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Soy un hombre común sujeto a las mismas circunstancias de muchos otros, influenciado por un lado por los valores tradicionales de nuestra sociedad, y por el otro, por toda esa afluencia de información que nos revela errores graves en la concepción tradicional de la sexualidad. Por varios años he recurrido a Internet para explorar el mundo prohibido, encontrándome con lo que yo llamaría una mayor madurez de mi visión de la vida, que bien pudiera ser visto por la gente tradicionalista como una degeneración de mi sexualidad.
A través de Internet he conocido virtualmente a muchas personas como yo, interesadas en temas sexuales. Nunca creí que algún día me animaría a conocer en persona a alguien a quien hubiera conocido de esta manera, pero un día lo hice, motivado por una serie de circunstancias casuales que no vienen al caso. Se trató de alguien de mi mismo sexo, con quien yo había intercambiado todo tipo de correos, desde los más alegres, hasta los más profundos, que nos habían llevado a convertirnos en dos buenos amigos aún sin conocernos en persona.
Quedamos de vernos en mi oficina. En los momentos previos a la cita el nerviosismo no estuvo ausente. Por un lado se trataba del encuentro con un buen amigo, alguien a quien le había otorgado toda mi confianza; pero por el otro lado era una persona que conocía mis más íntimos pensamientos, mis locuras, mis intimidades. Por fortuna, una vez que nos encontramos charlando, encontré frente de mí al mismo amigo de los mails. Entonces el nerviosismo fue menor.
Mientras escuchaba sus comentarios sobre política, mi mente volaba entre sus palabras y mis inquietudes: los impuestos nuevos... creo que me imaginaba distinto... la bestialidad de los diputados... él sabe de mis fantasías homo... los ciudadanos debemos reaccionar... ¿le daría asco que me le acercara, me hincara a sus pies, abriera el regalo y... ¡¿pero qué estoy pensando?!¡Es mi amigo! ¿Qué culpa tiene de mi depravación?. En eso, una tercera voz... ¡La Sra. que hace el aseo! ¡Uta, no me acordaba que era martes!... será difícil tocar ciertos temas... ¿Le pediré a ella que se vaya?... ¿Bajo qué pretexto?...
Decidimos entonces ir al nuevo table dance de la ciudad. Por mail habíamos comentado sobre la posibilidad de ir a ese sitio; era la oportunidad de hacerlo. Media hora más tarde nos encontramos sentados a la mesa en el lugar, donde voluptuosas damas se desnudaban ante los ojos extasiados de los visitantes, entre quienes se contaban un par de borrachos tirando sillas, un grupo nutrido de estudiantes echándole montón a una pobre e indefensa botella y dos amigos por Internet que difícilmente podían intercambiar palabras por el volumen de la música. Tuvimos que huir.
¿No hay por aquí un bar de gays? me dijo mientras íbamos de regreso. ¡Híjole! No, la verdad no sé, le contesté tan modoso como suelo ser. Una pregunta sólo para sacar plática... no creo que algún día me anime a ir a un sitio de esos... pero la pregunta me causó cierta excitación, de seguro el atractivo de lo prohibido. Seguimos el camino de regreso platicando sobre swingers y depravaciones similares.
Esto se está acabando... pensé conforme nos acercamos al sitio de partida. A ver qué día me muestras lo que haces en tu trabajo... me comentó cuando estuvimos por llegar a mi oficina. híjole, las 12 y pico de la noche, pero no hay tos... pensé; si deseas te puedo mostrar algo, ahorita le contesté. Una sonrisa pícara en sus labios. Entonces me di cuenta del doble sentido involuntario de mi respuesta. Sonreí también.
Y ahí estuvimos finalmente. Sentados frente a una máquina que exhibía las imágenes de un proyecto que, entonces supe, le interesaba lo mismo que un comino. En medio de mis explicaciones, no sé si producto del azar o de mi subconsciente, mi lapicero fue a parar a su entrepierna. Instintivamente, sin darle oportunidad a la reacción, llevé mi mano al sitio en cuestión para tomar el objeto que deseaba, hablo de mi lapicero. Al tocarle me di cuenta de lo que estaba haciendo. Estoy seguro que entonces mi rostro tomó la tonalidad escarlata más intensa de mi vida. ¡Va a decir que soy puto! pensé abrumado por la vergüenza. ¿A decir o a saber? continuaron mis reflexiones. Apenas un perdón alcanzó a salir de mi boca. Escuché en respuesta para eso es, pero se pide. Las risas, sin embargo, no opacaron mi sonrojo. Como pude, continué la exposición de mi aburrido proyecto por un par de gigantescos minutos.
¿Por qué razón no has tenido relaciones homo? interrumpió mi exposición súbitamente. La charla retomó una temperatura caliente. Quedé medio atontado por la pregunta. ¿A qué te refieres? contesté estúpidamente como para ganar tiempo y reponerme de la bomba. No tuve respuesta, no era necesaria, me lo decían unos ojos casi inquisidores esperando respuesta. Habiendo asimilado su pregunta le contesté que más que nada le temía a los costos sociales; que como a él, me fascinaban las mujeres, pero que, como él lo sabía por las fantasías que yo le había confiado, jugueteaba en mi mente la idea de explorar nuevas y prohibidas sensaciones; que simplemente no había encontrado alguien suficientemente discreto y dispuesto que se interesara en lo mismo que yo. No hay nadie más en las oficinas ¿verdad? me inquirió. Negué con la cabeza. ¿Confías en mí?, me respondió. Enseguida simplemente recorrió el cierre de su pantalón, abrió sus piernas hacia mí y me miró invitante con una sonrisa amable. Quedé pasmado. Mi corazón comenzó a latir con una rapidez indescriptible. Sentí mi verga ansiosa, casi exigiendo su liberación, y observé la entrepierna abultada de mi amigo. Me parecía increíble que las cosas se estuvieran dando de tal manera, aunque no podía decir que fuera algo nuevo para mí, puesto que en innumerables ocasiones había fantaseado con una situación semejante. ¿Era todo lo que necesitaba para dar el paso?... ¿Una señal de aceptación? ¿Una invitación a la fiesta?... En ese momento mi boca fue un mar.
¡¿Qué estás haciendo?! por un instante me reprochó mi conciencia. Pero ella era pequeña al lado de mi anhelo, y enseguida me hinqué entre las piernas de él, sintiéndome el hombre más puto y fácil del planeta. Nunca imaginé que yo cedería a mis perversiones con tal facilidad. Desabroché su cinturón, abrí su pantalón y me encontré con un excitante bulto debajo de un bikini negro. Acerqué mis labios para besarle. La suave textura de la semitransparente tela y el exquisito aroma a sexo que emanaba de aquel manantial de placer me hipnotizaron. Saqué la lengua para recorrerle con ella, como si se tratase de un helado. Daba la impresión de que la delicada tela reventaría de un momento a otro motivada por el palpitar de la excitante carnosidad que cubría. Entonces él se puso de pie para bajar sus pantalones. Postrado ante él observé con excitación el desplome de aquella prenda que parecía decirme todo tuyo. Llevé mi lengua a una de sus pantorrillas y gradualmente empecé a ascender hacia la parte interna de sus muslos mientras mis manos subían hacia sus nalgas y su vientre. Alcancé su bikini de nuevo con mi lengua y por instantes sostuve entre mis labios al delicioso par. Llevé entonces mis manos a su camisa y empecé a desabrocharle hasta donde pude, consiguiendo que él me ayudara con el resto. Pronto la pequeña prenda negra besuqueada por mí fue lo único que lo cubría. Comencé a ascender con mi lengua hacia su vientre y a su pecho. Una vez que llegué a éste, lamí sus tetillas con devoción mientras mis manos acariciaban sus nalgas y su verga por encima de la tanga. Poco a poco mis dedos ansiosos se fueron escurriendo bajo su prenda para atrapar y masajear a la exquisita carne, que pronto se vio totalmente liberada y sometida al suave vaivén de mi mano. En ese momento sentí las manos de él sobre mi cabeza, que suavemente me empujaban hacia su sexo. Aquella ansiedad por ser engullido me excitó enormemente. Percibí de nuevo el delicioso aroma a sexo de su verga. Le recorrí con los labios y luego con la lengua. Paseé de su raíz a su punta varias veces, hasta que finalmente abrí mis labios para dejar entrar su capullo. Había fantaseado tanto con aquel momento, que no pude evitar las ganas de acariciarme a mí mismo, así que, mientras degustaba el palpitante miembro, desabroché mi pantalón, desnudé a mi verga y la sometí a las delicias de la masturbación, en tanto que con mi otra mano acariciaba sus nalgas y rondaba amenazante su orificio.
Por delirantes minutos mi lengua y su verga se frotaron extasiadas dentro de mi boca. Su pelvis se batió en entusiasta metisaca que convirtió a mi boca en dichosa y temporal vagina. Mientras mis manos continuaron frotándonos a ambos, las suyas dirigieron por instantes el ritmo de mi cabeza. A continuación, quizá sintiéndose cercano a la explosión, decidió detener el flujo de las cosas. Sacó su verga de mi boca y con sus manos, como quien acomoda un maniquí, me colocó de espaldas a él flexionado sobre mi escritorio. Era obvio lo que venía.
Con sus dedos comenzó a acariciarme amistosamente el culo. La yema de uno de ellos jugueteó traviesa con él, friccionándolo y picoteándolo amenazadora. Gradualmente fue metiendo el dedo dentro de mí. Mi cuerpo recibió aquella deseada invasión con estremecimiento. Un leve dolor, pero menor que mi deseo. Como conducido por sí mismo, mi trasero comenzó a menearse ávido de fricción delatando sin la menor vergüenza lo puto que puedo llegar a ser. En seguida, la palma de su otra mano posada sobre una de mis nalgas me pidió quietud: un segundo dedo intentaría vulnerarme. Sometido y jadeante obedecí. Otra vez el dolor, pero mucho más intenso ahora. ¡Cómo deseé tener lubricante a mano! Por instantes tuve el impulso de interrumpir aquello. Estaba llegando demasiado lejos, pero ¿quién era yo para impedir el doloroso gozo en el mismísimo umbral del mismo?
Con su mano realizó un metisaca suave que fue distendiendo mi esfínter hasta convertirlo en un orificio penetrable. Cuando sacó sus dedos para encajarme su verga, me invadió una sensación muy extraña. ¿De verdad quería yo aquello? me pregunté. Pero al sentir el ganoso trozo de carne buscando con ansia abrirse paso por entre mis nalgas, la duda se esfumó. Tan colaborativo como pude, aflojé el cuerpo permitiendo el doloroso pero deseado ingreso, que se produjo suavemente. Cuando finalmente sentí sobre mis nalgas el regazo de él, indicando que la penetración total se había logrado, comencé a moverlas anhelante de fricción, mientras él se unía al ritmo sujetándome fuertemente de la cadera.
La apoteosis pasó lista entonces. El golpeteo febril de mis nalgas contra su cuerpo y mis sólo parcialmente contenidos gemidos de dolor y placer llenaron el ambiente. El tremendo vigor con el que era embestido, me causó una intensa excitación. Aunque las gotas de sudor de mi compañero de pronto comenzaron a colonizar mi espalda, sus manos se mantuvieron firmes, sujetándome como si temieran mi huída, y su pelvis se conservó entusiasta y activa, pulverizando mi virginidad anal. Mientras mis entrañas recibían con regocijo y dolor cada reingreso de aquella carne, mis manos me ayudaban, una a amortiguar mi contacto con el escritorio y la otra a estimular mi verga con delicia. Transcurrieron así gloriosos minutos hasta que no pude soportar más tal exceso de placer y terminé explotando de gozo y batiendo mi escritorio del líquido blancuzco. Mientras ello ocurría, mi compañero intensificó la frecuencia de sus arremetidas, no sé si excitado por las circunstancias o motivado por el deseo de ampliar mi placer. Instantes después sacó su verga de mi culo y se masturbó sobre mis nalgas hasta embadurnarlas de su viscoso néctar. Él sabía que yo fantaseaba con tal escena.
Por minutos permanecí derrumbado sobre mi escritorio esperando a que mi agitada respiración no lo estuviera tanto, mientras él recuperaba las prendas perdidas en acción. Fue entonces cuando esa maldita sensación de culpa que me visita cada vez que disfruto del sexo prohibido no se hizo esperar. Si no fuera porque desaparece después de unos minutos creo que no la soportaría.
Con un ¿te sientes bien? desperté de mi marasmo. Todo bien..., le contesté con una sonrisa mientras me levantaba para vestirme. Con extrañeza observó cómo me colocaba de nuevo mi ropa sin que yo me preocupara por quitar la miel de mis nalgas. Parte de mi fantasía... le aclaré, sin lograr borrar su expresión de sorpresa. Tengo ante mí a un orate, parecía pensar.
La una y media. Demasiado tarde. Hora de regresar a nuestros respectivos hogares. ¿Te gustó? me preguntó intrigado. En respuesta me agaché para besar por encima de la ropa a su exquisita verga. Mi vergüenza ya no era más mi compañera. Pero cuando quise levantarme, su mano sobre mi nuca me lo impidió. ¡¿Quieres más?! sorprendido le pregunté con mi mirada. Una sonrisa suplicante y su verga de nuevo en expansión me dieron la respuesta. Recordé entonces que me había platicado acerca de su intensidad poco común. Me sabía satisfecho, pero el desbordante deseo de mi compañero me contagió. De nuevo mi boca fue un mar. Mamar una verga que recién hubiera estado en mi culo no era parte de mis fantasías, pero esos no eran momentos para ponerse melindroso, así que, una vez más, desenvolví el preciado regalo y lo mamé con singular fruición acariciando al tiempo sus gemelos y sus nalgas, y deslizando juguetonamente, aunque no sin temor, mis dedos hacia su lugar prohibido. Cuando la yema de mi dedo estuvo en él, dudé si intentar ingresarlo o no. Es este uno de los mitos sexuales que más detesto. ¿Cuántos hombres se pierden las delicias del placer anal sólo por estúpidos prejuicios? De una madriza no pasa, pensé. Me animé entonces a penetrarlo suavemente obteniendo a cambio la indescriptible sensación que solo el regalar placer inédito produce. Localicé su punto G y lo estimulé como mejor pude mientras mi boca le seguía mamando con incontenible deseo. Como resultado de ello, su rostro se llenó de gozo extremo y minutos después su cuerpo se estremeció deliciosamente, anunciando la venida de su segundo orgasmo de la noche. Su mano en mi nuca me pidió no abandonarle en ese momento, deseaba depositar sus mieles dentro de mí. Con sometimiento y excitación recibí cada chisguete, bebiendo con la dificultad natural del caso, pero feliz de complacerle. Su rostro de satisfacción valió todos los boletos.
¿Listo?, le pregunté para verificar que ahora sí estuviera satisfecho. Con una sonrisa de oreja a oreja me contestó afirmativamente. Nos acicalamos y salimos de mi oficina como los tipos modosos y bien portados que somos casi siempre. Lo que pasó ahí adentro jamás nadie lo supo. A excepción de Ud., amigo lector, a quien sólo por tratarse de su persona me atrevo a revelar esta aventura. Le suplico la mayor de las discreciones. Espero no haya pájaros en el alambre.
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