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La habitación del hijo
Orwell imaginó una habitación en donde los mayores miedos se hacían realidad; y en esa misma habitación se había transformado mi despacho. En mi caso no eran ratas hambrientas a punto de devorarme el rostro, sino el hecho de tener que observar impotente a mi venerable familia entregándose a los más deshonestos placeres carnales de la manera más obscena.
La medianoche me encontró vigilando, como de costumbre. No me había presentado a la hora de la cena y nadie se había alarmado por este hecho.
Todo parecía tranquilo, pero cuando vi salir a Alicia de su habitación, supe que estaba ante esa siniestra tranquilidad que precede a la tormenta.
Mi nena iba semidesnuda, sólo llevaba puesta su pequeña tanguita rosa garigoleada. A paso lento y regular, como en trance, recorrió el pasillo en dirección a la habitación de Daniel y, una vez hubo llegado, entró en ella. Apenas unos segundos más tarde, Irene, vistiendo tan sólo el pequeño hilo dental que yo le había regalado, hizo exactamente lo mismo.
No hacía falta ser muy perspicaz para saber lo que estaba a punto de ocurrir en esa habitación. Ni siquiera me sorprendió que sucediera estando yo en la casa: seguro que la intervención demoníaca había llegado a un punto en que a ninguno de los tres le importaba otra cosa que no fuera satisfacer los retorcidos deseos del oscuro ser de las tinieblas que los dominaba.
Cuando me dispuse a mirar lo que estaba ocurriendo en el interior de la habitación me percaté de que nunca antes había observado a través de esa cámara, no la había utilizado ni siquiera para probar que funcionaba correctamente.
Vacilé unos instantes antes de abrir por primera vez aquel ojo electrónico: tuve miedo de lo que podía ver a través de él. Y cuando por fin tuve esa imagen en directo, el horror se apoderó de mí como nunca antes lo había hecho. Un sudor frío invadió mi cuerpo. Sentí náuseas y estuve a punto de vomitar nuevamente. Sentí que estaba viviendo mi propia tortura, digna de la mismísima habitación 101 de Orwell.
No vi a Daniel en la imagen, ni tampoco a su hermana ni a su madre, me vi a mí mismo, de espaldas, con el mouse de la pc en la mano y viendo una imagen de mí mismo, de espaldas, con el mouse de la pc en la mano. La escena se repetía infinitamente hacia lo más profundo de mi pantalla como en una especie de puesta en abismo.
Entonces volví mi rostro y elevé mi vista. Lo hice lentamente. Allí pude ver la cámara instalada en mi propia guarida, vigilando al vigilante. Era la que había sido colocada en la habitación de Daniel. Seguramente el muy ladino la había descubierto y la había desinstalado para darle una nueva ubicación: nada menos que mi despacho. Quién sabe cuánto tiempo hacía que el bastardo me estaba vigilando.
Inmerso en el más completo horror, supe que era hora de actuar, había sido acorralado. Entonces abandoné mi guarida y me dirigí con forzada decisión hacia la habitación de Daniel. Aunque iba a paso apurado, el camino se me hizo eterno. Mientras subía las escaleras no podía dejar de imaginar lo que encontraría en ese cuarto. Lo imaginaba con un aspecto ruinoso, diabólico, ardiendo en gigantescas llamas, lleno de colosales demonios de terrorífico aspecto copulando en una orgía incesante.
Cuando por fin llegué, me detuve unos segundos ante la puerta y coloqué mi oreja cautelosamente sobre la madera. No pude escuchar ruido alguno que proviniera del interior de la habitación. Entonces mi mano trémula se asió del picaporte y comenzó a abrir en forma lenta.
El rigor de la penumbra se hizo manifiesto al instante. El ambiente era dominado por un sepulcral silencio y una pesada media luz. Me sentí abrumado, pero no podía esperar menos, así que continué con decisión.
Cuando casi estuve dentro, pude advertir que la escasa iluminación que impedía que la habitación estuviese completamente oscura provenía del monitor encendido de la computadora de Daniel, que estaba ubicada sobre su escritorio. Al principio no presté atención a la pantalla, sólo la percibí como el foco lumínico de una escenografía infernal.
Lo que vi cuando toda mi humanidad estuvo dentro de la habitación no me sorprendió. Allí estaba Daniel, desnudo, sentado en el borde la cama. Su madre y su hermana le chupaban la pija. Las dos hembras estaban arrodilladas en el suelo con sus increíbles culos en pompa apuntando hacia mí: de un lado el culito perfecto de Ali y del otro el enorme culazo de su madre.
Parecían hipnotizadas, como adorando con fascinación a aquel satánico miembro de increíbles proporciones. Tan grande era ese falo que ambas lo saboreaban al mismo tiempo, habiendo espacio suficiente para las dos. Desde cerca se veía aún más monstruoso.
Quise gritarles con voz firme y autoritaria, pero mi voz se apagó en mi garganta. Así que respiré profundamente buscando concentración y cuando me disponía a abalanzarme sobre ellos sin mucha convicción acerca de cómo iba a culminar mi ataque, noté que Daniel miraba atentamente el monitor de su pc. Entonces seguí su mirada y –esta vez con más atención– pude ver que la imagen que se estaba proyectando era igual a las cuales yo estaba acostumbrado.
Afiné mi vista entrecerrando mis ojos y, con estupor, vi que se trataba de una grabación de la cámara de mi despacho. En ella estaba yo, fisgoneando a Ali y haciéndome terrible paja mientras la observaba dormir con la cola al aire. Luego me vi acabando sobre la pantalla con extasiada violencia y me escuché a mí mismo gritando “¡no podés tener ese orto, pendeja!”.
En ese momento hubo una pausa en la gran felatio y los tres licenciosos demonios giraron su rostro hasta hacer contacto visual conmigo. Sentí tanta vergüenza que tuve que bajar la mirada. Era increíble: ellos estaban mancomunados en incestuosa orgía y sin embargo era yo el que me sentía un miserable pecador.
A continuación, Ali abandonó la pija de Daniel y se incorporó. Se acercó a mí lentamente, me tomó de la mano y me dijo con voz dulce:
–Vení, papi. ¿Te gusta mi cola? ¿Querés tocarla?
Mi cabeza asintió levemente y la seguí sin emitir palabra, completamente hechizado. Sus palabras me habían provocado una firme erección. Estaba entregado a los designios diabólicos que nos estaban asolando. Entregado a mi pequeña. Entonces ella me llevó hasta el borde de la cama y me desnudó lentamente con sus delicadas manos.
Mientras Irene seguía chupándole la pija a su hijo con ansiedad de puta, Ali me besó en la boca. Fue un beso riquísimo. Casi me derrito ante el contacto con sus dulces labios y su lengua tan suave. Ni siquiera me importó que aún tuviera el gusto de la pija de su hermano.
Luego mi princesa me empujó suavemente y quedé sentado al borde de la cama. Ella volvió su cuerpo para mostrarme su cola y me invitó a probarla. Entonces acerqué mi mano y la toqué tímidamente; era tan dura cómo la había imaginado. Su piel era tersa, brillante, y su curvatura perfecta. Se la llené de besitos, se la mordí, se la lamí a placer. Si eso era el infierno bien valía la pena ser un pecador.
–Bueno, papi, ya está: me vas a gastar la cola –me dijo en algún momento mientras reía y giraba su cuerpo para quedar frente a mí.
Acto seguido, se acostó en la cama boca arriba y me orientó para que me colocara encima de ella. Entonces comencé a besarle sus ricas tetas de rosadas areolas y pezones erectos, no tan grandes como las de su madre, pero totalmente erguidas. ¡Qué chupada de tetas que le di!
Después fui reptando hacia atrás sobre su cuerpo hasta quedar de cara a su apretada conchita. Ésta era hermosa, primorosa. Estaba toda empapada. Lamí sus deliciosos labios y su clítoris. Besé su delicado monte de venus. Mi lengua zigzagueó por esa vulva recogiendo todo el jugo producido por su fogosidad femenil. Ya era yo una serpiente más arrastrándose en aquel nido revuelto e incestuoso.
Estaba completamente perdido saboreando la deliciosa vagina de mi hija cuando sentí las inconfundibles manos de mi esposa acariciándome la espalda. Luego esas mismas manos me acariciaron las nalgas, y me las abrieron. A continuación, sentí algo así como un escupitajo sobre mi ano e inmediatamente un dolor terrible. Miré de reojo y puede ver cómo Daniel embestía sobre mi culo con violencia.
Me estaba penetrando. Me estaba destrozando mi virginal orto con más de veinte centímetros de dura carne. ¡Estaba siendo garchado por mi propio hijo! Lancé un grito desgarrador, pero no pude moverme para impedir ser violado, el pendejo ya me había metido la verga hasta el intestino.
Quizá demasiado pronto, el dolor fue sustituido por algo que se podría confundir con goce. Mi erección se hizo más firme. Entonces Ali me agarró la pija y la introdujo en su concha. Así fue que comencé a coger a mi hija aprovechando los enviones que me daba Daniel durante su bombeo brutal.
Al sentir el vergajo de mi hijo reventándome el ojete y la apretada conchita de mi hija recibiendo a mi excitado miembro, considerablemente más pequeño que el de su hermano, me sentí –y disculpen si la comparación resulta muy técnica– como un adaptador de audio, de esos que están compuestos por una entrada Jack 6.35 hembra y una salida Minijack 3.5 macho.
Las embestidas de Daniel se volvieron vertiginosas.
–¡Así que te gusta espiar eh! –me dijo el mocoso mientras me percutía el orto sin piedad.
–Sólo quería atrapar a Rosario –le respondí jadeando y con la voz entrecortada producto del dolor, y quizá del placer que estaba sintiendo por ambos lados.
–Ella no robó, fuimos nosotros. Estas dos putitas quedaron embarazadas. Ya te imaginarás… por eso esta puta culo gordo tuvo que empeñar el brazalete de la familia.
Al mismo tiempo que decía esto último, Daniel le dio una fuerte nalgada a su madre, la cual se encontraba en ese momento al costado del lujurioso trencito chupándole las tetas a su hija y refregándose su propio clítoris con furor.
Al ver las jugosas nalgas de su madre temblar en respuesta al súbito cachetazo, Daniel pareció tentarse. Entonces sacó la pija de mi culo, la metió en el ortazo divino de la mujer que lo había parido y comenzó a darle matraca con la misma violencia con la que antes me había dado a mí.
–Por eso ahora sólo les doy por el culo –me dijo con firme convicción.
Yo continué cogiendo a Ali sin llegar a procesar por completo las palabras de Daniel. La pija de pendejo me había dejado tan caliente que lo único que sentía era mi inminente culminación.
–Ahh, Ahh, voy a acabar, ahh –le dije a mi nena.
–Acabame en el pechito, papi –me dijo ella.
Así fue que le decoré esas riquísimas tetas con gruesos trazos de blanco semen casi al tiempo en que Daniel hacía lo mismo pero utilizando las nalgas de su madre como lienzo. Luego, el pendejo acercó su enorme pija a mi rostro, como invitándome a que se la limpiara con mi lengua. Así lo hice.
Mientras lamía la verga de mi hijo en estado de éxtasis, mientras recorría con mi lengua toda la extensión de ese enorme tronco venoso y palpitante, tuve una revelación. Pude ver al demonio que estaba invadiendo nuestras almas. Vi su rostro. Supe dónde se ocultaba y cómo nos vigilaba. ¡Eran las cámaras! ¡Sí, las cámaras! ¡Los ojos del mismísimo Satanás! Con ellas habían llegado todas nuestras desgracias, pero con ellas también habrían de irse.
Esa misma madrugada decidí realizar un improvisado exorcismo que consistió en desinstalar todas las cámaras que había en la casa. Prácticamente las arranqué de los lugares en donde estaban apostadas, hice una pila con ellas en el patio del fondo y, tras rociarlas con abundante nafta, me encargué de que ardieran en llamas.
Esa fue mi forma de deshacerme del mal que nos aquejaba, ese que había transformado misteriosamente a mi esposa e hija en dos putas insaciables y a mi hijo en un incestuoso semental con la inteligencia suficiente como para burlarme al punto de la vergüenza. Ese fue el fuego purificador, el que me permitió incinerar nuestra distopía familiar para recuperar a mi recatada Irene, a mi inocente Alí y mi inmaduro y pajero Daniel.
Sólo quedaban dos cosas que me preocupaban. Una era la posibilidad de que Ali hubiera quedado embarazada de mí durante aquella orgía. La otra era que Rosario o el Licenciado Gutiérrez tuvieran conocimiento de la situación. No sería de extrañar que nuestra empleada hubiera visto o escuchado algunas de las vergonzosas escenas, o que Gutiérrez –como gurú tecnológico– hubiera tenido acceso a las imágenes todo el tiempo.
Hasta el día de hoy desconozco si alguno de los dos está enterado de nuestros aparentes deslices pero, en todo caso, me encargué se asegurarme de la discreción de ambos con sendos acuerdos no explicitados.
A Rosario le dupliqué el sueldo. Después de todo, bien se lo merecía por su abnegada fidelidad, su honestidad y su excepcional servicio. Al Licenciado Gutiérrez le otorgué privilegios de cliente vip, incluso brindándole mis incondicionales servicios ante ciertos manejos turbios de su empresa, los cuales bien le podrían haber costado la cárcel.
En cuanto a la familia… Luego de esa noche nunca más se habló del tema. Nuestras vidas continuaron normalmente, sin mirar atrás, como en una especie de acuerdo tácito de silencio y olvido: ¿quién querría correr el mismo destino que la mujer de Lot?
Hoy puedo asegurar que nuestra desventura no ha hecho más que aumentar nuestra fe. Seguimos acudiendo todos los domingos a misa como fieles devotos. Y ya no hay vigilantes ni vigilados.
Sin embargo, también puedo presentir la suspicacia de los lectores. Sé que algunos de ustedes pensarán que mi exorcismo no fue más que un autoengaño: la colocación de una venda sobre mis ojos para negar aquello que verdaderamente ocurre en la familia.
Pensarán que fue tan farsesco como tapar el sol con la mano y pretender que no está ahí. Incluso sé que hay quienes pensarán que en nuestra fe estamos sublimando nuestra condenable concupiscencia, y que no somos almas inocentes que fueron poseídas sino vulgares pecadores desparramando odiosa hipocresía.
¡Pues no me importa lo que piensen! ¡Piensen lo que quieran! Después de todo, y llegado el momento, solamente tendremos que rendirle cuentas a Él: el único que todo lo observa.
FIN
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