más sensato que oí fue la sugerencia de esperar a que el golpeado volviera en sí y me apaleara con el rodillo. Hubiera preferido eso a lo que fatalmente aconteció. Me llevaron a empujones a la gran alcoba de Gretchen, donde cada cual pudo atarme, fustigarme, obligarme a adorar sus pies y aun someterme a sus puños. Advertí que las mujeres se comportaban con una ferocidad superior. Una corpulenta chica me recetó una golpiza fenomenal, mientras narraba sus éxitos a fuer de experta en karate. En cambio, los hombres tendían a alentar las fechorías de las mujeres; ahora bien, cuando despertó el marica que tratara de propasarse, Gretchen le dio luz verde para que se vengara como quisiera. Le facilitó el equipo necesario para convertirme en su esclavo y pidió que los demás guardaran silencio. Para sorpresa general, el tipejo aquel recalcó su calidad de agraviado y solicitó, justamente por ello, ser dejado a solas conmigo. Gretchen no se hizo rogar y ordenó a los otros que regresaran ante la mesa de juegos, pues era hora de seguir apostando.
Quedé a puerta cerrada con el marica, cuyos resoplidos daban fe de la rabia que lo consumía. Noté que mi ocasión para verme libre había llegado. Yo yacía de espaldas, aparentemente inconsciente —tenía los ojos cerrados—, y el potencial ofensor sólo pensaba en el sexo, de modo que dejó de lado las cuerdas y demás y se desnudó en un santiamén. Lo miré entre las pestañas y sentí asco. No bien me puso un dedo encima con el afán de ponerme bocabajo, le asesté un puntapié en la cabeza. Cayó junto a la cama mientras yo me ponía en pie de un salto; le impedí levantarse mediante un talonazo en la nariz, que no bastó para privarlo de sentido. No me quedó más remedio que tomar un tolete —pieza que, por suerte, Gretchen nunca usó en mí— y partirle el cráneo. Acabó inmóvil a mis pies.
Me puse su ropa, abrí la ventana y vi que la distancia que me separaba del jardín no era pequeña. Pero, como cualquier cosa era preferible a continuar en cautiverio, me froté las manos e inicié mi descolgada. No sé si mi lentitud dio que pensar a los que estaban dentro de la casa, pero alcancé a escuchar que entraban en la habitación que yo acababa de dejar. Su deseo de verme a merced del marica se transformó en cólera ante mi inopinado escape. Gretchen se asomó por la ventana cuando me faltaba metro y medio para pisar el jardín.
—¡No lo dejen escapar! —ordenó a todo pulmón.
La orden no era solamente para sus amigos, sino también para sus choferes, a saber, los tres tipos que me secuestraran meses antes. Los vi correr hacia mí cuando terminaba de cruzar el jardín rumbo a una barda colmada de agarres. Mi agilidad superó a la furia de los perseguidores. Ni siquiera pudieron aferrarme de un tobillo. Me vi en la calle previo salto que casi me costó un par de fracturas, y eché a correr calle abajo. No había ni un alma alrededor, típico de las zonas ricas. Ni pensar en buscar algún teléfono público. Me alegré en demasía cuando, entre los bolsillos del saco que llevaba, hallé un teléfono celular. Llamé a la policía judicial para denunciar mi situación. Di santo y seña del domicilio de Gretchen y agregué que en su interior había juegos ilegales. Acto seguido desoí la recomendación de no moverme y corrí desaforadamente hacia ninguna parte.
Pasó una hora sin eventualidades. Vi amanecer mientras alcanzaba una avenida con el ánimo de tomar un taxi. La billetera del marica estaba colmada de dinero, de modo que pedí al taxista que me llevara a un hotel. Dormí durante casi quince horas y desperté más o menos descansado. Estaba por ducharme cuando la puerta se vino abajo y entró media docena de agentes federales. Uno de ellos era mujer; me tumbó al piso y, tras poner una rodilla en mi espalda, procedió a esposarme. Me hizo feliz que no se tratara de Gretchen. Me detenían por haber asesinado al marica, quien había gozado de una reputación a la que yo jamás aspiraría. ¿Y Gretchen y los otros? No se había probado secuestro alguno. Me dijeron que los agentes habían llegado a una casa donde un grupo de ciudadanos, a cuál más respetable, se limitaba a lamentar la muerte de su amigo a manos de un ladronzuelo, quien sin duda había entrado por la ventana. Expliqué por qué me había fugado con la ropa del occiso, y a cambio recibí una lluvia de burlas e insultos. Me quedó claro que los sobornos hablaban a través de aquellos pillos.
Me condenaron a varias décadas de cárcel. La compañía de que dispongo apenas me presta atención, aunque más de uno me ha felicitado por haberme “encargado” de un homosexual. En son de burla, Gretchen me ha visitado para echarme en cara mi falta de lealtad, que, a su juicio, fue la responsable de mi encierro. Le he dado por su lado. A veces extraño a mi madre.