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~~Hay
quien no sospecha el esfuerzo que hay detrás de una página
web cuando quieres llevarla adelante con seriedad. Buscar un diseño
agradable, una "marca" de fábrica, gráficos
vistosos pero que no tarden mucho en cargarse. Y luego, cuando ya
tienes montado el esqueleto, encontrar los contenidos más adecuados.
Y muchas, muchas horas de trabajo, maquetando, preparando, actualizando.
Para que mis queridos y apreciados visitantes puedan tener cada día
su página lista, cuántas noches hasta las tantas subiendo
ficheros al servidor y haciendo ajustes de última hora. Más
de una vez he vuelto a casa de amanecida o me he quedado dormido junto
al ordenador después del último teclazo. Ya
van para seis años que estoy con ella y siento el mismo entusiasmo
del primer día porque cientos, miles de amigas y amigos, algunos
de ellos anónimos, otros que se han hecho ya viejos conocidos,
han seguido visitando fielmente la página. Y
también me han ocurrido muchas cosas interesantes a lo largo
de este tiempo. Por eso es que quiero compartirlas también
con vosotros. Hace
unos tres años recibí uno de tantos correos electrónicos
a cuenta de la página, que hubiera pasado desapercibido en
la bandeja de entrada si no fuera por el "aroma" especial
que tenía. Os preguntaréis cómo es posible que
un email pueda tener aroma. Para mí lo tiene, lo mismo que
esas cartas "perfumadas" que después de leídas
dejan una huella en el ambiente y que nos acompaña durante
mucho tiempo. Ese es para mí el aroma de un email: una especie
de magia especial que hace que nos detengamos a releerlo y deseemos
contestar enseguida. Lo
enviaba una chica de Madrid, que había conocido la página
casi por casualidad, buscando material sobre nuestro bienamado Linux
y había encontrado algún artículo de utilidad
en mi sección de informática. Después de descargarlo
a su disco duro invirtió un rato en recorrer toda la web y
encontró varios relatos que le parecieron interesantes, otros
más flojillos para su gusto, de diversas temáticas,
pero que lograron captar su atención. Entonces, antes de desconectarse
de la red decidió incluirla en la carpeta de favoritos. Así
comenzó una rutina de visitas, un par de veces por semana,
pasando progresivamente a venir casi a diario. Y uno de los días
posó el cursor del ratón en el enlace del correo y decidió
escribir al webmaster, o sea, a mí. El
resultado fue ese correo que os comentaba. Se presentaba muy correctamente,
contaba su interés por Linux y su amor definitivo por nuestros
queridos pingüinos y luego comentaba asuntos relacionados con
los relatos. Hasta
ahí podía ser como otros correos que llegan diariamente,
a veces a cientos, a mi buzón. Pero éste era especial.
Ana María, porque éste era el nombre con que firmaba,
tenía una forma jovial, abierta y sin prejuicios a la hora
de analizar la página, los relatos y sus contenidos y, sobre
todo, de dirigirse a mí. Mucha gente puede pensar que soy una
especie de súcubo, de demonio sexual que participa de todas
las tendencias y perversiones imaginables y que sólo así
se explica que mantenga una web con alto porcentaje de contenido sexual.
Sin embargo ella comprendía sin dificultad que yo era una persona
muy normal que, gustándome el sexo como a cualquier persona,
no había hecho de ello una obsesión, sino una forma
de disfrutar de la compañía, el trato y la proximidad
de las mujeres, ese maravilloso fruto de la creación al que
nunca agradeceré bastante al Buen Dios que nos haya puesto
en la tierra. Aprecié
sus comentarios y opiniones sobre muchos temas. Me aportó observaciones
interesantes sobre la página y la forma de desarrollarla. Algunas
de sus críticas constructivas me hicieron reflexionar y cambiar
cosas en el formato de presentación y en los contenidos. Con
el tiempo se me hizo natural el recibir correo suyo una o dos veces
por semana y terminamos por establecer una buena amistad, eso sí,
siempre virtual. Hasta que llegó aquel viaje a Madrid. Cuando
hubo secciones en la página que me supusieron beneficios económicos
que me ayudaban a mantenerla y hacerla crecer, comenzaron también
los viajes por España para entrevistarme con clientes y socios
potenciales interesados en aprovechar las ventajas que ofrecía
una web con tanta aceptación en el ámbito de habla hispana.
Lo que había comenzado como un pequeño espacio insignificante
en la red rebasó las cincuenta, las cien mil visitas. Siempre
había sido comodón y algo perezoso para viajar, pero
no para hacer amigos y los viajes me proporcionaban esa oportunidad.
Si no iba a poder actualizar con la regularidad habitual me gustaba
prevenir a mis lectores insertando una pequeña cuña
en la página principal. Esta vez hice lo mismo y comuniqué
que iba a estar en Madrid un par de días. Y justo en el momento
en que me disponía a desconectarme y coger las maletas para
ir a la estación llegó al mail de Ana María.
Me decía que acababa de leer el anuncio de mi viaje y que,
si yo quería y tenía un hueco en mis planes, estaría
encantada de que nos viéramos y conocernos al fin en persona.
Y me daba su número de móvil al final del mensaje y
me repetía que no dudara en llamarla. En
el tren iba repasando mentalmente los asuntos que tenía que
tratar y las estrategias a desplegar con cada una de mis citas comerciales,
los beneficios mutuos que podíamos obtener y los puntos delicados
de cada entrevista. Ana María saltó a mis pensamientos
también. De repente caí en la cuenta de que no la conocía
más que por sus correos: nunca habíamos hablado por
teléfono ni intercambiado fotografías. De hecho la consideraba
como una buena colega linusera y sólo era factible que nos
hubiéramos encontrado en algún intercampus o reunión
maratoniana de "informáticos locos". Pero ahí
tenía su teléfono anotado y realmente me picaba el gusanillo
de conocerla. El
primer día en Madrid fue de locura, no paré un momento.
Eran casi las nueve de la noche cuando entré en una cabina
y metí una tarjeta con idea de marcar su número aunque
sospechando que, si la avisaba con tan poca antelación, seguro
que ya había hecho otros planes para esa noche. Me
contestó una voz agradable y bien modulada. De esas que inspiran
confianza desde el primer momento, no sé si me entendéis.
Una voz, lo mismo que la ropa, los coches y hasta un nick en icq o
un chat, nos dan una información sobre su poseedor, algo así
como un flash, como un telegrama informativo sobre la persona que
los usa. Y su voz me resultó muy atractiva y además
me decía que su dueña era una persona de las que pocas
veces se encuentran sin apreciarlas al instante. Cuando
le dije quién era se alegró muchísimo, me preguntó
por mi día de trabajo y, antes incluso de que yo lo propusiera,
se ofreció a que nos viéramos. El tiempo justo de arreglarse
y podíamos encontrarnos y me enseñaba un par de rinconcitos
en Madrid para cenar y tomar una copa. Quedé
encantado y a su disposición para lo que tuviera pensado hacer.
Me preguntó dónde estaba y me dijo que era un sitio
muy cerca de su casa, por la zona de Atocha y que pasaría ella
a recogerme en media hora. Que de momento podía esperarla en
la Cervecería Alemana, en la plaza de Santa Ana y que fuera
pidiendo una cerveza. Me
gustó mucho el local, con su saborcillo rancio, sus mesas de
mármol, sus espejos antiguos y una clientela muy particular.
Y justo estaba observando todo esto cuando esa encantadora voz que
había escuchado un rato antes sonó a mi espalda:
¿Marqueze?.
Me
volví y allí estaba ella. Ana María era una mujer
menudita, con media melena, pelo caoba y una sonrisa encantadora.
Apenas en un segundo aprecié su figura: unas caderas bien marcadas
y unos pechos muy sugerentes.
Nos
dimos los besos de rigor y tomamos una cerveza en la barra. Me contó
que vivía cerca, en un piso antiguo de esos de techos muy altos,
por la calle Huertas. Y que tenía intención de llevarme
a cenar y de copas por esa zona, que era de las más marchosas.
Efectivamente había visto un montón de locales que apenas
estaban abriendo, pero había mucho movimiento por la calle.
Estuvimos
riéndonos y comentado lo curioso de la primera impresión;
cómo te haces instintivamente una imagen mental de las personas
que no siempre se ajusta a la realidad. Yo le dije que lo tenía
más fácil por la caricatura que aparece en la carátula
de entrada de la página. Pero ella protestó que no me
hacía justicia en absoluto. Ana
María tenía un sentido del humor muy fino y era persona
de sonrisa fácil y conversación fluida. Parecía
que nos conocíamos hacía mucho tiempo y que hubiera
entre nosotros una corriente de complicidad. Fuimos
a cenar y después a tomar unas copas. Yo me encontraba muy
a gusto y ella estaba contenta de enseñarme sus rincones favoritos
en su barrio. Mientras vaciaba mi vaso y ella pedía otra ronda
al camarero me fijé en su perfil. Era realmente bonita y sus
labios se fruncían al hablar y sonreír de una manera
muy atractiva. Su blusa ibicenca realzaba sus pechos, generosos, apetecibles.
Se había recogido su falda india al sentarse y por un lado
mostraba a medias sus piernas fuertes y sus muslos. Realmente era
una fruta joven y deliciosa. En estos pensamientos estaba cuando de
pronto puso sus ojos a un palmo de mi cara y me dijo con un tono entre
seductor y divertido:
¿Qué está mirando mi webmaster favorito?
Me
pilló completamente en fuera de juego. Hasta ese momento la
velada había transcurrido suavemente, de buen rollo. Pero de
repente el tono de su voz y un brillo extraño en sus ojos hicieron
que todo cambiara. Y más aún cuando sin mediar palabra
extendió sus manos, cogió las mías y se las llevó
a la boca, besándolas muy dulcemente, sin dejar de mirarme.
Ana, yo.
¿Sabes lo que me está apeteciendo? me interrumpió.
Que tomemos la penúltima en mi casa. ¿Quieres? ¿Te
atreves a venir conmigo?.
Claro que sí. Si tú también deseas.
Mis
palabras quedaron en el aire cuando se inclinó hacia mi cara
y me besó.
Cancelamos
justo a tiempo la última comanda, pagamos y me llevó
de la mano, calle abajo, hasta llegar a su portal. Abrió la
puerta, una cerradura moderna en una puerta de madera, enorme, de
más de cien años. Entramos al zaguán y enfilamos
la escalera, ancha, con un elaborado pasamanos y los escalones también
de madera.
Cuidado, hay un par de escalones muy traidores, no vayas a resbalar.
Y comenzó a subir delante de mí.
Lo único peligroso realmente, aquí, eres tú.
Y
mis manos se fueron instintivamente a sus piernas. Las metí
por debajo de la falda y acaricié por primera vez sus pantorrillas,
sus muslos. Ella no dijo nada, pero cuando llegamos al primer rellano
se detuvo, suspiró profundamente, sin volverse, mientras ya
sin pudor estaba acariciando su culito enfundado en unas bragas muy
agradables al tacto. Lentamente se volvió hacia mí,
me abrazó y nos unimos en un beso salvaje, de deseo mal contenido.
Su lengua penetró en mi boca y jugó con la mía
a su placer. Mis manos seguían en su culo pero esta vez salvando
la barrera de las bragas y tocando su piel suave y deliciosa, mientras
la acercaba más a mí y correspondía a su beso.
De
pronto se liberó y emprendió carrera escaleras arriba.
La seguí aceptando el juego. Se detuvo ante su puerta y metió
la llave, mientras yo me pegaba a ella por detrás presionando
su cuerpo ya haciéndole sentir mi dureza en su trasero y apartaba
su pelo para besarla en el cuello. Gimió bajito, divertida
y excitada, mientras giraba con prisa la llave y entramos en su casa.
Tiró
el bolso en una silla donde había un par de periódicos
y un paraguas. Me cogió de la mano y me llevó pasillo
adelante hasta llegar a un salón, muy coqueto, con una enorme
alfombra, una mesa baja de teca y cojines por el suelo. Me invitó
a sentarme, se descalzó y, andando casi de puntillas encendió
el equipo de música, corrió a la cocina y trajo una
botella de vino y dos copas.
Aguantando
mi deseo de tomarla en mis brazos abrí la botella y serví
el vino. Cuando estaba ofreciéndole su copa, la mia en la otra
mano, ella se acercó, levantó su falda y se sentó
a horcajadas sobre mí. Tomó mi cara con las dos manos
y volvió a besarme, me mordió los labios, me succionó
con frenesí creciente.
A
duras penas dejé las copas en el suelo y la abracé con
no menos deseo. Sentí sus pechos aplastarse contra mí
y sus piernas cerrarse sobre mi cintura. Susurré su nombre
mientras mis manos recorrían sus costados y poco a poco comenzaron
a sacar su camisa de la falda. Al poco se habían colado furtivamente
por debajo y estaban acariciando directamente sus pechos.
Ella
se echó atrás, dejándome hacer y mirándome
con expresión extraviada. Comenzó a gemir cuando alcancé
sus pezones y los retorcí suavemente. Su pelvis se restregaba
contra mi paquete que estaba alcanzando considerables proporciones.
Y
de pronto se levantó, deshizo el nudo de la cintura y su falda
cayó en un montón alrededor de sus pies. Sus bragas
siguieron el mismo camino. Puso uno de sus muslos en mi hombro y me
ofreció su coñito. Qué podía hacer sino
rendirle honores. Mi lengua trazó el camino de sus labios.
Su aroma era muy excitante y su humedad un néctar para mi boca.
Estuve recorriéndola de arriba a bajo y vuelta empezar. Paraba
a veces en su clítoris y mis labios se curvaban para abarcarlo
y lamerlo más intensamente. Sus manos estaban en torno a mi
cabeza, tomándome por la nuca y de tanto en tanto me pegaba
más contra su sexo.
Seguí
chupando y comiéndome esa delicia mientras mis dedos campaban
entre su culito y su coño, abriendo los labios, dilatando,
acariciando las nalgas. Hasta que sentí cómo sus gemidos
subían de volumen y sus caderas y piernas comenzaban a temblar.
Empezó
a correrse de forma incontenible y los gemidos dieron paso a un instante
de silencio, sus dedos engarfiados en mi pelo, y luego a un aullido
in crescendo que me confirmó que se estaba viniendo.
Siempre
he pensado que un buen amante ha de conseguir que su pareja tenga
los primeros orgasmo incluso antes de haberse desnudado él
y por supuesto, antes de cualquier penetración. Ana María
había tenido el primero de la larga serie de orgasmos que disfrutó
aquella noche. Tiempo tendría yo de ponerme a su altura.
Comenzó
a relajarse y se separó de mi cara. Se hincó de rodillas
y mirándome con los ojos húmedos y la respiración
agitada comenzó a desabrochar mi cinturón, abrió
mi bragueta y tiró de mis pantalones hasta sacarlos totalmente,
al tiempo que me quitaba también los calzoncillos. Mi verga
apuntaba insolente al techo.
Ella
se detuvo el tiempo justo para quitarse su blusa y sacarse las tetas
fuera del sujetador, ofreciéndose sobre sus copas. Tenía
unos hermosos pezones marrones, que invitaban a besarlos durante horas.
Sin
mediar palabra pero con una sonrisa lasciva agarró mi polla
con una mano y, mientras se sujetaba el pelo con la otra, se la metió
entera en la boca. Comenzó a mamarla con una cadencia lenta,
cerrando los labios cuando subía y relajándolos cuando
se autopenetraba de nuevo. Su lengua no dejaba de moverse en círculos
sobre mi glande. Me apoyé en los cojines y disfruté
del espectáculo que me ofrecía. Siempre me ha fascinado
ver a una mujer comiendo una polla con delectación, saboreándola,
haciendo de su boca un instrumento de placer tan satisfactorio o más
que su propio coño.
Y
Ana María sabía hacerlo muy bien. Estaba consiguiendo
ponerme en un estado previo a la eyaculación, cuando se contraen
los músculos y parece que la cadera se levanta al encuentro
de esa boca que está sorbiéndote y sientes que de un
momento a otro vas a vaciarte en su interior sin que puedas retrasarlo
ni evitarlo, ni maldito deseo de hacerlo.
Cuando
además añadió un movimiento con su mano a lo
largo de todo el tronco fue cuestión de segundos que mi semen
volara. Abrió la boca lo justo para que la primera descarga
se desparramara por su lengua y se perdieran en su interior las siguientes.
No
dejó de masajearme la polla hasta que las últimas gotas
pendían de la punta, entonces cerró nuevamente sus labios
alrededor y succionó hasta llevarse todo el semen restante.
Como
una gatita satisfecha se retrepó sobre mí lentamente,
me besó y se acurrucó en mi hombro. Abracé su
cuerpo y charlamos muy quedo durante un rato. Me había dejado
en éxtasis y creo que ella se sentía igual. Conversamos,
reímos, nos acariciamos y poco a poco nuestros cuerpos pidieron
un nuevo encuentro a medida que nuestras bocas volvían a explorarse.
Se
puso nuevamente en cuclillas y me abrió la camisa. Acarició
mi pecho y pellizcó mis pezones. Se rió con ganas al
ver el respingo que di. Luego tomó mi polla otra vez erecta.
Sus manos la llevaron a los labios de su coño y comenzó
a restregar el glande, lo llenó con su flujo y se masturbó
con él. Acarició mis huevos mientras seguían
dándose placer. Me estaba enardeciendo hasta el extremo que
ella precisamente quería. No pude aguantar más sus manoseos,
el calor de su chochito y su mirada desafiante. Cogiéndola
con ambas manos por el culo la alcé y la llevé a sentarse
sobre mi polla. Penetró de una vez, hasta el fondo. Ella dejó
escapar el aire de sus pulmones como diciendo, por fin. Comenzó
a mover sus caderas en círculos. Controlaba totalmente la penetración,
decidía cómo y hasta dónde quería empalarse.
Alzaba su culo hasta que alcanzaba a verse el glande y se dejaba caer
nuevamente, tragándola, golosa, lasciva. Seguimos
así, mientras mis manos no paraban de acariciar y amasar sus
tetas y de vez en cuando instalarse entre sus muslos para acariciar
su clítoris. Nos besábamos, nos mordíamos los
labios. Estábamos enfebrecidos, ardiendo de deseo. Era un encuentro
inesperado, no planeado, pero lo estábamos disfrutando con
la sabiduría de los viejos amantes que conocen el cuerpo del
otro y se entregan a él para darle placer. Murmurábamos
el nombre del otro. Musitábamos cortas frases de contenido
muy fuerte y muy excitante. Animábamos al otro a disfrutar
sin medida. Y seguimos follando hasta que el orgasmo nos alcanzó
como una ola nos derriba en la orilla del mar. Los cuerpos sudorosos,
abiertos al placer y a la pasión. Nos perdimos el uno en el
otro mientras ella se aferraba a mi espalda en pleno éxtasis
y yo llenaba sus entrañas con un grito gutural. Después
nos duchamos y pasamos el resto de la noche en la cama, jugando y
disfrutando como cachorros. Al
día siguiente desayunamos juntos. Hicimos el amor en la cocina.
Después me acompañó a la estación y nos
despedimos con un beso muy dulce y una caricia. Recuerdo
con extraordinario cariño el calor de su mirada cuando el tren
se puso en marcha.
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