ELTIMO 2
Mónica Duarte nació con los ojos de color violeta, los cabellos rubios y unas facciones de angélico querubín. Una niña de anuncio televisivo. Al sonreír, se le marcaban en las mejillas dos hoyuelos que la hacían irresistiblemente simpática. Hasta el timbre de su voz era tan melodioso que la molían a preguntas sólo por el gusto de oírla.
Su madre, Doña Nuria Muntaner, tuvo tentaciones de llevarla a uno de los múltiples castings que tenían lugar en la Ciudad Condal, pensando que llegaría muy pronto a alcanzar el estrellato y la fama mundial. Belleza le sobraba, simpatía también, y su voz era una melodía que sería un pecado someter al doblaje. La mente de Doña Nuria veía a su hija transformada en una nueva y bellísima Michelle Pfeiffer a la que se parecía como una gota de agua se parece a otra. Veíala aclamada mundialmente como estrella de la pantalla y casada con algún George Cloony atractivo y millonario. Lo hubiera hecho de no haber tropezado con la oposición rotunda de su marido.
Con los años, el parecido de Mónica Duarte con la actriz Michelle Pfeiffer llegó a ser tan asombroso que incluso le pedían autógrafos. Sólo los muy iniciados, que sabían que la actriz había nacido en 1.957 en Santa Ana, California, se daban cuenta de que Mónica Duarte era mucho más joven.
Don Jorge Duarte Puig, el padre, un respetable notario barcelonés de ideas algo más que conservadoras, tenía suficiente dinero para desear a su única hija una vida menos ajetreada y escabrosa que la de actriz de cine. Estaba tan convencido como la madre de que la niña, de proponérselo, llegaría a ser una de las más bellas y cotizadas actrices del mundo, pues, añadido a sus múltiples encantos, demostraba una inteligencia despierta y vivaz que podría llevarla a conseguir un destacado primer plano en cualquier actividad que emprendiera. Para él, su niña, conseguiría ser una primera figura, tanto en la judicatura, donde podría llegar incluso hasta el Tribunal Supremo como primigenia muestra de que la mujer es igual o superior al hombre por todos los conceptos, como en la política, si le interesaba tan deleznable ocupación.
Si nada de eso le interesaba, tenía suficiente belleza y saneada fortuna como para permitirse elegir, detenida y juiciosamente, al hombre de su vida siempre que estuviera dentro de los cánones que regían su nivel social. La elección de la niña en la mente del padre se convertía en un joven capitán de industria, banquero, político o jurisconsulto, digno y respetable, que la hiciera feliz durante toda su vida y que le diera hijos a los que educar juiciosamente, misión primordial y especifica de la mujer en este mundo, según su criterio. Eso no obviaba que, si la niña quería estudiar una carrera, no sería él quien se lo impidiera, porque el saber no ocupa lugar y dada la independencia y preponderancia que la mujer estaba alcanzado a todos los niveles últimamente, no estaba de más estar preparada para hacer frente a la adversidad si, llegada la ocasión y por ley natural, le faltaba su apoyo.
La niña creció tan juiciosa como el padre esperaba. Era tan sensata que, a los trece años cuando le apareció la regla, y la naturaleza reclamaba con fuerza la satisfacción de los instintos ella ni siquiera se había masturbado una sola vez, aunque deseos no le faltaban. A todo lo más que llegaba, cuando los pezones se le endurecían sin poder evitarlo ni adivinar las causas, era a tomar una ducha fría que calmaban sus incompresibles ardores.
Sabía como poder calmar aquellos ardores que la sofocaban. De ello se habían encargado varias compañeras de colegio que incluso le mostraban revistas porno donde vio por primera vez varios penes en erección no sin sobresalto y un desconocido e inexplicable deseo. Pero se apartaba discretamente de aquellas muchachas cuya compañía no le parecía recomendable para una señorita bien educada.
Fue en éste Instituto donde la niña recibió la primera proposición de matrimonio a la edad de quince años. El pretendiente, un joven y melenudo profesor de Literatura que, románticamente enamorado hasta el tuétano de su bella y escultural alumna, le escribía epístolas en verso, epigramas, sonetos y elegías, pero las más de las veces poesías líricas, cuyos alejandrinos eran impecables desde el punto de vista métrico, y tan húmedos como el lago Ness con el monstruo bien escondido bajo los calzoncillos.
Un corazón enamorado puede hacer el ridículo más espantoso sin notarlo y el joven profesor, que de haberse afeitado y cortado el pelo no hubiera parecido un humanoide, pasábase en blanco las más de las noches midiendo más que un sastre, quizá por parecerle de menor importancia lo rítmico que lo métrico. Perdió el apetito, enflaqueció hasta parecer un cable telefónico y consiguió un par más de dioptrías, que le originó un gasto de cinco mil duros en unos impresionantes y gruesos cristales de miope que le daban a sus ojos la expresión de dos pequeñas canicas negras bailando dentro de un vaso de fondo grueso.
Y toda esa molestia para poder seguir versificando noche tras noche, con la tenacidad de la dentellada de un Bulldog. De haber sabido adonde iban a parar sus escritos chorreantes de amor, es casi seguro que se hubiera suicidado colgándose del farol de la calle Anglí frente al chalet de los señores Duarte, para remordimiento eterno de la bella adolescente según imaginaba.
Flaco como un perro callejero, anémico del no comer y del mucho escribir, acabó tan loco como Don Alonso Quijano, pero sin un Sancho amigo, ni un Rocinante a quien explicar sus muchos sinsabores amorosos. No quedó más remedio que internarlo en el sanatorio mental de San Baudilio de Llobregat antes de finalizar el curso. Se llamaba Félix Peremarti y, como un nuevo Pedro Mártir catalán, vivió el resto de sus días escribiendo sin descanso verso tras verso dirigidos a la ingrata adolescente en rollos de papel higiénico.
Pero lo peor para la joven Mónica Duarte estaba por llegar. Durante su último curso en el Instituto, tuvo un profesor de Literatura casi tan joven como el poeta, pero mucho más guapo y simpático que Félix Peremarti. Se llamaba Alejandro Munné, era rubio, alto, de ojos azules y complexión atlética debido a su inveterada costumbre de practicar el culturismo y, a mayor abundamiento, hijo del director de Instituto.
Campechano y amable con los alumnos, se sabía adorado por todas las jóvenes estudiantes que, familiarmente, le llamaban Alex. Les caía bien a todos y con todos compartía unas clases verdaderamente agradables y divertidas, que se convertían, en ciertos momentos, en un puro cachondeo. Pese a su mucha experiencia con las mujeres, y no sólo adolescentes del Instituto, se creyó también dueño del corazón de la más bella alumna que había conocido desde que era un estudiante de primaria.
Su masculino atractivo le había proporcionado las más apetitosas muchachas en su corta vida como profesor y un superlativo engreimiento de hombre irresistible. Mónica lo trataba con la misma familiaridad que las demás y, como a las demás, también le resultaba muy simpático.
Para él, Mónica era la quinta esencia de la feminidad, no sólo por su angelical belleza, sino también por su elegante y sobria manera de vestir, muy diferente a la de los marimachos de vaqueros y zapatones de alpinista, desgreñadas y estrafalarias, semejantes a gitanas de carro y caravana, si no porque, en verdad, era un hermosísimo bombón con el que incluso estaba dispuesto a casarse si compaginaban en la cama.
Seguro de su sex-appel, en cierta ocasión, finalizando el primer trimestre y mientras Mónica recogía sus apuntes, Alex le pidió delante de toda la clase que se quedara porque deseaba comentar con ella su último ejercicio escrito, que no encontraba a la altura de sus conocimientos. La muchacha, ligeramente extrañada de haber cometido una sola equivocación, esperó tranquilamente sentada los comentarios del amable y simpático profesor. Él se acercó, apoyándose medio sentado en el pupitre de la muchacha con su mejor pose de galán de cine.
--¿Qué es lo que he hecho mal, Alex? – preguntó la chica, marcándose en sus mejillas los encantadores hoyuelos de su nívea sonrisa.
--Verás, preciosa – respondió sonriendo y acariciándole las mejillas con el dorso de la mano – quiero decirte algo.
Ella, más mujer a los dieciséis años que él hombre a los veintisiete, comentó retirando la cara y levantándose:
-- Alex, si es algo referente a mi ejercicio dímelo ya y acabemos de una vez, si no, me marcho, que tengo prisa.
-- Vamos, nena, si no sabes lo que quiero decirte, preciosa mía – comentó petulante, abrazándola e intentando besarla y tocarle el coñito sobre la faldita.
Ella apartó la cara, zafándose del abrazo y le soltó un par de bofetadas que le dejaron las muelas a punto de extracción y sangrando por un labio. Atónito, sin acabar de creerse lo sucedido, se llevó la mano a la boca manchándose de sangre los dedos, cuando ella taconeaba ya a paso ligero hacia la salida del aula.