EL ANFITRION
Dos años de casados, de feliz matrimonio, de proyectos, de ambicionar hijos, de jurarnos que no caeríamos en la monotonía y..........vaya si lo cumplimos sin querer.
Me llamo Marina. Tengo 27 años de edad, no soy llamativa, aunque - según dicen mis conocidos - simpática, bajita, cabello rojizo, largo y ondulado, ojos marrones claros. Además, menuda, cintura muy fina, pechos pequeños pero firmes. Confieso que me enorgullece mi cola: atrae miradas y creo que es lo mejor que tengo.
Estoy casada con Santiago, pleno de juventud y empuje. Con sus 29 años, ya renombrado profesional, bien parecido, agradable y muy cariñoso. Que más pedir para mí.
Gozamos de un respetable pasar económico. Tenemos dos autos, una lujosa casa, emplazada en un barrio cerrado, a las afuera de la ciudad y no nos privamos de nada. Nos gusta viajar, lo que hacemos frecuentemente. Podría decirse que tenemos una muy buena vida. O tal vez, deba decir tuvimos............Uds. dirán.
Cuando se acercaban nuestras últimas vacaciones, comenzamos a planificarlas. Santiago quería ir a la costa. Yo, en cambio, a un lugar tranquilo. Sabía de un complejo de casitas, ubicado en una zona boscosa, rodeado por un río y me encantó. Santiago, divino como siempre, accedió.
Decidimos hacer el viaje en auto, para apreciar el pintoresco paisaje. Llegada la fecha, optamos por el de mi marido, por ser más grande y cómodo.
Teníamos todo previsto. Como el viaje era largo, nos turnaríamos para conducir. Habíamos trazado la ruta en un plano, porque el distrito no nos era familiar y el complejo se alineaba sobre un camino de tierra. Muy contentos, partimos.
Llegada la noche, paramos en un restaurante de la ruta y comimos algo liviano. Decidimos no detenernos nuevamente, para llegar cuanto antes. Fui yo quien tomó el volante, mientras mi marido dormitaba.
Conduje por alrededor de cuatro horas, por una ruta semidesierta y en medio de una oscuridad total, hasta que me detuve. Santiago despertó y preguntó dónde estábamos. No supe que responderle.
Consultamos el mapa y aparentemente estábamos cerca. Suponíamos, sin certeza alguna que, el camino de tierra que salía metros más adelante, nos llevaría a destino. Luego de un pequeño debate, lo avanzado de la hora y los relámpagos que presagiaban tormenta, nos decidieron a avanzar por el mismo. Recorridos aproximadamente unos dos kilómetros, un diluvio nos hizo detener.
El terreno fangoso, parecía intransitable. Santiago insistió en tomar el volante y continuar. Avanzábamos lentamente. La intensa lluvia, el estado del camino y la oscuridad, impedían tomar velocidad. No obstante lo dicho, de improviso, algo, un vehículo obviamente, de características ignotas, pues no pudimos divisarlo, nos pasó raudamente por la izquierda, encerrándonos. Santiago, volanteó abruptamente hacia la derecha y terminamos en una zanja, con la trompa del auto semi inmersa en la misma.
Nos miramos sin ocultar la preocupación por lo acontecido. Estábamos nerviosos, golpeados y asustados. Prendimos sendos cigarrillos. Como no dejaba de reprocharle su tozudez, al querer proseguir la marcha, discutimos. La tormenta arreciaba y nosotros atascados, perdidos en medio de la nada, cuando aún faltaban horas para la madrugada. Todo se confabulaba para que nuestra riña continuara.
Repentinamente, creí divisar que algo se aproximaba. Ya más cerca, notamos que era un carruaje cerrado, antiguo, tirado por caballos, como esos que se ven en las películas. A falta de luces, tocamos bocina insistentemente, para llamar la atención. Teníamos una esperanza.
El conductor, descendió y enfiló hacia nuestro averiado automóvil. Era un hombre, con piloto amarillo y capucha. Cuando se asomó por la ventanilla izquierda, noté que era bastante mayor de edad, como de unos 70 años, con bigote totalmente blanco.
Nos preguntó a donde nos dirigíamos y al responderle, afirmó categóricamente que habíamos errado el camino, puesto que conocía bien el condado y ese lugar, no estaba en el circuito. Aventuró además, que la tormenta duraría más de un día. Ante nuestra obvia desolación, ofreció conducirnos a la casa de su patrón, el que seguramente, nos brindaría hospedaje de buen grado y nos haría sentir cómodos.
Sin dudarlo, aceptamos. Donde fuéramos, mejor que allí, estaríamos. Agregó, que no nos preocupáramos por el coche. Que no bien cesara la lluvia, llamaría al auxilio para sacarlo Una sensación de alivio y alegría, se apoderó de mí. Corrimos hacia el carruaje y subimos en la parte trasera, tal cual nos indicó.
Como el carro era cerrado, no se veía nada. Sólo se escuchaba el galope de los caballos y el persistente golpeteo de la lluvia. Como a la media hora nos detuvimos.
Nuestro benefactor, nos abrió la puerta pero, antes de descender, nos proporcionó unos pilotos negros viejos. Nos guió hacia una casa muy grande, de dos plantas. Nos ubicó en una sala de estar y nos sirvió un reconfortante té.
Dada la hora, ni siquiera preguntamos por el dueño de casa, asumiendo que dormiría. Terminado el té, nos llevó a una habitación, en la planta superior, para que descansáramos.
El cuarto era enorme, pero con poco mobiliario: una cama de dos plazas, mesa con velador y un escritorio con silla, contra una pared. Tenía tres puertas, una de entrada, la que comunicaba al baño integrado y la tercera cerrada con llave. Probablemente, pensamos, un aposento contiguo. También, enfrentado a la cama, un hogar a leña que el empleado, encendió de inmediato. Sobre el mismo y levemente inclinado hacia delante, en su parte superior, un espejo tan ancho como su apoyo, muy alto y antiguo.
Así como nos quedamos solos, nos abrazamos y comenzamos a besarnos y acariciarnos. La tenue luz, la lluvia, el fuego, creaban el clima ideal y Santiago dijo que era hora de comenzar nuestras vacaciones. Nos fuimos quitando mutua y lentamente la ropa, arrojándola al piso, mientras nuestra pasión crecía. En un verdadero ímpetu, mi marido jaló la cobija de la cama, hasta dejarla tirada justo delante del hogar, donde, ya totalmente desnudos, nos dejamos caer también. Seguimos besándonos, recorriendo nuestros cuerpos ya enardecidos. Sentía como me lamía los pechos, cuando posé mi vista en el espejo, que nos reflejaba perfectamente, completamente enlazados como estábamos y una excitante corriente eléctrica me recorrió. Sentí vívidamente que nos estaban observando lo que, confieso, aumentó mi frenesí en grado superlativo. Sabía que era el espejo, pero la sola idea de que nos espiaran, me potenció. Me subí sobre él y empecé a embestirlo cadenciosa pero profundamente. Aunque ya no veía el espejo, tenía la impresión de tener ojos clavados en mí. Recorrían mi cabellera, espalda y los rítmicos movimientos de mis redondeadas nalgas que, por extremadamente motivada, subían y bajaban, a un ritmo desenfrenado, fuertemente apretadas por mi marido. No quería abandonar la fantasía de ser mirados. Me calentaba al extremo de ser siempre yo, quien cambiaba la posición, ofrecía mis pechos y multiplicaba mis orgasmos, sin que cediera la excitación en ningún momento. Mi marido, no ocultaba su asombro y agrado. Me susurró al oído que deberíamos tomar vacaciones más seguido, mientras mordía y lengüeteaba mi oreja, acompañándome magníficamente, en este desinhibido e inusual comportamiento. Finalmente, sentí como eyaculaba y gemí ante el intenso placer de acabar juntos. Así nos quedamos, tendidos, enredados el uno con el otro, ya exhaustos, nos dormimos. Antes de cerrar mis párpados, eché una última mirada hacia mi inesperado cómplice, el espejo.
Al despertar, todo estaba oscuro. Ni un rayito de luz, se filtraba por el ventanal. Para nuestra sorpresa, era de noche. Ciertamente, ya era de madrugada cuando caímos rendidos por el cansancio, pero parecía insólito que hubiésemos dormido un día entero.
Al rato, golpearon una de las puertas, avisándonos que la cena estaría servida en una hora.
Indudablemente, habíamos dormido todo el día, pero lo atribuimos a los magullones, tensiones, cambio horario, pero sobre todo a nuestra vorágine sexual, amén de haber conducido ambos durante la noche anterior.
Nos duchamos y vestimos con ropa limpia. A mi turno, nuevamente tuve la sensación constante de ser espiada. Era tan intensa, que me hizo taparme cuando salí de la ducha. No le comenté nada a Santiago. Era mi quimera y mi secreto. Me gustaba así.
Al abrir la puerta del dormitorio, justo delante de la misma, estaba el mayordomo, nuestro providencial socorro, quien se identificó como Samuel, solicitando lo siguiéramos.
Ya en la planta baja, nos condujo a un espacioso comedor. Suntuosamente decorado, el centro lo distinguía una gran mesa. Sobre la misma, lucían dos candelabros de vela encendidos y diversidad de exquisiteces. Samuel, nos indicó donde sentarnos.
Enseguida, apareció nuestro anfitrión. Tendría unos 55 años, cabello negro peinado para atrás, prolija barba, 1,90 metros de estatura, delgado y muy serio.
Nos saludó cordialmente, presentándose como Federico Lavin y se sentó en la cabecera. Nos formuló diversas preguntas, mientras esbozaba una forzada sonrisa y no dejaba de mirarnos alternativamente, fuerte y penetrantemente.
No me gustaba ese hombre, sin embargo trataba de parecer agradable y agradecida por su hospitalidad, ya que, se deshacía en atenciones, ofreciéndonos permanentemente algo más. Procuraba que nuestras copas, estuvieran siempre colmadas de un exquisito vino tinto, que nos servía personalmente, de un botellón de cristal.
Al término de lo que pareció un verdadero ágape, nos invitó a pasar al saloncito contiguo, donde Samuel apareció con tres vasos y una botella de licor, ya empezada. Nuestro anfitrión, encendió un habano y continuó interrogándonos, siempre sin dejar de escrutarnos.
Dijo ser oriundo de Francia, pero radicado hacía mucho en el país. Que vivía de rentas y que nunca se había casado. Cuando Santiago, por pura cortesía, preguntó sobre el origen de sus rentas y soltería, respondió con evasivas para, repentinamente, decir que se retiraba a dormir. Brindó las disculpas del caso y se perdió tras una puerta.
Ya solos, nos detuvimos a admirar el mobiliario, cuadros y antigüedades que vestían cada rincón de la planta baja. Ambos, nos sentimos algo mareados. Nos empezamos a reír como si estuviéramos borrachos y recordamos que no acostumbrábamos a beber tanto y mucho menos, mezclar alcoholes. Lo tomamos, como parte de la insólita aventura que estábamos viviendo.
Mientras subíamos, el mareo se intensificó, obligándonos a acostarnos vestidos.
Nos dormimos de inmediato, cayendo en un profundo sueño que, en mi caso, resultó relativamente interrumpido por un fuerte trueno, que hasta reconocerlo como tal, me asustó. Seguía mareada y nuevamente me invadió la sensación de ser fisgoneada, pero el sueño me venció.
Avanzada la noche, me desperté para ir al baño y hallé que, por todo atuendo, vestía mi ropa interior. Miré a mi esposo y estaba en slips. Cundí en pánico. Intenté despertar a Santiago, pero no respondía. Estaba segura que nos habíamos acostado vestidos. Finalmente, el mareo pudo más y concluí que precisamente por eso, nos habíamos desvestido como autómatas, ya que acostumbrábamos dormir desnudos.
Despertamos como a las 10 de la mañana, ambos con intenso dolor de cabeza. El mayordomo, como si estuviera detrás de la puerta, golpeó, invitándonos a desayunar, lo que rechazamos al unísono. Ambos comentamos entre nosotros, que además, teníamos náuseas. Fue entonces cuando, Santiago reparó en que no llevaba su ropa. Peor aún, ninguna de nuestras prendas estaba a la vista y como ya explicara, el mobiliario del cuarto era escaso. Buscamos en nuestro equipaje y faltaba también la ropa del día anterior, con la que habíamos viajado.
Recordé haber supuesto que todo era fabulación propia. Ahora, tenía la certeza de que alguien, ingresaba a nuestro cuarto, sin previo aviso ni permiso. Conté mis reiteradas experiencias a mi esposo. Pese al realismo de mi relato, no parecía hacer eco en él. Lo noté extraño, como ido. Deduje que aún se hallaba bajo los efectos de la ingesta alcohólica, que fue superior a la mía. Yo no me sentía mucho mejor y todo lo ocurrido, empezaba a inquietarme. Nos quedamos recostados y Santiago se volvió a dormir. Como a las 14.00 horas, tuvimos apetito. Salí en busca de Samuel. Estaba en el extremo del pasillo, lustrando platería. Le pedí con gentileza, que nos ofreciera algo liviano para comer y sugirió un té con tostadas. Me pareció acertado y agregué que nos diera aspirinas, pues continuábamos con dolor de cabeza. Minutos más tarde, teníamos una humeante tetera, tostadas, mermelada, queso y otros acompañamientos posibles, junto con los analgésicos.
Comimos y bebimos en la medida de nuestra necesidad e ingerimos dos calmantes cada uno.
Nunca supe la hora en que se desarrollaron los hechos. Sólo puedo decir que desperté nuevamente. Sólo que esta vez, comprendí que estaba drogada. Carecía de fuerzas y voluntad propias. Junto a mí, estaba Federico, manoseando mi cola, acariciando mis partes íntimas por encima de la bombacha, me besaba frenéticamente el cuello y me mordía suavemente el lóbulo de la oreja. Sus dedos recorrieron luego la raya de mi culo y vagina. Gemía, balbuceando palabras que no entendía. A pesar del desagrado que me producía ese hombre, logró excitarme. Sea por él mismo o la droga, deseé intensamente que me la ponga. En mi más alto grado de éxtasis, se apartó de mi lado, mientras susurraba:
– No preciosa, ahora no. Vas a tener que esperar un ratito. Así, calentita, que voy a atender a tu maridito y luego me dedico a vos.
Continuó diciendo:
- Mirá bien lo que vamos a hacer con Santiaguito, así podés imaginar lo que te espera después y estar bien lubricadita.
Me inclinó hacia donde estaba Santiago. Samuel lo estaba poniendo boca abajo, mientras él, parecía esta inconsciente y farfullaba incoherencias. Federico se montó sobre él y comenzó a manosearlo analmente sin quitarme los ojos de encima. Cerré los ojos, no quería ver que mi amante sufriera semejante humillación. Pero entonces, comenzaba la mía. Sentí como alguien, luego supe que era Samuel, me pellizcaba los pezones y recorría con sus dedos mi espalda hasta el comienzo de mis nalgas, donde se detenía y hacía círculos, potenciando nuevamente la ansiedad que ya me provocara Federico. Sobresaltada, reabrí mis ojos, en el preciso instante en que nuestro anfitrión, lubricaba el ano de mi esposo y su pene muy grueso y muy duro, todo sin dejar de dirigirme miradas lascivas. Situación que continuó cuando lenta pero seguramente, comenzó a introducir la cabeza de su pene en mi esposo. Éste gritó, tal la violencia de la embestida.
No pude evitar que brotaran lágrimas al ver algo que ni en una pesadilla imaginé ver. Santiago lloraba del dolor. Lo tenía sujeto contra el colchón y lo trataba de manera extremadamente depravada, gritándole que se quedara quieto y que gozara. Al bombearlo sin pausa, casi furiosamente, mi esposo se desmayó del dolor. Con todo, su agresor, no se detuvo sino que aceleró el ritmo, hasta hacerlo sangrar.
Con todo, mi erotismo continuaba exacerbado. No sólo sabía que era Samuel quien me toqueteaba, sino que también era espectador de todo cuanto acontecía y me estaba metiendo sus dedos en la vagina, revolviéndolos cadenciosamente. Casi sin proponérmelo, estaba gozando con tanto placer sensorial. Empecé a retorcerme y hasta abrí las piernas, para sentir mejor el libidinoso accionar de Samuel. Me entregué a mis propias sensaciones. Hoy comprendo que la droga me indujo, pero entonces, sólo quería entregarme a la concupiscencia.
Cuando por fin, en medio de un verdadero aullido de placer, Federico acabó dentro de Santiago, que seguía desmayado, Samuel – sin dejar de acariciarme -, me fue rotando hasta ponerme boca abajo. Acto seguido, me arrancó la bombacha y puso una almohada bajo mi cadera para que mi culo quedara mas parado. Sentí que Federico se acomodaba sobre mi espalda y empezaba a recorrerla con sus manos, apoyando su miembro en la raya de entrada de mi trasero.
Al comenzar la penetración lancé un grito. Era incontrolable el dolor que sentía.
Me introdujo toda su gorda y larga pija casi de golpe, estaba ahogada, respiraba por la boca, necesitaba aire y solo sentía el asqueroso aliento de ese enfermo.
Mientras en vano lanzaba manotazos, para evitar sus embestidas, su partenaire, apoyó su aparato en mi boca, para que se lo chupe.
El dolor no me permitía complacerlo, hasta que con un fuerte tirón de cabellos me hizo abrir la boca y recibir un respetable pedazo dentro.
Pareció una eternidad lo que estuvieron invadiendo mis agujeros. Sentía dolores agudos y puntadas en toda la zona trasera, que apagaron todo mi ardor sensual.
Federico me acabó fuera, bañando mi espalda con su semen. De inmediato, sin darme respiro, me dieron vuelta. Noté que seguía con su pene duro, como si recién empezara.
Se volvió a encaramar sobre mí, besándome, e introduciendo su repugnante lengua en mi boca, mientras rozaba con su pija los labios de mi vagina. Me penetró salvajemente. Quise resistirme, escupiendo su rostro, pero fue inútil. Se limpió con el torso de la mano y continuó empujando desenfrenadamente. Como represalia, instó a Samuel a meter su falo en mi boca, donde acabó, provocando que vomitara su semen.
Mientras esto último acontecía, Santiago comenzó a reaccionar. Su mirada estaba fija y horrorizada, pero era notoria su impotencia física. La droga y el dolor lo tenían paralizado. Cuando Federico estaba pronto a acabar, como delataban sus enterradas continuas y brutales junto al cambio de jadeo, Santiago alcanzó a balbucear que por favor no, que yo no me cuidaba, aludiendo a falta de todo tipo de anticonceptivo. Yo lloré al pensarlo. Un frío helado recorrió mi cuerpo. Por supuesto que hizo caso omiso y me llenó de leche, quedándose un rato dentro mío.
Parecía que todo iba a terminar allí. Ambos estaban saciados y el dueño de casa, se recostó a mi lado, sin dejar de pasa su dedo índice por mi cuerpo y mirarme fija y burlonamente.
A mis espaldas, sentí movimientos extraños. Era Samuel, que convenientemente, se había colocado sobre la espalda de Santiago, para evitar que se corriera o movilizara en cualquier sentido.
La sonrisa de Federico se hizo más burlona, mientras empezaba a masturbarse para ponerse al palo nuevamente. Una vez logrado el ansiado efecto, volvió a subirse sobre mi marido y penetrarlo brutalmente. Santiago esta vez, estaba totalmente consciente. Gritaba de dolor y lloraba de vergüenza a la vez. Intenté separar a su atacante, pero fui violentamente empujada por su compañero de juegos. Carente de fuerzas y sabiendo que me obligarían a mirar, me resigné. Por supuesto también lloré.
No puedo decir cuanto duró este suplicio, ni como terminó. Sólo sé que despertamos ambos, nuevamente en el interior de nuestro automóvil, totalmente vestidos y con todo nuestro equipaje. Como si nada hubiera pasado. Como si todo hubiese sido un sueño. Un mal sueño. Notamos que teníamos marcas de agujas en los brazos. Sólo así podía explicarse que no supiéramos siquiera que día u hora era.
Tras varias marchas y contramarchas, logramos encontrar el camino de regreso al hogar. Allí, comenzó el auténtico calvario. Ni siquiera podíamos mirarnos, mucho menos tocarnos. Un mes después, confirmé que estaba embarazada.
MARCEL MILORD Y SRA.