LA INFIEL Y EL MAL AMIGO
Relato No. 5
Julio César Bete
En los primeros años de la década de los sesenta, era el jefe de un laboratorio de Ingeniería. Invité a dos de mis empleados a almorzar ese sábado 31 de Enero (mi cumple años). A César (14 años). Hoy es Pastor de una Iglesia y dueño de una empresa de Publicidad. Y a Roberto (Tío de César) (Nombres verdaderos)
Almorzamos en un restaurante chino, que estaba muy de moda en ese tiempo y después de almorzar César dijo que tenía que ir a un seminario de fin de semana y que tenía que irse.
Con Roberto previo al almuerzo nos tomamos dos cervezas y al irse César seguimos tomando cerveza. Roberto me comentó que él no estaba acostumbrado a tomar y no creo que se haya tomado seis cervezas, pero lo cierto es que fui al baño y cuando regresé Roberto estaba dormido sobre la mesa.
Lo sacudí. Roberto, Roberto. Fue imposible despertarlo. Felizmente, era un poco delgado, porque tuve que cargarlo hasta el vehículo que estaba estacionado como a media cuadra. Observé que en la bolsa de la camisa tenía el dinero que pocas horas antes le había pagado (era fin de mes), se lo saqué y guardé en una de mis bolsas.
Yo tenía una ligera idea donde vivía Roberto y hacia allá me dirigí. Pregunté a un vecino y me señaló la casa. Acerqué mi carro lo más que pude al portón, lo abrí y me eché al hombro a Roberto.
Roberto vivía en el segundo nivel y tuve que hacer un esfuerzo sobre humano, para subir con él aquella grada tan empinada. Era seguido por una mujer (la esposa) que desde que entré no paraba de maldecir. ¡Resulta que ahora es un maldito borracho! ¡Que éste borracho aquí! ¡Que éste borracho allá!
¡Debe haber gastado el dinero en bebida y hoy debemos pagar muchas cosas! ¡Y todo por andar con amigotes!
Pude apreciar que la sala era muy pequeña y separada de lo que servía de dormitorio por un biombo, cuya tela tenía pegado papel periódico y cubiertas de revistas. En lo que supuestamente era el dormitorio solamente había una pequeña cama plegable. Acueste ese borracho allí me dijo. Aquella mujer no paraba de maldecir al marido. Entre otras linduras dijo que si ella hubiera sabido que Roberto era un borracho, jamás se hubiera casado con él.
Señora. Dije con voz muy autoritaria. Roberto no es ningún borracho, sucede que posiblemente sea la primera vez que bebe y como no lo acostumbra se emborrachó. En todo caso yo tengo la culpa. Hoy es mi cumple años y lo invité a que lo celebráramos. El no ha gastado un centavo y metiendo mi mano a la bolsa, saqué el dinero. Se lo entregué y le dije. Aquí está el salario completito, yo soy el jefe de él.
El semblante de aquella mujer cambió como por arte de magia. Toda apenada me dijo discúlpeme por favor. Siéntese, siéntese. Repetía las palabras y muchas veces me pidió que la disculpara. Ella se sentó en el sofá y yo en un sillón como a metro y medio enfrente de ella. ¡¡Hay Dios mío!! ¡¡Que vergüenza!!
Una vez que nos sentamos pude apreciar la hermosura de aquella mujer. Piel blanca, cabello liso color castaño claro, un poquito pasadita de libras, pero dicho sea de paso; muy bien distribuidas. Vestía lo que estaba de moda aquellos años. Un “chemisse”. Era una especie de bata ancha que le llegaba un poquito arriba de las rodillas. Por mucho que ella juntara sus rodillas, lo bien torneadas de sus piernas permitían ver la seda blanca reluciente de sus bragas allá en el fondo.
Haber cargado al esposo media cuadra hasta el vehículo y luego subir con él las gradas, imagino que mi cansancio era evidente.
¡Dios mío! ¡Que vergüenza! Repetía. ¡Y no tengo nada que ofrecerle!
Le pregunté si había una pulpería cerca y me dijo que si, había una muy cerca. Hágame un favor le dije. Cómpreme una cerveza, un paquete de cigarrillos y traiga algún refresco para usted y le di el dinero para las compras. Ella salió y observé que al fondo había una mesa y sobre ella una pequeña estufa de gas de dos hornillas. En realidad, era un cuartucho de madera de cuatro por cuatro metros que servía de sala, dormitorio, comedor y cocina. Los fuertes ronquidos de Roberto retumbaban en todo el cuarto.
No pasó más de cinco minutos cuando oí la mujer subiendo las gradas. Entró, se dirigió a la mesa, allí ella destapó su refresco y me trajo un destapador, la cerveza, un vaso y los cigarrillos. Cogí todo y le devolví el vaso diciéndole que me gustaba más beber la cerveza en la botella. Ella comenzó a tomarse el refresco. Se sentó en el sofá con las piernas abiertas que le miré hasta los intestinos.
Como todo un caballero bajé la mirada y me entretuve destapando la botella de cerveza, dándole tiempo a que se acomodara bien en el sofá, porque en ese momento creí que había sido un descuido de ella. Cuando me empiné la botella disimuladamente la miré que se inclinó, para verse ella misma y saber como era el paisaje que yo tenía ante mis ojos.
Ingenuamente, todavía creí que al comprobar que le estaba viendo hasta los intestinos, se iba a sentar correctamente; decidí darle mas tiempo abriendo el paquete de cigarrillos y me tomé todo el tiempo del mundo para encender uno.
Mientras encendía el cigarrillo, de reojo vi que abría mas las piernas y con los codos se subía la amplia falda casi toda hacia atrás. La primera bocanada de humo la eché girando mi cabeza hacia la derecha y nuevamente me empiné la botella de cerveza. Y entonces sí. La quedé viendo fijamente a los ojos y en ese momento se sentó en el borde del sofá con las piernas bien abiertas, y con la falda casi a la cintura.
No me dijo absolutamente nada. Sus ojos me estaban gritando casi suplicantes, que me acercara.
Yo estaba a mil, con el pene bien erecto, metí el cigarrillo que acababa de encender dentro de la botella de cerveza, que acomodé en el piso. Y me puse de pié. Les juro que toda mi intención en ese momento era acercarme a ella y darle una buena manoseada y ya.
¡Que diablos!
Era tanta mi calentura que cuando llegué al lado de ella, con los codos casi boto el biombo y por quererlo detener con el pié le di a la botella de cerveza e hice mas ruido que un avión jet despegando de la pista. No haga tanto ruido me dijo al oído y en ese momento ya tenía el calzón en la mano. Yo no me di cuenta en que momento se lo quitó. Ni corto ni perezoso me dispuse a atacar.
Cuando ya la había penetrado, los ronquidos me recordaron que el esposo estaba a menos de veinte centímetros de mis orejas, volví la cabeza y su cara estaba muy, pero muy cerca de la mía. Noté que tenía una línea blanca como espuma en los labios. El respaldar del sofá era bajo y éste rozaba con el biombo que se movía con nuestros movimientos; eso unido a que Roberto casi respiraba en mi cara, me incomodó. Le dije que nos acostáramos en el piso y así lo hicimos.
Debajo del sofá estaban unos cojines, que sirvieron de maravilla. La acomodé boca arriba y puse uno de ellos bajo sus nalgas, para que éstas quedaran más levantadas y puse un cojín en cada rodilla mía. Un rato después las rodillas de ella estaban en los cojines y yo de pié la tenía bien agarrada de sus redondas y rosadas nalgas.
Ya más relajado, a medida que desaparecía mi nerviosismo, íbamos haciendo de todo en el piso. Fueron dos horas en las que no sabría decir cual de las dos personas estaba más hambrienta de sexo; si ella o yo. Lo que si puedo asegurar es que ella lo disfrutó mucho y para que negarlo, yo también. En el momento que me ajustaba y colocaba la faja en el pantalón, sucedió algo que casi me paraliza el corazón. Roberto dio un profundo suspiro, se estiró y con sus pies casi bota el biombo, se dio vuelta y siguió roncando.
Eso sirvió para que yo saliera del aquel cuartucho casi volando, sin despedida de beso, ni abrazo, ni nada. Signo de que el efecto embriagante de las cervezas ya ratos había pasado.
Lo comprobé por la goma moral. Ya para llegar a mi apartamento casi me rompo la mano en el timón del carro, por el fuerte puñetazo que di. Me sentía muy mal por lo que le había hecho a uno de mis mejores empleados y amigo.
El día lunes, a las diez de la mañana estábamos con Roberto haciendo un trabajo, cuando sonó el teléfono en la oficina. Contesté y oí: “Amor necesito verlo, estoy llamando desde el teléfono público que está en el parque enfrente de la casa de la cultura. Ardo en deseos de tenerlo en mis brazos y comérmelo a besos”.
Le dije: “Yo también quiero verla, en diez minutos llego allí, espéreme”
Efectivamente, diez minutos después me estaba bajando del carro y me dirigí a ella que estaba sentada en una de las bancas del parque. Quiso abrazarme y besarme. Con un ademán la detuve en seco y le dije: Señora esto no puede ser y por ningún punto debe continuar. Lo que pasó no debió haber sucedido nunca. Así que olvidémoslo. Y es más, quiero me haga el favor de no volver a llamar nunca más al teléfono de la oficina, mucho menos al de mi casa. Ella se quedó petrificada solo viéndome.
Di la vuelta, me subí al vehículo y me fui a mi apartamento, no regresé ese día a la oficina, me sentía mal. En mi vida no recuerdo, haber sido tan grosero y tan ruin con ninguna mujer. En mis oídos resonaba el consejo que me dio un día mi padre “No hieras nunca, a ninguna mujer, ni con el pétalo de una rosa”
Pero mi actitud valió la pena, nunca me llamó. Y tuvo sus frutos. Hace como quince años encontré al matrimonio elegantemente vestidos en un supermercado me presentaron a la hija (muy bonita), que ese año se estaba graduando de maestra de primaria. Me dijeron que el hijo mayor estaba en primer año de Ingeniería. Parece que les había ido muy bien en la vida, porque habían comprado casa en una buena colonia de la capital.
La esposa de Roberto parecía que con el paso de los años, se ponía más hermosa. Pero en la vida he aprendido que “Agua que no he de beber; la dejo correr”
Me informaron que Roberto hace como tres años murió