Pocas cosas me gustan tanto como escuchar a las chicas que he tenido (y a las que no he tenido), relatarme sus historias sexuales (por eso soy lector de esta página, donde busco a las autoras. Por eso pido que me estimulen y me escriban). Esta fue una de las primeras historias que me contó Ariadna. Tal como me la contó (salvo nombres y otras circunstancias) os la cuento. Creedla si queréis, aunque he de decir que luego conocí a Luis y Marisela, y supe que algo había de cierto. Bueno, ahí va:
En las vacaciones de primero a segundo de secundaria me hice amante de mi tío Lencho, como ya te conté. Era su lolita, su putita, y me gustaba, pero empezaba a querer otra cosa. Quería para mí el mando y la experiencia , el control de la situación... y empecé a pensar que bastaba con escoger a cualquiera de mis compañeritos para que así fuera.
Yo había pasado todo el primer año sentada en un rincón del salón, sin hablar con nadie. No me interesaban ni la escuelita ni los compañeritos. Para mí la vida empezaba cuando salía de clases y podía abrir un buen libro sin temor a que cualquier imbécil profesor me lo decomisara; la vida para mí era leer y, antes de avanzarme a mi tiíto, masturtbarme y fantasear, y luego, y sobre todo, coger. La escuela era basura, era un tributo que había que pagarle a la vida.
Pero siempre he sido buena observadora, y no solo de caras y nalgas y paquetes, también de caracteres, de manera que de entre la veintena de compañeros varones de mi salón, elegí, como candidatos, a Juan y Luis, dos de los “Halcoholes” (con hache inicial e intermedia, simbolizando a la vez a la noble ave rapaz y al noble licor). Los Halcoholes eran media docena de gañanes, lo más granado de la aristocracia del barrio, una manga de inútiles según los criterios de las autoridades escolares, y usufructuarios de cierta fama morbosa entre la “comunidad estudiantil”, si es que en ese pinche reclusorio podía hablarse de tal.
Tres de los seis basaban su poder en la mera fuerza física y su mayor edad (los 16 o 17 años que ostentaban) y eran, en efecto, mero desecho. Eran ellos quienes daban visos de verdad a la leyenda negra que sobre el grupo circulaba, que los hacía aparecer como imbéciles, borrachos y peligrosos. De los tres restantes, Juan, el líder de la banda, era un chaval llegado de la capital (y obviamente llamado “el chilango”), simpático y ocurrente, pero explosivo, del que se decía que no había en toda la escuela quien pudiese parársele enfrente, ni siquiera los más altos y voluminosos subalternos suyos; Xavier era un muchacho burro e ingenuote y, finalmente, el pequeño Luis era el cerebro de la pandilla, al que los otros cinco le debían las mediocres calificaciones y la prudencia general con que se movían sobre la sutil línea entre lo permitido y lo ilegal, que era, a fin de cuentas, lo que los mantenía a flote.
La elección natural de los posibles objetivos y las fantasías que tenía con cada uno por separado o con ambos a la vez (¿por qué no?, me preguntaba), se llevaron casi todo septiembre, lo mismo que la decisión de pasar al ataque. Era obvio que podía invitar a mi palomar a cualquiera de los dos y cogérmelo sin más ni más, así son las cosas, pero finalmente había decidido que el tímido Luis tenía que pedírmelo o, al menos avanzar un tanto. Con eso, Juan quedaba para después: quería al más pequeño y manejable, según mis fantasías, al que más se acercara a ellas; al pensante, al que leía... al que me miraba a hurtadillas con ojos de hambre, único que había descubierto lo que yo escondía bajo el uniforme vestido con ese objeto.
Claro está que para obligar al enemigo a avanzar yo tenía que realizar una sutil maniobra de cerco y envolvimiento. Entre otras cosas Lencho, mi tiíto, me había enseñado a jugar ajedrez, cuando pedía paz entre dos asaltos o cuando la presencia de terceros le obligaba a adoptar el papel de Tío cariñoso y formal, de modo que un día de fines de septiembre salí de mi rincón habitual y me puse a seguir una partida entre Luisito y el Gordo Martínez, dos de los mejores (con un tal Rodríguez, de la tarde) ajedrecistas de la escuela. Cuando me pareció evidente que el audaz juego de Luis estaba ultimando las esperanzas de las piezas negras, solicité retar.
Cedí las blancas y Luis, rojo como la grana, abrió con Ruy López (cosa que, me enteré, hacía el 80% de las veces, alternando esa apertura clásica con gambito de rey. Durante cerca de un año nunca lo vi iniciar con otra cosa, y no por ignorancia: jugando con negras, era capaz de responder según los cánones a las aperturas más comunes... a las aprendidas en el libro de Pánov), y su displiscencia cesó cuando se dio cuenta de que lo había metido en una posición más que embarazosa. Me miró asombrado, y se batió en retirada, defendiendo cada pieza y cada palmo del terreno con uñas y dientes, esperando algún descuido mío para retomar el control del juego. No le dí el gusto, pero esa fue una de las pocas partidas que le gané: era realmente bueno, al menos para nuestro nivel de aficionados escolares.
El turrón estaba roto, y me fui acercando a ellos y a las chicas que los escoltaban, es decir, Fabiola, que era novia de Nolasco, uno de los tres gañanes de la banda, que tenía fama de putita sin serlo; la gorda Nora, eterna enamorada de Juan; Elsa, la guapa novia de este; y Marisela, tímida y pequeña, que siempre iba a remolque de Elsa.
Empezaba a ser evidente que yo le interesaba cada vez más a Luisito, pero también que no sería fácil hacerlo dar el paso que a mis fantasías convenía, cuando las circunstancias externas, en la figura del Perro, nuestro profesor de geografía, intervinieron para cambiar mis planes, al exigir la formación de 8 equipos de 6 personas y dejarles de tarea sendos mapa de Europa hecho en plastilina, creo. Nuestro equipo quedó conformado por Juan, Xavier, Luis, Elsa, Marisela y yo, y quedamos de vernos el sábado (un sábado de principios de noviembre) en casa de Luis, cuyos padres no estarían.
El viernes me quedé a dormir en lo de la abuela, es decir, que calculada la hora en que la viejita entraba en su cuarto o quinto sueño, me introduje entre las sábanas de mi tío Lencho, a quien me follé hasta el cansancio, de modo que el sábado llegué relajad y ahíta. Era la primera vez que me verían sin el camuflaje del uniforme, y a punto estuve de ponerme una mini y un top, pero opté por mis bluyines y un body negro, que hacían resaltar los 77-55-69 que, con mis 144 centímetros de estatura, hacían que un montón de viejos verdes mi desnudaran con la vista por la calle. Era yo a mis trece años, ni duda cabe, una adolescente apetitosa, de esas que despiertan instintos nabokovianos.
Aposta, llegué un poco tarde a lo de Luis, y ya estaban ahí todos y, como yo, se veían mucho mejor en sus ropas de francos, de civil, que con el espantoso uniforme a cuadros café-cucaracha. Juan, Xavier y Luis casi uniformados, de negro, botas, jeans, de estaturas escalonadas (Juan mediría algo menos de 1.70, Xavier por ahí del 1.60 y Luisito algo más de 1.50); Elsa, que era casi tan alta como Juan, delgada y guapa, vestía una mini –no demasiado; y Marisela era una adolescente un poco más baja que Luis, menudita, cuyas formas empezaban a mostrarse, sugerentes, que vivía acomplejada por sus barros.
Era obvio que ninguno de nosotros tenía muchas ganas de ponerse a dibujar maqueta alguna ni de moldear trozos de plastilina de colores para cubrir con ellos los países de Europa, así que estuvimos tonteando un rato, hasta que Marisela dijo “bueno, pero hay que hacer el mapa ¿no?” La miramos con disgusto, y entonces a Xavier, sí, al lerdo y obtuso Xavier, se le ocurrió la idea que habría de detonar todo: “No, juguemos a algo serio, algo bueno de verdad, y los dos que pierdan que hagan el mapita ese mañana ¿vale?” La moción fue acogida por unanimidad y empezamos a jugar botella de prendas, poniendo cinco castigos progresivos para aquellos que no quisieran o pudieran seguir quitándose una prenda, haciendo del quinto castigo algo “incumplible” que marcaría a los perdedores. Los castigos estipulados para las señoritas fueron los siguientes: 1) beso de un minuto (cronometrado) dado al varón de su izquierda, 2) faje de un minuto con el varón de su izquierda, 3) faje de un minuto con la chica de su derecha, 4) faje de dos minutos, simultáneo, con los chavos situados a izquierda y derecha y 5) masturbar al tío colocado frente a ella. Para los varones, los castigos fueron: 1) 50 sentadillas sin para, 2) 100 sentadillas sin parar, 3) beso de lengüita, bien dado, al chavo de su izquierda, 4) beso de un minuto al chavo de su derecha y 5) mastubar al chavo que más castigos tuviera después de él. Los chavos no querían aceptar esos castigos, pero nostras nos plantamos: qué chiste si no, decíamos, ¿dónde su castigo? Una última regla fue que cada seis giros de la botella, los chicos rotarían un lugar su posición, y nos sentaríamos alternados; y sólo se contarían como prendas lo que llevásemos puestas, no en los bolsillos, y sin contar taampoco aretes. De más estaba decir que todos guardaríamos hermético secreto, así como que Juan y Elsa olvidarían que eran novios (y, por cierto, luego me enteré por Elsa que ellos dos nunca habían llegado a tanto).
A mí el sólo proceso de discusión de las reglas me puso bien cachonda, y lo que durante los preliminares fui fantaseando, mientras la botella giraba y nos despojábamos de prendas superfluas, me mantenía en ese estado. No era la única: era evidente que los tres chavos tenían sendas erecciones, y Marisela estaba roja y agitada, y se reía muy fuerte en cada tirada. Elsa, al contrario, se veía más bien asustada.
Luego de varias vueltas, la situación era la siguiente: yo conservaba uno de mis calcetines como última prenda inocua, tras haber perdidos dos zapatos, un calcetín, cinturón y liga para el pelo; a mi izquierda, Juan estaba en pantalones y camiseta; seguía Marisela, que solo tenía su blusa y sus pantalones; Xavier había perdido la camisa y sólo llevaba los pantalones; Elsa se mantenía con mini, medias, blusa y liga para el pelo, lo que había hecho volver el color a su rostro; y, finalmente, Luis conservaba uno de sus calcetines y su camiseta.
Marisela hizo girar la botella, que apuntó hacia Elsa, quien se quitó su liga, y envió el trasto hasta Xavier, quien volteó a vernos y a la voz de “es más cómodo en calzoncillos”, y ya sin pudor de ninguna especie, se sacó los pantalones. El pito, orgullosamente enhiesto, los abultaba de fea forma, y yo creo que la fuerza de mis pensamientos atrajo la botella hacia mí, y me hizo perder el último calcetín. Puse a girar la botella, que regresó a Elsa, quien me miró con malos ojos y se despojó, ante la creciente expectativa, de sus pantimedias. Elsa se la mandó a Juan, que se quitó su camiseta y rápidamente la giró, haciéndola regresar a su posición. Sin decir nada, imitó a Xavier. Ahora había dos pitos mostrándose bajo sendas truzas rimbros, y creo que el del Xavi abultaba más.
Mudamos posiciones, quedando a la izquierda del Xavi una servidora, luego Luis, al que seguían Marisela, Juan y Elsa. Xavier reinició el juego, y el giróscopo llegó hasta Elsa (¡tres casi al hilo!), quien volteó a ver a Juan como disculpándose, y agarrando a Xavier por la nuca, ordenó con voz ronca (que, para mi, delató su excitación) “cuenten”. Luego del beso, Juan fue el castigado, y emprendió las 50 sentadillas. Empecé a considerar, en mis fantasías, que era bueno y divertido que me llevaran tanta ventaja. Tocó el turno a Marisela, quien enrojeció aún más, si cabe, y siguiendo a Elsa, en vez de sacarse la blusa o el pantalón, besó a Juan, y luego pareció que lo hubiese hecho aposta, porque volvió a tocarle, y así vestida, la muy tramposa (hubo intentos de queja de Xavier, que no contaron), asumió el faje con Juanito, cuyo pito parecía que iba a explotar. Yo, debajo de la mesa, empecé a acariciarme el clítoris pantalón por arriba del pantalón, y eso pareció atraer, otra vez, la botella. Dudé si besaba o no a Luisito, pero decidí quitarme los pantalones, considerando que el body cubría lo indispensable y que así estaría menos acalorada. Luis parecía decepcionado, pero entonces, antes de girar la botella, toqué su rodilla con la mía. La ronda fue cerrada por el propio Luis, quien quitose su calcetín.
En la nueva ronda quedamos en el siguiente orden: Luis, Elsa, Xavier, Yo, Juan y Marisela. Luis puso la bolita a girar hasta donde yo estaba, y le di a Juan un beso técnicamente perfecto. El pobre, luego de lo de Marisela, estaba a punto de estallar. Le regresé la bolita a Luis, que se quitó su camiseta y envió el pico de la botella hasta Juan, quien no sin trabajos, sobre todo al final, hizo su reglamentario centenar de sentadillas que por más jadeos con que terminó, no le restaron volumen al pito. Y la botellita fue a dar hasta Marisela, que obviamente, estaba de suerte. Pareció dudar, como la vez anterior, pero la chica de su izquierda era su amada Elsita, así que empezó a besarla y, ante las exigencias del respetable, a abrazarla y acariciar sus áreas más apetecibles y voluminosas. Terminó jadeando, peor, casi, que con el castigo anterior. Y girando, girando, Luis tuvo que sacarse el pantalón. Su pito, tan parado como lo otros dos, era de menor tamaño, aunque no menos deseable... carajo, parecía que cada vez que a una se le antojaba algo, la botella llegaba infalible. Decidí no fajarme a Juan, porque, seguro, se vendría, y con una rápida maniobra me saqué las bragas, sin mostrar nada, sólo desabrochándome rápida y fugazmente el body (ante aplausos y silbidos de la concurrencia), que ahora, era lo único que me cubría. Malo, porque no quería llegar a las partes más comprometedoras antes que los demás.
Nuevo cambio de posiciones. Me correspondía empezar, y seguían Juan, Marisela, Xavier, Elsa y Luis. Di vuelta al trasto, que cayó del lado de la bella Elsa, quien para evidente aunque aún temerosa alegría de Luis, lo empezó a besar, llevando las manos de mi pequeño objetivo hacia sus firmes y bien hechas nalgas. Juro que el minuto se me hizo largo. De Elsa siguió Luis, quien bajó el calor con medio centenar de sentadillas, a las que tuvo que agregar inmediatamente otro centenar, que cumplió ya con trabajo. La pausa me permitió recuperar cierta cordura, tal que cuando tocó otra vez a Marisela, no me extrañó que optara por sacarse el estrecho pantalón, quedando con las delgadas y bonitas piernas al aire. Luego, pareció que Marisela quería disputar firmemente la derrota, porque Elsa fue la víctima siguiente. Volteó a verme. Le soporté la mirada, y aún lamento que estuviera tan vestida, porque no fue nada desagradable, no, sentirla tan cerca. Y aunque volví a ponerme a cien, con enormes ganas de estar sola o con mi tío, esta vez la botelluca apuntó al Xavis, que no sufrió sus sentadillas. Para cerrar la ronda, Marisela se despojó de su blusa, luciendo una camisetita que hacía las veces de brassiere, ocultando sus pequeños senos.
Era obvio que llegábamos al final. Prohibímos a Juan ir “al baño”, y nos sentamos en el orden que correspondía: Marisela, Juan, Elsa, Xavis, Yomera y Luisito. Con prisa, Marisela puso la botella a girar hasta Elsa, quien hizo en silencio una rápida maniobra, sacándose las bragas por debajo de la mini, y luego hizo el favor de enviarme el frasco, permitiéndome poner mis conocimientos en juego, tocando con suavidad a Luisito, que se desahacía entre mis brazos, hasta que gritaron “¡tiempo!”, los malditos. Si hubiese podido guiar la botella, no lo hubiera hecho de otro modo: Mariselita volteó a uno y otro lado, y dijo “soy suya”. Juan se abalanzó, adueñándoce de la parte inferior del cuerpo de mi amiga, que estrujaba con ansias, mientras Luisito –lo que me convenció definitivamente de que era mi hombre- la besaba suavemente. Juan terminó pidiendo paz, pero cuando le preguntamos “¿te rindes?” decidió mantenerse, lo que no era pequeño esfuerzo. Así como yo, Marisela pareció dirigir aposta el frasco hacia Elsa, quien se quitó la blusa. El sostén ponía en su sitio unas tetas como melocotones, como las que yo quería para mí. Y aquello pareció un asunto entre viejas (siempre somos nuestras peores enemigas), porque Elsita me envió el trasto, la cabrona. Toqué a Marisela, que no podía más, donde correspondía, y un largo suspiro me indicó que la había hecho llegar al postre. Para poner punto final a la ronda, Xavis tuvo que hacer cien sentadillas.
Y va de nuez: Xavier, Marisela, Luis, Elsa, Juan y Yo. Marisela, casi sin pensarlo, se sacó la camiseta, mostrando sus aptecibles pechitos, quizá menores que los míos pero no menos sabrosos. La justicia divina, pensé yo, hizo que a la siguiente Elsa tuviera que sacar al aire los suyos. Elsa, claro está, estaba casi tan caliente como los demás, y ya le valía madres, pero cuando volvió a tocarle no pareció tan satisfecha. Juan la acariciaba bajo la falda, mientras Luis le sobaba las tetas, poniéndose rojo hasta más no poder. Luego, Juan le dijo al Xavis “una de cal, carnal”, y lo besó: también para ellos empezaban los castigos reales, pero cuando volvió a tocarle, vió otra vez al Xavis, y decidió quedarse en pelotas. Curiosamente, o quizá no, su pito, negro, grueso, inclinado hacia la izquierda, empezó a ceder terreno a ojos vistas, ahora que estaba claramente expuesto a nuestras miradas. Con todo, fue Elsa la primera en decir “no voy más: hago el pinche mapa”, pero los chavos le impidieron vestirse: “así te quedas –le dijeron- hasta el final”. Y el final fue la siguiente tirada: Marisela, quien al ver frente a sí la boca de la botella, metió la mano dentro del calzón de Luisito, pero tan pronto tocó el pito de nuestro amigo, retiró las manos y se rindió a su vez. Elsa empezó a vestirse de inmediato y Marisela y yo, seguimos su ejemplo. Luis y Xavier, al ver nuestra actitud, empezaron a vestirse también mientras Juan se recluía en el baño, de donde salió al cabo de cinco minutos, vestido y oloroso. Se despidió apresuradamente y se fue, mientras Elsa y Marisela recogían los trebejos para el mapa. “Vámonos”, dijeron, y yo, obviamente, las seguí.
Salimos a la calle, donde el sol, en todo lo alto, pareció saludarnos. Caminamos media cuadra sin hablar, mientras yo calculaba que, si pudiera desafanarme, sería posible regresar a lo de Luis con algún pretexto... ¿todavía estaría Xavier, o solo Luis?, ¿qué sería mejor, qué me gustaría más? Estaba dándole vueltas a eso, cuando Elsa subió al pesero y se despidió. Marisela paró un taxi y yo pensé “qué bien, ahora regreso”, pero ella dijo: “Oye, ¿no vienes a mi casa? Tengo que pedirte unas cosas”. Estuve a punto de negarme, pero no quería salir al balcón, así que me dije “bueno, ya habrá oportunidad” y subí al taxi detrás de ella.
Recorrimos en silencio el no muy largo trayecto. En su casa, su madre se afanaba en la cocina. La saludamos y le dijo “má, tenemos mucha tarea, vamos a mi cuarto”. Subimos al segundo piso, y entramos en su habitación, pequeña y ordenada, y entonces, por donde no me lo esperaba (aunque debí preverlo, pero seguía pensando en pitos) saltó la liebre: cerró con seguro y volteó a verme, declarando “quiero que me enseñes lo que me hiciste hace rato”. No se que cara puse, porque dijo “por favor, no pasará nada y no se lo diremos a nadie, sólo enséñame... una vez”, y me miraba implorante.
Francamente, no se de donde sacó coraje para hacerme tal propuesta. Siempre he pensado, y ahí lo confirmé, que la educación sexual es una vacilada. Lo que debieran enseñarle a uno es, por ejemplo, a masturbarse correctamenta. Sobre todo a nosotras, que los tíos aprenden solos, entre ellos... aunque muy mal, en general, porque los pobres compiten a ver quién se viene más rápido, cuando debían entrenarse para lo contrario. Recordé la historia de “arráncame la vida”, donde una gitana del mercado tiene que enseñar a Caty aquello del “timbre”, porque el torpe del general Asencio era incapaz de hacerlo.
Es verdad que, a pesar de todo, estaba destanteada, y no encontré otro expediente que preguntarle a mi vez “¿Segura?”, y ante su obvia afirmación, “¿por qué?” Estaba ganando tiempo para poner mis pensamientos en orden. Me vió con reconvención, y no la dejé decir nada: había tomado mi decisión. No era precisamente eso lo que había yo fantaseado pero sería también una novedad, podría no estar mal, y le dije, “bueno, pero ¿ahorita? ¿Y si viene tu mamá?” “Rápido –dijo-. Dejamos la puerta con llave”. “No, así no está bien –le dije, mientras abría la puerta-. Hay que hacerlo despacio, con calma, podemos esperar”.
Lo que pasó después, te lo contaré otro día.
sandokan973@yahoo.com.mx
Querido Sandokan, He leido cada uno de tus cuentos y cada que lo hago mi cuerpo simple y sencillamente se estremece, aunque, cuando dejas las historias inconclusas me impaciento un poco por saber cómo terminaran. Aún así eres mi favorito y con tus historias paso los momentos mas eróticos de mi vida.