Tres voces en mi cuarto destrozaron el silencio coronado de las tres de la madrugada. Tres sombras oscilando entre la oscuridad, definidas por el reflejo lunar, se acercaron al borde de mi cama y entonces todo se volvió oscuro, intangible, corpóreo y profundamente violento.
Una venda en mis ojos, mi marido amordazado y sujeto de espaldas contra la pared, tres hombres vestidos de negro moviéndose con urgente deseo alrededor de mi cuerpo, el sonido estridente de la persiana cayendo sin pudor, un vaso con tres rosas rojas, la foto de nuestra noche de bodas y una caja intrigante a un lado de mis piernas fueron las últimas escenas que vi esa noche.
Las escenas se tornaron sensibles, auditivas y forzosamente imaginadas. La resistencia de mi cuerpo a los extraños fue perdiéndose lentamente, disminuida por la suave fuerza de sus manos que me sujetaban, amarraban y desvestían.
Un eterno silencio. El mecanismo de mi respiración volvía a su circuito ciego. Tendida sobre la cama, desnuda, vendada de los ojos y con las muñecas débilmente oprimidas en los respaldos de acero de la cama por una tela de seda, de pronto sentí una paz inaudita, una paz secreta, una paz que empezaba en mis tobillos y se perdía en mi garganta.
La respiración de los hombres se confundía con los murmullos y las palabras lejanas y débiles que pronunciaban como en un rito alrededor de mi cuerpo. Una luz pronunciada acecho de pronto mi cuerpo y lo recorrió una y otra vez toda la noche en un circular juego que por mi miedo no alcanzaba a entender.
Unas manos en mis muslos cimbraron la paz que había conquistado en ese momento de reposo. Subieron lentamente a mis caderas, se extendieron sobre mi vientre y se desplazaron alrededor de mi cintura, tomaron los caminos lineales de mi piel hasta llegar a mis senos y convertir ese recorrido paciente y discreto en un amenazante camino de lujuria y deseo.
La débil resistencia se extinguió al sentir las seis manos de los hombres sobre todos lo puntos cardinales de mi inestable cuerpo. En ese momento me sentí entregada, expuesta y definitivamente resignada a lo que la noche me descubriera.
La voz entrecortada de mi esposo fue un impulso más de resignación –“No te resistas Cris, estaremos bien, haz lo que te pidan”-. Sus palabras por un momento recorrieron mis sentidos, se repitieron intensamente en mi memoria y luego las olvidé para siempre como si ese instante fuera irreal.
El ritmo lento de los cuerpos sobre la cama se convirtió en un caos de sexo después de las palabras de mi esposo. Fueron las palabras mágicas, la invitación y el permiso definitivo para los tres hombres.
Sentí la lengua de uno de ellos posarse en mis pies e ir subiendo lentamente por mis tobillos escondidos, en mis rodillas inflexibles, los muslos abiertos, pasar indiferente por mi sexo descubierto, recorrer el borde mi cintura y atacar sin pudor las rosas de mi cadera. Otra lengua inicio otro recorrido desde mi vientre, escalando los obstáculos de mi ombligo, los refuerzos del costado de mi espalda y llegar a mis senos encendidos que lo esperaban inconscientemente duros y firmes.
El tercer hombre movió mi cabeza tiernamente y empezó a besarme los ojos, las mejillas, el borde delirante de los oídos, la caída sensible de mi nuca, el vértigo de mi cuello y al final se acercó a mis labios y me golpeó la realidad con un beso oculto, profundo y sensible al que mis labios correspondieron más por el estado de sortilegio en el que me tenían los tres hombres que por el impulso de un acto de amor.
Mientras su lengua examinaba el abismo de mi boca y recogía en secreto las palabras que mi excitación forzada pudiera decirle, los otros hombres chupaban mis pezones que parecían petrificados. La luz insistente que se movía alrededor del cuarto me tenía intrigada.
Después de ese acto introductorio de sexo mi voluntad fue cedida a sus impulsos y a sus embestidas de palabras, cuerpo y deseo. ¿Estaría gozando inconscientemente?
En defensa de mi dignidad, mi fortaleza moral, mis principios y esa larga lista inventada por alguna mujer frígida de antaño, podría decir que la situación era realmente estimulante, sin los impulsos violentos del inicio, sin las cuestiones forzadas de una violación.
Los dos hombres me colocaron de lado y con una urgencia decidida se metieron entre mis piernas. Un gemido inundó el silencio sostenido de la recámara cuando sentí sus lenguas impactarse en mi clítoris y en mi culo y moverse lentamente hasta entrar en el ellos.
Abrí mis piernas y los enganché de modo que tuvieran mi sexo abierto para los dos. Con la boca buscaba la presencia del tercer hombre que permanecía recostado a mi lado como vigilando los secretos de mis movimientos. Era delirante y creo que empezaba a disfrutarlo. Imaginaba a mi esposo atado o golpeado por uno de ellos pues no se escuchaba ni se sentía su presencia y un estremecimiento me volvía al pudor y el orgullo.
Pero mi cuerpo estaba cedido. Las lenguas de los dos hombres jugaban sobre mi sexo. Las sentía chocar en ocasiones, entrar a mi culo, desplazarse a mis caderas y recorrer mi trasero desnudo. En un ritmo desequilibrante empezaron a penetrarme con la lengua al mismo tiempo; por el culo y por la vagina mientras sus manos apretaban mis muslos, mi cintura y mis piernas.
La voz del tercer hombre, desmayado sobre mi cabeza y acariciando mi pelo tiernamente, me trasladó a un ambiente inédito del sexo para mí. Sus palabras me conducían a un paraje suave de placer mientras un caos de sexualidad se desataba entre mis piernas. – “Relájate preciosa, no te haremos daño, solamente vamos a amarte”-. Lo busqué nuevamente con mis labios y encontré su boca húmeda, su lengua afilada sobre el borde mis labios. Un beso con todos los gemidos escapados por el placer del sexo oral que me hacía los otros hombres.
-“Bésame más. Déjame entregarte a ti”- Le dije con los labios apretados, con palabras transparentes que temían ser escuchadas por mi esposo.
El inicial impulso de violación se transformó en las manos de ese hombre en una entrega decidida y casi cooperativa. La luz circular que en ocasiones se detenía en mi cara y luego bajaba lentamente se convirtió en un enigma que más tarde descubriría y que trastornaría toda mi vida sexual.
-“Vamos a desatarte pero no intentes hacer nada”- Fue una advertencia inútil. Jamás lo hubiera hecho por el grado de excitación que tenía en ese momento. Permanecí hincada en medio de la cama, tanteando a oscuras el aire cargado de sexo que se podía respirar. Uno de ellos se hincó detrás de mí y apretó mis senos mientras besaba mi cuello. Un gemido profundo al sentir su pene en mi espalda baja les indicó que estaba a su merced.
Dos de ellos se pararon frente a mí y chocaron sus penes contra mi cara. Con algo de timidez los sujeté y acerqué a mis labios. El hombre detrás de mi cuerpo seguía besándome y me exigía la escena. – Cómetelos preciosa, quiero verte como mamas esas vergas, vamos, hazlo¡-. Los tomé con firmeza y empecé a chuparlos lentamente. Los metía lentamente en mi boca, recorriéndolos con mi lengua y mordiendo su glande suavemente. Mordía con mis labios sus testículos y volvía a esa rutina que empezaba a ser delirante. En un momento se acercaron y juntaron sus penes; los metí en mi boca al mismo tiempo con dificultad y en ese momento sentí un orgasmo quemarme por dentro.
Ellos lo sintieron y me recostaron en la cama. Estaba extasiada, débil y entregada a ellos. Sentí la boca de los tres recorriendo mi cuerpo. Buscando los rincones más inéditos y menos explorados. Jugando con mi cuerpo. Metieron sus penes entre mis senos, me besaron al mismo tiempo en los labios dos de ellos. Todo un juego erótico sin penetrarme.
Al filo de la más lejana nocturnidad mi cuerpo extendido sobre ese nido de pasión era un enorme punto de sensibilidad. Mi inconsciente pedía a gritos que me penetraran. Lo estaba deseando como nunca y lo hubiera hecho yo misma si no fuera por que el pudor es un intruso que nunca se va de casa.
Los hombres se separaron de mi cuerpo un instante. Hablaban en silencio como preparando un artilugio secreto contra mí. –“ Abre la caja”- dijo uno de ellos. Un miedo diferente se acomodó entre mis piernas y mi vientre. La caja, repetí varias veces imaginando cual sería el secreto que guardaba esa caja (de Pandora).
Lo descubrí inmediatamente. Un enorme y duro falo (al menos eso indicaba el grosor y la forma del enigma descubierto) fue subiendo desde mis rodillas hasta mi sexo abierto.
-“Ábrete toda corazón, será más fácil”- dijo el mismo hombre que antes me había transportado al éxtasis. Pero no fue más fácil. El enorme pene imaginario fue entrando lentamente hasta dentro de mi cuerpo, mis piernas separadas temblaron al puro movimiento externo del juguete y entonces lo sentí hasta dentro. Un gemido desesperado fue la señal.
Lo dejaron adentro un momento, esperando que me acostumbrara a ese dolor ardiente.
-“Juega con él preciosa”- Los tres hombres se separaron de mí e intuí que estaban en el borde de la cama, masturbándose mientras acudían al espectáculo de mi violación voluntaria.
Perdí el control con ese enorme estímulo y jugué para ellos. Lo metía hasta dentro de mi vagina dilatada, lo acercaba a mi boca e intentaba chuparlo sin éxito, lo escondía entre mis senos, lo pasaba por todo mi cuerpo hasta que no pude más y les pedí que me cogieran de una vez.
Como si esas palabras fueran todo lo que esperaban esa noche, los tres hombres se acercaron a mi cuerpo con la violencia sexual que yo deseaba. Me pasaban de uno a otro, besándome, tocándome y mordiendo todo mi cuerpo. –“Así preciosa, vamos a cogerte toda la noche”-. La luz se detuvo en mi cuerpo por un largo instante.
Uno de ellos se recostó y me tomó de la cintura para que me acomodara sobre él. Sentí cada centímetro penetrando mi intimidad hasta el fondo, descubriendo el ardor en el que se mantenía mi cuerpo. Coloqué mis manos en su pecho firme y un movimiento circular de mis caderas parecía enloquecer su otrora quietud. Sus manos apretaban mis senos, subía sus dedos hasta mis labios y yo los mordía mientras hundía mi vagina hasta el fondo de su pene.
Cada uno repitió la operación sobre mi cuerpo. Sentí a cada uno de ellos dentro de mí. Aprendí sus movimientos, su olor, el murmullo de su desesperación mientras me penetraban, el ritmo, la cadencia y el lenguaje de cada uno.
Cuando la pasión estaba al límite uno de ellos fue a mi espalda, me agachó un poco y apuntó su pene a mi culo. Me asusté un poco por la situación pero no tuve tiempo de pensar. Una embestida feroz me hizo lanzar un gemido sincero que fue apagado por otro pene que entraba a mi boca sin consideración.
Nos detuvimos un momento. Sentía el circuito ardiente de mi sangre, llena del sexo de ellos, apretada hasta la desesperación. Nuestra respiración se tornó confusa, ,mi equilibrio sentimental provocó un caos de llanto de placer, de felicidad y deseo.
Al unísono nuestros cuerpo, casi programados para esa escena. Sentí las tres vergas penetrándome toda y estallar en un caudal de semen que me inundó por dentro y me dejó con una sensación extraña y melancólica.
Los hombres se apartaron, quedé expuesta a sus miradas o a su indiferencia. Simplemente se alejaron. Pero la luz persistía más allá del desvanecimiento de placer. ¿De dónde viene esa luz?
Mi esposo me volvió a la realidad con un abrazo dramático. –“Todo está bien mi amor”-. Parecía contrariado, lejano, perdido por alguna razón. Lucía intacto, fresco.
No dormí el resto de la noche. En cambio, mi marido parecía consagrarse a los placeres de Morfeo sin el menor aturdimiento.
Más allá del acto vivido, me intrigaba la luz que circularmente rodeaba mi cuerpo. ¿Qué había pasado?
Dos meses después, en ese culto a las coincidencias, descubrí lo sucedido esa noche en mi recámara.
Continuará
logras despertarme, veo en ti desesperanza y cuentas con una forma sutil de decir las cosas que como dices fueron inventadas por alguna mujer frigida de antaño, bien por ti