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Casa tomada
Amanecí, sin darme cuenta, revisando videos cuyos actores principales siempre eran la verga de Daniel y el orto de su madre. No había dormido en toda la noche y ya era hora de ir a trabajar; pero en lugar de marchar hacia el estudio como en cualquier día normal, lo que hice fue quedarme encerrado en mi despacho: quería observar en directo todo lo que ocurría en casa durante mi rutinaria ausencia.
A eso de las 7:30 pude ver a mi dulce Ali marcharse a la facultad. Sentí algo de alivio pues sabía que, al menos por unas horas, mi pequeña estaría lejos del endemoniado ambiente que envenenaba el aire de su hogar. A las 8:00 llegó Rosario. La recibió la pérfida Irene, quien se había levantado minutos antes. Un par de horas más tarde se levantó Daniel y ahí comenzó el espectáculo.
Apenas vio a su putona madre, empezó a seguirla por toda la casa. Le besaba el cuello de improviso, le acariciaba el culo y le manoseaba las tetas a cada paso. A ella parecía encantarle, sobre todo cuando su muchacho la toqueteaba cerca de Rosario. Como si se tratara de un par de adolescentes escondiéndose de sus padres, ambos reían por lo bajo ante cada gesto erótico consumado en presencia de la vetusta criada, la cual hacía su trabajo sin sospechar lo que ocurría a sus espaldas.
Luego llevaron el juego al límite: aprovechando que Rosario cumplía con sus obligaciones en la planta baja, subieron las escaleras y se metieron en la habitación matrimonial. Allí se desnudaron rápidamente y se arrojaron en la cama para obsequiarse un tremendo polvo matutino. El riesgo de ser descubiertos por la criada los tenía aún más cachondos que de costumbre.
Comenzaron con una garchada suave de hipnótica cadencia. Ella se encontraba arrodillada en la cama con su cuerpo arqueado ligeramente hacia atrás y su cara apuntando hacia arriba; mientras él, también de rodillas, le cogía el culo a ritmo lento y sostenido, cinchándole suavemente del pelo hacia abajo para hacer que sus rostros invertidos se encontraran y sus bocas se fundieran en un profundo beso. Entonces se hablaron en voz baja, salvando la dificultad que les imponía emitir vocablo con la boca llena:
–Ummm…mmm… ¿Alguna vez lo hiciste así con papá?… mmm.
–Ummmm… nooo… mmmm.
–Ummm… ¿Nunca le entregaste el orto al viejo? Umm… ¿No sos putita con él?… mmm
–Ummmm… noooooo… mmm.
–Mmm… ¿te gusta ser mi putita?… mmm.
–Mmmm… siiiii… mmmm.
¡Qué par de sacrílegos! Fue tanta la indignación que sentí en ese momento que les juro que si hubiera tenido un revolver en casa les hubiera dado muerte allí mismo, en mi propio lecho matrimonial. Por suerte estoy en contra de las armas. Así que manoteé la única pistola que tenía a mano, que era la que tenía pegada a mi cuerpo, y comencé a pajearme fuerte por enésima vez. Mientras tanto, la acción en el cuarto se tornó vertiginosa cuando Irene se dispuso a darle a su hijo una de sus increíbles cabalgatas.
En momentos en que ella saltaba ferozmente sobre la pija de Daniel y éste le daba fuertes nalgadas haciendo temblar a esos dos montículos de cuantiosa carne, se me ocurrió una idea que al principio me pareció genial: llamarla por teléfono. “Ya van a ver cómo les arruino el polvo”, pensé.
Al escuchar el sonido de la llamada entrante, Irene se desmontó de su joven potro y recogió su teléfono, de paso aprovechó para cerciorarse de que Rosario continuaba en el piso de abajo. Luego miró a su hijo y le dijo con cautela:
–Es tu padre.
Daniel la miró serio y al principio no emitió palabra, sólo le hizo un gesto de aprobación con su cabeza, como permitiéndole atender la llamada. Luego le dijo con tono risueño:
–Vení putita, quiero que me cabalgues mientras hablás con el viejo.
Ella corrió ansiosa hacía la cama con la lengua afuera, se ensartó en la monstruosa verga de su hijo y sólo después de reanudar su frenético galope, atendió el teléfono:
–Hola amor.
–Hola querida ¿Qué hacés? Parecés agitada –más agitado sonaba yo.
–Claro querido, estoy en el gimnasio, en la bicicleta, ¿qué pensabas?
En ese momento, al ver cómo mi santa esposa me mentía en forma tan natural y descarada, quedé absolutamente trancado, con la mente en blanco. Corté el teléfono totalmente turbado. Sin duda que el tiro me había salido por la culata.
Estuve a punto de vomitar, pero me contuve sólo para escuchar cómo proseguía la conversación entre los incestuosos amantes.
–Cortó.
–¿Qué quería?
–No sé… no importa, lo que importa es lo que quiero yo…
–¿Ah sí, y qué quiere mi putita?
–¡Pijaaaaaa! ¡Partime la cola, bebe! ¡Dale! ¡Rompeme el orto, pendejo divinooo!
–¡Cómo te gusta la pija en la cola! ¡Qué puta que sos!
–¡Siiii! No sabés cómo me calentó hablar con tu padre mientras me culeabas, nene. ¡Cogeme duro, dale! ¡Aaaaah! ¡Aaaaah! ¡Qué pija! ¡Aaaaah!
En veintidós años de matrimonio jamás había escuchado a mi esposa esputar siquiera una palabra medianamente soez, así que escuchar todo ese discurso cloacal me dejó de boca abierta; digo yo como si la sorpresa hubiese sido inaugural, como si no hubiera sido suficiente verla coger con nuestro hijo una y otra vez en forma desenfrenada. Pero en ese momento, escucharla decir cosas como “pija”, “rompeme el orto” o “cogeme duro” con total naturalidad, y nada menos que a su propio hijo, fue demasiado para mi –a esas alturas– debilitado juicio.
La puta, sobreexcitada por mi desafortunada intervención, comenzó a saltar sobre la pija de su hijo a ritmo de vértigo mientras se tapaba la boca para contener cualquier posible gemido delator. Yo que había pretendido arruinarles el polvo no había hecho más que colaborar para que éste se transformara en un verdadero polvazo.
Instantes después cambiaron de posición. Ella se puso en cuatro, acurrucada en la cama con la cabeza apoyada de lado sobre el colchón y su espalda arqueada de manera que su enorme culo quedaba bien elevado, completamente en pompa. Daniel se paró sobre la cama y, después de escupirle el ojete un par de veces, le ensartó la pija y se lo comenzó a serruchar subiendo y bajando su cuerpo tan rápido como se lo permitía la flexión de sus rodillas: se la cogía como quien hace sentadillas. Esto hizo que su madre llegara al orgasmo rápidamente. Pero el momento de clímax vino esta vez con sorpresas indeseadas:
–¡Ay ay ay, me cago, Dani… Dani, sacámela que me cago! –le imploró ella amenazante.
Hubo un violento espasmo… y se cagó nomás la muy cerda, y, para peor, sobre mi lado de la cama. La puta salió disparada hacia el baño y volvió minutos después vestida con ropa deportiva. Yo creí que iban a limpiar el escatológico enchastre antes de que Rosario lo advirtiera, pero no lo hicieron. Daniel se vistió y se fue tranquilamente a su habitación mientras ella se marchó mansa rumbo al gimnasio.
Media hora más tarde pude ver a Rosario limpiando la cama. Lo hacía con gestos que al principio expresaban estupor y asco, y que finalmente se transformaron en resignación y negación, como no creyendo las cosas que tenía que limpiar en una cama donde dormían personas adultas. Seguro que creía que había sido yo el que se había desgraciado. Casi me muero de vergüenza.
Cuando se marchó Rosario, poco después de las 12:30, aproveché para salir de mi escondite en busca de provisiones. Tenía hambre. Llegué sigilosamente hasta la cocina y, cual si ladrón fuere, me robé una porción de la tarta de calabaza que nuestra empleada había preparado para el almuerzo y un paquete de galletas de la alacena. También me llevé una botella de agua.
Minutos más tarde Irene volvió del gimnasio y, luego de darse una ducha, almorzó en compañía de su hijo. Casi no hubo diálogo durante el almuerzo; sólo miradas, sonrisas y pies acariciando piernas por debajo de la mesa: como preparándose para el postre.
Al rato ambos salieron de la cocina a las risas. Casi corriendo atravesaron el living y subieron la escalera. Imaginé que los cochinos iban a darse otra culeada en mi cama recién aseada y con sábanas nuevas. Sin embargo la acción iba a tener un sorpresivo cambio de escenario.
A través de la cámara de la planta alta pude verlos detenerse para chuponear al final de la escalera. ¡Qué lamida de lengua le dio la putita! ¡Cómo le comió la boca! Yo no recordaba un beso tan ardiente en veintidós años de matrimonio. Luego se miraron con sonrisa cómplice y se metieron en la habitación de Alicia.
“¡Nooo, en la habitación de Ali no, hijos de puta!”, pensé, pero no podía hacer nada. Aún no estaba preparado para abandonar mi escondite y mostrar mis garras, que seguramente resultarían fatales.
Como era previsible, madre e hijo comenzaron otra ardiente sesión de sexo prohibido sobre la cama de Alicia. “Pobre Ali, pobre mi nena, si supiera lo que hacen estos engendros del infierno en su cama”, me dije a mi mismo. Imaginé la decepción que se podía llevar mi pequeña al enterarse de las aberraciones cometidas por su madre y hermano. Si los viera como estaban en ese momento: ambos acostados, apoyados sobre su lado izquierdo y él detrás de ella dándole por el culo mientras le levantaba la pierna derecha con su mano.
En ese momento, como si hubiese sino invocada por ese repugnante –y extremadamente excitante– ritual incestuoso, Alicia llegó a casa. Me horroricé al verla a través de la cámara del living. ¡Estaba a punto de descubrirlo todo! “¡¡No subas mi pequeña, no subas!!”, grité para mis adentros. Pero mi princesa no podía escuchar mi introvertida advertencia, así que subió la escalera tarareando alguna dulce melodía y se dirigió a su cuarto.
Apenas entró y vio lo que estaba ocurriendo en su cama se plantó. Su tarareo calló. Dejó caer su mochila al piso y quedó congelada, atónita, incrédula. Su madre y su hermano frenaron la culeada y quedaron inmóviles un instante observándola estupefacta en la puerta de la habitación. Los había descubierto. Al menos eso fue lo que yo pensé antes de que Irene se dirigiera a su hijo con vocecita de zorra:
–¡Mirá quién llegó! ¡Colita dura!
–¿Qué estás mirando ahí, boluda, no querés esto? –le dijo Daniel a su hermana mientras le mostraba su tremenda pija, recién sacada del culo de su madre.
–Vení zorrita, que te quiero morder esa manzanita –afirmó Irene estirando sus brazos hacia adelante en gesto de concupiscente invitación.
Azorado quedé yo cuando vi que una sonrisa diabólica se dibujaba en el hermoso rostro de Ali, y más aún cuando la vi desnudarse completamente y correr para zambullirse de cabeza en medio de aquel desbocado saturnal. Ahí comprendí que también había perdido a mi niña.
La orgía rápidamente tomó un calor infernal. Aquellos tres cuerpos se entreveraron como alborotadas serpientes en la cama revuelta y fueron acomodándose y cambiando de posición con velocidad y precisión de expertos. Aún hoy me estremezco al evocar la secuencia.
Recuerdo claramente el apasionado beso entre madre e hija. Puedo revivir el momento en que los labios de las dos hembras se acoplaron, se acariciaron suavemente y hasta fueron presa de tenues y sensuales mordiscos. Fui testigo cuando sus lenguas se enredaron en encarnizada batalla y se fundieron en una sola lengua, en una sola boca.
También recuerdo perfectamente a Ali saboreando la pija de su hermano mientras su madre le manoseaba y mordía la cola y le chupaba el ojete sin dejar de elogiarle la solidez de sus sonrosadas nalgas.
–¡Qué cola que tenés, pendeja! ¡Qué linda putita que sos!
–Lubricame bien ese ojete que ahora voy por él –le decía Daniel a su madre con convicción de semental.
Jamás podré borrar de mi memoria la imagen de Daniel cogiéndole la cola a su hermana mientras ésta le chupaba las tetas a su madre. Se notaba que la cola de Ali estaba bien apretaba, ya su hermano sólo conseguía introducir su tremenda poronga hasta la mitad de su extensión. La pendeja mordisqueaba los gruesos pezones de su madre con un rictus que mezclaba dolor y placer. Pobre mi nena, el desgraciado le estaba hendiendo su prieto culito con ese imponente vergajo que cargaba.
Más tarde sería Irene la que batallaría con su señor ojete. La putona, ya bien amoldada a ese enorme miembro, bombeaba su culazo hacia atrás para hacer que éste se tragara entera la pija de su hijo y la liberara luego un instante sólo para poder tragársela de nuevo. Mientras el cíclico mete y saca se sucedía, Ali le frotaba el clítoris a su madre con depravado ímpetu.
Pero quizá la escena que más me impactó fue la de madre e hija tijereteando a ritmo violento. Sus encendidos ojos se buscaban, se encontraban, se perdían por completo en los laberintos del deseo. La fricción de esas dos conchas ardientes parecía que sacaba húmedas chispas. Uff… todavía me agobia esa indeleble imagen.
Lo último que recuerdo es a Daniel ordeñándose la verga a gran velocidad mientras observaba la majestuosa escena, y a su torrencial lluvia de abundante semen bañando por completo a las dos perras.
Por fin realidad me superó. Sentí que iba a desmayarme. Durante unos segundos el mundo se me desvaneció entre trepidantes sombras. Finalmente, un gran vómito –esta vez sí– salió de mis fauces.
Apenas recuperé un poco de mis fuerzas, salí corriendo de mi despacho y abandoné la casa a paso de atleta. Sólo quería huir de ese infierno. Corrí seis cuadras hasta llegar a la iglesia, pero no entré, me senté en un banco de la plaza que está ubicada en frente y me quedé inmóvil por largo rato.
Mi cabeza daba estrambóticas vueltas, no podía pensar claramente. Juzgué que éramos merecedores de la misma lluvia de fuego y azufre que había terminado con las antiguas ciudades del pecado. Pensé en incendiar la casa con toda la familia adentro para que todos fuéramos consumidos por el fuego purificador que liberaría nuestras atormentadas almas. Atrocidades similares fueron desfilando por mi cerebro en forma incesante. Parecía que iba a enloquecer.
Intenté pensar fríamente. Tenía que recuperar mi raciocinio. Cien veces me pregunté porqué. ¿Por qué nuestro virtuoso hogar se había transformado de repente en una especie de Sodoma? ¿Por qué mi recatada esposa de pronto parecía una perra en celo? ¿Y mi inocente y dulce Ali? ¿Cómo podía ser que personas de casta virtud religiosa cogieran como si fueran profesionales de la pornografía?
De a poco me fui convenciendo de un trasfondo sobrenatural en todo lo que estaba aconteciendo. Ya no me parecía disparatado creer en la presencia de algún tipo de entidad maligna, la cual seguramente se había instalado en nuestra casa y había poseído nuestras almas de la manera más vil.
¡Era eso! Era la única explicación posible. Yo mismo, y mi repentina fascinación por mi propia hija, era la prueba más cabal. Yo era fuerte y por eso había resistido a la tentación, pero mi mujer y mis pequeños habían sucumbido ante la fuerza oscura que nos estaba azotando.
Ya totalmente convencido, me juré que iba a vencer a ese demonio como fuera e iba a librar a mi inocente familia de su encelada maldad. Así que me levanté con firmeza y volví a casa con paso decidido. Cuando llegué, abrí la puerta y, simulando volver del trabajo como en cualquier día normal, saludé a Irene y a los chicos como si nada.
Con aparente serenidad, me instalé de nuevo en mi panóptico. Debía elaborar un plan para recobrar a mi familia. Tenía que liberarlos del mal. Debía prepararme para (como bien podría titular Foucault) vigilar y castigar.
CONTINUARÁ...
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