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Aquella mañana estaba siendo desquiciante, corriendo de aquí para allá, apurando al máximo. Trabajaba en el turno de tarde y tenía que coger el autobús de la una. Me parecía que no me iba a dar tiempo de dejar hechas todas las cosas de la casa que yo quería. Que si la ropa, que si las camas, la cocina. ¡Estos cabrones no dejan nada recogido! Estaba sola en casa, mi marido trabajaba y los niños estaban en el colegio. Entré en la habitación con ropa doblada. Fue la primera vez que lo oí. Bajo el aplique que tenemos en el lado exterior del vestidor se escuchaba un ruidito, una especie de vibración dentro de la pared. Me quedé quieta intentando identificarlo pero no reconocía que era. Toqué la pared y pude notarlo, ¡aquel ruido era real! En seguida pensé que sería debido a los cables de electricidad que alimentan el aplique, por lo que encendí y apagué la bombilla varias veces sin que el ruidito cambiase de sonido ni de vibración. ¡Me asusté! Que es lo que podía haber en el interior que producía aquello tan extraño. Volví a tocar la pared, bajo la luz, con el miedo en el cuerpo, casi me pareció que me daba un calambre. Llegué a desconectar la electricidad de toda la casa pero nada cambió. No podía irme sin dejar aquello resuelto. Por suerte para mí, nuestra casa es encuentra en la misma finca que la de mis padres con la diferencia que ellos entran por una cabecera y nosotros por la otra, separados unos cincuenta metros. Corrí a su casa, estaban en la cocina empezando a preparar la comida. Le conté a mi padre lo que ocurría, pareció no entenderme bien. Los dos bajamos a mi casa seguidos de mi madre, que también se asustó y quiso saber lo que pasaba. Ya en la habitación, mi padre entendió lo que le contaba. ¡El ruido seguía allí! Pero él hizo lo que a mí, quizás por los nervios o la prisa, no se me había ocurrido, se metió en el vestidor y examinó la pared al otro lado del aplique. A la altura a la que se apreciaba aquel extraño fenómeno, introdujo su mano entre la ropa del estante. Por cierto, que era mi ropa íntima, ya que era mi lado del vestidor, aunque tengo que reconocer que ocupo también una “pequeña” parte del de mi marido.
-¿Habéis encontrado el problema?
La que hablaba era mi madre que entraba justo en el momento en que mi padre asomaba por la puerta con un dildo blanco y rosa de considerables dimensiones que vibraba como un poseso y emitía un soniquete bastante molesto.
Mi madre puso cara de no tener ni idea de que era eso. Mi padre tenía cara de Monalisa, con la sonrisa de oreja a oreja. Y yo… ¡yo!.. Yo, pues, quería que un rayo divino me fulminase al instante y dejar de estar en aquel lugar, entre mis dos padres, con esa enorme cara de gilipollas, imbécil y retrasada mental.
-Toma, no sé cómo se apaga.
Dijo mi padre con un guiño y una pícara sonrisa.
-¿Qué coño es eso? –Preguntó mi madre.
He de aclarar que mis viejos ya superan los setenta y me temo que es el primero que ven en su vida.
-La pregunta debería ser ¿para qué coño es? –Le contestó mi padre. –Pero supongo que es fácil de adivinar.
Mi madre seguía con su cara de interrogación, mirándome con la expresión del que no entiende nada de nada. Y yo allí, con mi consolador en la mano, paralizada, incapaz de recordar cómo se apagaba. A partir de ese instante tengo muy claro cuál es la definición de “ridículo absoluto”.
Cuando por la noche regresé de trabajar le conté a mi marido la desgraciada anécdota. Él tenía algo de culpa, pues hacía años que me había regalado el juguetito. Lo que más me molestó, no fue verlo tirado en el suelo partiéndose el culo de risa, sino que no me creyese cuando le dije que aquella mañana no había utilizado el aparato.
-Sí, sí, claro, el pobre se sentía solo y quiso llamar tu atención, se ve que llevaba tiempo sin desahogarse. Cada día los hacen más sensibles. A ver si ahora voy a tener que celarme de un consolador.
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