por: Rowena Citlali



El cielo cambiaba imperceptiblemente del albaricoque al violeta, y las nubes tersas y lejanas parecían un incendio escarlata sobre el mar. Ante mis ojos, su color crepuscular translucía las esmeraldas, turquesas y zafiros de su embate con un rumor candente.

Yo lo veía con los ojos entrecerrados, montada sobre el dulce y enhiesto Mariano, cuya dureza enorme cabalgaba sin ninguna prisa, acariciándome al tiempo que lentamente ascendía y bajaba a horcajadas con los muslos empapados de sudor, de bronceador, resbalosa, sintiéndome como una alta palmera despeinada.

Mi piel ardía, llenándose del murmullo del cielo, del aroma del aceite, del rumor cadencioso de la espuma. Me dolían un poco las ingles, los pezones tirantes se endurecían cada vez más a merced del deseo creciente; el clítoris a punto de estallar, como una flor de mayo, se deslizaba dócil entre mis dedos cadenciosos.

Él tenía los ojos cerrados, estaba inmóvil bajo del vuelo de mi peso, semejante a un maravilloso especimen bajo el alfiler de su propio sexo, de aquella enorme verga hinchada de dulce pasión por la que, resbalosa en mi propio almíbar, yo subía y bajaba; suavemente ascendía, deteniendo el orgasmo descendia, derramándome encima de él como una diosa pagana del delirio.

No sabía cuánto tiempo llevaba montada encima, con las rodillas acaricadas por los finísimos granos de la arena de aquella playa desierta cercana a Zipolite, en Oaxaca, donde el tiempo parecía haberse detenido para concentrarse en esa magia suprema que me hacía arder intensamente al igual que una flama danzante contra el cielo encendido de la tarde.

Me incliné aún más y sobre su rostro dejé chorrear la húmeda negrura de mi cabello enmarañado por el viento, y besé su jadeo, sus ojos entrecerrados, su sonrisa abierta.

Fue entonces cuando Leopoldo unió sus labios con los nuestros y me dijo al oído que no me moviera por algunos instantes. Sus manos acariciaron mi espalda tostada, mis nalgas abiertas, y su morena polla gruesa y altiva comenzó a buscar los repliegues secretos de mi culo anegado en crema bronceadora.

Leopoldo comenzó a entrar, empujaba despacio; lento me iba dilatando, muy cuidadosamente se abría paso entre la doble redondez de mis nalgas, aferrado a mis oscilantes senos.

Cerré los ojos. Me mordí el labio inferior al comenzar a sentirme doblemente alanceada, poseída doblemente abierta por aquel instante irrepetible. Dichosa y desparramada, transpirando mi anhelo en estado puro, entré gritando, susurrante, en un cielo ámbar, violeta, anaranjado, que se abría restallante detrás del otro cielo.




México, Primavera de 2003