Todos estamos acostumbrados al nombre de Margarita. En un hombre quizá les suene raro. A mi también me lo pareció cuando lo conocí. Supuse que era un apodo, pero no, era su verdadero nombre: Margarito Prado Verde. Ridículo ¿verdad? Pues esos eran su nombre y apellidos. Toda una sorpresa.
Si hablamos de sorpresas, hay un lugar, al suroeste de La Pampa, donde nace allí, y sólo allí, una flor amarilla, muy delicada, muy hermosa. En la región del Parque Nacional Lihuel Calel, todas las primaveras, nace la “margarita pampeana”. El único lugar en el mundo donde existe es ahí. A doscientos kilómetros, aproximadamente, de la capital de la Provincia de La Pampa, en el medio de las “Sierras de la Vida”, entre rocas, allí vive.
Naturalmente, apellidos y nombre de Margarito dan opción a muchos chascarrillos. Es en el Prado Verde donde florecen las margaritas ¿Quién no conoce a Margarita de Parma, o a Margarita Gautier o a la famosa Margarita de tequila… bastante etílica que, si en demasía, es causante de morosas poluciones masculinas?
Pero ¿alguien ha visto jamás crecer un Margarito? Ustedes no, pero yo, si. Esa ventaja les llevo, y no es poca. Ustedes, como yo, saben que la diferenciación sexual es la expresión fenotípica de un conjunto de factores genéticos que determinan que el individuo sea capaz de producir uno u otro tipo de células sexuales. Los individuos machos o de sexo masculino, que no se hayan metido en el armario, son los productores de espermatozoides, los individuos hembras o de sexo femenino, que no se hayan enredado en un entredós, son los productores de óvulos y los individuos hermafroditas son capaces de producir los dos tipos de gametos. Pero bueno, dejémonos de botánica.
¿Y a qué viene todo este proemio, se preguntarán? Pues viene a dejar constancia de que, desde el principio, es mi mayor deseo dejar las cosas muy claras; no vaya a ser el caso de que confundan ustedes el culo con las témporas. Margarito no entró jamás en un armario y, por lo tanto, mal pudo, pese a lo florido de su nombre, salir de él. Era una planta macho, productor de espermatozoides, como dejó demostrado dos años después de casado haciendo de padre del hijo de su mujer, Rosario.
Conocí a Rosario pocos meses antes de casarse con Margarito, cuando él me la presentó como su prometida. Pero enseguida supe que ya se la había follado. Lo supe porque el andaba en busca de información sobre la forma de metérsela más profundamente a Rosario. Yo le aconsejé la “tijera” y parece que quedó bastante satisfecho porque unos meses después de obtenida la información, se casaba. Él tuvo siempre conmigo mucha confianza y yo con él, bastante, pero no tanta. Rosario, era una mujer de facciones agradables y hasta me atrevería a decir que, de cintura para arriba, atractiva y hasta guapa con una tetas impresionantes. De cintura para abajo, la cosa cambiaba: Era igualita que Miguel Indurain Larraya.
Para algún hispano despistado que no sepa quien es Miguel Indurain Larraya, nacido en Villaba (Navarra) le aclararé que fue el único ciclista hispano, que ganó cinco veces consecutivas el Tour e Francia, la Vuelta Ciclista más importante de la Tierra y también el Campeonato del Mundo de ciclismo entre otros muchos títulos. En fin, que era algo así como Fernando Alonso en F1, pero con bicicleta.
Rosario no es tan alta como Miguel, éste mide un metro noventa y Rosario un metro setenta y cinco; no tenía los músculos de Miguel o sea, prácticamente de cintura para abajo, era como una ciclista pero sin bicicleta y no porque no hubiera circulado con ella, no. Más de dos mil kilómetros habrá hecho Rosario repartiendo butifarras y chorizos antes de casarse. Se ve que sus padres eran los carniceros del pueblo y mataban cerdos a porrillo, porque esa es otra: él era de ciudad y en ella tuvo una novia que le puso los cuernos cuando estaban a de casarse.
El disgusto que tuvo fue tremendo. En vista de lo cual permaneció soltero casi hasta los treinta años y asegurando al que quisiera oírlo que se casaría cuando las mujeres comieran paja. Yo nunca logré averiguar a qué clase de paja se refería.
Cuando decidió casarse, como las de la ciudad no le merecían confianza, subió a su coche y condujo doscientos kilómetros y pico hasta el último pueblo de la provincia que estaba en fiestas. Allí conoció a Rosario que tenía una trenza que le llegaba a la cintura y una bicicleta amarrada a un árbol con una cuerda. Cuando los mozos del pueblo se enteraron que Rosario tenía un novio capitalino, corrieron a explicarle a Margarito que ella ya había tenido un novio, un tal Práxedes, aunque también le explicaron que ya no lo tenía porque el novio la cambió por una motocicleta que le había prometido la futura suegra si la dejaba… y la dejó.
Pero como estaban en fiestas Margarito dedujo que todos aquellos comentarios eran chismes de envidiosos pueblerinos que demostraban que no tenían ni zorra idea de que montado en una moto se corre más que montado en una mujer. Y, además, una joven guapa que tenía una trenza tan larga y una bicicleta, era lógico que despertara envidias y él sabía muy bien, porque lo había leído en un libro, que el primer pecado capital de los españoles es la envidia. Por lo tanto, no hizo caso y se buscó un empleo en el pueblo para no separase ya de la trenza, ni de la bicicleta, ni de Rosario.
Cuando él le preguntó a la novia si era virgen, ella le dijo que sí. No conforme con aquel escueto sí, volvió a preguntárselo unos días después y ella le dio la misma respuesta. Cuando se lo preguntó por tercera vez ella le dijo que si no la creía que podían ir al médico para que se lo certificara. Margarito de buena gana hubiera aceptado la propuesta, pero imaginó que él médico tendría que pagarlo él y el sueldo que ganaba en el pueblo no le permitía grandes derroches. Pero el hecho de que ella le propusiera el médico como forma de averiguar si era o no virgen ya demostraba la verdad de sus respuestas y la buena voluntad de la muchacha.
Yo nunca entendí porque Rosario forzosamente tenía que ser virgen pero, claro, cada uno tiene sus ideas; yo no quise darle consejos ni él me los pidió. Pero sí supe que, en las fiestas de un pueblo cercano, debajo de una higuera a la salida del pueblo, Rosario se levantó la faldilla y le dejó meter el zapato hasta el tacón, recomendándole que se pusiera los cordones para más seguridad. La muchacha no se fiaba poco ni mucho de la habilidad de Margarito con el “coitus interruptus”.
A consecuencia de tal permisividad por parte de la novia, aquella noche descubrió que tenía los calzoncillos manchados de sangre y se preguntaba como era eso posible si no se había quitado los pantalones ni los tenía manchados. A mi también me pareció extraño cuando me lo explicó pero indudablemente eso demostraba – le dije muy serio, procurando no reírme – que ella era virgen. No estaba el hombre muy convencido, primero porque no le había costado ningún trabajo meterle el zapato; segundo, no había oído ruido de rotura de ninguna membrana y tercero porque quizá ella, para engañarlo, había escogido un día en el que tenía la regla.
Con toda sinceridad debo deciros que nunca entendí aquella manía de la virginidad, y menos entendí como fue posible que Margarito se casara con Rosario teniendo tantas dudas sobre la imprescindible virginidad de la muchacha. Pues sí, señor, cuando menos me lo esperaba me anunció la boda y fue tan rápido que en menos de un mes ya estaba casado. La boda se celebró en el pueblo y asistimos los pocos amigos de Margarito, su familia, la familia de la novia y las amigas de Rosario, con una de las cuales, ya casada con un pescador que aquella noche estaba a la sardina con farola, pude yo también celebrar la luna de miel. A decir verdad, la Chiruca, que así se llama la esposa del pescador de sardinas, tenía unas ganas tan locas de follar que me dejó más seco que los campos de Castilla.
Margarito se dio cuenta de que se había casado con una zorra el mismo día que se casó, pero por la noche, porque fue aquella noche que ella dejó una gotita de sangre en las sábanas. Algo así como si se hubiera pinchado en un dedo con una aguja, porque eso fue lo que vio Margarito
a través del espejo del baño. No le dijo nada a ella cuando le enseñó la mancha pero no era tan tonto como para imaginar que Rosario tenía dos virgos, uno grande y otro pequeño. Lo que lo cabreó sobremanera aquella noche, según me explicó luego, fue el hueso púbico de Rosario que era tan grande y tan duro como el Castillo del Morro de La Habana, con el que chocaba a cada envite haciéndose daño en el suyo.
Quien acabó de convencerlo que era una zorra fue una querindanga que tenía su hermano pequeño en el pueblo. Un mes después de casado estaban tomando cerveza una noche en una de las terrazas de un café cuando ella, comentó dirigiéndose a Margarito que encendía un cigarrillo:
--¿De modo que, después de tantos años, has saltado de la sartén para caer en las brasas?
Hizo como que no oía y al levantar la mirada encontró a su hermano haciéndole señas a la querida y cuando él le preguntó que había dicho de las brasas, ella le respondió que tuviera cuidado con la brasa del cigarrillo. Se dio por conforme, pero a mi me explicó que había sentido más amargura por la poca sensatez de su hermano, que por el comentario de la querida. Al fin y al cabo si se había vuelto a equivocar después de tantos años, ya no valía la pena divorciarse, le hubiera costado un pico y no tenía ganas de empeñarse hasta las cejas para varios años. Llegó a la conclusión de que había nacido predestinado para ser un carnudo.
Aquí debo hacer un inciso de fecha actual porque, cuando escribí este relato ya habían pasado dos lustros de los hechos, hechos que ocurrieron cuando yo era un joven estudiante en la Facultad de Náutica. Quiero dejar bien claro que quizá mi relato no sigue un orden cronológico estricto como debería seguir, pero me resultaría más enojoso rectificar lo que escribí que dejarlo como está. Estoy seguro que ustedes, con su inteligente manera de leer, podrán componer el puzzle en su totalidad para comprender la historia de Margarito y Rosario. No creo que vayan a dudar de ella.
A ninguno de ustedes se le ocurriría dudar de la existencia del Cid Campeador, de su esposa Doña Jimena ni de sus hijas, porque hasta Chartlon Heston interpretó en el cine a Rodrigo Díaz de Vivar y Sofía Loren a Doña Jimena y no creo que ustedes duden de Heston ni de la Loren porque aún están vivos; tampoco dudarán de que los Infantes de la Cerda se comportaron como gorrinos al follarse a las hijas del Cid en un bosque para vengarse de él, dejándolas desnudas y amarradas a un árbol.
No es pequeña faena para aquellos tiempos de armaduras de hierro quitarse toda la hojalata de encima en medio de un bosque para follarse a dos Infantas que, como muchas veces me ha preguntado Margarito, ni siquiera sabían si eran vírgenes o ya las habían follado o se habían dejado follar, que esa es otra. Pero bueno, sea como sea, lo que yo les estoy narrando es tan verídico como lo del Cid Campeador. Sigamos pues con la historia de Rosario y Margarito y hablemos algo de sus tres hermanos.
El mayor, Petunio, ya estaba casado con una muchacha de la ciudad y era bastante feliz porque era viajante y discutía poco con la mujer. Margarito era el segundo, y el tercero, Gardenio, era el guapo de la familia. Quizá extrañe un poco que los tres tuvieran nombres tan singulares pero la explicación es muy sencilla: Su padre era floricultor.
Pocos meses después de casados me invitó Margarito a una comida en su casa a la que asistía toda la familia. En total nos reunimos ocho o nueve personas. Mientras las mujeres estaban en la cocina acabando de preparar el almuerzo y sin saber qué hacer, quise distraerme mirando desde el balcón de la habitación delantera la panorámica del pueblo y del entorno que era bastante agradable. Me dirigí por el pasillo hacia la parte delantera de la casa. Al doblar la esquina del pasillo frené en seco. Rosario, ante la puerta de la habitación que yo buscaba tuvo un sobresalto descomunal y dejó caer la faldilla que tenía cogida con cuatro dedos, dos por cada mano, y levantada hasta medio muslo. ¡¡Madre mía qué piernas más flacas y torcidas y que muslos de pollo más deprimentes!! Pasó por mi lado sin mirarme como una exhalación dirigiéndose a la cocina. Fue entonces cuando me caí del guindo.
Indudablemente, Rosario le estaba enseñando aquellas mierdas de piernas y muslos a alguien y al entrar en la habitación me encuentro a Gardenio muy repantigado en un sofá. Y de inmediato pensé: ¡¡Pues vaya, amigo, si te estás tirando a tu cuñada tienes un estómago de rumiante! Porque hace falta tener mal gusto para mirar sin arcadas semejantes piernas y muslos. Pero dije sonriendo: ¡Hola!... él respondió lo mismo ofreciéndome un cigarrillo que me fumé en el balcón mirando el panorama mientras pensaba en la cornamenta de mi pobre amigo Margarito el del virgo imprescindible. Que conste que yo no soy mojigato en absoluto pero, joder, la esposa de un hermano es para mí una mujer intocable, aunque fuera tan bonita como la Nikole Kidman y estuviera tan bien hecha como la Venus de Milo.
Continuará…