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Categoría: Confesiones

La mujer llamada Irina

Indira es la mujer perfecta. Sus amantes le entregan frases como «tienes las nalgas más bonitas» o «eres una diosa caliente.»

No mienten. Transpira sexo. Su cara es de una muñeca recién llegada de la playa. Bronceadita. Sus grandes senos viven libres: acarician seguros la tela de los escotes. El pelo castaño juega en sus hombros desnudos, de los que cae parte de su blusa.


Sentada frente a mí en su sillón rojo, Indira busca decirme qué la calienta. Viene a su mente cómo, cada semana, su cuerpo acanelado se inclina hasta el límite para ser penetrada como perrito. Delante de ella, aclara, hay un espejo. «Me gusta ver lo buena que estoy, y cómo mi güey me penetra y me penetra con mi cola para él.»

Mientras me habla le descubro un movimiento: su mano izquierda roza su seno inquieto y luego baja hacia el abdomen. La mano se calma, pero al rato reanuda algo que parecen caricias inconscientes.

Sola, en su departamento de Polanco, esta mujer de 33 años que no aparenta haber superado los veintitantos goza a hombres que invita a casa. Hace el amor con mariguana, cocaína y demás drogas que la llevan a “otro viaje”: «Todo se siente el triple —explica—. Los besos son más besos, huelo más, toco más. Tardo más en venirme porque el placer es bien largo. Soy yo tres veces más.»

—¿Con cuántos hombres has estado?

—No sé —ríe e intenta calcular.

—¿Cien?

—Sí… no. No, más de 50, sí. O más, no sé.

Se autodefine como “cachonda permanente”. «Soy caliente de todos modos, como sea», dice esta productora de comerciales.

—Explícalo.

—Perdí mi virginidad a los 17 años y el sexo se me antoja fácil, rápido, a cualquier hora, donde sea.

Observo su amplio departamento con piso de duela. Percibo un incienso de uva. Desde la sala alcanzo a ver su cuarto: con el protagonismo de un trono, reposa una deliciosa king size blanco y ocre.

A Indira le cuesta escribir. Por eso la llamo en las noches para recapitular su día. Hay de todo: sexo en horas laborales con su amante casado de 48 años, hombres que acaba de conocer, viejos amigos. Todos son diferentes, pero ella prefiere darles un mismo nombre: “caiditos”.

—¿Caiditos?

—Sí, porque caen.

Un martes, minutos antes de la comida, Indira se comunicó con su amante: un hombre alto y canoso, de labios gruesos y perchaque lo hace interesante. Acordó escaparse del trabajo y recibirlo en su depto. «Nos dimos besos largos. Me encanta quedarme en tanguita, tocarnos. Después, que me la meta. Lo hicimos de perrito frente al espejo. Me gusta que me haga suya como perrita y verme los muslos, mis nalgas, su cara.» Indira y Fernando soltaron los últimos resabios de su energía y luego se dieron una pausa. Sólo minutos. «Lo hicimos dos veces más  y volvimos a trabajar», dice riendo.

Pasaron dos días sin una gota de sexo. Un fin de semana complicado.

—¿Estás impaciente?

—Hace una semana cogí con un argentino buenote. Estuvo tan bien que me he masturbado pensándolo y así apenas la libro.

El acostón con el extranjero no fue uno más. Indira lo recibió con pastillas de éxtasis, que dieron paso a lo que llama «súper cogida rara». Fernando la acarició, la olió con ternura, besó todo su cuerpo y le tomó el sexo con la mano. «Esas dedeadas me encantan: como ganchito, apretando el vientre. Se siente uff. Me sentí súper deseada. Se moría por penetrarme pero me disfrutaba. Me dio tres vergazos y me vine. En eso pensé cuando me masturbé: el argentino.» Antes de colgar, sintetizó: «Fue la cogida de mi vida.» Cuando colgué, me quedé pensando en el vértigo de sus relatos. Quizá cada recuerdo despierta en Indira un nuevo apetito.

—Sólo 41% de las mexicanas se masturba —le digo citando una encuesta del Instituto Mexicano de Sexología (Imesex).

—¿Cómo pueden? Lo hacen, no lo dicen.

—Son estudios de expertos...

—Pues soy afortunada —responde carcajeándose, mientras tomamos café en su sala, decorada en rojo, blanco y negro.

—¿Cómo lo haces?

—Tengo tres juguetes. En las mañanas o antes de dormirme —contesta sin titubeos.

—¿Cómo son?

—Mi favorito es una verga con una mariposa que masajea el clítoris. Da como unas chupaditas ricas. La ventaja de masturbarte es que duras lo que sea, piensas en el güey que más te gusta y acabas cuando quieras.

Al menos una vez por semana sus juguetes se pasean en el colchón de la cama blanca.


Pero Indira sabe qué es lo mejor: «El sexo con un hombre bueno (no un buen hombre), en la cama.»
Datos del Relato
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