Orgías indígenas en la pampa y estatuas impúdicas del Jardín Botánico (1870/1988) Quien crea que las fiestas negras, en las cuales circula el alcohol a raudales y se da rienda suelta a los más “bajos” instintos sin mesura ni pudor alguno (llámense juergas, bacanales, aquelarres, festicholas, borrascas, quilombos o saturnalias), son patrimonio exclusivo de la moralmente endeble Civilización occidental, está muy equivocado. Si bien hay que reconocerle al Imperio Romano un merecido liderazgo en la consumación de farras y orgías memorables (junto a la curia eclesiástica y a los nobles cortesanos del Renacimiento y, más cerca en el tiempo, a los libidinosos jerarcas del ex-régimen soviético), no se piense que la afición a las francachelas nocturnas y el deschave sexual en grupo constituyen una tradición exclusiva del hombre blanco europeo (y de la mujer, obviamente); de ningún modo. Veamos, por caso, el descriptivo relato que nos acerca don Lucio V. Mansilla en su inolvidable libro sobre vida y costumbres de los indios ranqueles, aguerrida tribu de cobrizos infieles de origen araucano que, durante el siglo XIX, asoló con sus aterradores malones los pagos del Río Cuarto, La Carlota, San Luis y La Pampa. En el año 1869, Mansilla fue nombrado Comandante de Fronteras, “premio consuelo” que le otorgaron en compensación por el ministerio al cual aspiraba, que le correspondía -según él- como una merecida retribución por haber impulsado con éxito la candidatura presidencial de Domingo Faustino Sarmiento. En el ejercicio de esta función de menor jerarquía escalafonaria, el Gobierno Nacional le encomendó la misión de conseguir la firma de un tratado de paz con los principales caciques indios (Ramón, Baigorrita y Mariano Rosas), de modo de pacificar la región más castigada con las incursiones indígenas. Había pocas probabilidades de obtener un resultado positivo en la tarea, habida cuenta de que los pueblos aborígenes estaban en pie de guerra y parecía difícil –como pudo verificarse- que depusieran las hostilidades que ocasionaban estragos continuados en una amplia zona del centro del país. No obstante ello, el cometido oficial le permitió a Mansilla conocer de cerca la idiosincrasia de los salvajes, confraternizando con ellos, incursionando por las tolderías y registrando sus hábitos y comportamientos. Así fue como pudo presenciar algunos eventos curiosos y desopilantes, como el que describe en su libro y que copiamos a continuación: “Soliloquiando así iba yo, cuando un murmullo humano, parecido a un gruñido de perros, llamó mi atención. Me detuve, estaba a dos pasos de la toldería del cacique Virrarreal; puse el oído; oí hablar confusamente en araucano, miré en esa dirección y vi el espectáculo más repugnante.” “Un candil de grasa de potro, hecho en un hoyo, ardía en el suelo; un tufo rojizo era toda la luz que despedía. Bajo la enramada del toldo, la chusma viciosa y corrompida saboreaba con irritante desenfreno los restos aguardentosos de una saturnal que había empezado al amanecer.” “Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos estaban mezclados y revueltos unos con otros; desgreñados los cerdudos cabellos, rotas las sucias camisas, sueltos los grasientos pilquenes; medio vestidos los unos, desnudos los otros, sin pudor las hembras, sin vergüenza los machos, echando blanca babaza éstos, vomitando aquéllas; sucias y pintadas las caras, chispeantes de lubricidad los ojos de los que aún no habían perdido el conocimiento, lánguida la mirada de los que el mareo iba postrando ya; hediendo, gruñendo, vociferando, maldiciendo, riendo, llorando, acostados unos sobre otros, despachurrados, encogidos, estirados, parecían un grupo de reptiles asquerosos.” “Sentí humillación y horror viendo a la humanidad en aquel estado.” Del relato precedente, ilustrativo como el que más, no queda claro si la indignación que expresa el Dr. Mansilla, ante el espectáculo orgiástico protagonizado por la indiada, es fruto de sus firmes convicciones morales cristianas o si, por el contrario, se trata de la lógica frustración que le embarga por haber llegado demasiado tarde a la fiesta. Porque, es evidente que se tomó su tiempo para observar detenidamente el cuadro humano que tanta repugnancia dice haberle causado. De todas maneras, tal párrafo, que reprueba las actitudes tribales procaces, es una excepción dentro de un libro que, por el contrario, abunda en testimonios que propenden a reivindicar al indígena, cuya humanidad era cuestionada en una época de fuerte discriminación étnica. Sea cual fuere la razón de la censura, hay que reconocer que la descripción del inefable Mansilla es impecable. Al respecto, permítaseme una digresión al margen: ¿qué me dicen de la maña que se daban los aborígenes, en medio de la intemperie del desierto pampeano, para conseguir con grasa de potro el sugerente efecto de luces psicodélicas? Más de cien años después de registrada esta anécdota aborigen y campera, en la cosmopolita y, supuestamente desprejuiciada ciudad de Buenos Aires, se tomó conocimiento de un suceso insólito que guarda cierto parentesco con la narración que Lucio V. Mansilla plasmó en su libro “Una excursión a los indios ranqueles”, publicado en 1870. En efecto, a mediados de la década de 1980, en un depósito municipal semi-abandonado, fue encontrada una enorme escultura del artista italiano Ernesto Biondi, titulada "Saturnalia"; obra donada al municipio porteño con motivo del Centenario de la Revolución de Mayo. Durante décadas y, por presumibles razones de decencia y recato, la monumental composición de bronce cuyo original se encuentra en la Galería de Arte Moderno de Roma, no había sido exhibida en ningún paseo público de la ciudad; tampoco se habían difundido fotografías de la misma; incluso, fue ocultada durante la última dictadura militar. Por lo tanto, casi nadie la había visto con anterioridad ni sabía de su existencia. Es que Saturnalia, como su nombre lo indica, representa la fiesta pagana dedicada a Saturno (dios de las sementeras), y consiste en un imponente conjunto que muestra a un grupo de diez romanos y romanas, luciendo típica vestimenta de la época imperial, saliendo de una lujuriosa bacanal, mutuamente abrazados, totalmente borrachos y exultantes de felicidad. Los hombres se van desplomando en la calle, de un modo por demás indecoroso, a pesar de los grotescos e inútiles esfuerzos que realizan sus compañeras por mantenerlos erguidos. Las mujeres, por su parte, hacen mohines obscenos y muestran las tetas mientras enfilan, alegres y desafiantes, hacia ninguna parte. Unos y otros cantan, gesticulan, gritan o ríen (así lo trasuntan las figuras, no obstante la fría rigidez del oscuro metal); mientras tanto, un mancebo, desconcertado pero divertido, observa la euforia de sus acompañantes adultos. En un extremo de este vívido contingente de antiguos parranderos delirantes –el cual parece abalanzarse sobre el sorprendido espectador- se ubica un gordo de túnica clásica, ebrio como una cuba, que yace despanzurrado e inconsciente en el suelo. Si viaja a Buenos Aires -o bien vive en la ciudad- y no padece prejuicios decimonónicos (como Mansilla frente a aquellos indios desaforados), no deje de visitar esta maravilla del arte escultórico de principios del siglo XX. La obra está emplazada en el Jardín Botánico del barrio de Palermo y la mayoría de los porteños todavía no la conoce. ******* GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la investigación histórica fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía consultada: · Hernández, José: "Prosas y oratoria parlamentaria"; Ed. Biblioteca, Rosario, 1974. · Lojo, María Rosa: “Una nueva excursión a los indios ranqueles”; CONICET · Mansilla, Lucio V.: "Una excursión a los indios ranqueles” (tomos I y II); CEDAL, Bs.As., 1967 · Testimonios fotográficos del grupo escultórico Saturnalia: · Borges, Orly / Photo Gallerie (1999) · Crotti, Marcelo y Rueda, Mariano / Diseño gráfico Ed. Cliche · Demarchi, Gustavo E. (1990) · Revista First, N° 59; Bs.As., 1991