Aquella tarde, después de tres meses de esperar por la mujer que amaba, sentía un placer desconocido para mí. Excepto en sueños, yo no había poseído nunca a una mujer, y mucho menos a una mujer de la que estuviera enamorado como lo estaba de Marisa. Sentir encima de mi cuerpo la maravilla del suyo completamente desnudo me producía un placer inenarrable, sentirme dentro de ella, sentir la caliente y húmeda caricia de su estuche de amor sobre mi carne congestionada, me hacía vibrar de placer como vibra una cuerda de piano al ser golpeada por el martillo. Cuando por fin me decidí a salir de mi inmovilidad, la sujete por las caderas levantándola en vilo y dejándola caer despacio de nuevo sobre la erguida barra de carne. Entendió lo que deseaba. Su boca no se apartó de la mía, mi lengua jugaba con la suya, la sorbía, la chupaba y de pronto levantó suavemente las nalgas sacándolo de su interior casi hasta la mitad para volver a dejarse caer lentamente y saboreé su enervante caricia a través de todos los poros de mi polla. Le acaricié las prietas y rotundas nalgas acoplándome a su lento vaivén durante unos minutos. La detuve porque, unos segundos más y me hubiera corrido dentro de ella, pero logré detenerme y la empujé por los hombros, sentándola sobre la congestionada barra, caliente y rígida. Cuando se dejó caer supe, antes de oír su quejido, que le había hecho daño. -- Ay, Dios mío, qué dolor - exclamó, recostándose de nuevo con sus maravillosas tetas sobre mi pecho - eres demasiado grande, vida mía. -- Lo siento, cariño, creo que tú no disfrutas, no te gusta ¿verdad? Si quieres lo dejamos. --¿Serías capaz de dejarlo por mí? - preguntó, con sus ojos de azabache clavados en los míos. -- Claro que sería capaz. ¿Lo dejamos? - dije, intentado levantarme. -- Oh, no, mi amor, me gusta sentirte dentro de mí. Deseaba verla gozar, oírla gemir, sentirla disfrutar y nada de eso ocurría, quizá porque yo no sabía tocar la cuerda adecuada. Comenzó a mover las nalgas de nuevo lentamente y seguí acariciándole todo el cuerpo, besando sus pechos, chupando sus pezones, intentado llevarla al orgasmo al mismo tiempo que yo, pero no puede aguantar más y la inundé a borbotones espesos y violentos con toda la abundancia y potencia contenida durante tres meses, aspirando su lengua mientras mis manos oprimían sus nalgas contra mi palpitante erección y los espasmos me sacudían violentamente uno tras otro. Había sido tan intenso mi placer que respiraba a bocanadas mientras ella seguía besándome, contenta y feliz de haberme proporcionado tanto placer. Comprendí que no había gozado, que se había limitado a darme el placer que ella no había podido alcanzar o que yo no había sabido proporcionarle. - Tengo que irme - me dijo de pronto. --¿Adónde? - pregunté extrañado. --Al baño - respondió, y se desprendió de mí después de besarme. Para mi sorpresa, antes de levantarse se puso la blusa y la falda, recogió el sostén y las braguitas y las escondió detrás de su cuerpo sonriéndome azorada; era demasiado tímida y su timidez me tenía embrujado. Estaba sofocada, se mordía los labios, apretando los muslos de forma extraña, luego comprendí que lo hacía para impedir que la abundancia de semen de mi orgasmo cayera sobre la moqueta. Cuando se dirigió a la puerta de la habitación, pregunté extrañado: -- Pero ¿adónde vas? -- Ya te lo he dicho, amor mío, voy al baño, enseguida vuelvo. -¡Pero si aquí hay uno! - exclamé sorprendido. Me sonrió sin responder y desapareció cerrando la puerta. Encendí un cigarrillo y para cuando regresó, al cabo de diez o quince minutos vestía la bata de estambre de estar por casa y con ella se acostó a mi lado. Se sorprendió al ver que seguía excitado y me preguntó si no había tenido bastante. -- No, cariño mío, nunca tendré bastante de ti. y, además, quiero que tengas un orgasmo igual que yo y al mismo tiempo que yo. -- Las mujeres no tienen eso, sólo los hombres. -- Pero ¿qué dices? - y me apoyé en un codo levantándome para mirarla. Su mirada, inocente y cándida, me dijo mejor que sus palabras que mi Marisa, era más inexperta que yo con respecto al sexo - Entonces con tu esposo nunca... - me detuve porque estaba ruborizándose y no se atrevía a mirarme -- Yo creía que... yo nunca supe que... - no sabía como seguir, la pobre. --¡Pero, vida de mi vida! - exclamé abrazándola, besándola y acunándola al comprenderlo todo de repente - ¡Pobre niña mía... pobrecita niña mía! Y aquella tarde, después de quitarle la bata la besé de arriba abajo y la lamí de abajo arriba. Su vello púbico estaba húmedo de agua y pregunté: --¿Te has duchado, cariño? -- No, es que... aunque me gustaría mucho, no puedo quedar en estado... sería un desastre para mí y para ti también ¿comprendes, amor mío? -- Oh, Dios... ¡qué imbécil soy! - exclamé, dándome cuenta de mi egoísmo e inexperiencia - Pero ¿tú no tomas la píldora? - pregunté de nuevo --No, hasta ahora ¿para qué? Además, el médico me haría preguntas... -- Comprendo, mi vida, comprendo - respondí conmovido. Tendré que comprar una caja de preservativos- pensé - no me gustan, pero no habrá más remedio ¬ Tuve que vencer su resistencia cuando quise besarle el sexo, porque aquello no le parecía natural y creía que a mí me daría asco. Cuando logré convencerla que todo en ella me parecía celestial y que su sexo era una de las partes de su cuerpo que más me agradaban, logré que separara los muslos sin violentarla. A poco tiempo la oí exclamar gimiendo: --¡Oh!, Amor mío... amor mío... amor mío. Seguí con la caricia al tiempo que frotaba entre los dedos los pequeños y duros pezones rosados. Comenzó a gemir su letanía cada vez más rápida, sus muslos temblaron apretándose contra mis mejillas, se estremecía su vientre palpitando de placer. Sus gemidos fueron en aumento y sus dedos se engarfiaron en mis cabellos. Explotó con un prolongado gemido, arqueando el cuerpo como una ballesta. Cuando me puse encima y poco a poco la penetré de nuevo, me miró con los ojos entornados, moviendo la cabeza levemente en sentido negativo, exhausta y maravillada de lo que le había ocurrido. La besé, dejando en su boca el sabor de sus entrañas. --Mi niño, yo no sabía... creí que me moría... mi amor, cuánto te amo, Dios mío - musitó, y mientras me recitaba entrecortadamente todavía las delicias del ignorado orgasmo, y de lo mucho que me amaba, la bombeada despacio hasta que sentí llegar también mi orgasmo y se lo saqué para dejar entre nuestros vientres la abundante emisión de mi eyaculación. --¿Por qué los has hecho? Me hubiera lavado otra vez, tonto - musitó sonriendo- Ahora nos tenemos que lavar los dos. -- Con ese lavado que haces no hay mucha seguridad, y no quiero que tengamos un disgusto sin estar casados. --¿Qué dices? ¿Casados? Tú estás loco, mi amor. Tu abuelo nos mataría a los dos. -- Mi abuelo no puede hacer nada, querida mía. Soy mayor de edad. -- Bueno, dejemos eso porque no puede ser, ya es bastante con saber que me amas y que yo te pertenezco. Ahora tenemos que lavamos y tú limpiarte la boca, amor mío. -- Nos bañaremos juntos, querida mía, pero de lavarme la boca ni hablar, quiero conservar tu sabor todo el tiempo que pueda. - Estás un poco loco, niño mío. -- Sí, niña mía. Estoy más que loco... pero por ti. Y después de bañamos nos iremos de viaje los dos juntos como marido y mujer. ¿Me ha entendido la señora? -- No, si cuando yo digo... No la dejé continuar, me levanté y le pasé un brazo entre los muslos sosteniéndola por las nalgas y los hombros y me la llevé al cuarto de baño. Nos bañamos juntos, volví a penetrarla diciéndole que tenía que aprender a gozar así, y ella me miraba y asentía a todo lo que yo decía como un corderillo. Sólo se opuso a lo del viaje, porque podía tener malas consecuencias y ella temblaba con sólo pensar que llegaran a ser del dominio público sus relaciones conmigo, porque, entonces, ya podía marcharse de Santiago para toda la vida. -- Tenemos dos semanas para nosotros y cuando regresemos de Canarias... --¿A Canarias?- cortó espantada - Pero ¿es que de verdad te has vuelto loco, mi amor? -- No, no me he vuelto loco, ahora mismo voy a reservar los billetes del avión. Dejaré el coche en un parking de Vigo y lo recogeremos al volver. Quiero llevarte a Tenerife, quiero bañarme contigo en la playa y quiero dormir contigo y vivir contigo como marido y mujer aunque sólo sean quince días, quiero que... --¡Jesús, Jesús! ¡Que chiquillo este! - rió regocijada - pero, si como marido y mujer, podemos vivir aquí esos seis días ¿para qué gastar tanto dinero en ese viaje? Ni hablar no lo voy a permitir, pero criatura, si soy la mujer más feliz del mundo en cualquier parte, si tú estás conmigo. Que no, que no, vida mía, hazme caso, por favor. -- Está bien, pero por lo menos vámonos una semana a Lisboa. Son las ocho, podemos dormir en Oporto y mañana nos damos un paseo por la capital. ¿Conoces Lisboa? -- No, mi vida, poco más que Santiago y La Coruña, conozco ¿Pero para qué? ¿Es que no eres feliz aquí conmigo? - Soy feliz contigo, en cualquier parte, Mar querida, pero... -- No seré como el mar ¿verdad? - cortó sonriendo. _ Me parece que si, eres insondable como el mar, hermosa como el mar, pero no desvíes la conversación. Yo quiero hacerte feliz, quiero que me dejes hacerte feliz ¿es que no puedes complacerme? -- Lo que tú digas, amor mío- concedió por fin suspirando - Dios mío, ¿estaré loca? Llévame a Lisboa, si tanto te apetece. ¡Mira que si nos ve alguien! ¿Te das cuenta? ¡Estaría perdida! Pero en fin... todo sea por complacerte, amor mío. - Bueno, está bien, dejemos lo de Lisboa también - dije, besándola mientras la bombeaba suavemente - ¿Podemos ir a cenar al Parador de Bayona ésta noche? Se rió a carcajadas, pero dijo que si, que por cenar conmigo no se iba a juntar el cielo con la tierra aunque la viera alguien. De pronto vi que se ponía rígida, mirándome con los ojos entrecerrados, aumenté el ritmo del vaivén, mientras chupaba uno de sus preciosos pezones erecto como la aguja de un campanario. Se abrazó a mí, besándome el cabello y la frente, la sentí jadear y adelantar las caderas para que la penetración se hiciera más profunda. Le susurré al oído si le venia el orgasmo, y asintió. Su jadeo se hizo más intenso, más profundo. De pronto echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y gimió prolongadamente, estremeciéndose como una hoja al viento. Sobre mi falo congestionado cayó repetidas veces una lluvia deliciosa y tibia envolviéndolo completamente con la más enervante de las sensaciones. Estuve a punto de eyacular, pero me contuve observando como su cuerpo se estremecía con un nuevo orgasmo, profundo y prolongado. Las contracciones de sus músculos vaginales se repetían una y otra vez con la misma cadencia de la mujer que disfruta de un orgasmo múltiple. Poco a poco cayó sobre mi pecho respirando sofocadamente en los estertores del prolongado clímax. Se mantuvo en silencio mientras recuperaba el aliento, apretada contra mí, besándome suavemente el hombro y el cuello. Pero luego, ya repuesta, comentó: - Oh, Dios mío, nunca hubiera imaginado... es maravilloso... soy feliz, feliz y te amo tanto mi amor... ¿por qué tenemos que ir por el mundo si aquí somos felices? Yo cocinaré para ti. Te haré los manjares que más te apetezcan. Ya soy tu mujer, ya no seré nunca de nadie más. Tú has sido mi primer y único amor... ¡Oh Dios mío, como te amo! te amo con locura, cariño mío. Se apartó para mirarme parpadeando casi angustiada. No comprendí que le pasaba, yo no había eyaculado, pero no entendía la preocupación de su mirada. -- Quizá creas que soy una cualquiera. Yo nunca me he comportado así y... No la dejé continuar y le tapé la boca con un beso antes de responder casi enfadado: -- No vuelvas a decirme eso nunca más en tu vida ¿me oyes? Suspiró agradecida separando su mirada de la mía con aquella languidez que me enloquecía y la besé de nuevo tan apasionadamente que tuve que sacársela para no eyacular. La levanté del baño en vilo, envolviéndola en la toalla y en los brazos la llevé a la cama, maldiciéndome por mi aversión a los preservativos, debí haber comprado una tonelada, tal eran mis ansias de su hermoso cuerpo. Aquella noche nos disfrutamos cinco veces más. Nos dormidos completamente exhaustos, sin acordamos de cenar. Fue al día siguiente al mediodía que nos hartamos de marisco en la Selva Verde de Ancora, cuarenta kilómetros más abajo de la frontera portuguesa. Me la llevé a Lisboa y vivía con ella en el Gran Hotel de Estoril durante cinco días como marido y mujer. En Lisboa le compré un vestido largo de noche y una capa de renard plateado, bolso, zapatos, ropa interior, en fin, un ajuar completo para asistir por las noches a los bailes del Grand Hotel. Estaba tan hermosa y hacíamos tan buena pareja que las miradas nos seguían insistentemente cuando salíamos a la pista. Cada noche nos disfrutábamos cinco o seis veces y conseguimos por fin acoplamos de tal forma que nuestros orgasmos, desde entonces, coincidían con la precisión de un reloj suizo. En verdad que fui muy feliz durante aquellos días en Lisboa. Ella era preciosa, encantadora y delicada como una figurita de porcelana. Inmerso en mis pensamientos no me di cuenta de que había pasado Padrón, Esclavitude y Ramallosa. Volví de mi ensimismamiento al ver las cúpulas de la Catedral a lo lejos. Eran las once y diez cuando metía el coche en el garaje y comencé a subir las escaleras hacia el piso para encontrarme con mi Marisa.