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Ella me sonrió y con sus labios gruesos pintados de rojo vivo me envió un beso sensual a través del panel de cristal que separa su módulo de trabajo del mío. Miré la hora y me di cuenta que eran ya las cinco y cuarenta de la tarde. Supe entonces que habría sexo después, y un pálpito que nació en mi pene adormilado recorrió mi cuerpo. Le sonreí y le hice un guiño con mi ojo derecho en ademán provocador como un “sí” a su propuesta. Esa era la forma que nos habíamos inventado desde hacía mucho tiempo para ponernos de acuerdo sobre cuando hacernos el amor.
Su cabello estaba bien peinado como siempre. Lo lucía con raya en medio en dos mechones abundantes y sueltos ya con algunos visos plateados que caían a lado y lado hasta la altura de sus hombros enmarcando su rostro simpático. Me volvió a sonreír con picardía y yo volví hacer otro guiño. Nos concentramos en nuestras labores hasta que el reloj marcó las seis. Poco a poco los empleados fueron saliendo mientras ella y yo simulábamos estar atareados. Cuando estuvimos seguro de no haber mas nadie allí además de nosotros dos, me levanté y me fui a su cubículo. Ella sonriente miraba directamente el bulto formado bajo mi pantalón. Se saboreó los labios y supe entonces que no habría tanto romance ésta vez. No la hice esperar. La conocía bien y seguramente estaba muerta de ganas por mamar verga. Me bajé la bragueta y sin quitarme una sola prenda le ofrecí mi sexo duro y seco que saqué con procacidad como si un resorte de juguete fuera. Sus labios jugosos pronto envolvieron el falo con mucha avidez. Cristina empezó a sacudir su cabeza de visos plateados que delataban bien sus cuarenta y seis años recién cumplidos. Permaneció sentada en su silla giratoria mientras yo me acomodaba apoyando mi trasero en el filo del escritorio testigo de tantas escenas carnales.
Su boca caliente y mojada me transportaba a un universo de estrellitas de colores iridiscentes, cuando se entregaba a chupar y chupar como si fuera la última vez de su vida. Se tornaba violenta cuando se emocionaba y metía y sacaba dos tercios de mi sexo en su boca hasta hacer sonar la felación al igual que lo hace una perrita tomando agua. Yo poco podía resistirme a su manera de hacerme sexo oral, me enviciaba hasta al mismo delirio. Apenas si atiné esta vez a medio desabotonar su camisa para acariciarle sus pequeños senos rosados. Luego anuncié lo inaguantable y ella, como una viciosa, contuvo el pene dentro de su boca para tragar buena parte de mis efluvios. Luego lo restregó por sobre sus mejillas, su mentón y el exterior de sus labios gruesos untándose de la espesura de los restos de leche tibia. Eso le proporcionaba un placer más psicológico que físico. Yo nunca lo he comprendido.
Se fue feliz al lavamanos y se volvió a retocar. Me abrazó me dio un beso sonado de agradecimiento y me dijo que debía marcharse para recoger a su hija que cumplía años. Sacó del bolso marrón un marcador de tinta roja y encerró la fecha de ese día, jueves cuatro de mayo, en el calendario que colgaba de la pared. ¿Quién se podía imaginar semejante locura?,¿Quien podía adivinar que los puntitos rojos que resaltaban en el calendario eran las fechas en las que esa mujer cuarentona tenía sexo en la oficina después de seis con un hombre que bien podía ser su hijo mayor? Me guardé mi pajarito ya dormido y salí con ella.
Esa tarde hacía buen clima y la acompañé hasta el parqueadero, nos subimos a su automóvil y me acercó hasta cerca de mi cuadra, luego ella desvió acelerada rumbo al colegio de su hija.
Mientras caminaba a casa calle abajo por esas seis cuadras con mis huevas descargadas y un relajo placentero en mi cuerpo, recordé lo mucho que quería a Cristina y lo lejos que ya habíamos llegado con nuestro vicio de amor y sexo. Casi nunca habíamos tenido sexo fuera de la oficina. Ese lugar se había convertido en nuestro paraíso de amor desde aquella primera vez hacía ya casi nueve meses.
Recordé con claridad que fui yo quien la sedujo y dio atrevidamente los pasos para conquistarla después de que me cambiaran de oficina contra mi voluntad y me instalaran justo junto a ella.
En un principio cuando llegué a esa compañía yo trabajaba rodeado de juventud en el primer piso en otra dependencia y luego recibí una orden de dirección en la cual me trasladaban al cuarto piso, “al piso de los viejos”, como lo llaman. Allí asumí otras funciones. Mis compañeros de trabajo se burlaron en ese entonces, pues me tocaba trabajar en la oficina con tres viejos aburridos a punto de pensionarse y dos señoras cuarentonas; una gorda fea que solo sabe regañar y Cristina, la triste Cristina.
Pero supe ponerle color a la vida de ella y la triste no resultó nada triste, sino una señora con suficientes bríos que ofrecer. Nadie sospechaba ni por asomo que después de seis, muchas veces, esa señora marginada por muchos y el joven empleado se encerraban a desfogarse de lujurias locas en las cuatro paredes de esa oficina.
Después de semanas de pequeños detalles, galanterías, palabras bonitas, invitaciones a almorzar, papelitos con mensajes tiernos, palabras de ánimos, dulces etc., percibí que era el momento de seducir a la ya enamorada Cristina. Me encantó su ternura maternal y su sabia palabra. Me resultó una señora preciosa que no merecía estar de madre soltera y enamorado de ella decidí que podía regalarle algunos meses o años de amor y sexo. Podría parecer un poco loca la idea, pero se me convirtió en una obsesión. No supe después como romper el hielo y arrastrarla hasta el sexo, pero la oportunidad llegó sin proponérmelo una tarde estresante.
Hubo bastante trabajo y nos tocó trabajar hasta poco mas de siente y media de la noche solos en esa oficina gris. Ella adolecía de estrés y su cuello le dolía y sin pedirle permiso me puse de pie tras su silla giratoria y con mis manos medio temblando de emoción le regalé un masaje algo torpe, pero cumplidor. Sobé su cuello y sus hombros con suavidad y calor humano. Ella se sorprendió pero no musitó palabra de resistencia alguna, sino unos gestos de profundo agradecimiento. Le dije que cerrara los ojos y que pensara en cosas bonitas mientras mis manos la acariciaban con más seguridad y ternura. Empezó a sentirse mas relajada y yo a sentirme deseoso de ella. Acerqué lentamente mi boca a su cuello, cerré mis ojos y me lancé al abismo del atrevimiento arriesgando el todo por el todo. Posé un suave beso en el cuello cansado Cris musitó un “ahhh que riiiicoooooo” profundo y pasito que me dio carta blanca para seguir seduciéndola. La besé recorriendo la parte trasera de su cuello cuya piel se puso de gallina y sumergí mis manos necias por dentro de su camisa de cuello amplio hasta tentar tiernamente la tela fina de sus sostenedores y manosear sus pequeños senos. Me giré un poco y la besé en la boca. Nos besamos como novios hasta el cansancio. Ella me acariciaba mi cabello y mi pecho. Le deshice los primeros tres botones de su camisa amarilla y me sumergí en esos pechos preciosos. Ella con algo de desespero se corrió hacia arriba las copas del brazier entregándome así la desnudez de esos senos delicados. Los chupé uno a uno y los sentí tan dulces y sensibles a mi lengua que me condenaron al vicio de sus sabores femeninos. Cristina gimoteaba apretando mi cabeza contra su pecho mientras su sexo bullía a fuego lento.
La volví a besar con pasión desaforada y al levantarme miró con morbo evidente el mazo que casi rompía la tela de mi pantalón. Me lo acarició con ganas de señora necesitada y con cierta timidez me desbrochó el cinturón para luego bajarme la corredera. Miró al fondo color azul turquí de mi boxer inflado y musitó con lujuria que tenía muchas ganas de mí.
Se quitó el sostén y desnudó cómodamente todo sus pechos. Pequeños, delicados, claros y de aureolas rosaditas, muy estéticos me provocaron tanto que volví a lamerlos. Eso sería una constante en tiempos venideros. Sus senos pequeños se convertirían en el destino favorito de mi boca y de muchas eyaculaciones. Mis manos buscaron sus muslos gruesos por debajo de su falda y ella daba permiso entre abriendo mas sus piernas. Tenté por fin la seda de su calzón por cuyas tirantas lo halé hasta deslizarlo suavemente por los muslos hasta la altura de las rodillas. El vaho de su vagina perfumó el ambiente. Me zambullí como buzo experimentado en la oscuridad de su falda hasta que mi nariz se topó con el pelaje espeso de su vulva ardiente. Puse mi lengua en la rajita húmeda y el maldito teléfono sonó. Hizo ella un esfuerzo para que su voz no sonara quebrada. Era su hija, que la necesitaba con urgencia. Quedamos con las ganas en las manos esa tarde. Pero todo estaba ya consumado. Ella y yo seriamos amantes serios desde entonces. Todo era cuestión de tiempo.
Tuvimos que esperarnos dos eternos días para proseguir con lo inacabado. El ansia casi carcome nuestra paciencia que la tuvimos que sacar hasta de los cabellos. Poco antes de que sucediera lo más deseado del mundo ella juguetonamente pegó un papelillo amarillo engomado en la pantalla de mi ordenador con un beso estampado de su labial rosado fuerte y en el cual por todo mensaje decía “DESPUES DE SIES”. Supe entonces de golpe con alegría que la historia por fin continuaría.
Esperamos hasta que todo el mundo marchara y por fin nos sintiéramos solitos en esa oficina. Esa tarde medio lluviosa Cristina había llevado un vestido enterizo de listas inclinadas negras con blanco. Parecía una cebra. Lucía muy elegante. La prenda era sencilla y se sostenía por un par de tirantas que dejaban casi al desnudo sus hombros blancos y buena parte de sus pechos a través de un escote amplio en forma de “V”. Se veía jovial y algo atrevida con buena parte de sus muslos visibles por lo corto del vestido. Yo ni pude concentrarme mucho en el trabajo mirándola cada vez que podía a través del cristal.
Cuando se hicieron las seis y a través de la ventana miré hacia abajo el tráfico demoledor de luces de automóviles congestionando las vías, Cris tocó la puerta de mi oficina. Le dije que pasara y entró sonriente y segura. Se sentó en mi escritorio dándome acceso visual a sus entrepiernas hasta donde la luz me lo permitía. Besé sus muslos sin mediar palabras mientras recorría con las manos las curvas de su cuerpo. Se incorporó y se sentó seductoramente sobre mi encrucijada abrazándome con sus piernas como si fueran tenazas. La falda corta de su vestido se recogió hasta casi su cintura y sentí el calor de su sexo apretarse contra el mío. Se ató con sus brazos largos a mi cuello y empezamos luego una prolongada y excitante sinfonía de besos profundos. Con el paso de los besos ella contorneaba cada vez mas fuertemente sus caderas como culeando en seco hasta lograr mi máxima erección a la vez que desabotonaba mi camisa. Le abrí a la fuerza el escote y su teta derecha salió a flote. Esa piel tierna me invitó a lamerla encantado. Luego desnudo su otro seno y me lo comí con ansias retenidas.
Locos de excitación procedimos a continuar lo que aquella vez el teléfono interrumpió abruptamente. Se volvió a sentar en el escritorio, pero esta vez con sus piernas abiertas. El olor de su sexo húmedo invadió mi nariz y mi cuerpo respondió con ganas más fuertes. Le retiré su calzón negro muy sexy para una señora como ella y cuando lo tuve en mi mano luego de deslizarlo lentamente por sus largas piernas nos reímos de lo diminuta que era la prenda. Su chocho se pudo entrever bien espeso y negro. Cerró los ojos y mi lengua se inundó de una blandura y un calor inusitado. La fijación oral de su sexo se convirtió luego en un vicio recurrente. Me comía las carnes de su almeja como si fuera una golosina en boca de niño hambriento. A medida que la devoraba más blanda y lubricada se tornaba. Cristina daba alaridos algo fuertes contorneando su cuerpo extasiado. Gozaba cada vez que con mi lengua yo le sacudía su clítoris agrandado. Mi boca estaba hecha un cúmulo de jugos espesos y mi rostro olía a chucha en calor. Ella apretaba sus manos en mi cabello empujando fuertemente mi rostro contra el pelaje abundante de su sexo maduro y me abrazaba con sus piernas por sobre mi espalda mientras gritaba pidiendo mas y mas.
Estaba como loca y empezó a pedirme a gritos que le metiera la verga en su vagina, pero yo la torturé hasta el desespero poniéndole condiciones. Le pedía que se masturbara. Lo hizo con ahínco desesperado frotando con violencia su dedo índice contra su clítoris a centímetros de mis ojos excitados por el espectáculo sobre ese triángulo negro. Me levanté por fin y saqué mi palo duro y seco todavía para que ella lo conociera y lo agarrara. Lo hizo desesperada por tenerlo dentro de su cuerpo, pero le puse la condición de que si así lo deseaba debía mamarlo bien primero.
Me obedeció ansiosa. Se sentó en la silla y yo me senté sobre el escritorio. Cristina sin tantos preámbulos metió mi sexo en su boca y empezó con torpeza a mamarlo. Luego se acostumbró al calibre y a la longitud y fue mejorando su ritmo hasta que su mamada se volvió serena, deliciosa y disciplinada. Con su lengua serpenteaba en mi glande morado y bajaba lamiendo hasta mis huevas para volver a subir y tragarse el falo otra vez. Mi piel estuvo de gallina. Me sorprendió lo bien que mamaba esa cuarentona. A la postre eso sería su vicio favorito que hasta llegaría a expresar que soñaba con el sabor de mi pene y que para ella hacer el amor sin habérmelo chupado era como no haber hecho nada.
Tuve que hacer un esfuerzo para no venirme tan rápido y aguanté sus embestidas deliciosas hasta donde se me fue posible. Le avisé que estaba que estallaba, pero ella lejos de liberar mi sexo de su boca, aumentó su mamada hasta que ya no pude aguantar. Eyaculé sorprendido y por vez primera en el interior de una boca. Pensaba hasta ese día que eso solo ocurría en las películas porno, pero estaba muy equivocado; con Cristina aprendí que hay mujeres con el vicio del semen. Se tragó los chorros fuertes dejando que mi verga palpitara en su boca. Luego restregó por sus mejillas mi sexo para mojarse con los últimos pringos de leche caliente. Su mirada rutilante parecía preguntarme si me había gustado y yo sorprendido le asentía excitado con profundo agradecimiento.
Ella estaba profundamente ansiosa. Se levantó, se terminó de desnudar despojándose completamente de su vestido. Su blanca desnudez me hipnotizó. Ese triangulo velludo y negro azabache brillaba mágicamente. Me exhortó luego a que yo hiciera lo mismo y mis trapos fueron a dar sobre la alfombra. Le pedí entonces que se volteara para conocerle sus nalgas y por toda respuesta recostó su regazo en el escritorio respingando su culo amplio de rosadas nalgas como ofreciéndomelo. Yo me senté en la silla y llené de besitos fugaces ese par de nalgas mayores y aún algo tersas. Empecé a juguetear con mi lengua por el canal de su culo subiendo y bajando desde su cadera hasta que bajé tanto que topé el centro de su ano maravilloso. Ella irguió su cuerpo y su piel se descompuso. Dejé que mi lengua se deslizara por alrededor de ese huequito oscuro y me tomé confianza. Una avalancha de lengua trabajó en ese culito que fue dilatándose poco a poco. Ella gimoteaba imprecisiones. Sin dejar de lamerle el culo le metí un dedo en su chucha mojada hasta rozar su clítoris. Estalló en un desespero orgásmico. No la torturé más. Me levanté y de un solo golpe le hundí desde atrás el pene hasta lo mas hondo de esa vagina hecha agua. La embestí con violencia golpeando mi pelvis contra sus nalgas hasta ponérselas rojizas. Ella gritaba obscenidades mientras yo tocaba el cielo sintiendo como el calor delicioso de esa raja arropaba mi pene y se transmitía como ondas chocantes a través de mi cuerpo.
Accidentalmente la verga se salió de su vagina y punteó un poco cerca de su ano. Ella lo entendió como una provocación para tener sexo anal, y me dijo que en otra ocasión cuando tuviéramos un lubricante le gustaría hacerlo. Sería cuestión de días porque a la semana siguiente ese culo apretado de mujer cuarentona sería mío cuando ella misma se presentó con un lubricante para facilitar la penetración.
Se sentó frente a mí posando sus nalgas rojizas sobre el escritorio de tanto golpearse con mi pelvis y la penetré mirando sus ojos negros lujuriosos. Mi verga parecía ser tragada por una negra selva mientras que sus senos preciosos saltaban como gelatinas rosaditas al vaivén de nuestra danza. Me encimaba un poco a veces para robarle un beso o darle unos chuponcitos en esos pezones delicados. El orgasmo se apoderó de ella. Me abrazó con fuerza contorneando con brusquedad su pelvis y el resto de su cuerpo. Gozaba como si estuviera en una nube. Yo jamás detuve el mete y saca que la hacía estallar.
Sin sacársela la cargué un tanto sosteniéndola por las nalgas mientras ella se abrazaba a mi cuello. Me fui sentando lentamente en la silla hasta quedar ella completamente ensartada y sentada encima de mi encrucijada como habíamos empezado la faena cuando nos comimos a besos. Empezó entonces con timidez a cabalgarme. Fue delicioso mirarla entregada y deseosa. Nos besamos como novios nuevos mientras nuestros sexos exhaustos ya se complementaban con precisión mágica. Allí sentí que un segundo orgasmo era inevitable. Nos quedamos quietos envolviéndonos en un beso prolongado mientras ella sentía como mi pene palpitaba eyaculando por segunda vez en esa noche. Fuera de la ventana cientos de personas y automóviles regresaban a sus casas, pero nosotros decidimos quedarnos unidos por nuestros sexos hasta que el último hálito de deseo felizmente nos robó las energías.
Nos levantamos y ella se retocó tratando de eliminar el olor a sexo de su cuerpo. Anotó juguetonamente con su labial un puntito rojo en el calendario de su oficina marcando la fecha de ese día. Eso sería recurrente en esa mujer tan creativa para el amor.
Me condujo cerca de mi casa. Íbamos felices en el auto diciéndonos palabritas de amor a pesar de lo exhaustos que estábamos. Se detuvo en una esquina de mi barrio, le dije un sentido te quiero y le di un beso tierno como sellando nuestra relación. Me bajé y la vi alejarse. Empezó esa vez otra etapa en mi vida. Desde ese día esperé ansioso que llegaran los minutos después de seis.
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