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El día que compré un esclavo en el Reino del otro mundo (I)

Los veinte hombres desnudos se encontraban frente a mí. En sus cuellos colgaba un pequeño rótulo con información básica; el nombre con el que se les conocía, su profesión y una línea con algo particular que les caracterizara, un lema.

Todos firmes tenían un aire marcial y mantenían el gesto serio pues sabían que, en su situación, las bromas no eran convenientes. Pese a ello, formaban una fila peculiar caracterizada únicamente por su diversidad; había tipos atléticos, otros rechonchos, alguno alto y estilizado; un par no habrían cumplido los veinte años, mientras uno de ellos parecía haber sobrepasado, con creces, los setenta.

Sus rasgos faciales, así como el color de sus pieles, que iba del blanco lechoso al negro más oscuro, reflejaban también muy diversas procedencias. Y aunque predominaban los europeos y americanos, también había dos jóvenes centroafricanos, un chico con aspecto magrebí y otro oriental. Sus penes también parecían un catálogo taxonómico de la morfología masculina; junto a un pene oscuro, que parecía que iba a disparar misiles balísticos, convivían otros en forma de jeringuilla; uno circuncidado, un par largos y sumamente estrechos, de esos que parecen que una pueda sorber como si fueran espagueti, y un micro-pene que apenas apuntaba, como una extraña erupción, por encima de sus testículos.

Los hombres allí congregados sabían que iban a ser observados con sumo detalle, pues todos sabían a lo que venían: iban a ser vendidos como esclavos a la mujer que más pujara por ellos.

Yo también sabía mi papel. Me vestí para la ocasión con un pantalón negro ceñido de Dolce & Gabbana, una camisa blanca de cuello alto abotonada casi hasta el mentón, guantes de cuero negro que me cubrían hasta el codo, unas botas infinitas de tacón vertiginoso y, en mi mano derecha, una fusta de esas de azuzar las caballerías.

Me coloqué frente a ellos y, como el general que pasa revista a la tropa, fui valorándolos uno por uno con mis ojos clavados en los suyos. Miré con detenimiento los nudillos de todos (un particular fetichismo que no me importa reconocer), a alguno le hice dar la vuelta para palpar con un cachete seco la dureza de sus glúteos y, a casi todos, les regalé un ligero toquecito con la punta de la fusta en los testículos, a fin de apreciar su reacción; un exceso de nerviosismo tras el suave impacto los hubiera descartado, aunque un exceso de confianza, también. Me detuve frente al cuarto de la fila. Un tipo guapo que debía rondar la cincuentena, con una masa corporal bien marcada y unos ojos verdes que resaltaban con el cetrino de su piel. En su rótulo figuraba que era neurocirujano y, como característica, que le gustaba hacer de bebé.

–¿Es cierto, gilipollas, que te dedicas a la neurocirugía en tu vida civil? –le pregunté con mi acento más británico, y sin apartar mis ojos de los suyos.

–Sí, Milady –respondió con un ligero aire de suficiencia solo atenuado por el tratamiento diferencial.

–¿Y crees que eso te habilita para comerme el coño?

–No, claro que no, Milady –respondió apartando ligeramente sus ojos de los míos. Pero yo le había dado la espalda para dirigirme a un gordito calvo de piel muy blanca que, por el vello de su pubis, deduje que era pelirrojo, y que llevaba los genitales comprimidos por un cinturón de castidad.

«Profesor de literatura inglesa y foot fetish

–¿Eso has sabido colocártelo tú solo o ha tenido que ayudarte tu mamá? –le pregunté señalando con la punta de la fusta a su polla.

Noté como una gota de sudor se deslizaba desde su sien.

–Milady, me ayudó mi Ama y Señora.

–Lo suponía… te ves demasiado gordo como para poder encontrarte los huevos.

Al pasar frente a uno de los chicos negros, me detuve y sopesé, aguantando entre mis manos enguantadas su miembro.

–Demasiado gorda –le dije con aire despreciativo, sin tan siquiera detenerme a leer su cartel.

Continué hasta plantarme frente a un tipo que debía medir más de dos metros de altura y llevaba una máscara de cerdo cubriéndole el rostro.

–Cerdo, ¿tan feo eres que no podemos verte la cara o es que eso no es una máscara?

–Es una máscara, Milady, pero si Ud. me lo ordena, me la quito y…

–No, cerdito, creo que estás mejor así.

Proseguí con la inspección hasta alcanzar el final de la fila y me detuve tomando nota de un par de individuos más; un jovencito recién doctorado en biología que podía cantar, según su rótulo, en el tono de un castrato, y el asiático de mediana edad que provenía de Tokio y era especialista en cortar pescado. Pero no me tomé mucho más tiempo, todavía quedaban algunas Señoras que tenían que inspeccionar la mercancía.

Detrás de mí, me acompañaba Robert, mi criado particular que, vestido con una decimonónica librea, sostenía una pequeña bandeja con una copa alargada de Roederer Cristal, que todavía no se había calentado.

–Este año, el ganado es algo más suculento que el año anterior –le indiqué dando un sorbo al champán.

–Estoy de acuerdo con Ud., Milady.

–Tú siempre estás de acuerdo conmigo, Robert, y más te vale…

Eran las cinco de la tarde, y a las nueve estaba prevista la subasta.

En ese momento podría ver con más detalle a los esclavos, pero mi elección estaba clara…

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