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Hacía tres días desde que la “Victoria” atracara en Rota y yo pedí permiso al comandante para ir a Valdepeñas, ciudad donde naciera treinta y siete años antes, a visitar la tumba de mi abuela, fallecida un mes antes, mientras estábamos de maniobras con la OTAN en aguas de Islandia. Ella había sido mi segunda madre pues a los siete años quedé huérfano de mis dos progenitores, trabajadores del campo manchego, que se contrataban con terratenientes del área para la siega, vendimia, aceituna… En una de esas, saliendo de madrugada al tajo, por un carretera secundaria y en un remolque con tractor, un camión, cuyo chofer llevaba demasiadas horas al volante, se durmió y en un cambio de rasante se llevó por delante tractor y remolque
Llegué poco antes del mediodía y en un taxi marché al cementerio… Horas estuve ante la tumba, llorando a lágrima viva a la única persona que, de verdad, yo quería… Y, junto a mis padres, la única que me había querido en la vida… Al taxi lo había despedido, pues deseaba sentarme junto a ella, mi pobre abuela…para llorarla… Deshecho, a pie para que me diera el aire y me despejara un poco, empecé a desandar el camino hacia la población; como suelo hacer en tantas ocasiones, llevaba en mis oídos los auriculares del walkman; sielo poner, habitualmente las cintas, pero sabía que esa tarde, una emisora de radio local, emitiría un concierto desde el Concertgebow de Ámsterdam, con las sinfonías 8ª y 9ª de Franz Schubert, las famosas “Incompleta” o “Inacabada”, y la “Grande”(1), por lo que iba escuchando la radio, según andaba, cuando el concierto se suspende para lanzar la emisora una llamada de auxilio: La vida de una mujer dependía de donantes de sangre, con Rh un tanto raro, que llegara a tiempo de que se la interviniera… Y, resultaba, que ese Rh tan especial, lo portaba yo…
Ni sé por qué hice aquello… Puede que me venciera la melancolía del momento… Puede que quisiera hacer una buena acción por el alma de mi tan querida difunta… No lo sé…ni idea de porqué tomé el camino del hospital que lazó la petición de socorro… Yo lo conocía; no quedaba lejos de la Estación de Autobuses, mi meta última en aquellos momentos; luego, como un autómata, dirigí mis pasos hacia allá
Entré en el hospital por Urgencias y me identifiqué como portador del Rh solicitado; al momento, una diligente enfermera me llevó a las interioridades de aquél mundo casi subterráneo, adentrándonos, ella delante, por un largo corredor a cuyos costados se abrían habitaciones numeradas, pero también esos famosos “boxes”, espacios corridos compartimentados en habitáculos separados entre sí por cortinas… “Habitaciones” de emergencia, podríamos decir… Íbamos ya más allá del meridiano del ancho pasillo cuando la divisé; me paré en el acto, más que frío, helado… Ella también me divisó e, instantáneamente, se le demudó el semblante… Estábamos a no más de veinte, treinta metros, y tanto los rostros como las voces eran, respectivamente, visibles y audibles a la perfección
¡Qué ironías tiene a veces el Destino! Resulta que iba a dar mi sangre a la mujer que más había odiado en mi vida… Que más odiaba, aún entonces… Pero también, a la que más había amado… A la única que en mi vida había amado… La única que me había importado… Quien, principalísimamente, me había amargado la vida a mis 16, 17, 18 años… Y mis 19, 20… Fui tras la enfermera hasta una especie de sala de curas donde me extrajo una muestra de sangre, yéndose a continuación tras decirme que esperara allí unos minutos
Quedé solo en esa sala y mi mente, casi calenturienta, me decía que qué narices hacía yo allí… Que qué puñetas podía importarme a mí lo que a tal bruja pudiera ocurrirle… Y por mi mente, fue pasando la historia de, como quién dice, la mitad de mi vida, aunque, cronológicamente, no llegara ni a tres años tal media vida, pero es que me cogió los años del final de mi adolescente pubertad y el principio de mi más temprana juventud, cuando más daño pueden hacer las cosas
Fue mi abuela, con su mejor voluntad, desde luego, quién me complicó la vida. Al morir mis padres, amén de quedarme una pensión de orfandad, la mar de exigua, sí, pero que a mi abuela le venía como “pedrada en ojo de boticario”(2), también me cupo una indemnización de tres milloncetes de “pelas”, por aquellos entonces, inicios de los setenta, una fortuna… Unos ¾ de millón de euros actuales; pues bien, tal capital mi abuela lo puso en un banco a plazo fijo que debía vencer sobre mis quince-dieciséis años, en que empezaría el ciclo superior de la Enseñanza Media, el BUP, o Bachillerato
Así, en 1986, con quince años y recién terminada la EGB en un centro público, mi abuela me puso en un colegio privado, de cierta altura en Valdepeñas, más bien caro; chicos-chicas de familias tirando a bien más que a regular, para hacer el BUP y el COU, curso de acceso a la Universidad, pues mi segunda madre soñaba con que hiciera magisterio y ser maestro en cualquier pueblo del entorno
Ese primer año entre chicos-chicas bien, no fue del todo malo… Me ignoró todo quisque, claro está, pues yo, indudable, no pertenecía a su privilegiada casta, pero de no hablarme ni Dios, y ni por equivocación, además, la cosa, en general no pasó. Pero llegó el segundo curso, con mis ya dieciséis años, y ella, Carmen, apareció en escena, entrando “novata” en mi clase, con sus, también, dieciséis añitos, su carita de ángel, que luego resultó más que patudo, su pelito, negro como la noche, recogido hacia atrás en cola de caballo sostenida en lo alto por una coqueta cintita roja, y ese flequillo sobre la frente, que tan gracioso, tan adorable le quedaba… La blusa blanca, más que ceñida, pues la encantaba realzar sus femeninas “gracias”, y la faldita azul, bien corta, palmo y algo más que menos por encima de las rodillas, ambas prendas del uniforme oficial del colegio, pues hasta uniforme para alumnos-alumnas exigía tan selecto centro educativo…
Carmen, en la clase, era como una diosa en su Olimpo… Adorada, reverenciada… Y deseada hasta la intemerata por cuanto machito posaba en ella sus ojos, de nuestro propio curso o de superior edad… Al momento, a su alrededor, como sistema planetario orbitando en torno a su estrella, se formó una corte de féminas que la obedecían e imitaban en todo lo habido y por haber… Eran las “Divinas de la Muerte”, arropando hasta la exageración a la “Divina” por excelencia… A la “Divina” entre las “Divinas”… Y a qué decir, de la cohorte, la tropa, de embelesados y babeantes “machitos” que también al momento se constituyó en su derredor, integrado, principalísimamente, por lo más “in” de los “machitos” de la clase… La “crem de la crem” de los “Divinos de la Muerte” del curso, en base a la más que ostensible situación económica de sus “popós”… Vamos, sus “papás”, en la pronunciación de los “pijos”, los inútiles y, sobre todo, maleducados y súper consentidos hijitos-hijitas de tan selecta minoría del más acrisolado poder económico, aunque, casi en general, apenas si su “grandeza” superara el ámbito local…
En fin, que la Diosa de nuestro colegial Olimpo vino a ser, en nada, digamos, árbitro de arbitrariedades varias… En especial en lo referido al “negro”, el pobrecillo, el “hospiciano” de tan ilustre colectividad… Es decir, “zervió de Dió y uztedez vozotro pa lo que guztéi mandá, fartabe má”… Sí; en poquísimo tiempo Carmina, como también se la decía, se constituyó en líder de cuantas rechiflas y befas era objeto este humilde mortal en aquella especie de infierno en que el más que prestigiado centro escolar, que mi abuela escogiera para fundamentar, con mínima solidez, mi futuro, acabó por convertírseme
En casa, mi abuela y yo, con la mísera pensión que al ella enviudar le quedó y la no más brillante que a mí, en orfandad, me tocó, con un canto en los dientes nos dábamos si nos llegaba para desayunar, comer y cenar cada día, pero como no sólo de pan vive el hombre, sino que también es necesaria la ropa, reparar algún que otro estropicio de casa y demás naderías por el estilo, de vez en cuando al menos, pues las “perrillas” que mes a mes entraban por la chimenea no alcanzaban a cubrir todas esas imperiosas necesidades, “contimás”, para caprichos, como, por ejemplo, mi muy reciente vicio del “fumete”, con algún que otro cigarrillo al día, ir al cine al menos un par de domingos al mes y otras fruslerías por el estilo.
En fin, que la abuela seguía fregando escaleras o asistiendo en casas bien, no pocas veces las de mis compañeros de clase, para más “INRI” mío, y yo, desde los catorce a espabilarme para sacar algunas pesetillas, ayudando por las tardes en bares o tabernas, por las propinas mayormente… Eso determinaba que ya desde 1º de BUP, cuando los estudios apretaron cosa fina, tuviera que estudiar por las noches, quedándome normalmente hasta las tantas, pues del trabajo vespertino hasta la medianoche, cuando menos, no salía, pues bares y tabernas permanecían abiertas hasta esa hora, al menos, con lo que antes de la una era difícil que me pudiera poner ante los libros
Y qué le iba a hacer si por la mañana llegaba a clase con cuatro, cinco horas de sueño máximo, más que dormirme en clase, cuál lirón muchas veces… Y claro, como era el “tonto” del cotarro, los “listos” a tirarme pelotillas a la cabeza… O chinitas, piedrecitas pequeñas, que al acertarme en todo el “cocoliso” (el cogote) lanzadas con tirachinas, no veáis el daño que podían hacer… Y claro, cuando, enfurecido, me levantaba mentando la madre a Dios bendito, el follón que se armaba en clase, con todo Cristo gritando e insultándome, era de pronóstico, acabando la cosa, si no siempre, caso siempre, cayéndome encima el rapapolvo del “profe”, culpabilizándome como promotor del escándalo y, ¡hala!, castigado al pasillo por alborotador, entre la general risión …
Aquellos años viví arrinconado, acorralado casi por todos… Todos los que llamaba compañeros… Y un odio bestial, irracional casi, germinó en mí, contra todos…contra todo… Pueblo, Valdepeñas, incluido… Pero, sobre todo, la odiaba a ella, a Carmen, y, cómo no, a su grupito de “Divinas”… Cuánto más la/las reverenciaban los demás, tanto más las odiaba yo… Pero… ¡Qué puñetera desgracia!... Cuanto más odiaba a Carmen, mucho más la amaba… La deseaba… Era como una obsesión para mí… Aborrecerla, soñar con hacerle el mayor dalo posible, y, al propio tiempo, estar más y más “colgado” por ella… Era como una maldición… Una maldición bíblica, aquella cruel amalgama de amor y odio… Odiarla hasta la desesperación y amarla hasta dar la vida por ella, si necesario fuera…
Aquello acabó cuando, aprobado ya 3º de BUP, cumplí al fin los dieciocho años… Era ya pues, según las leyes, mayor de edad, con plena capacidad de decidir lo que me diera la gana… Yo odiaba todo aquello… Al mismísimo Valdepeñas en su conjunto… A todo Ciudad Real… Y me largué, voluntario, a la Armada… La que se lió en casa, con mi abuela, cuando llegó el pasaporte para viajar a San Fernando de Cádiz por cuenta del Estado a fin de incorporarme al CIM (Centro de Instrucción de Marinería) de Cádiz, allí, en San Fernando, dentro de la base naval de “La Carraca”, fue impresionante…
La pobre mujer, llorando a lágrima viva, porque su nieto, su hijito más bien, pues para ella yo seguía siendo un crío, se quería ir de su lado… Su hijito, pues, ya no la quería… Se me partía el alma viéndola, pero me mantuve firme… Que por ella no era, pero que no podía seguir más tiempo allí o me volvería loco… Que me era imposible ver, cada día, a esa Carmen que adiaba a muerte y amaba hasta morir… Por fin, medio entendiéndome, aunque no del todo, salí un día rumbo a San Fernando de Cádiz y a la Armada Española, donde todavía me mantengo, tras diecinueve años de servicio, siempre embarcado en buques de primera línea, corbetas y fragatas… Ascendí a cabo y cabo primero y entonces, siendo cabo primero, me dije que por qué no intentar el acceso a la Escuela Naval Militar de Marín (Pontevedra, Galicia), y hacerme oficial, ya que tenía el Bachiller hecho y, viniendo de la Armada, aprobar el acceso es más fácil… Y aquí estoy, de teniente de navío, capitán en el Ejército
Pero dejémonos de recuerdos y regresemos a aquella sala de curas donde no sabía bien qué hacer, si quedarme o marcharme; por finales, ganó lo primero… Me quedé y, al tiempo de esperar, vinieron para sacarme sangre a mogollón… Terminaron de “desangrarme”, y sin querer ni ver a los padres de Carmen que me esperaban para agradecerme lo que por su hija hacía, salí del hospital como alma que lleva el diablo, rumbo a la Estación de Autobuses deseando dejar tras de mí ese pueblo de mis pecados, mi odiada “Patria Chica” donde naciera treinta y siete años antes… Iba desazonado; con una vivísima sensación de vacío en todo mi cuerpo… Hacía casi veinte años de todo aquello y me dije que qué más daba, que fuera ella o cualquier otra persona… Yo, lo único que había hecho, es ayudar a una persona en apuros… En peligro… ¡Qué más daba quién fuera!...
Aquella noche partí de Valdepeñas, seguro de que nunca más volvería por allí… Eso me dulcificaba un poco… Un capítulo de mi vida, que mejor no recordar, se cancelaba…se cerraba para siempre… Y eso era lo importante
Al día siguiente, hacia el mediodía, estaba ya en Rota de nuevo y a bordo de la “Victoria”, y veintitantos días más tarde, de nuevo el barco se hacía a la mar, rumbo al Mediterráneo Oriental y el Mar Negro, en maniobras con la Sexta Flota americana primero y una Fuerza de Tareas de la OTÁN después, con buques americanos, británicos, italianos, griegos y turcos. Regresamos por Italia, Nápoles exactamente, Alicante y Rota por fin, donde arribamos unos cuatro meses más tarde
Llevaba tres o cuatro días en Rota cuando, una mañana, casi ya a última hora, la una de la tarde ya casi, el cabo que atendía la centralita telefónica me dice
Curioso, sorprendido, tomé el auricular que el cabo me tendía
Si me echan entonces un balde de agua helada por encima, más frío no me quedo… ¡Lo que menos podía yo esperarme!
Carmen había empezado a llorar amargamente, y sus quejidos, sus hipidos, llegaban a mí, nítidos, a través del teléfono…
Yo no pude contener la risa ante su salida
¡Dios de mi vida!... Carmen estaba loca… Loca perdida…
Sí, Carmen estaba más que empeñada en verme; incluso me sacó el número de mi teléfono móvil, el celular, que se dice por las latitudes americanas, pues qué más me daba que me llamara directamente o a través de la central de Rota… Y, como de otra forma no podía ser, se refirió a eso del marino con una novia en cada puerto, cosa en la que, la verdad, tan descaminada no estaba… En fin, que al día siguiente la estaba esperando en la estación de Cádiz desde antes de las cuatro de la tarde a que ella llegara en el AVE que entraría en la estación a eso de las cuatro y media de esa tarde
A hora esperada, la vi venir hacia mí, tirando de una de esas maletas tipo “troley”. Tan pronto me vió echó a correr, con una sonrisa que le abría la boca casi de oreja a oreja. Cuando nos encontramos, yo intenté darle, simplemente, la mano, pero ella, efusiva, me dio un beso en cada mejilla, y yo qué iba a hacer, sino corresponderle en la misma medida
A Carmen la encontré algo delgada; el pelo corto, un tanto varonil… Chaqueta y pantalón negros, a juego, blusa azul celeste y, casi como en nuestra más adolescencia que juventud, un pañuelo del mismo color anudado al cuello… Finalmente, botas hasta la rodilla, de alto tacón, completaban el atuendo… La verdad, estaba hermosa… bella… Muy, muy bella… Y el corazón me saltó en el pecho, sin poderlo remediar… Lo que creía tiempo pasado que nunca volvería, se tornó en un persistente presente que, sin solución de continuidad, me unía a un pasado que entendía por entero superado…
Mas… ¿A quién pretendía engañar?... ¿A mí mismo?... Sí; a mí mismo… Si sería idiota… Porque, la realidad, es que esa sensación de pervivencia del pasado estaba más que clara en mi mente desde que supe que era a Carmen a quién le iba a dar mi sangre… En fin, que, de nuevo, me veía como un ratoncillo ante un gatazo de padre y muy señor mío… O reviviendo aquella terrible época en que ella se reía de él a mandíbula batiente… Como tantas veces antes, venía a su mente el texto de Rubén Darío en su “La Eterna Aventura de Pierrot y Colombina”: “Ella gusta de los ricos trajes de seda, de las joyas de oro, de las perlas y de los diamantes. Tú, en realidad, Pierrot, eres triste; y a las mujeres no les gustan los hombres tristes” Sí, allí él era el “Pierrot” de la italiana “Comedia del Arte”… O el protagonista de la ópera de Rugiero Leoncavallo “I Pagliacci”, el payaso Canio, en la escena final del 1º Acto, la del “Vesti la Giubba”, cuando él acaba de descubrir la infidelidad de su mujer con otro miembro de la “Troupe” circense, pero en ese momento debe prepararse para salir a actuar(3)
¡Actuar!... Mientras, preso del delirio,
No sé lo que digo, ni lo que hago
¡Pero es preciso actuar!... ¡Esfuérzate!
La gente ha pagado y se quiere reír
¡Bah!... ¿Es que, acaso, eres un hombre?
¡Tú eres un payaso! (¡Tú sei Pagliaccio!)
Vístete el jubón (Vesti la giubba)
Enharínate la cara (e la faccia infarina)
Y si Arlequín te robó a Colombina
¡Ríe, payaso, y todos te aplaudirán!
¡Torna en bromas la congoja y el llanto
Y en muecas los sollozos y el dolor!
¡Ríe payaso (Ridi, Pagliaccio)
De tu amor destrozado! (sul tuo amore infranto!)
¡Ríe del dolor que te envenena el corazón (Ridi del duolche t'avvelena il cor!)
No nos pusimos de acuerdo en cuál de los dos se conservaba mejor… Y, cosa rara, pero cada minuto que pasaba a su lado me sentía más cómodo… Más y más a gusto… Dejamos por fin tata formalidad y tanto piropo mutuo para pasar a ver qué hacíamos desde ese momento; ella, salvo un café con algo para mijar que tomó en Ciudad Real, mientras esperaba el AVE que acababa de traerla a Cádiz, y un sándwich que se tomó en el tren a eso de las 13 horas, una de la tarde, venía “in albis” de comida y yo, curiosamente, y en contra de mi habituabilidad de comer a bordo a eso de las 14 horas, dos de la tarde, ese día no había acudido al comedor de oficiales del barco…a qué engañarnos, esperaba poder comer con ella, pues decidimos que lo mejor que podíamos hacer, por lo inmediato, era tomar algo…comer algo…
La propuse pasar al mismo restaurante de la estación, pero ella declinó mi oferta, a favor de meternos en cualquier cervecería y comer en plan informal, raciones y tal, cosa que me pareció de lo más oportuno, pues soy acérrimo de esa costumbre tan española de las “tapas” por los bares, tabernas y similares. Acabamos por meternos en una de éstas últimas, taberna, quiero decir, sólo que a lo fino; es decir, un establecimiento bien, pero montado según ese estilo de taberna o mesón… A la andaluza, claro, y, para ser más puntilloso, añadiré que a la gaditana: Mucho “pescaíto”, con las inevitables “puntillitas”, (crías de calamar), el choco, (especie de sepia), pijotas, (pescadillas fritas), bienmesabe (cazón en adobo), tortillas de camarones y un sinfín de cosas más, todo ello regado con excelente manzanilla de Sanlúcar de Barrameda… Vamos, que nos pusimos “moraos” de comer
Y entre masticada y masticada, me habló de ella… Su titulación de Magisterio y sus posteriormente ganadas Oposiciones a Profesora de Instituto, ejerciendo de tal en uno de nuestro pueblo, Valdepeñas; su matrimonio, a los 22 años, con Ricardito, el “divo” o “súper divino” del colegio, la cría que tuvo con él, con catorce añitos ahora y cuya foto, claro está, me enseñó, verdadera belleza, calco fiel del bellezón de su mamá… Su divorcio del Ricardito tras ocho años de aguantarle infidelidades diarias, casi que desde el viaje de novios… Su accidente… Y por fin, el inevitable
Carmen cayó, bajando los ojos, ruborizada… Y yo me sentí inquieto…desazonado… Me sentí tantico mal… Envarado… Me serví algo de más vino, para romper el helor que, inopinadamente, habíase interpuesto entre nosotros… También tratando de acallar los ahogadores latidos del corazón que, según iba hablando, subían en casi imparable “crescendo”… Entonces, muy seria, también habló ella, Carmen
En ese momento no había risas… Ni siquiera sonrisas… Pero la mirada de ambos se quedó clavada, engarfiada, la mía en la de ella… La de Carmen en la mía… Y, lo que son las cosas… Se me hizo más tangible que otra cosa la desazón que entonces la embargaba a ella… Sentí, más que físicamente, que un álito de dolor la atenazaba la garganta… Y con la garganta el alma… Y, lo que fue ya lo más de lo más… Sentí, en forma que más vívida no podía ser, que esos ojos…esa mirada, cálida, amorosamente, me acariciaban… Acariciaban mi ser…mi corazón…el alma misma, cubriendo de bálsamo esas viejas, añejas heridas que, repentinamente, según hablaba, habían empezado a reabrirse… A sangrar de nuevo… Y más a borbotón limpio que otra cosa
Fue un momento tremendamente mágico, entre nosotros dos, de auténtica comunión, fusión, de almas en una sola, momento que yo rompí, queriendo quitar hierro, sentimentalidad al momento, pues me sentía demasiado inquieto… Demasiado inseguro… Vamos, que poco más así, y saltaba sobre ella, con aquello de “¡Y aquí murió Sansón, con todos los filisteos!”, y claro, tampoco eso hubiera estado tan bien…
Marchamos al hotel que ella había reservado, claro está, en un taxi, pero ya allí, no quiso subir a la habitación a dejar su equipaje, la maleta simplemente, sino que prefirió dejarla allí mismo, en la consigna de Recepción
Salimos a dar alguna vuelta por la ciudad, haciéndole yo de “cicerone”… Estuvimos, cómo no, en el puerto, y, más inapelable aún su vista, el monumental conto de Puerta de Tierra, coronada la planta principal con su imponente torre, rematada en cuatro torreones, uno en cada esquina de su cuadrangular estructura, insertada en el pretérito amurallamiento de la ciudad, del que se conservan los lienzos que flanquean, a derecha e izquierda, la Puerta…
En el casco viejo, primero la visita al Oratorio de san Felipe Neri, en el barrio del Mentidero, cerca de su plaza de San Antonio; este templo fue la sede de las famosas Cortes de Cádiz, que en 1812 elaboró y aprobó la primera Constitución española, la famosa “Pepa”, por haberse proclamado el 19 de Marzo de tal año, 1812, día de San José; luego, a uno de los lugares más típicos de la ciudad, el barrio del Pópulo, el más antiguo de Cádiz. En la emblemática plaza de San Juan de Dios, nos sentamos en un banco, con un cucurucho de papel de estraza, zafio papel de envolver repleto de “pescaíto frito”(4) en la mano de cada uno, comiéndonos pacientemente los “pescaítos” a los amables compases de la música del ballet del gaditano Manuel de Falla, “El Amor Brujo”, sonando ininterrumpidamente desde el reloj del Ayuntamiento
Allí, sentados, Carmen comenzó a rebuscar en su bolso y sacó un I-Pod; buscó en su memoria y me pasó un auricular, diciéndome
Me ajusté el auricular al oído… ¡Ya creo que lo recordaba!... La famosa “Hijo de la Luna”, de “Mecano”… Fue ya en 3º de Bachiller… Habíamos hecho un trabajo de Literatura, toda la clase en su conjunto, y decidimos grabar un video con diversas tomas de lo que fue el trabajo, saliendo en él toda la clase… Como fondo musical de la grabación se eligió esa canción interpretada por Ana Torroja, cantante de “Mecano”… Yo la había propuesto, y el apoyo de Carmen a mi propuesta fue fundamental para que la clase lo aprobara… Fue la, tal vez, única vez que ella y yo estuvimos de acuerdo, en aquellos dos años de escolar compañerismo… Y, seguro, el único recuerdo agradable que de ella guardaba…
Y, sin saber poor qué, pero sin tampoco poderlo evitar, se formó un gran nudo en mi garganta y mis ojos me empezaron a escocer de manera más que típica y conocida. La miré a ella, y la vi con los ojos más que brillantes
Respondí al fin. Guardamos silencio, mirándonos… Una bandada de palomas alzó el vuelo al aproximarse una viejecita, llevando de su mano, por la correa, un minúsculo pequinés… Un grupito de muchachas, apenas adolescentes, se acercaba por el lado opuesto al que viniera la señora del perrito, alborotando con sus risas de casi todavía crías, vistiendo uniforme colegial que, al momento, me trajo a la mente la figura de Carmen a sus dieciséis-diecisiete años, en el uniforme de aquél colegio de nuestro pueblo, tan selecto, tan exclusivo…
Callamos de nuevo, repitiéndose ese silencio… Esos silencios que en los precedentes últimos minutos tanto empezaran a menudear… Silencios que, en verdad, resultaban más que elocuentes, pues hay que ver lo que con los ojos nos decíamos… Yo me pensaba… “Esto no puede estar pasando… No… Tanta belleza no puede ser real… Me he debido quedar dormido… Sí; eso debe ser… Estoy todavía dormido, aún no he despertado, desde anoche, y estoy soñando… Con los cuentos de las “Mil y Una Noches”, de “Alicia en el País de las Maravillas”… Con los cuentos de hadas de los Grim…de Perrault…de Ándersen”… Porque de lo que los ojos de Carmen me hablaban era de amor… De amor dulce… Tierno… Sentido… Y yo estaba como flotando en una nube… Ingrávido diría incluso… Puro bálsamo revitalizador, revividor, para mi pobre alma, maltrecha desde ni se sabe, pero mucho más desde que resultara ser ella la que, aquella tarde de mi vuelta a nuestro pueblo, precisara de mi sangre para poder seguir viviendo
Entre unas cosas y otras se nos había hecho tarde, pues de improviso caí en la cuenta de que, desde que el reloj del Ayuntamiento diera las diez campanadas, habían pasado ya varios minutos… ¿Cuántos?... La verdad, ni idea, pero, desde luego, unos cuántos sí, sin duda alguna
Y si antes debía tener cara de panoli, ni pensar quiero en la que en ese otro sacrosanto momento, el de mi incondicional rendición a los deseos, designios o caprichos de la que, quién podía dudarlo ya, volvía a ser mi absoluta dueña y señora, que me río yo de las servidumbres medievales, la que ejercían sobre sus siervos aquellos señores de horca, cuchillo y “derecho de pernada”, comparadas con la servidumbre que yo le tributaba a mi Reina…a mi “Imperatrix”… A mi Carmen de mi alma… Y más en aquella ocasión, cuando alzó su rostro hacia mí, mostrándome una sonrisa henchida de dulzura… De cariño, casi incluso diría… Esa sonrisa ya antes la había visto en sus labios, pero combinada con el murar de sus ojos traidores, matadores, rientes, sí, pero en diabólica risa, eminentemente sardónica… De burla inmensamente cruel… También ahora miré, temeroso, sus enormes ojazos, reidores también pero no en risa diabólica, sino colmada de dulzura, de ternura… Hasta, diría, que de cariño, si tal suposición me atreviera a concebir, envolviéndome, sumergiéndome, en su abismal hondura de tonalidades a veces azules, a veces verdes, como aquellas de la inmensidad de la mar que tanto me gustaba contemplar, apoyado en la borda del barco, cuando, libre de servicio, el estado de la mar lo permitía…
Por fin, se levantó y, tomándome de la mano, tiró de mí para que también me levantara… Y, cuando me alcé por completo, casi que me caigo, fulminado, al suelo, cuando ella, sin esperármelo ni por lo más remoto, posó sus labios en los míos… Fue un segundo…algo tremendamente fugaz, pero que para mí se hizo una permanente eternidad de dicha inconcebible… Inmarcesible…
Y el milagro, para dejarme ya pasmado “der tuitico”, se reprodujo, pues Carmen volvió a besarme, suave, dulcemente en los labios… Digamos, que, simplemente, algo así como un “flash”, un nuevo segundo que valía por toda una vida vivida sin ella… Por fin, fue ella, Carmen, quien rompió el hechizo de ese momento
Y salió corriendo, como una cría, rumbo a la “tasca” de la que horas antes trajéramos los cucuruchos de “pescaíto”… La gente de tal sitio resultó ser de lo más amable, pues no quisieron que nosotros cargáramos con las cosas, sino que un amabilísimo mozo, o camarero, nos lo trajo todo al banco que en la plaza ocupábamos… Para empezar, dos sillas y seguidamente, en la gran bandeja de su oficio, dos cuencos colmados de sopas de ajo, exquisita, por cierto, y los cucuruchos con lo que quisimos de sólido: “Puntillitas” de cría de calamar, “pijotas” casi pequeñas, enroscadas y mordiéndose por la cola, más unos langostinos “con gabardina”, es decir, rebozados en harina y huevo y, finalmente, fritos...
Volvimos a ponernos “moraos”, hasta dar buena cuenta de las viandas, pues ni las migajas se escaparon de nuestras bocas… Cuando ni zarrapastra quedaba de lo traído, nosotros mismos “devolvimos el acero a su vaina”, tomando los cuencos en que nos sirvieran las sopas y las dos sillas que fueran mesitas auxiliares para comer… cenar o lo que fuera, llevándonos todo ello de vuelta a la tasquita(5)
Salimos de nuevo a la calle, comenzando a andar un tanto sin rumbo fijo, aunque, tal vez por inercia, nuestros pasos nos encaminaban hacia la cercana plaza de la Catedral, encaminándonos, pues, al hotel Convento de Cádiz, donde Carmen reservara habitación, en pleno centro histórico de la ciudad… Aquél día, aquella noche, parecían ser los de las grandes y divinas sorpresas, pues, hete aquí, que carmen, confianzuda, desenvuelta, se colgó de mi brazo, arrimando cosa fina su cuerpo al mío, hasta hacer ue a mí llegara, cálido hasta hacérseme candente… Apoyó su cabecita en mi hombro, diciendo
La miré, encontrándome con una mirada franca, reidora…hasta decididamente cariñosa… No pude evitarlo, la enlacé por la cintura, apretándola más a mí
Carmen, al hablar, había correspondido mi acción de enlazarla haciendo lo propio conmigo, ceñirme también al pasarme su brazo por mi cintura, arrejuntándose todavía más a mí… El instante… Los instantes, eran únicos, con su aroma de mujer embriagándome, la calidez de su cuerpo abrasándome hasta el alma… Volvimos a mirarnos, hundiéndome más y más en la dulce belleza de sus inmensos ojos, entonces más bien oscuros por la semi oscuridad de una noche cerrada en calle poco iluminada…
Y, con mejor o peor fortuna, comencé a desgranar las estrofas de un antiguamente conocido bolero que interpretara el cubano de color Antonio Machín, allá por los años 50
Toda una vida pasaría contigo
No me importa en qué forma
Ni cómo, ni dónde, pero junto a ti
Toda una vida te estaría mimando
Te estaría cuidando como cuido mi vida
Que la vivo por ti
Carmen tenía elevados sus ojos a mí, fijos en los míos y en su mirada, en sus labios, una sonrisa que sabía a risa franca… Pero, sobre todo, un destello de arrobamiento… De cariño que me llegaba al alma… Alzó sus manos, tomando mi rostro entre ellas, al tiempo que, subiéndose ligeramente sobre las puntas de sus pies, apoyada en los dedos de los pies, me ofrecía sus labios con un
Yo no era entonces humano… Era una especie de zombi…O, mejor… Un ser humano dominado por una sensación enteramente onírica… De ensueño… Parecía como dormido… Como si estuviera en un sueño maravilloso del que no quería despertar bajo ningún concepto… Más que nada, parecía revivir… O, mejor dicho, revivía en mí mismo aquellas estrofas de un soneto de Francisco de Quevedo y Villegas
Y dije: “Quiera Amor, quiera mi suerte
Que nunca duerma yo, si estoy despierto
Y si dormido estoy, jamás despierte”
La besé, pues otra cosa no podía hacer, y supe que estaba despierto y que ese tener a Carmen… A mi amor imposible, entre mis brazos no era un delirio sino una más que gozosa realidad, pues mi dulce tormento, mi Infierno y mi Gloria Divina, me había abierto el néctar sublime de su boca, dándome a degustar los dulzores de su lengua…de su saliva… Nos besamos con pasión, con abrasador ardor, pero también con infinita dulzura, rendida ternura… Al fin nuestras bocas se separaron
Carmen, mientras hablaba, con sus manos, sus manitas de terciopelo, me acariciaba el rostro, toda ella cariñosa, sensible… No; de aquella Carmen acida, cruel hasta el más refinado sadismo, nada…pero nada en absoluto quedaba, sustituida toda aquella malignidad por la más dulce ternura… El cariño más tierno… Volvió a besarme, volvimos a besarnos, con incontenida pasión entreverada de sublime, dulcísimo, amor…
Nueva pausa… Nuevas caricias… Nuevos besos… Nuevas muestras de compartida, recíproca, pasión traducidas en satisfechos anhelos de caricias, de mutuas muestras de amor…de cariño inmenso
Yo…yo no sabía si lo vivía o lo soñaba ese momento… ¡Carmen…mi Carmen!... ¡Mi Infierno y mi Gloria; mi Mal y mi Bien, ya sólo era mi Gloria, mi Bien, mi Dicha…mi Ventura Bienaventurada!… Si antes la había besado con pasión, entonces me la comía, mordisqueando sus labios, su cuello, el lóbulo de sus orejitas, tan pequeñitas…tan bonitas…tan certeramente divinas… Pero ella, Carmen, no se quedaba atrás en su ardoroso frenesí de tórrido amor… Pues eso es lo que, en nada de tiempo, descubriría: Que el amor de mis amores, en su total y amorosa entrega a mí, era una tea ardiendo que provocaba mi amorosa combustión
Y echamos los dos a correr, cogiditos de la mano, riendo, besándonos por el camino, como dos chiquillos; como dos adolescentes que se dirigieran a mantener su primera cita de amor. Llegamos al hotel, y entonces Carmen no olvidó tomar su maleta y subir con ella a la habitación; entramos y, tras cerrar la puerta a nuestra espalda, la volví a estrechar entre mis brazos, intentando empezar a desnudarla, pero ella no me dejó
La dejé, la solté, y ella corrió a la maleta; la puso sobre una silla y la abrió, extrayendo un envoltorio, un pequeño paquete; con él en la mano, se dirigió al cuarto de baño, diciéndome al tiempo
Llegó a la puerta del baño y, con el pomo en la mano, volvió a girarse a mí
Carmen se metió al baño y yo me quedé, de momento, allí; quieto…como un pasmarote… Se ve que esa era mi especialidad en los momentos más preciosos… Salí de mi “pasmarotismo” para empezar a desnudarme, hasta quedar sólo con el calzoncillo, cual se me demandara, procediendo entonces a abrir la cama, echando hacia los pies sábana, manta y colcha que la cubría… Era mediados de Mayo, y la sábana superior empezaba a ser prescindible… Si luego hacía fresco de más, ya se vería… Tomar la sábana, la colcha incluso, para echárnosla por encima siempre podría ser… Me senté, cachazudo, en la cama y al momento Carmen salió del cuarto de baño.
Si entonces no caí, fulminado, por infarto de miocardio, es porque de ese mal nunca moriría, pues… ¡Dios mío y cómo estaba mi Carmen!... ¡De muerte, Señor, de muerte!... Descalza, con sus piececitos desnudos sobre el piso de moqueta; en su cuerpo, un conjunto de lencería…negro; una especie de camisoncito corto, muy cortito, pues sobrepasaba, que no ocultaba, el tanga en no más allá de tres, cuatro dedos, combinando la red de hilo de seda, de diverso calibre, desde muy tupida hasta clareada en dos y tres centímetros, con profusión de encajes; venía abierta de arriba abajo, con cabos de cinta de seda anudados en lazada en mitad del “canalillo”, justo hasta donde llegan los senos, a la altura del esternón, más o menos… La prenda más translúcida no podía ser, aunque sin acabar de desvelar todo ese escultural cuerpo femenino… Así, mientras el famoso “canalillo” con la mitad de cada seno y todo el vientre, enteramente liso, junto con el ombliguito, quedaban abiertamente al aire, la otra mitad de los pechos, sus caderas y la parte alta de sus muslos, estaban entre velados y ostensibles, más o menos cubiertos por el punto en red y la maraña de los encajes, muy diáfanos en unas zonas muy tupidos en otras, con lo que, si de la mitad medio velada de sus senos esa perfectamente apreciable y visible a través del encaje, los pezones quedaban casi ocultos tras lo más tupido del adorno, aunque perfectamente insinuados
Pero de notar es que, si bien el conjunto resultaba de lo más erótico, en él ni adarme había de chabacanería…de zafiedad, pies al propio tiempo era de alta elegancia; de esa particular elegancia de las colecciones de lencería de altos diseñadores…del diseño de la típica Alta Costura
Carmen estuvo evolucionando an temí, en simulacro de pase de pasarela varios minutos, tal vez seis u ocho…tal vez diez o más, adoptando posturas bastante más que insinuantes, impregnadas de candente erotismo capaces de poner no a cien, sino a mil, hasta a un muerto… Y yo que, desde luego, muerto no estaba, pues ni se sabe cómo estaba… Por de pronto, embobado, con la boca abierta, que ni me explico cómo no hasta babeaba
Por fin Carmen puso punto y final a su “show” y se dirigió resueltamente a mí, para echarme los brazos al cuello al estar, de frente, junto a mí.
Carmen se rió, lanzando al aire esa su risa tan característica… Tan embrujadora… Franca, fresca, espontánea… Hechizante… Con esa sonrisa que tantas, tantas veces antes le viera, tantas veces le llevaba viendo ese día inmortal…irrepetible en mi vida… De niña traviesa, sorprendida en plena travesura… Claro, que antes esa sonrisa estaba envenenada por ese sosias de niña diabólica que en su alma llevaba, niña esta que, por ventura, había desaparecido para no quedar de ella, como quién dice, ni el recuerdo, pues la sencilla niña traviesa que, por finales venció y enterró a la diabólica, borró y enterró también su recuerdo de mi mente… De mi corazón… De mi alma… Y en sólo las no tantas horas que llevábamos juntos desde que se apeara del tren
No respondí; simplemente, desanudé la lazada y, con toda parsimonia, recreándome en lo que hacía…besando cada centímetro de piel que descubría, la fui desembarazando de la “negligé” hasta que quedó con sólo la tanguita sobre su piel… Al instante, sus senos desnudos me fascinaron… Sin yo decidirlo, mis manos fueron a esos odres de azúcar y miel que me atraían como el imán al hierro y empecé a acariciarlos… A manosearlos… A amasarlos… Pero suavemente, delicadamente…
Carmen mantenía su abrazo a mi cuello, y su mano derecha comenzó a acariciarme el pelo por detrás de mi cabeza, por el cogote para enseguida bajar a mi nuca… Yo me encontraba en el Cielo… En la Gloria… Mis labios, por fin, se sumaron a mis manos, agasajando los femeninos pechos, besándolos, lamiéndolos… Y mis manos abandonaron esos senos para posarse en las divinas nalguitas de mi Diosa… Las acaricié al tiempo que mis labios besaban los pezoncitos de mi querida Carmen… Los lamían luego para, finalmente, chuparlos…succionarlos con arrobo…con devoción…con rendida pleitesía… Carmen se estremecía de puro gusto, gimiendo…jadeando
Suavemente me apartó de ella para, casi de inmediato, agacharse ante mí, puesta en cuclillas… Así, tomó con sus manos el elástico del calzoncillo, por ambos extremos, y, cuidadosamente, me los bajó hasta los tobillos; yo saqué los pies y allí se quedó la prenda, en el suelo, cerquita de la cama… carmen me tomó de la mano
Nos subimos a la cama y ella gateó hasta ganar la almohada, tendiéndose boca arriba
Se la bajé hasta sacársela por los pies, sus bellísimos…sus divinos pies y, al momento, me retiré hacia atrás, hasta los mismísimos pies de la cama… Quería contemplarla, admirarla desde tal perspectiva… ¡Santo Dios, y qué bellísima me parecía!... ¡Divina, divina, divina!... ¡Qué belleza de líneas, qué esculturalidad!… ¡Qué maravilla de sinuosidades las de su maravilloso cuerpo!... Sí; era la Diosa… La Diosa por excelencia… Y yo, pobre mortal, paupérrimo gusano humano, la tenía… La poseía… Indigno de mí, de tanta ventura como ser el dueño de semejante Beldad
Me atraganté ante su pregunta, pero le respondí con casi feroz contundencia
Carmen abrió la espita de su risa, jacarandosa como ninguna, y yo enrojecí hasta las orejas, pues lo de “buenaza” y “buenorra” me pareció de una grosería, una zafiedad que clamaba al cielo
Me envolvió con esa mirada, plena de fuego en las pestañas, que cuando me mira me abrasa y con voz cálida, dulzona, sensual, me dice majito, musitando las palabras mucho más que hablándolas
Yo empecé a gatear hacia ella y, cuando estaba ya más en sus dominios que cerca de ellos, me abre el dulce arco de sus piernecitas…sus muslitos… Y ante mí surgió aquél prodigio de sensualidad que era, es, su pelambra púbica… Aunque, de pelambre nada de nada, pues más cuidadita la zona no se puede tener… No se la rasuraba hasta sus últimas consecuencias, pero sí se la recortaba hasta lo más mínimo posible, presentando pues un casi perfecto, como trazado a tiralíneas, triángulo isósceles invertido, la base arriba, el vértice agudo abajo
Y en el centro de ese dechado de perfecciones, los labios vaginales, los mayores exactamente, más entreabiertos de lo normal, más engrosados de lo que es corriente… Carmen, por su parte, había bajado las manos y, tomando con sus dedos cada uno de esos labios, portadas de los deliciosos placeres de la Mil y Una Noches, las abrió de par en par, desvelando así su gloriosa “flor de pasión”… ¡Dios y Señor mío, qué esplendidez de visión!... ¡Qué maravilla entre las maravillas!
Imagino que rostro y ojos de mi adorada debían ostentar esa tan característica expresión de niña traviesa, intentando aparentar no haber “roto un plato” en toda su vida, pues no tenía ni tiempo ni ganas de alzar la vista de tan increíblemente maravillosa visión, cuando escuché su voz
Que si me gustaba, me decía… Y me tenía fascinado… No pude responderle; tampoco quise… ¡Para qué, si una acción, como una imagen, vale más que mil palabras!… Y actué, posando mis labios en el centro mismo de aquella flor que con solo mirarla me idiotizaba… Deposité en ella un largo beso, pero al momento mi lengua sustituyó a mis labios… Lamí los pétalos que la circundaban, por el exterior, para enseguida pasar a los petalitos de su dulce interior, libando, entontecido de gozo y placer, los liquiditos reunidos en el núcleo de esa suntuosa flor, el elixir de ambrosía de los fluidos íntimos de mujer de mi adorada Carmen
Me coloqué en la idónea posición, entre las abiertas piernas de ella en aquel arco de locura y, obligando hacia atrás los pliegues de piel, surgió ardorosa, presta al envite cuerpo a cuerpo, la punta de mi cuerpo penetrante… La coloqué donde tanto mi Carmen como yo la deseábamos y me tendí encima de ella, que me recibió entre sus amorosos brazos, rodeándome el cuello en prieto abrazo; la besé en sus dulcísimos labios, me besó ella a mí y, a un tiempo, coordinados los dos desde un primer momento, ambos dos empujamos con todas nuestras veras, ella buscando fundirse conmigo, yo en demanda de fundirme, más que íntimamente, con ella
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