Desde que enviudara, hacía poco más de seis meses, Elsa se debatía en un mar de dudas con respecto a su intimidad. En los veinte años de matrimonio, ni ella ni su marido habían escatimado esfuerzos por brindarse sexualmente lo mejor de sí mismos y su afán por complacerse no había conocido límites de decencia o moral, pero eso sí, circunscriptos a la privacidad del cuarto matrimonial; nada de objetos o terceras personas que pudieran llevarlos a excesos de los que tuvieran que arrepentirse.
Su cuerpo y sus sentidos se habían acostumbrado a la fantasiosa prodigalidad que desplegaran durante todos esos años y ahora, abruptamente, se veía privada de aquello que había sido lo más esencial de su vida para demostrarle a su esposo cuanto lo amaba.
Sus largas noches solitarias se convertían en fuente de ardorosas fantasías y un extraño nuevo calor ponía en su piel una leve pátina de sudor que la desasosegaba. Era cierto que a los cuarenta y siete años y desde antes que falleciera su marido, estaba experimentando los primeros asomos de una precoz menopausia pero esos sofocones y sudores fríos no tenían nada que ver con los renovados escozores en el fondo de las entrañas que reconocía como síntoma de sus más fervientes excitaciones sexuales.
Aunque los años de experimentación habían llevado al matrimonio a masturbarse para complacer la perversidad voyeurista del otro, hacerlo con la fría premeditación de satisfacerse ponía un gusto amargo en su boca, pero, cuando tras la primera manipulación llegara fácilmente a una feliz eyaculación de sus reprimidas urgencias, no sólo no se contuvo sino que dio rienda suelta a su imaginación y tras comprobar que algunos objetos de uso cotidiano suplantaban con ventaja a sus dedos, no dudó en penetrarse con la inocente contundencia de delgados pepinos para más tarde, acuciada por el revelador descubrimiento de disímiles embutidos en la góndola de fiambres, hacerse de una notable colección de salamines, longanizas y cantimpalos que la hicieron alcanzar un Edén de la masturbación.
No obstante, al término de cada una de aquellas sesiones con las que empapaba las sábanas de la solitaria como matrimonial, el remordimiento la acuciaba y recordando los felices momentos que vivera en ese mismo lecho junto a su marido, se sentía sucia y como si aquellos sucedáneos fálicos hubieran pertenecido realmente a hombres con los que copulara, aunque fuera fantasiosamente.
Siempre y como casi todas las mujeres, había hecho de su ginecóloga una confidente de sus más oscuras fantasías y necesidades como no se atreviera con su mismo esposo. Recurriendo una vez más a ella, y tras efectuarle una prolija revisión, la médica le dijo que estaba transitando el camino de todas las viudas; de una vez por todas debería tomar conciencia de que su marido no resucitaría y que ella, sana, fuerte, atractiva y joven aun, no dudara en rehacer su vida, no necesariamente buscando novio sino dándose los gustos sexuales por los que, a su edad, no tendría que rendir cuentas a nadie, salvo su propia conciencia.
Alentada por esa especie de vía libre que le dio la médica, decidió dedicarse a sí misma con renovados bríos y reanudó sus estudios de piano. En el Conservatorio al que concurría, lo heterogéneo del alumnado facilitaba que se sintiera más a gusto, ya que sus condiscípulos oscilaban entre la adolescencia y la ancianidad. Aunque en las cuatro horas del curso nocturno se dictaban distintas disciplinas ligadas a la música, ella había solicitado ser admitida como practicante para perfeccionar su digitación y memoria musical.
Obligatoriamente debía cursar otras materias, pero ella ponía énfasis en las clases de perfeccionamiento que le daba de manera personalizada una profesora llamada Edith. Rápidamente se había establecido entre ellas una corriente de simpatía y las clases en el solitario salón donde se encontraba el piano, daban lugar a conversaciones en las que, descubriéndose como nuevas amigas, fueron entrando en confidencias personales que no hubiera imaginado compartir con una mujer a la que no la unía sino una relación superficial de profesora y alumna
Edith parecía su antítesis; unos cinco o seis años menor, discretamente silenciosa, solo hablaba lo indispensable y sus maneras tenían una reposada languidez que hacía felinos sus movimientos. En lo físico era más baja que ella y, debajo de sus holgadas vestimentas aparentaba ser de una frágil delgadez, acentuada tal vez por la delicadeza de su rostro afinadamente semítico. Su boca grande y plena se dilataba ocasionalmente en deslumbrantes sonrisas que iluminaban la claridad de sus ojos claros, ensombrecidos por la espesura de unas largas pestañas y todo eso, parecía nimbado por la luminosidad rojiza de una larga melena encrespada.
A cierta edad, las mujeres parecer gozar con la falta de esa estúpida vergüenza social y, entre ellas conversan de las cosas más terribles con pasmosa tranquilidad. Compadecida por la histérica angustia con que Elsa le relataba sus desventuras matrimoniales, la consiguiente abstinencia, el estrés, y, aunque sin entrar en detalles escabrosos, las masturbaciones en que había canalizado sus proyecciones eróticas, las condujo a que, calmosamente, fueron intercambiando experiencias, tanto de su infancia como de la vida matrimonial o laboral. En la medida en que la confianza crecía, entraron al terreno de la intimidad más íntima y no se anduvieron con remilgos ni eufemismos al momento de admitir la diversidad de sus experiencias sexuales y con cuáles habían gozado más.
Elsa esperaba los días de clase para acudir a ellas como quien concurre a recibir el bálsamo de una terapia para sus dolores o penas. Era que las palabras calmosamente delicadas y los temas musicales que Edith elegía para que ejecutara, le producían en realidad esa sensación. Hacía mucho tiempo que vivía crispada, tensionada por la angustia de su soledad física y pretendía cubrir esa necesidad con la expansión que la música y la mujer le proporcionaban.
Por otra parte y, aunque ella se lo cuestionaba, la proximidad física con Edith provocaba que, en lo más profundo de su cuerpo, las brasas que permanecían sepultadas bajo las cenizas de la culpa volvieran a cobrar el vigor de una llama que calentaba sus entrañas y obnubilaba su mente con absurdas fantasías.
La mujer parecía comprender - y seguramente provocaba - lo que le estaba sucediendo y, sentada junto a ella en el largo taburete frente al piano, dejaba que su muslo le transmitiera el calor del cuerpo a través de las vaporosas telas de sus túnicas hindúes. Sus perfumes entremezclados de maquillaje y aromas naturales de mujer, exacerbaban tan hondamente el angustioso deseo de Elsa que, cuando su profesora, ocasionalmente tomó una de sus manos para rectificarle la posición de un acorde, se estremeció como al contacto de un cable eléctrico.
Su inadecuado respingo no pasó desapercibido para Edith quien, tras susurrarle que relajara sus nervios porque ella la comprendía, estrechándole cariñosamente la mano la llevó hasta sus labios para depositar un húmedo beso en la palma mientras clavaba en sus ojos toda la lascivia de su mirada y cosquilleaba con la punta de la lengua sobre la piel. Sosteniendo fijamente esa mirada, Elsa dejó que sus labios jadeantes musitaran roncamente el nombre ya querido de la profesora. Aparentemente la mujer tenía una larga experiencia en aquel tipo de seducción; pidiéndole silencio con un gesto y sin pronunciar palabra, la guió para salir del salón, atravesar el claustro adentrándose en viejas aulas. Lo tenebroso de las oscuras habitaciones y el silencio sepulcral de la mujer atemorizaban un poco a Elsa y, estrechando aun más la mano que la conducía, respiró aliviada cuando Edith abrió una puerta con llave y, encendiendo la luz, le susurró que entrara detrás de ella.
La débil luz de la bombita colgando en el medio del cuarto la sorprendió, pero pudo comprobar que se encontraban en un antiguo baño cuyos viejos artefactos resplandecían por su limpieza. No bien cerrada la puerta y temblando como una hoja en una mezcla de curiosidad con miedo, se recostó contra los fríos azulejos y esperó. Respirando entrecortadamente con los dientes apretados, su vista se perdió en la penumbra de la que, moviéndose cadenciosamente como al ritmo de una silenciosa danza sensual, la figura de Edith iba aproximándose a ella, dejando deslizar en sensuales ademanes sus delgados dedos por encima de la ropa pero sin tocarla en lo absoluto.
Elsa amaba ese rostro ensombrecido y ansiaba tenerlo lo más cercano posible, pero Edith se mantenía esquiva y distante. Por momentos su boca se aproximaba a la suya y cuando ella entreabría anhelosa los labios, pretendía ignorar su avidez. Finalmente, el cuerpo ondulante se acercó al suyo y aplastándose contra él en una eróticamente ágil danza del vientre, se restregó perezosamente haciéndole sentir la consistencia de sus muslos y senos.
Reaccionando de esa especie de marasmo en que había caído, Elsa la estrechó fuertemente, reptando con sus manos ávidas sobre espaldas y nalgas mientras le susurraba que no fuera cruel y concretara aquello que había iniciado. La mujer pareció compadecerse de ella y deslizando sus manos hacia la cintura las introdujo por debajo del suéter para alcanzar los temblorosos senos. Escurriéndose bajo el elástico del sostén, liberó las fláccidas mamas y sus dedos mimaron a los pezones, cuya sensibilidad se había hecho tan alta que no soportaban el menor roce sin excitarse.
Estremecida y boqueando como si aquella fuera la primera vez que alguien le hacía eso, se dejaba conducir desmayadamente por la sensualidad de Edith, la que terminó de quitarle la prenda por sobre la cabeza para iniciar, cuando aun tenía sus brazos alzados aun prisioneros por la prenda, un tremolante batido de su lengua sobre los pezones. Cegada por el placer, ella liberó sus manos para acariciar con dulzura la esponjada cabellera de la mujer e inició un involuntario ondular de la pelvis que pareció motivar a la profesora quien, sin dejar de lamer y chupar los pechos, buscó el cierre de la falda y, dejándola caer a los pies de Elsa, escurrió los delicados dedos por debajo de la bombacha. En tanto que recorrían avariciosos la superficie de la vulva que lucia una recortada alfombrita ya chispeada por plateadas canas, Edith se acuclilló delante de ella y bajando la trusa, dejó expuesta la abundancia de los pliegues que brotaban hinchados entre los labios mayores.
Instintivamente, Elsa aferró su mano a un toallero y buscando el auxilio de la bañera, apoyó en su borde una pierna alzada para dejar expedito el camino a la boca de la mujer. La lengua se deslizó vibrante encarando los repliegues de la vulva y, separándolos con dos dedos, se precipitó angurrienta contra los colgajos internos. Esos pliegues habían adquirido el volumen que ahora ostentaban justamente por la intensidad con que habían sido macerados durante tantos años y, sin embargo, el contacto de esa lengua suave y puntiaguda sacudiéndose como la de una serpiente contra ellos, puso en boca de la alumna una serie entrecortada de sordos gemidos jubilosos.
Edith segregaba abundante saliva que la lengua llevaba sobre los tejidos y hacía sonoros los fuertes chupeteos con que los labios mortificaban a la carne. Con cruel solicitud, los dedos encerraron los festones de los labios y, mientras los estrujaban en lenta torsión entre ellos, la boca se apoderó del erecto clítoris, succionándolo con ruda complacencia y, en tanto los dientes comenzaban a raer delicadamente su superficie, dos de sus finos dedos se introdujeron dentro de la vagina.
La adaptabilidad sempiterna del órgano de Elsa, que se estrechaba o distendía a conveniencia y había soportado placenteramente la ocupación de vergas, dedos y embutidos, al contacto con esos delicados dedos se comprimió como si fuera una primeriza, encerrándolos prietamente entre sus músculos. Como curiosos exploradores, los dedos rebuscaron por todo el interior hasta que las sensitivas yemas ubicaron por fin aquella protuberancia de la cara anterior y, excitándola con ruda ternura, fue conduciendo a la mujer hacia el paroxismo del clímax.
Con la cabeza clavada contra los azulejos y las manos acariciando la cabeza de la profesora, Elsa fue hundiéndose en un mundo nebuloso de sensaciones placenteras que no se parecían a sus largos y fuertes orgasmos, pero que fueron dejando en su cuerpo la misma relajación del sexo consumado.
Aun trataba de recuperar el aliento de esa precipitada cópula deliciosamente alienante, cuando vio que Edith se despojaba prestamente de la holgada túnica que vestía dejando expuesto su cuerpo. Despojada del corpiño y una pequeña trusa, la frágil apariencia de la profesora debajo de las ropas había sido totalmente engañosa; aunque era delgada y de huesos fuertes, los pechos colgantes como dos peras maduras no eran pequeños ni magros y, debajo de una leve pancita musculosa, el cuerpo se distendía en amplias caderas que destacaban la fuerte prominencia de unas más que sólidas nalgas.
Sentándose sobre el borde de la tapa baja del inodoro y recostada en los azulejos con las piernas abiertas paralelas a la pared, le hizo una insinuante seña para que se aproximara a ella. Sin palabra alguna, guió sus piernas para que quedaran a cada lado del artefacto y poniendo las manos en las nalgas de Elsa, la atrajo hacia sí hasta que esta sintió su sexo rozando el plumón de vello púbico de la mujer. Asiendo las suaves mejillas de Edith entre sus manos, dejó a su boca aproximarse a la expectantemente abierta y sus labios se rozaron por primera vez.
Embriagada por el vaho fragante de su aliento, Elsa envió la lengua serpenteante al encuentro de la otra y los labios se unieron en repetidas succiones que las dejaron sin aliento, mientras los cuerpos ondulaban en imitación a un coito imposible. Edith sobaba con lerda codicia sus pechos y entonces Elsa, irresistiblemente atraída, se inclinó para bajar a lo largo del cuello y su boca se apoderó de la protuberancia de la aureola, chupeteando con dulce insistencia la excrecencia de un seno por primera vez en su vida; la sensación fue deslumbradora, como si ese gesto primitivo de succión mamaria transportara a su vientre una soleada calma que la hacía fruncir los labios con angurria para estrechar entre ellos al grueso pezón.
Había, sin embargo, una idea obsesiva repiqueteaba en su mente y la fuerte tufarada que brotaba desde las entrepiernas que mezclaran las exhalaciones de sus jugos, terminó por desquiciarla. Cayendo de rodillas entre las piernas abiertas de la mujer, avizoró la ennegrecida raja y su boca se dirigió presurosa hacia ella.
Nunca, ni en las más fantasiosas elucubraciones con su marido se había imaginado realizándole una minetta a otra mujer y, no obstante, sin trepidar, encogiéndole más las piernas, instaló la sierpe de la lengua sobre los delicados pliegues retorcidos de los labios menores y sus dedos buscaron la apertura vaginal que ya se encontraba totalmente dilatada. Iniciando sin más un rápido vaivén de la mano y respondiendo a los broncos gemidos satisfechos de Edith, se posesionó del clítoris y mientras lo succionaba rudamente, dejó que otro dedo se ahusara junto a los primeros.
Aquella penetración pareció despertar los demonios más oscuros escondidos en el cuerpo de la gentil profesora, quien apoyando las piernas sobre las espaldas de Elsa, catapultó su pelvis hacia delante para favorecer el paso de los dedos dentro de la vagina. Su reacción también afectó a la rubia alumna que, tal como se lo hiciera durante tanto tiempo su esposo, retorciendo su brazo en una furiosa tracción y torsión, dejó que sus afiladas uñas estregaran las espesas mucosas que cubrían el canal vaginal y entonces Edith realizó algo que no hubiera imaginado en ella; retorciendo el torso, pasó la mano derecha por debajo de sus nalgas alzadas, escarbó en la hendidura y dos dedos se hundieron inmisericordes en su propio ano.
A pesar del cuidado que las dos ponían en evitar ruidos o gritos que pudieran denunciarlas, pronto el cuarto se llenó de ayes amorosos, suspiros y gemidos contenidos que expresaban la hondura de su satisfacción y cuando Edith alcanzó su orgasmo, la impetuosa avalancha de los líquidos escurrió hacia la boca de Elsa y la vagina expulsó una tufarada de olorosas flatulencias.
Aunque temblando afiebradamente y mientras su boca dejaba escapar agradecidos ayes de placer, la mujer asió entre sus manos la cabeza de la aun estupefacta Elsa por lo que terminaba de protagonizar y apartándola, se levantó para rebuscar en un rincón del cuarto donde había algún tipo de mueble, y extrayendo una manta junto con algo que no alcanzó a distinguir, la invitó a tenderse en la frazada sobre el piso.
Elsa sentía que había sobrepasado sus propios límites pero habida cuenta de cuanto había disfrutado con aquello que hasta horas atrás considerara como algo asqueroso, se dijo que debía seguir el consejo de su ginecóloga y, respondiendo solamente a su propia conciencia, abrió los brazos para recibir sobre ella el cuerpo menudo de la mujer quien, asiéndola por la nuca, enterró los dedos en el nacimiento de su corto cabello y la lengua tremolante se empeñó en escarbar por debajo de los labios sobre las encías, provocándole un cosquilleo nada risible, instalando una especie de estilete en la zona lumbar que rápidamente ascendió por la columna vertebral y estalló deliciosamente en su cerebro.
Apartando la maraña de espeso cabello ensortijado que caía sobre su rostro y con una habilidad que le sorprendía al hacérselo a otra persona, sus manos ejecutaron una torzada con el largo cabello para formar un burdo rodete que no las molestara, tras lo cual abrazó las espaldas de Edith para ladear la cabeza y, con la boca abierta en voraz dentellada, engullir los labios de su profesora y nueva amante.
Aquello pareció insuflar en la mujer más joven una plétora de nuevas sensaciones y entonces, las bocas no se dieron abasto para emprender una serie de besos que, de furibundos e insaciables se transformaban por momentos en exquisitos juegos de lengua en los que los órganos se entrelazaban con lujuriosa lentitud, sorbiéndose mutuamente como si fueran penes masculinos para luego derivar nuevamente a la histérica succión por la que trasegaban alientos y salivas.
Avariciosamente, las manos de Edith se dedicaron a manosear los senos maduros de Elsa, comprobando la turgente consistencia que la satisfacción a la prolongada abstinencia había revitalizado. Del suave sobar y casi sin transición, los dedos iniciaron un persistente estrujar que fue haciendo adquirir mayor volumen a las pequeñas aureolas y el largo pezón se irguió enhiesto al restregar de índice y pulgar.
Alucinada por el goce que la otra mujer le estaba dando, los labios temblorosos de Elsa le pedían insistentemente que se los chupara y, como a regañadientes, la boca de la profesora abandonó la suya para ir descendiendo hasta la barbilla con espléndidos chupeteos al mentón, haciendo que la lengua tremolara caracoleante por el cuello, se internara en la llanura del pecho rubicundo por el diminuto salpullido de la excitación, introduciéndose en el valle entre los senos para ir ascendiendo las mórbidas colinas. El rastro baboso iba despertando el chispazo de instintivos sacudimientos en los músculos y cuando la lengua vibrante fustigó perentoria la excrecencia del pezón, aquel se doblegó como trigo maduro.
El trabajo conjunto de manos y boca exacerbaba histéricamente a Elsa, quien sentía como dientes, lengua y labios se concentraban en un seno para martirizar exquisitamente la mama con sus succiones, mordidas y tironeos mientras índice y pulgar de la mano se dedicaba a pellizcar, retorcer y clavar incruentamente el filo de las uñas en la carne.
Sintiéndose incapaz de soportar más semejante delirio, dejó que sus manos se asentaran sobre la crespa cabeza para empujarla hacia abajo con una clara y evidente intención de que le chupara el sexo, mientras le reclamaba con grosera insistencia que la mamara toda. Dándose el tiempo necesario, Edith siguió solazándose en momento más en los pechos y luego, dejando a los dedos la tarea de estimularlos, fue escurriendo la boca por el hueco central del tórax, circunvaló golosa en los alrededores del ombligo y más tarde se interno en la pendiente que la condujo hacia la fina capa velluda.
Ejecutando pequeños chupones en los alrededores de la alfombrita, fue acomodando su cuerpo para instalarse directamente frente al sexo. Espontáneamente y en un reflejo condicionado, Elsa había abierto las piernas y, encogiéndolas, ofreció a esa nueva amante la palpitante masa de su sexo. Los dedos abrieron los colgajos de los pliegues y la lengua toda se hizo dueña de aquel óvalo saturado de fragante mucosas.
Obviando la omnipresencia del clítoris, los labios descendieron a lo largo de la raja hasta encontrar el palpitante agujero vaginal y allí, la lengua se envaró para penetrar al caldeado ámbito y enjugar con su punta los jugos interiores, dando lugar a los labios para que se comprimieran en succionante ventosa. Esa fantástica minetta hacía menear la pelvis a Elsa al tiempo que separaba las nalgas del piso y entonces la lengua aprovechó esa elevación para estimular dura y consistentemente al agujero anal.
Nuevo de toda novedad, ese tipo de sexo sacaba de quicio a la mujer, quien apenas podía reprimir los ayes y gemidos que le provocaba esa angustia que cerraba sus entrañas como una mano gigante. Consciente de lo que le estaba sucediendo, Edith fue rotando lentamente su cuerpo hasta quedar invertida sobre ella y, al observar como la entrepierna de la profesora se colocaba exactamente sobre su cara, Elsa se dio cuenta que iba a realizar su primer sesenta y nueve con una mujer.
Ya había probado las mieles de ese sexo y desde ese ángulo adquiría un nuevo aspecto, entre el de una voraz flor carnívora y una desdentada boca alienígena. La gradación de tonos era prodigiosa, desde el pálido nacarado iridiscente del fondo del óvalo hasta el ennegrecido marrón de los bordes de los labios, pasando por una gama infinita de rosas cuya vivacidad era realzada por el brillante barniz de los jugos que los empapaban.
El espectáculo la subyugaba y acercando su cara a la pelvis descendente, inhaló los aromas que la vagina exhalaba en delicadas flatulencias. Junto con la recepción de ese lujurioso mensaje, sintió como la boca de Edith se apoderaba del clítoris e introduciéndolo totalmente en ella, lo succionaba ávidamente mientras la lengua lo maceraba contra el paladar y el filo interno de los dientes al tiempo que una mano introducía en la vagina lo que imaginó sería aquello que antes no había podido distinguir.
Ahora comprobaba que se tratarba de algún sucedáneo fálico, cuya tersa punta hurgaba sobre los esfínteres vaginales para luego ir metiéndose lentamente sobre esos primeros centímetros que condensaban su más alta sensibilidad. A pesar de su lisura, la cabeza ya excedía todo lo conocido y, cuando parte del tronco tomó contacto con el canal vaginal, se dio cuenta de que le sería duro soportar semejante volumen después de tantos meses sin sexo. Sin embargo, el regocijo de sentir nuevamente el vigor de un pene la llenó de alegría y dando ella misma a sus músculos internos esa cualidad que los hacía ceñirse y dilatarse a voluntad, encerró al falo para realizar un repetido movimiento succionante hasta sentirlo rozando su cuello uterino.
Todavía el chupar un sexo femenino constituía algo tan repentino que un resto de repugnancia le hacía evitar los colgajos que ya rozaban su boca, pero la sensación estupenda de sentir la verga socavándola en lentos vaivenes le hizo olvidar de todo y hundiendo la boca entre las carnes, se apoderó de las nalgas y así, estrechamente imbricadas como un perfecto mecanismo sexual, se sucedieron en parsimoniosas y profundas chupadas y penetraciones que las fueron llevando al paroxismo.
Cuando ya parecía imposible que se dieran más placer, Edith condujo su otra mano por debajo de las nalgas de Elsa para introducir dos de sus finos dedos en el ano empapado por la saliva y los jugos que escurrían del sexo. Alucinada por tanto goce junto y sintiendo en las entrañas la rotura de sus diques humorales, se sumió en la más deleitable succión de ese dulce elixir del orgasmo de Edith, hundiéndose despaciosamente las dos en la modorra de la satisfacción total.