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Hace unos años trabajaba como cartero comercial, compaginando este empleo con mis tardíos estudios en la escuela nocturna. Por si alguien no lo sabe los carteros comerciales son esas personas que llaman a vuestro portero automático y os llenan el buzón de folletos publicitarios de diversos tamaños, formas y colores.
Los carteros comerciales, o buzoneadores, cuentan con varios enemigos naturales que hacen dicho trabajo bastante desagradable (además de mal pagado) pues a nadie le gusta sentirse odiado y despreciado un día sí y otro también. Uno de esos enemigos son los carteros de Correos, o sea los carteros "de verdad", que se quejan constantemente al ver entorpecida su labor por el sinnúmero de folletos que abarrotan los buzones. Otros son los vecinos malhumorados, sobre todo ancianos y ancianas con mucho tiempo libre y ganas de quejarse por cualquier cosa, y podría incluir a otros enemigos menores como las limpiadoras o los perros, especialmente peligrosos en zonas suburbanas y pueblos.
Pero el enemigo por excelencia del buzoneador, su implacable némesis, es el portero. El portero de finca común suele ser un hombre de mediana edad, con el cuello más ancho que la cabeza, generalmente de origen rural, celoso de su territorio y permanentemente malhumorado con cualquiera que no sea habitante de su colmena, habitantes con los que suele mostrarse servil en grado sumo.
La versión femenina no presenta demasiadas diferencias con la masculina, salvo por haber convertido el nombre de su profesión, portera, en sinónimo de cotilla.
Cada día, además de cargar con paquetes y más paquetes de folletos, tenía que aguantar con estoicismo a este tipo de personas, y durante dos semanas especialmente desagradables, a una portera en concreto llamada Trini.
Recuerdo que recién comenzado el otoño me asignaron una zona periférica de la ciudad, uno de esos barrios con grandes bloques de pisos. Fui la envidia de mis compañeros de empresa, pues aquella zona era de las mejores para buzonear, fácil y rápida, y yo también me alegré... hasta que la conocí.
Trini era la portera del número 16 de una calle cuyo nombre omitiré por si acaso. Desde la primera vez que entré en sus dominios aquella mujer mostró hacia mí una animadversión exagerada. Cierto que mi aspecto no era el mejor del mundo: dejando al margen el hecho de que soy más feo que un pecado, llevaba una hirsuta melena, y como la tinta de los folletos mancha la ropa siempre vestía camisetas viejas y unos vaqueros llenos de rotos.
¿Y como era ella? Pues ella era una mujer de unos cincuenta años, quizá alguno más, que no llegaba al metro sesenta, regordeta y exhuberante. Tenía el pelo corto y rizado, teñido de rubio, y unas gafas de cristales gruesos que la hacían parecer una lechuza iracunda. Gracias a sus mejillas rollizas y sonrosadas como las de un querubín su rostro no resultaba desagradable del todo, pero su permanente rictus de cólera ocultaba la cálida belleza que podría haber tenido.
Las formas en que me fastidiaba mientras realizaba mi alienante trabajo fueron in crescendo a medida que pasaban los días. El silencio y la indiferencia con que yo recibía sus comentarios despectivos la envalentonaron, y llegó a hacer cosas como tirar los folletos a la basura delante de mis narices, mojarme los bajos del pantalón con la fregona "sin querer", o simplemente insultarme. Llegué a la conclusión de que estaba como una puta cabra, o simplemente era malvada.
Yo guardaba un digno silencio, y cuando la sangre me hervía de ira me daba media vuelta y me marchaba. Necesitaba el trabajo, y si me enzarzaba en una discusión con aquella arpía podía quejarse a la empresa y hacer que me despidiesen. Pasadas un par de semanas, cuando llegaba al número 16 me asomaba al portal con cautela, y solo entraba si no veía a Trini.
Pero un día me despisté. Fui a trabajar con una resaca monumental, estaba muy cansado y me arrastraba por las calles de aquel monótono barrio como un alma en pena, cargando con fajos de folletos que parecían bloques de hormigón. Entré en un portal silencioso y sombrío, como casi todos a aquella hora de la mañana, y a unos metros de los buzones, casi invisible en la penumbra, vislumbré uno de esos sofás que suele haber en los portales.
Me senté con un suspiro y encendí un cigarro, dispuesto a pasar al menos media hora con las posaderas en el mullido sofá. Pasados cinco minutos escuché pasos, y apareció bajando la escalera la última persona a la que quería ver.
Seguro que ya lo habéis adivinado. Estaba en el número 16 y la silueta voluptuosa que se recortaba a contraluz delante de los buzones era la de Trini, la portera psicótica. Afortunadamente, la escasa luz y sus numerosas dioptrías jugaron a mi favor y no me vio. Me quedé inmovil, como los de Parque Jurásico cuando pasaba el Tiranosaurio, y cuando se puso a barrer el suelo me relajé un poco, pues era evidente que mi presencia le pasaba inadvertida.
Todos nuestros encuentros habían sido tan poco agradables que nunca me había parado a observarla con detenimiento. Llevaba esa especie de bata azul hasta las rodillas que suelen llevar las limpiadoras, medias blancas y zuecos con un leve tacón que resaltaba sus fuertes pantorrillas. Mientras movía la escoba con brío me recreé mirando el movimiento de sus anchas caderas, el bamboleo de las carnosas nalgas, y el temblor de unos pechos que mis manos, aunque son grandes, no podrían abarcar ni por asomo.
La visión del compacto conjunto de curvas, unida al miedo a ser descubierto, me llevó a un nivel de excitación tal que por un momento pensé en masturbarme allí mismo. Sería una especie de venganza, correrme en el portal de esa bruja mientras la miraba limpiarlo. Deseché la idea de inmediato. Si me pillaba no solo me despedirían sino que podría terminar en comisaría, así que me limité a fantasear mientras los pantalones me apretaban cada vez más.
Sin embargo los dioses, el Karma, el destino o como queráis llamarlo quisieron poner a mi alcance la ansiada venganza. Barría cerca de un macetero con una planta de plástico, se detuvo bruscamente y miró hacia abajo. Cuando se agachó pude ver el culazo en todo su esplendor, y cuando se incorporó pude ver la billetera que había recogido del suelo.
Trini miró a su alrededor con rapidez, moviendo el cuello como una gallina. Cuando comprobó que estaba sola (aunque no lo estaba) abrió la billetera, sacó el dinero (distinguí varios billetes grandes) y se lo guardó. A continuación miró la documentación e introdujo la billetera en uno de los buzones, en el del vecino al cual pertenecía, quien pensaría que se la habían robado y como suele pasar el ladrón la había tirado en cualquier parte, siendo encontrada por alguien que se había tomado la molestia de echársela en el buzón.
Pero yo sabía la verdad, y no iba a dejar pasar la oportunidad de vengarme de mi fornida antagonista. Salí de entre la penumbra de forma bastante teatral, parándome frente a ella con una sonrisa de autosuficiencia. Se sobresaltó al verme, e ignorando el hecho de que la había visto cometer un robo empezó a gritarme como de costumbre con su voz estridente.
-¿Que hacías ahí sentado? ¡Ese sofá es para los vecinos del bloque!
-Es que estaba cansado.- dije yo, socarrón.
-¡Seguro! ¡Cansado de echar mierda en los buzones!
Antes de que pudiese continuar con sus graznidos intenté meter la mano en el bolsillo de la bata donde guardaba su botín, pero no fui lo bastante rápido y me dió un manotazo, apartándome de un empujón y clavándome sus ojos de lechuza furiosa.
-¿Pero qué haces, desgraciado? ¡Lárgate ahora mismo de aquí o llamo a la policía!
-Me parece bien. Pero a lo mejor les digo que eres una ladrona y que te pregunten de donde has sacado toda esa pasta que tienes en el bolsillo.
Se puso roja de ira, gruñó como una bestia, y por un momento pareció a punto de lanzarse sobre mí y darme una paliza, pero no le di tiempo a reaccionar. Estábamos demasiado cerca de la puerta que daba a la calle, así que la agarré de un brazo para arrastrarla a la parte más oscura y discreta del portal. Teniendo en cuenta su edad y su tamaño era bastante fuerte, pero varios meses de cargar con fajos de folletos me habían fortalecido los brazos, y tras un breve forcejeo pude llevarla hasta una especie de pasillo sin salida en el que solo había una puerta descantillada con un cartel donde decía "trastero".
-No pienses que voy a darte ni un duro, hijo de puta.- siseó Trini, escupiendo cada palabra sin amilanarse lo más mínimo.- y como me hagas algo...-
Tan concentrada estaba en amenazarme que no vio mi mano lanzándose de nuevo hacia su bolsillo. Esta vez tuve éxito y levanté el dinero sobre mi cabeza, fuera de su alcance. Su rostro se desencajó y dio tal salto que casi alcanza los billetes. Pero saltar cuando se llevan zuecos no es seguro, y tuvo que apoyarse en la puerta para no caerse, momento que aproveché para meterme el dinero en el bolsillo de atrás del pantalón. La portera se abalanzó sobre mí, intentando recuperar su botín, y el forcejeo hizo que volviese a empalmarme.
-Te recuerdo que tus huellas están en la billetera.- dije.
Aquello era casi un farol, pues la policía no se molestaría en tomar huellas dactilares en un caso tan cutre como aquel, pero Trini había visto demasiadas series policiacas y no era muy lista. Se quedó quieta y me miró muy seria.
-Quédate con el puto dinero, pero como te vuelva a ver por aquí te juro que...
La historia podría haber terminado en ese momento. Podría haber dado media vuelta y largarme con una suculenta paga extra y la sensación de haberme vengado, pero el roce de aquel cuerpo me había excitado de tal forma que no pensaba con demasiada claridad, y me quedé quieto mirando las enormes tetas que subían y bajaban con la agitada respiración de su propietaria.
-A lo mejor te dejo quedarte con la mitad.
Antes de que pudiese contestar le agarré una teta con cada mano. Ella soltó una especie de rugido y me dio un empujón que casi me hace caer de culo.
-No me toques, asqueroso.
Estaba realmente furiosa, pero no gritó, seguía siseando como una serpiente para no alarmar a los vecinos, y decidí comprobar hasta donde podía llegar sin que pidiese auxilio (momento en el que me marcharía, porque no seré un santo pero tampoco un violador). Cuando recuperé el equilibrio apreté de nuevo sus tetazas, al mismo tiempo que empujaba y hacía que su espalda quedase pegada a la puerta del trastero. La tenía tan dura que a pesar del pantalón supe que ella podía notar mi verga. Cuando comencé a besarle el cuello con avidez, bajando las manos hacia sus nalgas, dejó de resistirse, aunque sabía que su respiración acelerada tenía más que ver con la rabia que con la excitación.
-Seguro que hace tiempo que no te echan un buen polvo ¿eh?
-Mi marido me folla todas las noches... y es mil veces más hombre que tú, pedazo de mierda.
Que me insultase no era nada nuevo, pero esta vez la hice callar metiéndole la lengua en la boca. Para mi sorpresa no apartó la cara ni me mordió, sino que hizo que su lengua bailase con la mía, y pude notar el sabor a zumo de naranja en su saliva. Le desabroché los dos primeros botones de la bata y bajé mi lengua hasta su escote y las manos a sus muslos. En ese momento escuchamos ecos de pasos por el hueco de la escalera, señal de que un vecino bajaba, y contuvimos la respiración.
Desde donde estábamos podía verse el final de la escalera, y por lo tanto cualquiera que bajase nos vería a nosotros también si miraba hacia la izquierda. Giré el picaporte de la puerta y empujé a la portera dentro del trastero; entré tras ella y cerré la puerta, con el corazón disparado en la más absoluta oscuridad. Trini sabía donde estaba el interruptor de la luz, y a los pocos segundos una bombilla polvorienta que colgaba del techo iluminó montones de trastos, y por supuesto a ella, con la bata a medio desabrochar y las mejillas más rojas que de costumbre.
-No me la vas a meter por cuatro billetes, como a una puta.- dijo, sin demasiada convicción.
-Claro que no. Te la voy a meter porque te la quiero meter, y porque tu estás más caliente que una perra.
Dicho esto, me bajé los pantalones, y en los gruesos cristales de sus gafas se reflejó mi polla palpitante. Dicen que Dios aprieta pero no ahoga, y después de darme una cara poco agraciada y un cuerpo desgarbado tenía que compensarme de alguna forma, así que me dio un miembro de tamaño considerable.
-¿Sigues pensando que tu marido es más hombre que yo?- dije, mientras ella no apartaba la vista de mi "don divino".
-Tendrás un pollón, pero eres un mierda.
-Pues este mierda te la va a meter hasta el alma.
Le abrí la bata con furia, haciendo saltar varios botones, y le quité el sujetador, liberando a los dos leviatanes pálidos y suaves que eran sus tetazas. Mientras chupaba y mordisqueaba uno de sus grandes pezones exploré su entrepierna, comprobando con sorpresa que no llevaba bragas debajo de los pantys blancos, de forma que solo una fina capa de lycra separaba mis dedos de su carnoso sexo.
-Yo que pensaba que eras una estrecha y resulta que vas por ahí sin bragas... Eres una calentorra ¿eh?
-Es para trabajar más cómoda.
-Claro... Seguro que te has follado a más de un vecino aquí en el trastero ¿verdad?
-Te voy a dar una hostia, gilipollas.
Rompí los pantys de un tirón, abriendo el hueco justo para dejar a la vista un coño que ya estaba húmedo gracias al trabajo de mis dedos. Le di un buen lametón, haciéndola dar un respingo de placer, pero en lugar de continuar me puse de pie y busqué algo a lo que subirme. Encontré una caja de madera con la altura justa y me subí, metiendo la polla entre sus tetas. Escupí en el canalillo varias veces para que se deslizase mejor y moví las caderas de forma que la punta le golpeaba en la barbilla, hasta que decidió bajar la cabeza y abrir la boca, atrapándome en una deliciosa mezcla de cubana y mamada.
Estaba tan caliente que me hubiese corrido en ese momento, pero le había dicho que se la iba a meter y soy un hombre de palabra. Divisé una lavadora vieja en el fondo del trastero, me bajé de la caja y la llevé hasta allí en volandas. La hice girarse y la empujé hacia adelante sobre el electrodoméstico, dejando su culazo tembloroso a merced de mi lascivia.
-Te voy a centrifugar.- dije.
-Me estoy llenando las tetas de polvo.
-Te aguantas.
Hice más amplia la rotura de sus pantys y le di unos cuantes azotes en las nalgas, amasándolas luego con fuerza, separándolas para dejar al descubierto la estrecha abertura de su culo. La agarré por las caderas, obligándola a ponerse de puntillas, y busqué con la punta de mi verga la carnosa grieta que era su coño. Me sorprendió lo mojada que estaba, teniendo en cuenta su edad, y me alegré, pues en aquella habitación polvorienta y sin ventilación se me empezaba a secar la boca y no tenía mucha saliva para lubricarla.
Intentó no gritar cuando se la metí, de una vez y tan fuerte que mis huevos le golpearon el clítoris, pero entre los dientes apretados se le escapó un chillido que me animó a embestirla más fuerte todavía, haciendo temblar la desvencijada lavadora. Le levanté una pierna, de forma que tuvo que apoyar la rodilla en la lavadora para mantener el equilibrio, manchándo también de polvo los inmaculados pantys blancos, y con la otra mano agarré se pelo de querubín, corto y rizado, tirando hacia atrás para que levantase la cabeza.
-¡Ayyyy! No te pases, cabronazo.
Sin soltarle el pelo, a pesar de sus quejas, empecé a bombear, cada vez más deprisa, impulsándome agarrado a su rollizo muslo en alto. Ella empezó también a moverse, cimbreándose todo cuanto le permitía su forzada postura, jadeando y gruñendo como un animal. Cuando se corrió sus caderas vibraron como si le diesen descargas eléctricas, y dio palmadas en la lavadora con tanta fuerza que levantó nubes de polvo, culminando con un prolongado grito y una sarta de maldiciones que habrían hecho enrojecer a un estibador del puerto.
No se si tuvo varios orgasmos o uno muy largo. Yo seguía a lo mío, entrando y saliendo de ella a buen ritmo. Le solté el pelo y le puse una mano en cada hombro, empujándola hacia mí en cada embestida, asegurándome de que se la metía lo más profundamente posible, hasta que no pude más, se la saqué, y bastaron un par de sacudidas de mi mano para que una copiosa corrida brotase con fuerza, llegando casi hasta su cabeza, manchando toda su espalda y goteando en sus nalgas. Fue tan intenso que tuve que retroceder y sentarme en la misma caja de madera a la que me había subido antes, exhausto.
La miré mientras recuperaba el aliento. La había dejado hecha un cromo, con los pantys rotos, sucia de polvo y semen, despeinada, sudorosa y con las gafas torcidas. Ella me miraba también, y aunque su expresión seguía siendo desabrida ya no rebosaba odio ni desprecio, como era habitual.
-¿Como te llamas?- pregunté.
-Trini ¿te importa mucho?- respondió con su habitual antipatía.
-La verdad es que no.
Tras subirme los pantalones saqué los billetes de mi bolsillo y conté la mitad. La mirada ansiosa de la portera al ver el dinero me repugnó de tal forma que volví a guardármelos. Al fin y al cabo sí que era una zorra, y aunque había disfrutado tanto o más que yo, sospeché que aquella gorda urraca no había dejado de pensar en su botín. La ira volvió a sus ojos, más intensa que nunca.
-Me has engañado, hijo de la gran puta.
-Te dije que a lo mejor te daba la mitad.- dije mientras abría la puerta para irme. Ella se avalanzó tras de mí.- Deberías limpiarte un poco y vestirte antes de salir fuera ¿no crees?
Se paró en seco, consciente de pronto de su desnudez y del riachuelo de esperma que ya le chorreaba por la parte trasera de los muslos. Me miró una última vez, más furiosa que nunca.
-Si te vuelvo a ver por aquí te juro que...
No me quedé a escuchar su retahila de insultos y maldiciones. Cerré la puerta del trastero y salí a la calle, no sin antes localizar el buzón donde Trini había metido la billetera y arrojar dentro el dinero (puede que no sea un santo, pero tampoco soy un ladrón).
Al día siguiente me asignaron otro barrio y no volví a ver a Trini. En parte me alegré, y en parte lo lamenté, porque en el fondo sabía que a pesar de su odio, sus insultos y amenazas, si volvía a su portal y la arrastraba de nuevo al polvoriento trastero no opondría ninguna resistencia.
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