En la penumbra rosásea y móvil provocada por el fuego y con una sonrisa esplendorosa que dejaba ver los encantadores hoyuelos de sus mejillas, me llamo gestualmente a silencio mientras que, apartando mi mano, sus dedos acariciaban tenuemente la piel detrás de las orejas. Lentamente, las yemas de sus dedos recorrieron mi rostro, dibujando prolijamente cada una de sus curvas, deslizándose por el cuello y terminaron en la suave meseta de los senos.
Sus dedos de plumosa levedad casi no tocaban mi piel y, sin embargo, ese tenue roce tenía la consistencia de un oculto magnetismo, produciendo descargas de una intensa corriente estática que, por donde pasaban, excitaba mis carnes tensas, dejándolas luego enervadas y laxas. Miríadas de estrellas diminutas y explosivas estallaban entre los intersticios de los músculos, como si pretendieran separarlos de los huesos y provocando en mi sexo el crecimiento de un inmenso brasero que esparcía llameantes incendios en todo el cuerpo.
En morosos círculos, los dedos recorrieron las bases temblorosas de mis senos, ascendiendo con lentitud de caracol por sus estremecidas laderas. Al llegar a las aureolas, cuya consistencia parecía haberse modificado, las cortas uñas de Laura rascaron suavemente su superficie, mientras el índice y el pulgar asían levemente al pezón para luego comenzar a retorcerlo apretadamente, incrementado la presión paulatinamente y cuando, mordiéndome los labios gemí involuntariamente, las filosas uñas se clavaron sádicamente en ellos, acentuando el dolor de la torsión. A pesar del sufrimiento, era tal la cantidad de sensaciones encontradas que permanecí paralizada, incapaz de ensayar otra cosa que no fuera el disfrute ciego de ese martirio gozoso al que Laura me sometía.
Los dedos acuciantes se deslizaron por la convulsionada meseta de mi vientre, se detuvieron curiosos a explorar el cráter húmedo del ombligo, lo hollaron por un momento, se entretuvieron en la musculosa medialuna del bajo vientre y bajaron la curvada pendiente que desembocaba en mi abultado Monte de Venus. Como en un vuelo rasante, rozaron apenas la espesura rojiza de mi vello, reconocieron las profundas canaletas de las ingles y comprobaron la tersura del interior de los muslos.
Provocaron cosquillas que arquearon mi columna, acariciando las corvas y rodillas en lentos círculos incitantemente intensos, bajaron a lo largo de las pantorrillas y se instalaron en mis pies. Yo nunca había podido imaginar que tanta sensualidad se pudiera transmitir a través de ellos. Sus manos se esmeraban recorriendo cada intersticio alrededor de los pequeños dedos, despertando intensos destellos que se trasladaban inmediatamente a mi ardiente sexo.
Casi imperceptiblemente, la lengua fue reemplazando a los dedos, logrando con su húmeda avidez que mis sensaciones se multiplicaran, tremolando en el hueco entre ellos y en la tierna piel de abajo. Los labios comenzaron a succionar uno a uno los dedos, desde el pequeño hasta el pulgar, sobre el que se ensañaron chupándolo como a un pequeño pene.
Labios y lengua prosiguieron su sensual deambular por la planta de los pies, se entretuvieron en los tobillos y el empeine, subieron por las transpiradas pantorrillas, excitaron deliciosamente mis corvas y cubrieron de besos, lamidas y chupones la piel de los muslos interiores. Mojando los labios secos por la emoción y clavando en ellos mis dientes, esperaba ansiosa el destino que su boca buscaría al llegar a la entrepierna pero, sabiamente, evitó cualquier contacto directo con el sexo, sorbió el sudor de las ingles y se extasió en las irregularidades del vientre, chupeteando ansiosamente la fina capa de transpiración que lo cubría.
Aunque yo ya conocía, dolorosamente, el sexo y sabía de la existencia de relaciones entre mujeres, ni siquiera había evaluado la posibilidad de protagonizarlas y, a pesar de que no rechazaba a los homosexuales, siempre me había causado cierta repugnancia el imaginar de que forma se satisfarían dos mujeres. Por eso me sorprendía que aceptara dócil y angustiosamente ansiosa lo que Laura me provocaba con la desmesura de su aguerrido entusiasmo. Era como si una dulce beatitud me inundara placenteramente, un algo mágico y cósmico que ni siquiera podía haber imaginado y un escándalo de sensaciones nuevas se concentraron en mi sexo para desde allí, expandirse tiernamente, acuciando a todas las terminales nerviosas de mi cuerpo.
Finalmente, en su tenaz porfía la lengua llegó hasta mis senos que esperaban trémulos el contacto. Engarfiada y vibrátil, la gentil embajadora de la boca recorrió con esmerada fruición la profunda arruga natural que provocaba el peso del seno, ascendió por la pesada comba, exploró ávida la áspera y casi violeta superficie de las aureolas y, casi tímidamente, azotó el enhiesto, endurecido y ansioso pezón. Como una serpiente furiosa se abalanzaba sobre la carnosidad y, llenándola de saliva, la fustigó rudamente. La sensación de éxtasis se me hizo inaguantable y abrazándome a su cuerpo, clavé mis uñas en la espalda como incitándola a intensificar ese enloquecedor castigo.
Entonces, los labios acudieron al alivio del sufrido pezón, refrescándolo con la suave humedad de su interior, envolviéndolo y succionando suavemente. Como agotada de tanta intensidad, la lengua se unió a la caricia, rozando tenuemente la punta carnosa de la mama, mientras los labios comenzaban a succionarla cada vez con mayor intensidad, cerrándose prietamente contra ella. Los dientes iniciaron un suave raer cuya presión se fue intensificando hasta mordisquearme luego con tal saña que traté desesperadamente de apartar su cabeza.
Enardecida, se negó a la expulsión abrazándome fuertemente para impedir mi reacción, al tiempo que su pelvis se restregaba duramente contra mi entrepierna. Chupó y mordió con verdadero ahínco hasta que, lanzando un grito en el que se entremezclaban el placer, el dolor y el terror, acompasé el ondular de nuestros cuerpos chasqueando por el sudor acumulado y las piernas enroscándose en una frenética búsqueda de satisfacción hasta sentir como las represas de mi vientre cedían a una corriente cálida que se derramaba por el sexo sin que mediara ningún tipo de penetración.
Convulsivamente estremecida Laura también parecía haber alcanzado la satisfacción en esa cópula singular abalanzándose a mi boca y uniéndolas, nos enzarzamos en una larga sesión de besos, abrazos, chupones y mordiscos que culminó en una melosa y turbadora caída a un pesado y oscuro sopor.
No puedo precisar la profundidad de mi inconsciencia ni el tiempo que duró, pero cuando desperté lo hice sobre la enorme cama doble de Laura, libre de todo rastro de transpiración y saliva. A la tenue luz que despedía una lámpara lejana, pude comprobar la desmesura de la fuerza que Laura ejerciera sobre mí. Los moretones, mordiscos y arañazos se extendían sobre mis pechos y vientre, produciéndome tal escozor que, al intento de mis dedos por comprobar su profundidad, elevaron nuevamente la excitación en los rescoldos que aun ardían en mi sexo y busqué inquieta su presencia.
Acostada boca arriba y a la luz mortecina que otorgaba a la piel morena reflejos cobrizos, su figura de mujer adulta, de regios y proporcionados rasgos que acentuaban la solidez y fuerza de sus carnes, exudaba tanta sexualidad que se me antojó poderosamente atrayente y, trémula, me aproximé a ella, olisqueando curiosa la fragante acritud de sus sudores y fluidos. El sólo estímulo del olfato y el calor de su piel bastaron para despertar demonios desconocidos que excitaron mis deseos más íntimos e involuntariamente, como si alguien me impulsara a hacerlo, traté de rozar sus labios turgentes con los míos pero, sin poderme contener y con un ronco gemido escapando del pecho, aplasté mi boca abierta sobre la suya.
Aun con los ojos cerrados, Laura abrió sus labios que golosamente se unieron a los míos en una dulce refriega en que la succión de nuestras lenguas mezclaban las salivas y los jadeos placenteros. Soldadas en el beso y con nuestras manos aferrándose a las nucas para incrementar la presión, la derecha de Laura descendió para acariciar mis senos que, a su sólo contacto, se conmovieron y su turgencia se fue convirtiendo en inflamada excitación. Los pezones erguidos parecían deseosos por experimentar nuevamente la agresión de sus dedos y mi mano guió a la suya con ese propósito, tras lo cual, los dedos descendieron angurrientos por los sólidos músculos de su vientre, acariciándolos con premura y dejando las huellas rojizas de mis uñas en la extraña tersura morena de su piel.
Aunque nunca había tocado otro cuerpo que el mío, sabia que la piel de las mujeres está delicadamente cubierta por una casi invisible vellosidad. En el caso de Laura, esta tenía la misma lisura que la de sus estatuas, muy próxima a la calidad vítrea de la porcelana y con una temperatura que esa ausencia de vello tornaba mayor de lo común. Según supe después, Laura se sometía cada seis meses a una depilación integral y era imposible hallar el mínimo rastro de vello, aun en las regiones donde este es más persistente y fuerte, como son las axilas y la entrepierna.
La morena tersura me excitó en tal forma que, sin dejar de besarla, mi mano no pudo resistir la tentación de visitar sus ingles y la superficie abultada de la vulva que, al mínimo contacto de los dedos se dilató expectantemente húmeda. Mis dedos se solazaron restregándose contra los ardientes pliegues que, abriéndose como una flor, dejaron el camino expedito a las rosadas regiones del carnoso clítoris que, estimulado por el inquieto roce multiplicó su volumen y solidez de una forma en que yo creía imposible en una mujer, convirtiéndose realmente en un pequeño pene.
Revolviéndose con brusquedad, Laura quedó encima mío y sus labios se posesionaron nuevamente de los senos, volviendo a chuparlos y morderlos con intensidad pero esta vez mi mano, lejos de intentar alejarla, presionó la cabeza contra ellos, acariciando el renegrido remolino de su corta cabellera.
De manera inconsciente e intuitiva, mis piernas se habían abierto aparatosamente y Laura introdujo en la entrepierna la imperiosa presión de su huesuda rodilla, estregándola contra el sexo como si fuera un monstruoso miembro. Ese rudo ataque me obnubilaba y la acuciante necesidad de satisfacción me llevó a empujar su cabeza hacia abajo. Sin dejar de embestirme con la rodilla en una masturbación que me enloquecía de placer, la boca de Laura dejó de torturar mis pechos henchidos por la excitación y con sus labios semicerrados por los que asomaba el filo romo de sus dientes, caracoleó por los músculos del vientre, mordisqueándolos suavemente y sorbiendo ávidamente mis sudores y su propia saliva.
Cuando llegó a tomar contacto con las espesas guedejas mojadas por la transpiración, los labios enjugaron los enrulados pelos con minuciosidad, entreteniéndose largo rato en la succión de los olorosos jugos. Finalmente, los dedos entreabrieron la enmarañada cortina dejando libre el camino para que la lengua se solazara viboreante entre los pliegues ardorosos de mi vulva, barnizados por los jugos glandulares.
Yo sentía la necesidad de que sus labios y su lengua penetraran las profundidades del sexo y, sabiéndolo, ella lo dilató tanto tiempo como le fue posible dominar sus propias ansias de hacerlo. Agil y traviesa, le lengua fue adentrándose lentamente entre las carnes, separándolas con sabiduría y, cuando finalmente llegó a las rosásea elevación del clítoris, lo agredió fuertemente con el vibrátil y rudo vaivén de su afilada punta. Cuando el sensible triangulito estuvo lo suficientemente predispuesto y excitado, lo tomó entre sus labios sorbiéndolo con dureza y, mientras los dientes tironeaban hacia fuera, dos dedos lo retorcían apretadamente.
Mareada por la expansión de tanta pasión contenida, con las venas y músculos del cuello a punto de estallar, tomé su cabeza entre mis manos y, sacudiendo espasmódicamente las caderas, la aplasté contra el sexo. Abriendo el óvalo con dos dedos, acometió la deliciosa tarea de chupar y lamer todo su interior, excitando el diminuto hueco de la uretra y sorbiendo mis humores a todo lo largo del sexo, desde el clítoris hasta el agujero del ano. Luego y mientras retorcía entre los dedos la carnosidad del clítoris, la lengua merodeo en las crestas carnosas de la apertura vaginal y sorbiendo con delectación mis jugos, se introdujo en ella y engarfiada, escarbó en la rugosidad pletórica de espesos humores.
Con cruel lentitud volvió a excitar al clítoris y entonces, dos dedos largos, delgados y fuertes irrumpieron en el anillado canal, rascando y hurgando en todas direcciones. Observando su dilatación, sumó otro dedo e inició un lento y suave vaivén, entrando y saliendo en un enloquecedor roce giratorio. Con los pies apoyados firmemente en la cama, mi cuerpo se fue envarando a medida que crecía la penetración, elevándose en un arco para favorecer la profundidad, mientras intentaba contener las violentas sacudidas de mi cabeza contra el colchón a la espera ansiosa del orgasmo.
De mi pecho convulsionado surgía un ronco estertor gorgoteante por la saliva espesa y caliente que colmaba la garganta. Sintiendo las entrañas disolviéndose en las urgencias del sexo, afirmé los codos e imprimí a mi pelvis un movimiento salvaje. Cuando de mi boca abierta por el trasegar de la saliva surgió un grito primitivo de histérica ansiedad, sentí como los cauces de los ríos internos se llenaban de líquidos humorales que se vaciaron a través de la vagina inundando las fauces sedientas de Laura. Acompañando mis estremecimientos, descendió junto con mi cuerpo hasta las mismas sábanas y durante largo rato siguió jugueteando con la boca en mi sexo, acariciándome los muslos y nalgas mientras sus manos sobaban los senos, aun ardientemente excitados.
Enceguecida por el deseo, Laura se acostó a mi lado estrechándome en sus brazos y besándome con pasión. El orgasmo no había disminuido mi deseo y recibiéndola conmocionada, la ceñí contra mí, mientras nuestros cuerpos y extremidades se retorcían en un desesperado esfuerzo por fundirnos una en la otra. Yo, que sentía la necesidad de esa fusión, gozaba con la intensidad del roce de mis senos contra los suyos; mis piernas entrelazadas con las de ella presionaban su pelvis contra la mía y cuando nuestros sexos se rozaron, mis manos capturaron sus nalgas compulsándolas a la refriega con el vaivén de las caderas.
Cubiertas de sudor y saliva, nos mordíamos la boca, el cuello y los senos en tanto que de nuestras bocas escapaban frases incoherentes en las que se mezclaban reclamos amorosos y voces procaces. Como en cámara lenta, rodábamos sobre las sábanas empapadas por nuestros humores, arañándonos y mordisqueándonos con verdadera saña, cubriendo de hematomas y rojas estrías la suavidad de nuestras pieles. Satisfactoriamente agotadas y abrazadas estrechamente, fuimos cayendo en una profunda modorra que nos llevó al sueño.
Al otro día, Laura me dejó en la cama reponiéndome de tan intenso trajín, mientras ella terminaba con el pulimento final de mi escultura, al que se dedicó con especial énfasis. Pasado el mediodía, se asomó al dormitorio y me anunció que en media hora almorzábamos. Luego de bañarme y comprobar que mis rasguños eran sólo superficiales, me uní a ella en el comedor y mientras devoraba el almuerzo, revivimos con toda naturalidad y sin siquiera un asomo de vergüenza de mi parte, las situaciones gozosas de la noche anterior.
Acariciándonos manos y brazos, nos congratulamos por cada uno de esos momentos y la satisfacción no sólo física que habíamos encontrado. Ella me confió la diferencia de sus sensaciones al haberlo hecho por primera vez en su vida con una adolescente y yo, sin ningún tipo de recato o timidez, el descubrimiento de la sensación inefable que da el ser sometida por otra mujer. Con una jubilosa alegría y una tranquilidad de espíritu que me sorprendió a mí misma, acepte sin más su propuesta de convertirnos en amantes, aunque fuera circunstancialmente.
Terminado el tardío almuerzo me condujo al taller, donde descubrió para mí el diorama que me duplicaba. Azorada, me costaba creer que esa perfección la hubiese obtenido sólo con el uso de sus manos y el conocimiento de las formas, sin moldes ni calcos de ningún tipo; cada rasgo mío estaba allí, desde la proporción de la nariz y los pómulos hasta la forma y el tamaño exacto de mis pechos, con el mínimo detalle de sus granuladas aureolas, su desusada elevación y el realismo de los pezones con el pequeño agujero mamario, que en mí es pronunciado.
Alucinada por tanta perfección, deslicé mis manos, primero con asombro y luego con verdadera pasión emocionada, por la réplica exacta de mis formas tan deliciosamente reproducidas. Mis yemas se extasiaron rozando las particulares texturas de los senos y lentamente, fui excitándome, como si ese contacto se transmitiera a mi cuerpo. Desde la rodilla de la pierna encogida, palpé la suave fortaleza de mis muslos y cuando llegué a la entrepierna, comprobé que Laura había incurrido en una licencia artística; en lugar de la espesa mata de mi vello púbico, mostraba mi sexo descarnadamente mondo, sin rastro de pelo alguno.
Nunca había visto mi sexo y Laura sí; a centímetros nada más, su forma y volumen me extrañaron. Mayor que mi mano ahusada y combada, la vulva mostraba una primera elevación, como una hinchazón entre el vientre y las ingles y luego otra, más pronunciada y gruesa que me hizo recordar a un alfajor, formaba los labios exteriores que, levemente separados, dejaban vislumbrar una serie de pliegues y repliegues carnosos que semejaban perderse en el interior y en la parte superior la carnosa caperuza del clítoris, mientras que en la parte inferior, dilatada, la oquedad vaginal parecía desaparecer en un cuerpo realmente hueco.
Casi inmediatamente debajo y casi escondido por la rotunda plenitud de los glúteos, se veía el prieto y fruncido agujero del ano. Confirmando la interrelación de mi cuerpo con la estatua, cada contacto de los dedos con esas formas se reflejaban en el mismo lugar de mi sexo e, involuntariamente pero sintiendo en mí la masturbación, me encontré pasando con gula las yemas por esos sitios, y, enajenada, roce con la lengua la cerámica mientras mis labios se extasiaban en el beso. Tanta exactitud en los detalles me hizo comprender cuanto conocía Laura del cuerpo femenino y reaccionando como si hubiera cometido una travesura, le pregunté por qué la ausencia de vello.
Como ignorando mi turbadora excitación, Laura me explicó que el vello púbico, además de no ser agradable y casi imposible de reproducir fielmente, le quita belleza e intencionalidad a la pieza, escondiendo a los ojos la parte del cuerpo femenino más hermosa de reproducir por mano alguna. Mientras me relataba el proceso de eliminación del vello en su cuerpo que realizaba periódicamente, me condujo hasta su dormitorio y allí en medio de suaves caricias, fue desnudándome totalmente y acostándome en la cama, se alejo rumbo al baño. Rato después reapareció oliendo a fragancias silvestres con señales evidentes de haberse bañado y una pequeña bandeja en sus manos.
Arrodillándose sobre la cama entre mis piernas, a las que abrió con delicadeza, con un pequeña y afilada tijerita fue cortando los largos pelos rojos de mi bajo vientre, Monte de Venus, vulva y ano, hasta reducirlos a una corta alfombra hirsuta. Con una brocha de afeitar, fue esparciendo la crema y luego, suave y cuidadosamente pero con la seguridad de quien está manejando sus manos sabiamente, tomó una brillante navaja como las que usara en la peluquería mi abuelo Marco y, diestramente, eliminó junto con la espuma toda huella pilosa de la entrepierna, para luego hacerlo con mis axilas y piernas. Mientras guardaba prolijamente los elementos utilizados, me prometió que la próxima vez que se sometiera a una depilación total, yo estaría allí y entregándome una pastilla de jabón especialmente emoliente me pidió que me duchara, estregando la piel durante media hora.
Al salir del baño, tersa y reluciente, ella estaba acostada y me pidió que lo hiciera a su lado. Puestas de lado y frente a frente, sin tocarnos en lo absoluto, nos extasiábamos contemplándonos con angurrienta avaricia, los ojos perdidos en los ojos de la otra, en la boca y en los labios entreabiertos por la ansiedad que dejaban escapar vaharadas de un fragante y tórrido aliento. El cuerpo de Laura, moreno y fuerte, me atraía como un imán, exhalando un aroma muy particular que no era producto de ninguna cosmética, sino de la química especial que la excitación sexual le producía. Ese olor era inefable y yo no tenía referencia anterior alguna para describirlo; una mezcla de dulces efluvios femeninos con la acre salvajina de almizcles animales. Su cuerpo todo parecía exudarla, pero se instalaba definitivamente en sus axilas, senos, vientre y, especialmente, en la zona inguinal.
Semejantes a los de una atleta especialmente entrenada, los pechos duros, musculosos y erguidos, tomaban en su cúspide el moreno aspecto de una erupción volcánica y desde la negrura de sus pezones, la oscuridad se iba diluyendo como si se derramara por la pulida pendiente. La fuerte caja torácica que los sostenía, dejaba entrever sus últimas costillas para hundirse luego en una maraña muscular que formaba una elevada y larga meseta en el centro del abdomen, con el ombligo, profundo y grande, como eje de un canal que concluía en la deliciosamente alzada medialuna de su bajo vientre. Luego, el cuerpo se sumía en una profunda depresión que hacía más evidente la prominencia del Monte de Venus y el tamaño desusado del oscuro sexo, que me hizo recordar la sempiterna broma de papá sobre una negritud ancestral en los genes de Laura.
Devorándonos con los ojos, sólo mirándonos con un deseo loco y vehemente, nos habíamos ido excitando y, mientras transpirábamos levemente, sentíamos que en nuestros vientres una multitud de diminutas manos se deslizaban por los intersticios de músculos, huesos y tendones, excitándolos con la perversidad de invisibles y lúbricos duendes. Paulatinamente, nuestros vientres comenzaron a agitarse como los flancos temblorosos de una bestia asustada. Toda la angustia de nuestro histérico deseo se manifestaba a través del sordo bramido de la garganta reseca que brotaba entre los dientes apretados y que fue transformándose en tiernos suspiros y gemidos implorantes, mientras los labios se abrían para dejar salir a las lenguas que, ávidas y golosas, se deslizaron por la superficie afiebrada para mojarlos con una espesa y cálida saliva.
Obedeciendo a un intimo mandato, nuestras cabezas se acercaron y las lenguas, como en un ensayado ballet, se rozaron, se restregaron y se deslizaron una sobre la otra, atacándose y cediendo alternativamente. Los labios se sumaron a la danza enloquecedora y encerraron a las mojadas contrincantes entre sus pliegues suavísimos, sorbiéndolas profundamente como a penes decapitados. La alternancia de esa mareante y deliciosa práctica puso en movimiento otras partes de nuestra anatomía y, acomodándose mejor en la cama pero sin dejar de besarme, Laura quedó invertida sobre mí.
Pidiéndome que repitiera en ella todo cuanto me hiciera, hundió su boca en mi cuello, lamiéndolo y besándolo tiernamente, torturándome con pequeños chupones. El deleite era tan profundo que mi mano derecha se aferró con fuerza a su vigorosa nuca y la izquierda se prodigó acariciando el cortísimo y renegrido cabello, mientras que mi boca mordisqueaba con ansiosa premura la suave tersura de su cuello. La extraña fragancia que exudaba me enloquecía y mis dientes se clavaron fuertemente en la carne obligándola a que, lanzando un fuerte gruñido de dolor y placer, su boca se escurriera hasta la palpitante carnosidad de mis pechos, instalándose sin más trámite en uno de los senos. Fue lamiendo tiernamente las aureolas y fustigando tremolante al endurecido pezón, mientras que una de sus manos sobaba y estrujaba apretadamente al otro.
Frente a mis ojos quedaron sus hermosos y morenos senos bamboleantes, pendulando mágicamente en toda su belleza. Anhelante y gozosa, mi boca se apoderó del oscuro pezón y, sorbiéndolo apretadamente, lo introduje con hambrienta ansiedad totalmente en ella junto con la elevación de la aureola. Como repeliendo a un invasor, la lengua los atacó con saña y mis dientes fueron clavándose paulatinamente en la carne. Ante la violencia de esa respuesta reaccionó con dureza y en tanto que sus dientes también raían mi seno, los dedos de su mano envolvieron al pezón, retorciéndolo dolorosamente para luego clavar en él la agudeza de sus uñas, estirándolo hasta lo imposible. Laura extendió su otro brazo y la mano bajó por el vientre, invadiendo dolorosamente la vulva donde se ensañó con el estremecido clítoris, restregándolo ruda y velozmente. Parecía como si las dos, en el intento de satisfacernos mutuamente, nos esforzáramos en martirizar y castigar a la otra.
Los gemidos de placer se habían convertido en hondos ronquidos de dolorosa ansiedad y nuestros pechos parecían querer estallar por la tensión acumulada, cuando Laura se abalanzó con su boca sobre la entrepierna. Separando y encogiendo mis piernas, abrazó los muslos y su lengua chorreante de espesa saliva se deslizó sobre los labios sensibilizados por la reciente afeitada, agitándose convulsivamente como la de una enorme serpiente. Esa caricia me enajenó y clavando la cabeza contra la cama, le supliqué que no me hiciera esperar más y consumara la penetración. Lentamente la aguda punta de su lengua fuerte y dura, se abrió caminó sobre los pliegues hasta que volviendo a retrepar por ellos llegó hasta el endurecido triángulo carneo del clítoris. Lo lamió y azotó con exquisita paciencia, excitándolo cada vez más hasta que, crecido y duro, lo tomó entre sus gruesos labios, macerándolo más y más.
Mi cuerpo se había tensado como un arco, facilitando la intrusión profunda de mis carnes y cuando abrí los ojos, vi ante ellos la palpitante apertura de la vulva de Laura, dejando ver las rosadas paletas dilatadas de sus labios internos y el interior del óvalo, húmedo por sus humores vaginales. Como respondiendo a un secreto llamado visceral, con todas mis ansias contenidas desbordadas por la pasión, me abracé desesperadamente a sus nalgas y hundí mis labios y lengua por primera vez en el sexo de una mujer. Contrariamente a lo que siempre había pensado, no sólo no me desagradó, sino que al sentir el sabor de los asperamente dulzones jugos de su interior fluyendo a mi boca, degustándolo con mis papilas los sorbí con fruición y descubrí la maravillosa sensación de un nuevo placer.
Cuando tuve en mi boca el sexo de un hombre, sólo cobré conciencia de su tamaño pero que no dejaba de ser un apéndice exterior del cuerpo. El cambio, el mojado interior de la vulva, con esos abultados pliegues y epidermis de una textura especial y la creciente palidez de sus profundidades, me daban la seguridad de estar en el interior de su cuerpo, allí, donde la mujer es la única dueña de su intimidad física.
Totalmente exacerbada, Laura había deslizado su boca por todo mi sexo y la lengua, vorazmente, se había adueñado de la entrada a la vagina, la punta engarfiada escarbando la ardiente mucosa que drenaba del interior. Fuera de mí, restregué mi boca contra sus carnes inflamadas y las dos nos sumimos en un enloquecedor espiral de mutuo placer y satisfactorio goce. Las bocas acezaban dejando escapar una mezcla de saliva y flujo y la entrecortada respiración de nuestros pechos agitados se mezclaba con los enronquecidos ruegos que nos hacíamos mutuamente en la búsqueda del orgasmo que, renuentemente, parecía esquivarnos.
Con dos dedos, Laura abrió desmesuradamente los labios interiores de mi vulva y las rosadas carnes, inflamadas y totalmente mojadas, vulnerablemente expuestas, recibieron jubilosas los furiosos embates de sus labios y lengua que se restregaron iracundos contra ellas y los dientes carniceros, mordieron suavemente las castigadas pieles. Luego introdujo dos de sus dedos en la vagina y en medio de un alienante vaivén, rebuscaron en la cara anterior hasta ubicar una dureza que, a su contacto, transmitió verdaderas descargas eléctricas a mi cerebro, sumiéndome en la desesperación.
Rugiendo de placer, metí dos dedos en la suya sintiendo por sus estremecimientos la satisfacción que le procuraba, experimentando el tremendo calor de sus músculos que se estrechaban contra ellos como una mano informe y me esmeré como ella lo estaba haciendo, en rascar y acariciar las empapadas carnes con real entusiasmo. Yo sentía mis líquidos contenidos a punto de estallar y otra vez me invadían aquellas tremendas ganas de orinar insatisfechas, cuando Laura, ya totalmente fuera de control, hundió dos dedos de la otra mano en mi ano. Aunque el hombre lo había penetrado, mis esfínteres no estaban acostumbrados a la intrusión y ahogué mi fuerte grito sofocándolo con las carnes de su sexo contra en las que aplasté mi boca.
Al sufrimiento inicial, tal vez más fuerte por lo imprevisto que por lo profundo, siguió una innenarrable sensación de placer al sentirme sometida por sus manos junto a la exquisita dulzura de su lengua. Intensificando a mi vez la velocidad de mis dedos y lengua, fui sintiéndome carne en su carne, fundiéndome en ella hasta que, en medio de ayes y gritos de goce, sentimos derramarse nuestras fuentes internas y revolcándonos, entrelazadas y convulsas, caímos en el más jubiloso sopor de que tenga memoria.
Durante una semana, las mujeres se sumergieron en una espiral ascendente de placer, explorando el laberíntico y apasionante mapa del goce y la satisfacción, aprendiendo los resortes escondidos de la sensibilidad de la otra y descubriendo en su propio cuerpo, regiones que sólo la otra había conseguido despertar.
Cierta mañana, Cristina despertó con el fuerte sol del mediodía penetrando por la ventana y, en la mesita de luz un mensaje de Laura, anunciándole su ida al pueblo para realizar algunos trámites y comprar Alimentos. Por primera vez absolutamente sola desde hacía mucho tiempo, la jovencita que había devenido repentina y forzadamente en mujer adulta, por lo menos sexualmente, repasó con tranquilidad los acontecimientos de los últimos meses. Casi con repulsión, recordó su primera experiencia en aquel rincón oscuro del cine y como tuvo que someterse a los deseos del hombre en algo muy parecido a una violación, pero no dejó de reconocer que ese acto le había abierto las puertas al placer y de cómo, a consecuencia del mismo y de sus incontinentes deseos, había regresado a él para entregarse voluntaria e irresponsablemente en sus manos y que el hombre, forzándola, la había llevado a conocer los dolorosos placeres del sexo total.
Casi de la misma forma había accedido al sexo con Laura, pero lo que marcaba la diferencia era las sublimes sensaciones que esta le hacía sentir y que ni tenían punto de comparación con la brutalidad del hombre; el sexo entre mujeres, desconocido para ella, tenía un algo especial, una conexión cósmica que lo hacía infinitamente más placentero y satisfactorio. Sin violencia, todo se manifestaba a través de esa ternura acariciante que sólo las mujeres pueden brindar; la belleza y la suavidad parecían ser el eje por donde mejor se deslizaba esa situación.
Como le había hecho notar Laura, comprendía que el hombre utiliza el cuerpo de la mujer sólo el tiempo necesario para satisfacer sus necesidades elementales, despreciando las de ella y los tiempos que necesita para elaborar su satisfacción; por esa razón casi todas las relaciones heterosexuales resultan incompletas y frustrantes, supeditadas a la dispar capacidad del hombre y sólo disimuladas por la discreción y la comprensión de la mujer.
En cambio, y por lo que ella había podido experimentar hasta el momento, la relación entre mujeres siempre está teñida de dulzura y ternura, aun en los momentos de más desatada pasión. Solo una mujer puede saber cuáles son las sensaciones y necesidades de otra, cómo, cuándo y en qué momento satisfacerlas. Las mujeres no se agotan con un solo orgasmo, sino que este, quitándoles la presión de la urgencia, las motiva, las compele a continuar con el acto sexual y, bien manejados, los tiempos del goce y el placer pueden llegar casi a lo infinito, limitados solo por el cansancio.
Al contrario que con los hombres, la discreción es su baluarte y resulta común, casi cotidiano, ver a mujeres que van por la calle tomadas fraternalmente del brazo, sin que eso despierte la menor sospecha. Eso permite entonces que las "“amigas"” realicen sus ocasionales acoples sexuales, manuales u orales casi en cualquier sitio, desde la oscura intimidad de un cine y hasta “maquillándose” en el baño de alguna fiesta familiar. ¿Quién puede desconfiar de dos amigas que viven solas en un departamento y suponer por ello que forman pareja? ¿Quién puede hacerlo de dos amigas, casadas, que pasean a sus bebitos en la plaza luego de haber sostenido una placentera relación sexual? ¿Quién sospecha de la amable relación e íntima amistad entre compañeras de trabajo o estudio, inclusive primas y hermanas, que satisfacen sus mutuas necesidades en vez de entregarse a cualquier hombre?
Esa ilimitada posibilidad de relacionarse libremente y la libertad de practicar el sexo casi de manera indiscriminada, a cualquier hora, ocasión y lugar y sin otra consecuencia física que la satisfacción, hacen a la bisexualidad femenina la situación ideal para una mujer. Sin ataduras formales, sin problemas legales o de celos, pueda desplegar su sexualidad en un abanico infinito de situaciones, desde un simple beso hasta la sodomía o el sadomasoquismo, con una o varias mujeres, sin que eso la condicione ni estigmatice.
Naturalmente, esas elucubraciones no pertenecían a la niña devenida bruscamente en mujer sino a lo que, en sus momentos de descanso luego del sexo le había transmitido Laura, confiándole que hasta hacía pocos años, mantenía relaciones más o menos estables con hombres y hasta había convivido con algunos de ellos.
Fue a partir de una fiesta particularmente alocada, típica de los ambientes artísticos londinenses, que su vida había cambiado substancialmente y tal el deslumbramiento de tener sexo con una mujer, que se había asumido inmediatamente como lesbiana, de lo cual esperaba no arrepentirse nunca. Su vida sexual había cambiado desde el mismo momento en que su boca había conocido las mieles de un sexo femenino, modificando su sensibilidad de tal manera que había cobrado la conciencia de una nueva dimensión del cuerpo humano y nacido sus famosos dioramas.
Cristina analizó cuidadosamente todas esas circunstancias y, como de cualquier manera debería permanecer varios meses en casa de Laura, decidió probar, aceptando la oferta de aquella de convertirse en su pareja y motivo de un nuevo grupo escultórico; el innegable placer que ella había obtenido de las relaciones sexuales la condujo a un mundo desconocido y fascinante de sensaciones del que, de no satisfacerla como ella esperaba, siempre tendría tiempo de volver o mejor dicho, iniciar las relaciones heterosexuales, sin mácula alguna pero con la tremenda experiencia que le supondría la relación con Laura.
Al anochecer y con el regreso de esta, Cristina le confesó la conclusión a que había llegado y Laura, repentinamente seria, le reveló que su decisión terminaba de despejar las barreras y prohibiciones que se había impuesto por ser ella quien era; desde que había comenzado a desarrollarse mostrando el inmenso potencial de su belleza y sin proponérselo, tan imperceptible como secretamente, se había enamorado como una colegiala, como nunca lo estuviera de hombre o mujer alguna y jamás se lo hubiera confesado si no hubiera mediado la circunstancia de tener que vivir juntas, como si el destino o la predestinación las hubieran unido.
Improvisaron una cena de último momento y Laura, que a partir de la aceptación de la jovencita parecía caminar sobre nubes, los ojos chispeados de luces y una alegría pueril invadiéndola, le prometió que esa noche sería verdaderamente una noche nupcial para ambas. Mientras la jovencita se bañaba, Laura, que ya lo había hecho antes, terminó de tender la cama con lujosas sábanas de satén azul oscuro y, acostándose, la esperó ansiosa.
Cuando Cristina salió del baño, los leños de la estufa habían caldeado el ambiente casi al nivel de lo insoportable, obligando a la joven a desprenderse de la gruesa bata de toalla, para recibir con agrado el cálido abrazo del aire. Se acercó lentamente a la cama y se detuvo a sus pies, con los ojos prendidos hipnóticamente en la negrura insondable de la mirada de Laura.
Esta, fascinada por el esplendor imponente de la muchacha, paseaba los ojos lujuriosos por su figura, admirando la firmeza de sus finos rasgos, la líquida belleza de los ojos color aguamarina, su exquisita nariz con los delicados hollares palpitando dilatados por la emoción y la boca generosa, con sus labios maleables y sensuales perfectamente delineados. La pasión y madurez que ese rostro expresaba, desdecían cualquier especulación con referencia a su verdadera edad.
Como si los palpara con dedos imaginarios, la mirada de Laura se extasió contemplando la contundencia de sus pechos, grandes, redondos y duros, con la particularidad de esos mínimos senos que eran las protuberantes aureolas, sosteniendo a los largos pezones que apoyados en el vértice de la comba perfecta, parecían proyectarse hacia las alturas. Los músculos del vientre formaban una serie de prietas colinas y el cañadón que corría entre ellas conducía de manera indubitable hacia el profundo abismo del ombligo, rodeado por el sólido promontorio del bajo vientre. Las fuertes caderas albergaban el nacimiento de las profundas canaletas de las ingles que vertiginosamente confluían a la magnificencia de la vulva, elevado promontorio carnoso aviesamente tajeado.
Cristina participaba de ese arrobamiento y sus ojos se diluían sobre la morena perfección del rostro de la mujer adulta, acompasando instintivamente su respiración a la afanosa y vehemente que presentía en sus labios entreabiertos y acezantes. Todos sus sentidos se gratificaban con la sola vista del torso poderoso de Laura y los oscuros y hermosamente pesados senos que se destacaban enmarcados por los azulados reflejos de las sábanas. Como saliendo de un trance, recobraron su lucidez y obedeciendo las indicaciones de Laura, Cristina se arrodilló en el suelo junto a la cama.
Casi ejecutando un ritual, la mujer tomó de la mesita de noche una bandeja de madera, conteniendo una pequeña jarra y dos cuencos de porcelana. Mientras servía de la jarra un líquido levemente ambarino, Laura le explicó que se trataba de sake, una bebida alcohólica japonesa extraída del arroz y que debía utilizarse en ocasiones especiales como las de esa noche. El ritual para perpetuar la unión de la pareja, exigía beber tres de esos pequeños cuencos, apurándolos de un trago y sin respirar.
Cristina, que jamás había bebido alcohol, apuró el contenido de los dos cuencos tal como se lo indicara la mujer, sorprendiéndose de que ese líquido aguachento y sin gusto alguno fuera considerado un licor. No había terminado de concretar ese pensamiento, cuando desde su estómago pareció estallar un incendio que rápidamente se extendió por todo su cuerpo, encendiendo sus mejillas y cubriendo de transpiración sus pómulos.
El calor que subía por su garganta amenazaba ahogarla, pero de manera totalmente inconsciente extendió el cuenco que tenía en la mano y que Laura volvió a llenar, viendo como se apresuraba a beberlo ávidamente. El sudor cubrió su hermoso cuerpo y pequeños, diminutos arroyos comenzaron a deslizarse por su piel. Abrasada por el calor de la estufa y el fuego líquido del licor esparciéndose por sus venas, Cristina sentía que una excitación ancestral la envolvía, haciendo que sus entrañas se convulsionaran en sordas explosiones que se extendían a toda ella, empañando su vista con una neblina rojiza.
Laura asistía emocionada al espectáculo conmovedoramente excitante en que se había convertido la muchacha. Esta se estremecía como poseída por algún tipo de ente maligno y la roja cabellera, ya totalmente empapada de transpiración se adhería como algas pegajosas a su piel. Con los ojos en blanco, dejaba escapar entre los dientes apretados un ronco bramido, en tanto el sudor del rostro se unía a la baba que rezumaba por la comisura de los labios abiertos y escurría por el cuello, esparciéndose sobre los senos que se sacudían y contraían como si tuvieran vida propia, exhibiendo casi groseramente la levitación gelatinosa que los caracterizaba. Todos sus músculos parecían estar conectados a alguna fuente que le transmitía descargas aleatorias de energía contrayéndolos en torturantes espasmos que sacudían su cuerpo y en su pecho, entremezclando los suaves gemidos con balbuceantes palabras de amor.
Contagiada por tal exhibición de sensualidad provocada por el sake, Laura retiró la bandeja de sus rodillas y extendiendo los brazos, alzó y cobijó entre sus brazos a la sollozante jovencita. Acostándola a su lado, acarició la mojada cabellera y enjugó los líquidos que corrían por su cara con la lengua y la suave carnosidad del interior de sus labios, ahogando sus quejidos con la boca toda.
Cristina respondió con fiereza al estímulo de la succión y su lengua salió desafiante a enfrentarse con la de la otra mujer. Sus senos se restregaban con rudeza en un chasqueante golpeteo provocado por los embates y tomándose de las nucas, se sumergieron en un alucinante combate de besos, succiones y lengüetazos que las hicieron proferir angustiosos gemidos de reclamo y satisfacción en frases incoherentes de amor y deseo.
Laura se desasió de los labios de la muchacha y su boca concurrió golosa a sorber la húmeda superficie de los senos, recorriéndolos morosamente con la lengua. Los labios se esmeraron en la succión de la delicada piel, dejándole cárdenos círculos y luego se concentraron en la abultada y áspera carnosidad de las aureolas, macerándolas con devoción hasta que los dientes, mordisqueando suavemente a los pezones hicieron estremecer de dolor a Cristina, que angustiosamente empujaba su cabeza hacia la entrepierna. Laura trasladó su furiosa arremetida a los convulsionados músculos del vientre, entreteniéndose en la oquedad del ombligo, mientras sus uñas dejaban rojas estrías sobre la pálida piel.
Abriendo oferente sus piernas, la niña las apoyó sobre las espaldas de la amante mientras su pelvis se agitaba alocadamente en un solitario coito y entonces, la boca de Laura se deslizó por las canaletas de las ingles sorbiendo con fruición el sudor acumulado en ellas. La lengua, trepando por las abultadas colinas de la vulva, se escurrió por el tajo dilatado de los labios, separándolos lentamente, adentrándose hasta la rosada carnosidad del clítoris y excitándolo con urgentes acicates de su punta, lo envolvió prietamente entre los dientes para someterlo a dolorosos pero placenteros mordiscos.
En la medida en que Laura le proporcionaba placer, las piernas de Cristina habían comenzado a encogerse, hasta que esta las sostuvo así junto a su cara, elevando su pelvis y facilitando la posesión de su sexo dilatado. Abstraída por la intensidad del goce, no advirtió la momentánea ausencia de Laura sobre su sexo y cuando lo hizo, buscándola con los ojos nublados por las lágrimas de placer, la vio arrodillada a su lado, terminando de colocarse una especie de arnés del que surgía un miembro artificial.
Aproximándose a sus nalgas y apoyando una de sus manos sobre el muslo encogido, tomó el falo con la otra y, lentamente, lo deslizó sobre el sexo de Cristina, barnizado por los jugos de la excitación, desde el clítoris hasta la oscura cavidad del ano. La textura del pene era muy suave, de una gomosa plasticidad y lejos de agredir sus inflamadas carnes, les proporcionaba una dulce caricia que incrementaba su sensibilidad.
Con sumo cuidado, Laura fue introduciendo suavemente la monda cabeza en la vagina y, muy lentamente, centímetro a centímetro, el grueso tronco del falo fue penetrando el anillado canal, haciendo que la verga del único hombre que la había poseído le pareciera insignificante. El falo artificial, monstruoso para sus carnes noveles, iba destrozando, lacerando y desgarrando su interior, proporcionándole junto al dolor, la más indescriptible sensación de placer que se clavaba como un cuchillo gozoso en su nuca.
El largo parecía ser proporcional al grosor y a la jovencita se le antojaba interminable hasta que lo sintió traspasar los tejidos del cuello uterino y golpear dentro de la matriz, rebuscando en sus mucosas. Pero si hasta el momento, Cristina creía haber experimentado todo el dolor-goce que era capaz de soportar, estaba totalmente equivocada.
Cuando Laura comenzó a retirar la verga, una infinita cantidad de minúsculas escamillas se alzaron en su superficie, martirizando la vagina como si de diminutas agujas se tratara. Con los ojos dilatados, clavaba su cabeza en la cama y las venas del cuello parecían a punto de estallar, mientras en su garganta se ahogaban gritos de dolor y placer, gorgoteando en la espesa saliva que llenaba su boca. Sin embargo, en una respuesta atávicamente animal, su cuerpo respondía autónomamente al placer y sus caderas ondulaban conmocionadas en fiera búsqueda de la penetración.
Su interior se iba inundando de fluidos y mucosas que lubricaban las carnes haciendo la penetración menos dolorosa y, paulatinamente, más placentera. Laura le había alzado las piernas apoyándolas sobre sus hombros y las dos fueron acompasando el vaivén de los cuerpos, haciendo perfecto el acople. Cristina había comenzado a gozar intensamente los vigorosos embates de Laura y sus manos colaboraron en la masturbación del clítoris mientras le reclamaba angustiosamente que la hiciera llegar al orgasmo.
Haciéndole encoger una pierna, Laura fue colocándola de costado, mientras sostenía alzada la otra contra su pecho, penetrándola aun más con vigor y alcanzando regiones donde nunca había llegado. Luego de unos minutos de la exquisita cópula, la hizo poner de rodillas y volvió a penetrarla con rudeza, iniciando un brutal galope al que Cristina acopló el ritmo de sus caderas, hundiendo y bajando el vientre, estregando fuertemente sus senos contra la sedosidad de las sábanas. Mientras de su boca surgían estentóreos reclamos por más, recordó inconscientemente un antiguo poema en el que el protagonista “ montaba potra de nácar, sin bridas y sin espuelas”. Laura la hacía sentir así y eso la satisfacía.
Sentía como todo su cuerpo y su mente respondían a las exigencias del poderoso falo y no solo trataba de satisfacerlas, sino que ella misma experimentaba la necesidad de ser penetrada profunda y violentamente. Todas sus fibras vibraban con la histérica urgencia del orgasmo. Miríadas de invisibles garfios se aferraban a sus músculos, desgarrándolos y tratando de arrastrarlos hacia la caldera hirviente de la vagina, en tanto que un inaguantable cosquilleo corría desde los riñones hasta la nuca, estallando en cálidas explosiones de placer en su cerebro.
Al tiempo que la penetraba, el pulgar de Laura se había adueñado de la hendedura entre las nalgas, encharcándose con los líquidos que la inundaban y casi en forma casual comenzó a excitar la negra apertura del ano, que, progresivamente, fue cediendo a la presión y los esfínteres se dilataron complacidos cuando el dedo los penetró profundamente. El goce de esa nueva caricia actuó como un disparador y desde todo el cuerpo las sensaciones confluyeron hacia el sexo, derramándose en la impetuosa marea del orgasmo e inundando la vagina de olorosos humores que escurrieron chasqueantes hacia fuera con el vaivén del falo y chorrearon por sus muslos temblequeantes.
Aliviada y respirando afanosamente en busca de aire, dejó descansar su frente sobre las almohadas, esperando que Laura alcanzara su propio orgasmo y cesara en la penetración, pero la morocha estaba lejos de eso y, tras sacar el miembro del sexo de Cristina, lo apoyó sobre el ano ya dilatado por el dedo y descargó en él todo su peso.
Aunque el hombre también lo había hecho, el tamaño y la textura de la verga artificial eran monstruosos, superando largamente al miembro masculino y el sufrimiento de esa barra hundiéndose en el recto, superó todo lo imaginable. Un grito espantoso escapó de su boca, a la que luego clavó sobre la almohada, mordiéndola con desesperación para ahogar los alaridos que enronquecían su garganta y las manos se aferraban enloquecidas a las sábanas, casi desgarrándolas con las uñas.
Asiéndola fuertemente por las caderas, Laura inició un profundo y hondo balanceo que hizo chocar ruidosamente a su pelvis contra las poderosas nalgas de Cristina. Ella también estaba cubierta del sudor que chorreaba por su morena piel y su boca se distendía en una esplendorosa sonrisa de satisfacción, en tanto que verdaderos bramidos animales escapaban de su pecho jadeante y estremecido por la fatiga del extenuante coito. El dolor inicial había cedido paso al placer más intenso y Cristina se asía a los barrotes del respaldar de la cama, impulsando su cuerpo contra la salvaje agresión, profundizándola, y las lágrimas de satisfacción que ahora fluían de sus ojos eran enjugadas por la lengua que humedecía sus labios resecos.
Cuando Laura sintió llegar la poderosa marea del orgasmo, disminuyó la velocidad de la fricción y hamacándose suavemente contra el ano, se inclinó sobre la espalda de Cristina. Adueñándose de los colgantes senos, clavó en ellos sus dedos y aferrándolos como si fueran riendas, se dio impulso para los últimos empellones hasta que con un fuerte rugido, abrazándose con vehemencia a su torso, se desplomó agotada arrastrándola en su caída.
Al despertar del profundo sueño en que había caído, aun estaba conmovida por la violencia del coito que protagonizáramos y comprobé que de mi sexo aun rezumaban los fluidos olorosos que habían desquiciado a Laura. Todo mi cuerpo era un solo dolor; desde la vagina hasta la garganta se encontraba fuertemente inflamado y una sorda pulsación interna, un latido febril me hacía vibrar de placer, extrañando la enormidad de miembro que me había socavado.
Tendida junto a mí, Laura se mostraba distendida como una gata satisfecha con su cuerpo absolutamente relajado. Arrodillándome a su lado, desprendí suavemente las presillas de esa especie de copilla plástica que sostenía a la verga artificial, comprobando con sorpresa que el interior de su parte central, estaba poblado por unas protuberancias elásticas que, forzosamente, deberían de estimular su clítoris. Apenas se inquietó cuando la despojé con delicadeza del adminículo y, acostándome a su lado, la estreché entre mis brazos.
A partir de esa noche “nupcial”, compartimos la cotidianeidad como un verdadero matrimonio en el que la vida sexual tenía un papel preponderante. Asumido su papel dominante, Laura se dedicó con esmero e infinita paciencia, a introducirme en el mundo de la satisfacción lésbica, a conocer íntimamente mi cuerpo, la respuesta de cada una de sus regiones erógenas, las necesidades y urgencias que generaban y como satisfacerlas, no sólo a través del placer sino también a partir del dolor, proporcionado o autoinfligido. De la misma forma, aprendí a conocer sus necesidades y debilidades, sus áreas sensibles y cómo satisfacer a cada una de ellas. Experimentamos con los diversos consoladores que ella había “importado” en cada uno de sus viajes y aprendí la manera de gozar y llegar al orgasmo utilizándolos en ella.
Aquella iniciación al alcohol nos hizo ver la vulnerable predisposición que me provocaba y lo utilizamos como preámbulo indispensable en cada jornada de sexo. Las ardientes bebidas nos ayudaban a terminar con cualquier Inhibición y exacerbaban la sensibilidad de nuestros instintos más primarios, sin hacernos perder el control de la situación e incrementando nuestro goce.
Habitualmente desayunábamos tardíamente, ya que las mañanas eran propicias para el sexo e indefectiblemente, terminábamos en la bañera, lavándonos mutuamente. Más tarde, íbamos al taller donde Laura preparaba los materiales para la escena del diorama en ejecución, tras lo cual me desnudaba y tomaba la postura que su inspiración le había dictado. La duración de esas sesiones era variable, supeditadas a la volubilidad de su carácter y de acuerdo a los dictados de sus motivaciones artísticas. En ocasión de estar especialmente inspirada, me contracturaba en insólitas posiciones que debía guardar durante horas desde la mañana a la noche. Sin embargo, su lujuriosa imaginación elucubraba poses tan eróticas que ella misma terminaba por excitarse y al cabo de un rato, el estudio albergaba una sesión amorosa tan intensamente placentera que nosotras mismas no sabíamos cómo iba a culminar, prolongándose generalmente por horas.
Como era invierno, el exceso de ropa tornaba incómodas los relaciones fugazmente explosivas a que nos entregábamos a lo largo del día, desde una simple caricia íntima, hasta el sexo oral sobre una mesa o una repentina penetración, paradas o sentadas en sillas y sillones. Rápidamente adoptamos el uso de ropa deportiva que, además de abrigada, era de fácil manejo debido a su elasticidad. En segundos, un pantalón podía ser bajado a los tobillos y un buzo, subido hasta los hombros o quitado totalmente. Inversamente, si era necesario por algún suceso o visita inesperados, nos vestíamos rápidamente para quedar prolija y hasta pudorosamente cubiertas.
Durante unos meses, nuestra vida se deslizó tranquilamente y en paz por una región en la que sólo el sexo y el amor tenían cabida, ajenas totalmente a cuanto pudiera suceder en el mundo exterior. Cuando nuestra relación se afirmó y entramos en el plano de las confidencias más íntimas, Laura me confesó que en esos últimos siete años había compartido su cama con cinco mujeres que estaban plasmadas en cada una de sus distintas colecciones pero esas relaciones, basadas solamente en el sexo y la lujuria más perversa, habían resultado tan efímeras como circunstanciales.
Enamorada de mí, estaba segura de que por primera vez en su vida amaba a una mujer con el más puro sentimiento y una pasión que ningún hombre había despertado en ella. Ese amor, que era mutuo, unido a la indudable afinidad física y sexual que teníamos, nos prometía un futuro sentimental que, si lo sabíamos trabajar como pareja, podía prolongarse tanto tiempo como nosotras quisiéramos.
En tanto que comenzábamos a afirmar nuestra relación, ocupada por el intenso trajín del Mundial, mi madre había vuelto a encontrar la alegría y, por sobre todo, la espléndida figura que antaño la hiciera famosa. Recepciones y fiestas la vieron convertida en el centro de la atención pública y su hermosa melena que le valiera el famoso apodo, hizo latir el corazón de más de un dirigente deportivo o empresario acaudalado. La mansión de la calle Paraguay volvió a escuchar los ayes y gemidos que mi madre no profería desde la muerte de mi padre y, terminado el Mundial, cuando nos vino a visitar a la chacra, lucía como si tuviera diez años menos, fresca, voluptuosa y feliz.
Avisadas de su visita, organizamos todo como para que diera la impresión de que yo era realmente una niña de quince años hospedándose circunstancialmente en casa de una parienta amable. Laura cubrió las esculturas que me representaban y yo me mudé al cuarto de huéspedes que jamás había ocupado.
Mamá parecía contenta con mi aspecto; había adelgazado, perdiendo esas adiposidades de niña de ciudad y mis carnes, más firmes y curtidas por el aire y el sol, mostraban la figura de una mujer en su plenitud, que era realmente en lo que me había convertido Laura. Cuidando las formas en nuestro tratamiento, convencimos a mamá que me dejara permanecer hasta el mes de febrero, con tiempo para reiniciar las clases. Mi aspecto saludablemente feliz y el hecho de que permanecer en Buenos Aires sin nada que hacer era perfectamente inútil, terminó por convencer a mi madre, que había encontrado fortuitamente unos meses más de soledad y tranquilidad para su solaz personal.
Los meses que siguieron se convirtieron en la más dulce y terrible espiral de amor y sexo. Nos sometíamos durante horas con manos, boca y consoladores. Nuestra imaginación parecía no conocer límites o, mejor dicho, aun a riesgo de nosotras mismas, tratábamos desesperadamente de sobrepasarlos con la ayuda de libros tántricos o el Kama-Sutra. El uso de los consoladores que en esa época eran un poco rústicos y de látex, sumado a la utilización intensiva de nuestras manos y bocas, deberían de habernos conformado.
Sin embargo, un algo infernalmente perverso parecía habitarnos y, como en una especie de frenesí aberrante en el que parecíamos competir en inventiva, buscábamos hacerlo con cualquier objeto fálico. Disfrutando como dominadora y dominada, alcanzamos los orgasmos más sublimes que el dolor puede proporcionar. Un afán de autodestrucción parecía invadirnos y buscábamos la consumación del placer de las maneras más depravadamente insólitas, llegando a protagonizar un sesenta y nueve oral y una doble penetración, mutua y simultáneamente.
Tal vez haya sido nuestra necesidad mutua de dominar a la otra y a la vez entregarnos totalmente en esas demostraciones de amor las que nos llevaron a sobrepasar los límites de lo racional, pero transcurridos los primeros meses y como si hubiéramos satisfecho un apetito visceral que nos había acuciado, nos tranquilizamos y la cantidad de sexo cedió paso a la calidad. Nuestros ánimos exaltados se enervaron y para cuando se aproximaba la fecha de mi regreso a la ciudad, nuestras relaciones habían cobrado la calma rutinaria de cualquier pareja, con algunas licencias especiales.
En el mes de marzo reingresé al colegio, pero ahora mi situación había cambiado. Ese año pasado junto a Laura no sólo me había dado madurez física e intelectual, sino la ventaja de ser un año mayor que mis nuevas compañeras. Suponiendo que eso me otorgaba mayor experiencia con los muchachos, me consultaban ávidamente como si fuera un oráculo sexual, cosa que me deleitaba hacer, aleccionándolas o pervirtiéndolas con los más crudos detalles, sin necesidad de aclararles que mi enorme experiencia era homosexual.