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Enredos de tacón

~~Esa mujer lo había escogido. ¿Por qué tuvo que ser él? Si ella hubiese querido, podría haber tenido a cualquiera. Pero ha tenido que elegir a un imposible. A un hombre que sabe que no podrá poseer fuera de esa habitación. Pero no le importa. Ella es una joven caricia que no le teme al porvenir. Y él es un viejo lobo lleno de remordimientos. Sobretodo, cuando sale de la habitación número 316 del hotel Eire. Nada más salir y respirar el cargado aire rebosante de tabaco negro del pasillo, comienza a recordar a su mujer y a sus hijas. Cuan despreciable y mísero se siente en esos momentos, nadie lo quiere saber. Tan solo la mujer de tacones de aguja de la habitación lo entiende y realmente no le importa. Y ésta tarde no es una excepción. Llega puntual. Los martes siempre llega puntual porque acaba las clases a las cuatro en punto. Y le da tiempo de coger el tren de y diez. A las cinco menos cuarto, está delante de la puerta. Y se toma otros quince minutos para cobrar valor y entrar. De mientras apoyado en la puerta, guarda silencio y se esfuerza por escucharla. Ella está dentro. Se habrá saltado la última clase y habrá comido algo por el camino. Algo que requiera un postre de fresas. Sus dedos siempre huelen a fresas frescas. Oye el mechero ya está fumando otra vez. Ella sabe que a él no le gusta besar ceniceros, pero también sabe que no puede resistirse a sus labios carnosos. A las cinco tocadas, abre la puerta. Ésta vez, ella mira por la ventana, a través de las cortinas amarillentas. Está desnuda. Solo lleva unos zapatos de tacón de aguja. Negros. De charol. Tiene el pelo más corto, y parece mas alborotado que de costumbre. A saber que habrá estado haciendo antes de que él llegase se lleva el cigarro medio consumido a los labios y da una profunda calada. El humo le da a todo una sensación de vejez y de olvido. De novela barata llena de sentimentalismos. Pero ella le da a todo un toque sensual. Ha dejado la ropa apilada en una silla cercana. Él se sonríe al ver las zapatillas que originariamente llevaba puestas, medio escondidas detrás de una bolsa. Los zapatos fueron un fugaz deseo que él comentó la primera vez. A veces él echa de menos la timidez con que ella se comportó la primera vez que la tomó. Lo cierto es que fue algo rudo. Un par de roces lo dispararon, y un urinario público fue el único testigo de cómo ella perdió la virginidad. Ahora, muchas veces ella es la ama y él se deja llevar. Cuando están en clase, él vuelve a ser el profesor amigo de los alumnos, y ella la alumna que a sus veinte primaveras, sigue enamorándose de los sueños. La misma ensoñación acaba en segundos. Ella se gira y lo mira. Apura el cigarrillo y lo destina a un cenicero cercano. Pero no se mueve de allí. Si acaso se recuesta en la ventana. Ella sigue siendo algo vergonzosa con su cuerpo. Y él lo sabe. Y le gusta. Esa pequeña fantasía de tener que forzarla a mostrarse lo llena de insignificante poder sobre ella. Escasos segundos. Porque cuando la ve cabalgar abandonada a sus sentidos se rinde al placer. Últimamente ella ha dejado las palabras atrás cuando está a solas con él. Tan solo mientras hacen el amor confiesa que lo ama. Algunas veces. Cuando han acabado él siempre quiere conversar. Ella a veces lo complace. A veces deja que se muera en su sufrimiento de culpa. Ahora ella tampoco dice nada. Él se acerca mientras contempla su cuerpo desnudo. Se inclina a besarla, y ella lo atrapa con un suave bocado. Le encanta besarlo. Tiene los labios finos, y ella fácilmente juega a devorarlos. Él se deleita con la suavidad de esa boca joven. Nunca un beso para él había sido tan goloso. Tan sabroso. Su lengua era un juguete tan terso que era imposible no deleitarse. Después de ese beso él la ataca con sus manos. Acogen su cintura, no excesivamente estrecha, tal y como a él le gusta. La empujan con él hasta que se queda sentado en la cama. Es tan alto que sus labios ahora se podrían ocupar de destrozarle el cuello. Oh si. Ese es su punto débil. El cuello. Pero ella no lo va a dejar. Un par de besos más, y con un gracioso frunce de cejas, dice que no con la cabeza, mientras coge el cuello de la camisa de él. Uno a uno, desabrocha los botones y la abre. Su pecho no es musculoso, pero a ella le gusta. Da un pequeño mordisco aquí, un lametón allá, y mientras se va arrodillando entre sus piernas, se entretiene en besar castamente un pezón, mientras sus uñas siempre sin pintar arañan suavemente el otro. Ella comienza la ardua tarea de deshacerse del cinturón y abrir la cremallera. Él lanza la camisa con la ropa de ella. Y entonces llegan las recriminaciones. Ella odia que entre en la habitación con los zapatos y los calcetines aun puestos. Así que con rudeza se los quita, y los tira para olvidarlos las risas se suceden cuando lo tiene que acostar en la cama para quitarle los pantalones son tan difíciles de desvestir los hombres y cuando se vuelve a sentar. Ella lo toma. Él está preparado. Su deseo era evidente desde que entró por la puerta. Un beso en la punta. Un beso seco. Casi doloroso. Normalmente a ella no le gusta demasiado tomarlo con su boca. Pero adora ver la cara con la que él la mira. Implorándole más cuando ella para. Y su lengua camina sin vacilar por todo su sexo, porque considera sumamente bello, su sexo mojado. Toma la punta y juguetea con su lengua sus manos estiran el elástico de la ropa interior, y la pierde su centro se ha deslizado desde sus labios, para rozarlo suavemente con los dientes, acariciarlo con la lengua, y topar con el fondo de su garganta. Una y otra vez. Casi hasta volverlo loco. Pero él se deshace de su particular abrazo. No puede acabar tan rápido. Ella lo mira con su aire inocentón de niña embutida a la fuerza en un cuerpo de mujer, y se sienta en el suelo. En la moqueta roja que cubre parte de la habitación. Le tiende una mano y lo invita a unirse a ella. Él la estira y la besa. Puede perfectamente sentir su amargo sabor, mezclado con el tabaco y algo de fruta. No es desagradable del todo. Se toma algo de tiempo en observarla. Esa maldita mujer le ha robado el aliento. Esa maldita mujer de paredes de seda. Sus manos caminan desde las de ella, hasta sus pechos. Las manos de él son grandes, pero no lo suficiente para abarcar sus senos. Los senos más suaves que ha tocado en su vida, en contraste con unos pezones color café algo pequeños para su gusto. Ella recibe el cálido tacto con un escalofrío, y deja que continúe. No es su caricia preferida pero si él lo quiere así suele entretenerse bastante en ese punto. Como si para él fuese una especie de mantra que lo lleva a algún punto entre ésta, su fantasía, y la rutina del día a día. Sus manos acarician el sexo de ella, al natural. A él no le gustan esas nuevas modas de rasurarse al completo, como las niñas. Y juega un poco. La acaricia sin necesidad. Ella ha estado antes ocupada en eso. Y está cansada de esperar. Con un giro, él yace de espaldas al suelo. Ella, a horcajadas, se sonríe porque él la mira sorprendido, a través de esos ojos azules o verdes, según la luz la luz. Apenas ha recaído en que aunque es temprano, la habitación está en penumbras. Hace calor y el tabaco rubio sigue en el ambiente. Alguien en la habitación contigua se ha entregado a la misma tarea en la que ambos están enfrascados. Por las voces, reconocen a dos chicos. Interesante. Él mira con atención sus gestos. Ella ha levantado la cabeza y ha olfateado el aire. Al oír los gemidos de los chicos ha sonreído y ha entornado los ojos. Ha agarrado el sexo de él, y lo ha guiado a su interior. Debería estar acostumbrada a él, pero no puede reprimir un gemido y una mueca de impresión. Y la embarga esa calidez que es simplemente él. Cierra los ojos y se abraza a si misma para evadirse incluso de sus sentimientos. Sabe que no va a durar mucho así. Así que lentamente, alarga su tortura durante unos minutos en los que pierde el mundo de vista. Él la ve entregada, aunque quiera esconder sus sentimientos, poco a poco se abandona a su cuerpo y grita su nombre entre lágrimas cuando acaba Ella deshace su unión cuando él se incorpora. Se sienta con las piernas cruzadas y la invita a sentarse con él. Pero no quiere encararla. Quiere tener la pequeña espalda de esa mujer contra su pecho. Y ella, como una niña pequeña que ve la televisión con su padre, se sienta en su regazo. Solo que éste abrazo es privado. Él la lleva entonces. El ritmo matador, las caricias a sus senos y a su propio centro. El roce se hace casi insoportable. Pero ella aguantará en silencio todo lo que él le quiera hacer. Se escuchan las primeras palabras.  ¿Te duele? Sí. Pero es un dolor agradable. No quiero hacerte daño. hazme daño  Ella se lo ha pedido. Él no quería, pero ella lo ha dicho. Es ella la que quiere que le hagan daño. Y así lo va a hacer. Porque no puede negarse a nada de lo que ella pida. A nada. La empuja hasta que da con las manos en el suelo. Él se arrodilla y la daña de una forma que nunca antes había echo. Sin compasión. Sin prepararla. Toma sus nalgas con ambas manos para poder acceder a ella mejor, y sigue embistiendo con saña. Ella apenas puede respirar. Por la impresión y el dolor. Pero no le pide que pare. Ella jamás haría eso.  si, si mi amor. Sigue. No pares hazme daño, hazme todo el daño que quieras mátame mátame  Y acaba solemnemente dentro de ella. Todo el torrente de calor parece que se desliza a su vientre e incomprensiblemente se siente llena. Él se derrumba encima de la pequeña espalda y suavemente le besa el cuello. La espalda. Los hombros. Pero no sale de su interior. No por el momento.  Lo siento, pequeña. Siento hacerte daño  Ella sabe que no se refiere a ese pequeño asalto. Pero no puede reprocharle nada. Es más, ahora está demasiado cansada para ello. Quizá en otro momento. En otro lugar. *** Han estado estirados en el suelo sin apenas hablar. Es curioso observar que la cama está intacta como nunca ha estado. Solo se han besado sin mirarse a penas a los ojos. Ella ha encendido un pitillo y se lo ha dado a probar, pero él se ha negado. Hace mucho que dejó de fumar. Entonces él se viste apresuradamente para marcharse. Siempre se le hace tarde estando con ella, y cada vez es más difícil darle excusas a su mujer. La ve sentada en el suelo, en la moqueta roja raída en algunos extremos, apoyada en el lateral de la cama, mirando al vacío lleno de ensoñaciones, con otro pitillo a medias, y aún con los zapatos de tacón de aguja. De ese bendito charol negro. Y le da la impresión de que se ha enamorado. Pero como siempre, llegan las culpas, los remordimientos y él se marcha. Sin que ella pueda oír sus pasos. Sin que él pueda oír su llanto

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