Por los amplios ventanales penetraba la luz del amanecer, que en parte celaba las elegantes cortinas.. Pedro, acuciado por imperiosa necesidad corporal, se zafó del abrazo que le aprisionaba y fue al cuarto de aseo. Ya tranquilo, se observaba en el espejo, descubriendo en su rostro unas violáceas ojeras. Se notaba nervioso y molesto. Había culminado lo que tal vez hubiera resultado ser el mayor de sus deseos, si no hubiera sido tan fácil obtenerlo. Iniciar unas relaciones, que en principio creyó que constituirían el gran amor de su vida, con un contubernio vulgar de dos cuerpos enzarzados en el desahogo de sus apetencias sexuales, le parecía el mayor ultraje que podía inferirse a la diosa Amor. A la vez, contribuía a su deprimido estado de ánimo, el encontrarse allí, y no en el hotel durmiendo tranquilamente para estar despejado y apto a fin de emprender esa mañana el trabajo que le aguardaba. Nunca el sexo como meta le había seducido. Creía en la afinidad de las almas, más que en el mero contacto carnal, cuyo efímero placer se resolvía en escasos segundos. Al conocer a Alicia, se sintió tan subyugado por su belleza y por la vitalidad de su carácter que no le cupo duda de que había dado con la mujer de su vida. Al unirse sus manos, mientras iban al restaurante, alcanzó el éxtasis del amor etéreo. Ahora, al regresar a la habitación y contemplar el cuerpo desnudo de Alicia en pleno abandono a causa del sueño, Pedro tuvo la sensación de encontrarse con cualquiera de las prostitutas con las que, en contadas ocasiones, satisfizo sus apetitos sexuales. Después del coito con las rameras le asaltaba vergüenza propia y un incontenible asco por los dos, tanto por él como por ella, que habían actuado bajo el imperio del más bajo de los instintos, al tiempo que una indefinible pena por la depravada vida a que aquellas mujeres mercenarias estaban esclavizadas. Cierto que Alicia se diferenciaba de ellas, en que se había entregado a él libremente sin fines preconcebidos. Pero, que duda cabe, que después de la iniciación también existía esclavitud, al sucumbir a los deseos concupiscentes incontrolados que la convertían en una hetera. Y para la forma de pensar de Pedro, mucho más abyecta su posición que el de las prostitutas, porque en estas nunca dejó de existir una escala de valores, en la que predominaba como elemento determinante la venalidad. Mientras que, en Alicia, vencía el instinto de los sentidos sobre la moral, al ser aquél el motor que la movía, según lo evidenciaba el hecho de que se aprovechara sexualmente de él mientras estaba dormido. Pensó en retirarse al hotel, pero su sentido común le hizo desistir, ya que siendo las cinco de la mañana, mientras se vestía y buscaba un taxis, llegaría a su destino a una hora inapropiada. De modo que optó por dormir un rato más. Luego, con Alicia, irían al encuentro de los otros. Serenado su espíritu con esa decisión, al poco vino el sueño a ahuyentar los enojosos pensamientos que le perturbaban.
Apenas había transcurrido una hora. Alicia, semidormida, en un acto meramente mecánico se levantó a hacer sus necesidades. Al regresar, ya despabilada, contempló a Pedro dormido y, por el calor que hacía en la estancia, sin ropa que cubriera su cuerpo. Sentada al borde de la cama y con la libertad de saber que Pedro dormía, se dispuso de nuevo a analizar, con la misma ilusión y entusiasmo que lo hiciera momentos antes, aquel misterio de la naturaleza que se encierra en el pene. Había conocido de su fuerza y potencia, hasta el punto de convertirse en gubia capaz de horadar sus carnes, para luego trocarse, como en ese instante, en insignificante piltrafita de carne colgante. Le vio, al poco, volver a la carga con renovado ímpetu. Y vuelta otra vez a ser un minúsculo y fláccido colgajo. ¿Qué artilugio encerraba esa máquina divina y temible a un tiempo? Capaz de crear el mayor placer a la mujer, al tiempo que podía producirle las mayores desdichas y quebrantos, al poco que ella se descuidase, con un embarazo no deseado,. Pero, la emoción que le causaba aquél guiñapito, era lo suficientemente intensa para desechar cualquier elucubración filosófica que le apartara del gozo de sentirlo tan a mano. Y, sin más requilorios, volvió a meterlo en su boca, como si de la más dulce golosina se tratara. Un fuerte empujón la separó del juguete adorado. Sorprendida, contempló a Pedro, que se había medio incorporado, con el rostro crispado en una mueca áspera de malhumor. A pesar de esa rudeza, ella se acercó para besarle en la boca. Éste, mientras recibía el abrazo con frialdad, pues estaba hasta las narices del desenfreno de aquella mujer, meditaba sobre el perjuicio que podía causar a Construc, S. A., si, como se le ocurría en esos momentos, enviaba a hacer gárgaras aquella insaciable bacante atacada de furor uterino. Llegó a la conclusión, que lo más acertado era complacerla en lo que demandase de su persona. Si bien pensaba, con irreprimible abyección, que se había prostituido como cualquier vulgar ramera, al ceder el disfrute de su cuerpo a cambio de un beneficio crematístico
Cegada por la pasión, Alicia no se percataba de los torvos pensamientos que bullían en la mente de su amado, y erigiéndose en anfitriona del convite, guió con su mano al erecto y orgulloso pedúnculo de Pedro, para que se regodease en la exquisitez de la cavernosa morada que ella le brindaba, en la que fue recibido con gran alborozo. Y tal era el agasajo que al huésped se le rendía, que éste acabó por participar con todo su brío e ilusión en el festejo, hasta obtener ambos a un tiempo el paroxismo de la pasión más enervante.
No bien eyaculó, Pedro se desprendió del abrazo de Helena, y sin siquiera ofrecerle un beso de agradecimiento, precipitadamente se levantó y fue al cuarto de aseo, en donde procedió a una esmerada limpieza de su persona como si quisiera extirpar hasta el último vestigio del roce con aquella mujer por la que, inconscientemente, en su interior se iba produciendo una exacerbada repulsa.
Tendida sobre la cama, abierta como él la dejara, Alicia estaba sumida en un proceloso mar de sensaciones. Advertía como esa carne suya, antes sin un atisbo de sexualidad, ahora se exacerbaba con la sola idea de presentidas caricias. Y su espíritu, educado en el más genuino racionalismo, le llevaba a la inequívoca deducción de que no le bastaban para obtener su complacencia los pensamientos más o menos engañosos que pudiera sugerirle el deseo, sino que precisaba inexorablemente el roce con la otra carne del macho, que la penetrara hasta hacerle sentir esa efervescencia que emana de la posesión.
Cuando Pedro apareció púdicamente cubierto con la toalla de baño, y fue directamente en busca de sus prendas personales para vestirse, el rostro de Alicia se contrajo en un rictus de tristeza. Con su receptividad femenina, había vislumbrado en el continente de Pedro repudio contra su persona. Y Alicia, sin que pudiera remediarlo, con voz lastimera le increpó:
--¿Acaso no he sido complaciente contigo, y te he demostrado la atracción que me inspiras, para qué ahora te muestres tan despectivo conmigo?
Con cara de terror, por verse sorprendido en sus más íntimos pensamientos, Pedro balbució:
--¿Porqué crees eso? ¡Todo lo contrario! --Mintió descaradamente, pues vislumbraba, caso de no hacerlo, ponía en un tris la gestión que les había traído a Zaragoza--. Sabes perfectamente, que me has hecho el hombre más feliz del mundo. Jamás olvidaré estos momentos, que han sido los más dichosos de mi existencia. Si mi cara refleja algún sentimiento, en modo alguno se refieren a tu persona. En estos momentos lo que me mortifica, es como explicar al jefe mi ausencia de esta noche.
Y para soslayar toda sospecha sobre la sinceridad de sus palabras, fue hacia Alicia y, enmarcando su cara con ambas manos, la atrajo hacia sí, y le plantificó un apasionado beso en la boca. Los efectos sobre la recipiendaria fueron inmediatos. Todo el cuerpo de Alicia se elevó, arqueándose en ofrenda muda, cual si pretendiera dar real solidez a los sentimientos que instantes antes ocupaban su mente Temeroso Pedro de que Alicia le instigase a nuevos embates, para los que sabía perfectamente no le restaban fuerzas, separándose del abrazo, le urgió:
--Anda, perezosilla, vístete deprisa. Se ha hecho tarde y nos demoramos a la cita con los compañeros.
Alicia, de cuyo rostro había desaparecido todo vestigio de temor, mientras se levantaba de la cama y desnuda dirigía sin ningún rubor al cuarto de aseo, con voz alegre replicó:
--No te preocupes, Pedro. Bien sabes, que nada se hará sin mi presencia. Y recuerda que las mujeres nunca hemos tenido fama de ser puntuales.
En tanto Alicia se dedicaba a su atuendo, Pedro, una vez vestido, siguiendo con la costumbre en él arraigada por su condición de soltero independiente, procedió al arreglo de la habitación. Cuando apareció Alicia en la estancia, como una Venus esplendorosa sin que una sola prenda, ni siquiera zapatillas, turbara los encantos que la adornaban, Pedro emocionado, levantando los brazos en alto, no pudo por menos que exclamar:
--¡Qué hermosura!
Destilaban tanta sinceridad esas palabras que le salieron del corazón, que Alicia, al captarlas, quedó estática como una estatua viviente, mientras absorbía con fruición la esencia de pleitesía a su belleza que las mismas entrañaban. Al reponerse, en parte, del impacto de tal muestra de admiración, adquirió de nuevo movilidad. Y corriendo se dirigió hacia Pedro para testimoniarle su emoción con un beso, que éste lo acogió feliz en el más tierno de los abrazos.
(Continuará)