- 43 -
La presencia de las amigas hace me reintegre al mundo real. Se han mudado de vestido y el paso por la peluquería las dejó divinas con las melenas artificialmente sueltas. Visten casi igual, la única diferencia radica en el colorido: mientras el de Paquita tiende al rosa pálido, en Cristal es blanco impoluto, que hace resaltar más el moreno sugestivo de sus carnes vistas. Las blusas, ladinamente traslúcidas, dejan vislumbrar la excitante majestad de "dos pechos, como dos cabritos mellizos de gama, que son apacentados entre azucenas", que tan voluptuosamente cantó Salomón; pero son cabritos sueltos, inquietos, que se mueven, saltan, retozan, triscan al consuno con que sus dueñas los estimulen con el rítmico movimiento que imprimen a su escultural cuerpo. La falda cubre lo estrictamente imprescindible para que las exiguas bragas, rosa pálido y blanco de cada una, aparezcan y desaparezcan en el escorzo sicalíptico que crea cada paso al caminar con sus bien torneadas piernas. Piernas que, en justicia, pueden aspirar a ser las columnas que soporten el altar en el que se le rinde ofrenda a la diosa Lujuria. Elegir cual de ellas es la más hermosa, sería osadía superior a la de Paris, cuando entre Juno, Venus y Minerva tuvo que dirimir a cual le correspondía recibir la manzana de oro de Eris, diosa de la discordia. Ambas, Paquita y Cristal, son preciosas. Reconozco que en lo tocante a belleza soy escéptico, al punto que dudo en cuanto alguien pretende ponderar la de una persona que es desconocida para mí. Muy cierto que hay cánones que la fijan objetivamente, pero no deja de ser menos cierto que determinadas apreciaciones subjetivas referidas a un ser concreto pueden alterar esos cánones radicalmente. Es axiomático qué: bonito para uno, puede ser feo para otro, de ahí el refrán: en este mundo todo se despacha. Por eso, al juzgar sobre la hermosura de Paquita y Cristal, diré que yo, prescindiendo del criterio que puedan tener los demás, las veo encantadoramente bellas. Además, y por encima de todo, están endiabladamente apetecibles. Y en esto parece que coincido con el resto de huéspedes presentes, incluidos personal del hotel, según lo evidencia sus encandiladas miradas, que concienzudamente recorren sin recato este compendio de estímulos sobreexcitantes.
Como por ensalmo, exorcizado por ese fluido que espolea el más bajo instinto, se esfuma aquél repudio sexual que hace tan escasos minutos me preocupaba, y vuelve a imperar el excitante deseo de revolcarme incontinente en el tálamo de Venus con estas adorables criaturas, que al juntarnos responden complacidas a mis ardorosos besos, no obstante ser objeto de atención tan descarada por los hombre que nos rodean.
Las invito a que propongan planes para la mañana. Y Paquita, sin consultar a la otra, sugiere ir a comer a Le Lavandou. Íntimamente me satisface la proposición, al intuir que obedece al deseo de Paquita de conocer in situ el escenario donde ocurrieron los acontecimientos que le llevo narrados. Coquetuela y alegre como unas castañuelas, la francesita besa a su amiga en la punta de la nariz y le felicita por su buena ocurrencia. Calculo que a una marcha cómoda, sin apretura de tiempo, la duración del viaje dará lugar a que lleguemos oportunos a la hora de la comida. En el coche nos instalamos Paquita y yo delante y Cristal se acomoda detrás. Tomamos la autopista A-50.
De los paquetes de la joyería que antes deposité en el coche, selecciono dos y los reparto entre ellas, invitándolas a que los abran. Lo desenvuelven con premura y, a la vista de su contenido, con gran algazara manifiestan su alegría. Ambas pretenden besarme, pero se lo prohibo por el peligro que supone el más leve descuido en la conducción, ¡no vaya a ser cosa que en lugar de ir por nuestros medios, tengan que llevarnos! Aunque no constituye ninguna sorpresa, pues desde ayer lo conocen, no se cansan de cantar las excelencias del regalo y, de modo especial, la fecha que tiene grabada que, según dicen, será efeméride recordada de este hecho inolvidable.
Para amenizar el viaje, le propongo a Cristal:
-Las dos conocéis cuando y cómo perdí la pureza. Ayer en la playa lo conté, ¡y además en verso! Paquita también ha mostrado su confianza, al explicar con todo detalle como sucumbió su virginidad. Sólo faltas tú, Cristal, ¡sé amable y accede a deleitarnos narrando tan crucial acontecimiento!
La intromisión en su intimidad no parece afectarle en absoluto, igual que si le preguntase por la primera vez que utilizó el sujetador. Y ya que me refiero al sujetador, recuerdo en cierta ocasión haber escrito: "La mujer ha dado un paso cíclope en el campo de las libertades: ha roto cadenas, derruido barreras y desterrado tabúes; ha suprimido del léxico de su vestuario la voz 'sostén', que preconizaba caída, desprendimiento, ruina, y la sustituye por 'sujetador', que hace vislumbrar jocundos corceles desbocados, pletóricos y bien alimentados,,, aunque sea a base de silicona..."
La aludida contesta con otra pregunta:
-¿Por qué quieres saberlo?
-Verás -le explico-, Paquita y yo hemos descubierto que con este tipo de confidencias nos ponemos cachondos como perras salidas. Y como falta rato para llegar a destino, tu relato servirá `para amenizar y, sin duda, para estimular nuestro apetito.
-¿A qué apetito te refieres? -pícara interviene Paquita.
-Por lo que admiro en el retrovisor -aclaro- al que se fomenta en esa diminuta boquita que Cristal hurga con el dedo.
-¡Eres un bellaco mentiroso! -increpa la aludida-. ¡Mira mis manos! -Y las alza para que las veamos, con la cadena y medallón de Géminis entre ellas.
-¡Bien! - insisto-, pro no negarás que preferirías hacer lo dicho.
-¡En absoluto! -replica con firmeza, aunque a continuación sugiere insinuante:- ¡Cosa distinta sería me lo hiciese Paquita!
Atendiendo a tan claro requerimiento, conduzco suavemente el coche al arcén. Abro la puerta del lado de Paquita, y le pido:
-Pasa detrás y complace a tu amiga, ¡haber si con tus caricias logramos sonsacarle como fue desvirgada!
La azafata ríe con ganas, tal vez alborozada por acudir a su vera la amiga del alma. Cuando las veo juntas, sentadas, vuelvo a la ruta.
El retrovisor descubre que la francesa, como siempre, es la que no para de trastear a la amiga: magrea y besa como puede hacerlo un hombre y dominante le extrae las prendas que puedan dificultar sus procaces incursiones.
-¡Paquita, admito el sacrificio de que me abandones, pero lo hago para que instigues a la remisa a confiarnos sus primicias, no para que como una neófita colegial te dejes magrear y seducir por esa impúdica viciosa!
Alegre y desenfada Cristal condesciende:
-¡Bueno, hombre, ya que tienes tantas ganas, lo contaré, pero Paquita debe seguir deleitándome con sus caricias como ahora lo hace!
-¡Ya sabes lo que te toca! -animo a la citada.- ¡Haber si te esmeras!
-¡De acuerdo! -ésta condesciende, mientras su imagen desaparece misteriosamente del espejo retrovisor.
Sin duda, aguijoneada por el trato que recibe, la cuitada se decide por fin a confiarnos su avatar amoroso. Empieza la narración como si se tratase de contar un cuento.
(Continuará)