Elvira y Alina eran cuñadas desde hacía más de veinticinco años y, a pesar de vivir en la misma propiedad pero en departamentos separados, una en la planta baja y la otra en la alta, no habían tenido otra relación familiar que la de los encuentros fortuitos en el hall común o las de los cumpleaños y las tradicionales fiestas de fin de año.
No era que se llevaran mal o cosa parecida, sino que por sus relaciones anteriores al casamiento con el hermano de Alina, Elvira frecuentaba otros barrios y ambientes y eso, sumado a su trabajo como maestra, no había dado ocasión a otra cosa que un amistoso trato como cuñadas y nada más.
Sin embargo tenían afinidades que fueron descubriendo con los años, como sus gustos por la literatura, la música selecta, el buen cine y el teatro. También, el hecho de que sus maridos fallecieran tempranamente y con pocos meses de diferencia, acentuó esas semejanzas y desde sus papeles de viudas, ya mayores y con hijos grandes que las hicieran abuelas antes de cumplir los cuarenta y cinco, transformaron en cotidianas las conversaciones en el hall o las informales reuniones eventuales a que las obligaban el mantenimiento de la propiedad o el realizar trámites legales.
Tampoco era que la amistad se convirtiera en íntima pero sus soledades las acercaron, especialmente porque las hijas de Elvira se fueron a vivir a España y cualquier novedad de ellas era compartida por madre y tía. A pesar de esa nueva confianza entre ellas, Alina jamás se animó a hacer referencia a posibles ”encuentros” amorosos en esa libertad que otorga la soledad absoluta de la viudez, pero como Elvira tampoco dejó deslizar la menor referencia en ese sentido, presupuso que, como ella, aguantaba estoicamente el llamado natural y primitivo de sus instintos sexuales, especialmente porque con su marido no habían sido un ejemplo acerca de las limitaciones que la sociedad admite debe imperar en un matrimonio y, muy por el contrario, estas habían sido transgredidas bastante más allá de la vergüenza.
Por su parte, y por su formación católica, Elvira sí había marcado limitaciones a su marido, reduciendo las exigencias de aquel a poco más de los infaltables e inaugurales sexos orales de cualquier pareja y la práctica de las tres posiciones básica pero no accediendo en lo absoluto a pedidos de cosas extrañas y mucho menos a esa sodomía en la que él insistía a pesar de que ella la considerara una perversidad.
Claro que el transcurrir de los años había puesto en su mente la curiosidad por conocer ciertas cosas, pero como a ella se le ocurría que era malsana y que después de defender tan enfáticamente su virtud no podía rebajarse a pedirle a su marido que le hiciera aquello por lo que él rogara tanto, se conformó y junto con el crecimiento de los hijos y los problemas derivados de ello, se entregó al tedio que por distintas razones invade a las parejas.
La viudez y la repentina revelación de esos secretos o circunstancias oscuras que vive toda familia, le sirvieron para conocer que su marido desfogaba sus ímpetus varoniles casi con cualquier muchacha que se le pusiera al alcance y que en los últimos años, ya más calmado, había hecho de su secretaria una amante todo terreno.
Lastimada y herida en su orgullo, se hundió en una especie de apesadumbrada melancolía que con el transcurrir del tiempo se transformó en tensa calma, ya que tras su exterior medido y cortés, escondía la mujer a quien su revoltijo hormonal despertaba transpirada por las noches y que, retrotrayéndose a su adolescencia, complacía manualmente esa histeria sexual.
Con el transcurrir del tiempo y sabiendo que ya no debería rendir cuenta a nadie de sus actos, picada por la curiosidad de conocer algo de lo que siempre rechazara por su vulgaridad pero que verdaderamente desconocía, se suscribió a los canales condicionados del cable y ahí se abrió para ella un nuevo mundo, tan fascinante como frustrante.
Sorprendida por su profunda ignorancia sexual y ya libre de los prejuicios juveniles, pasaba horas contemplando los hermosos cuerpos de las mujeres tanto como los fabulosos físicos de los hombres y sus portentosos miembros que le hicieron comprender la mezquindad del de su marido.
La visión de aquellos espectáculos enfebrecía su mente y paulatinamente, con la vista clavada en los distintos acoples y reemplazando mentalmente a su esposo, fue complementándola con gozosas masturbaciones que le proporcionaron orgasmos tan satisfactorios como no consiguiera antes.
Ya el erotismo comenzaba a obsesionarla y, aunque mantuviera sus costumbres y conversaciones circunspectas para con los demás, no veía la hora de, en cualquier momento del día, encender el televisor y envuelta en los ayes y bramidos de los protagonistas, masturbarse casi hasta la agresión física a su sexo.
También la fascinó la publicidad de objetos y productos de los que desconocía hasta su existencia, desde los geles retardadores o aceleradores de orgasmos hasta los gigantescos consoladores provistos o no de arnés, pasando por los rosarios y vibradores vaginales. A la antes austera señora de su casa, se le hacía agua la boca imaginando que se experimentaría con su uso, hasta que un día se decidió y solicitó telefónicamente un modesto consolador que recibiría en caja cerrada y abonaría contra entrega.
Con ser el más sencillo, el falo de silicona superaba ampliamente todo volumen conocido y esa noche alcanzó tantos orgasmos como no imaginara poder hacerlo por sí misma. Sin problemas de tiempo o dinero, fue haciéndose adicta compradora de esos elementos, aun de algunos a los que no se atrevió a probar pero que la enloquecían por las perversidades que prometían.
Por su parte, Alina también pasaba por circunstancias similares pero ella no había tenido el comportamiento pacato de su cuñada y con su marido habían convertido a la vagina en el más eficiente probador de cuanto objeto pudiera penetrarla y ahora, ya sin su auxilio, recurría a los embutidos con que, protegidos con preservativos, su esposo solía prepararla en el juego previo de sus alocados acoples.
Eso no quería decir que viviera en el mejor de los mundos y ya cada vez con más frecuencia, el recurso de esos penes sustitutos parecía no alcanzarle y la obtención de unas eyaculaciones que en nada se parecían a los salvajes orgasmos de antaño, la dejaban agotada y frustrada.
Quiso la casualidad o el destino, que en la radio pasaran el anuncio de una reconocida obra teatral que se daría gratuitamente en un teatro próximo. Alina no disfrutaba yendo a ver un espectáculo sola y no teniendo a nadie más, invitó a su cuñada para que fueran juntas.
A Elvira le pasaba lo mismo y aunque prefería la rutina de sus fantásticas visiones y su consecuente final, se dijo que, aunque más no fuera para seguir con su representación, sería oportuno aceptar la invitación de Alina, quien en los últimos tiempos y para su desasosiego, solía ocupar en repentinos flashes, un lugar entre quienes su mente convocaba al momento de masturbarse.
Conversando de banalidades, caminaron las cinco cuadras que las separaban del teatro y ocuparon las únicas las butacas disponibles, en el rincón derecho de la última fila. Casi inmediatamente la trama y la actuación de los artistas las atrapó. Si bien la iluminación teatral no alcanza generalmente las últimas filas, ese último acto en particular era sumamente tétrico y oscuro y a los pocos minutos de comenzado, Alina sintió como su cuñada posaba una mano sobre su rodilla para ir despaciosamente ascendiendo por el interior del muslo cariñosamente.
La oscuridad era casi absoluta y al dar vuelta la cara, se enfrentó a los ojos suplicantes de su cuñada. Entendiendo la histérica angustia del mensaje, puesto que compartía las necesidades de esos cuatro años de viudez, farfulló un susurrado pedido no de enojo pero sí de piedad; viendo que ella no rechazaba el contacto, le pasó un brazo por sobre el hombro y acomodándose para estrecharla mejor, Elvira llevó la mano dentro del largo tapado para buscar la cintura elástica del pantalón y cuando Alina dejó escapar un suspiro de incontenible deseo al tiempo que separaba las piernas involuntariamente, los dedos transpusieron la débil resistencia de la bombacha hasta tomar contacto con la recortada alfombra del pubis.
Alina jamás había tenido ningún tipo de contacto con mujer alguna, aunque en las elucubraciones sexuales con su marido y siempre después de una buena minetta, este le decía que ella sería una magnífica “tortillera” por la forma en que disfrutaba del sexo oral. Ahora, los dedos de Elvira se encorvaban para que las cortas uñas rascaran delicadamente el vello hasta que hicieron contacto con el nacimiento de la raja y ella se sintió desmayar de placer al sentir como otros dedos que no eran los suyos acariciaban el capuchón del empequeñecido clítoris, introduciéndose entre los labios resecos de la vulva para tomar contacto con la pequeña cabeza del pene femenino.
Sujeta férreamente a los brazos de la butaca, apretaba la espalda contra el respaldo y sus piernas se separaron tanto como la falda del abrigo se lo permitía sin abrirse, sintiendo como los dedos iban más allá y con esa apertura, índice y mayor unidos se hundieron prepotentes en la vagina.
Elvira tampoco había tenido sexo con mujeres, pero la repetida observación de relaciones lésbicas con detallados primeros planos de los mínimos detalles, le había enseñado cómo contentar a otra mujer y habiéndolo ensayado en ella misma, introdujo los dedos a ese órgano que la larga abstinencia constriñera y buscando en la cara anterior la hinchazón del Punto G, fue estimulándola con las yemas hasta sentir en los dedos la humedad secretada por la excitación y entonces imprimió a los dedos un continuo rascar que hizo vibrar el cuerpo de su cuñada.
Para Alina se hacía casi imposible reprimir los ayes y gemidos que poblaban su pecho, pero también sabía que no podían protagonizar un escándalo público y, mordiéndose los labios mientras experimentaba en las entrañas la precoz anunciación de una eyaculación, bajó una de sus propias manos para colaborar con la que estaba ejecutando tan maravillosa tarea en la vagina, estimulando y ensañándose con el clítoris hasta sentir el escurrimiento de la satisfacción derramándose por la vagina para empapar los dedos de Elvira.
Por unos momentos más, los dedos siguieron gratificando los tejidos y cuando Alina musitó que ya estaba bien, su cuñada volvió a acomodarse en la butaca en tanto que ella se relajaba, reponiéndose lentamente del shock que significaba aquella acabada.
Inmersas en una tensa calma, aguardaron impacientes el final de la obra y tras los obligados aplausos, salieron rápidamente del teatro para abordar uno de los pocos taxis que esperaban el final de la función. La escasa distancia hacía casi inútil la necesidad del vehículo pero era tal la nerviosa angustia que las embargaba, que recorrieron el trayecto sin pronunciar palabra y luego de entrar al hall, en un tácito acuerdo, ni siquiera tuvieron en cuenta la escalera que conducía al departamento de Alina sino que enfilaron directamente hacia el de Elvira.
Fuera por los nervios o por la acelerada caminata desde la entrada, lo cierto era que las dos acezaban agitadas y desde el momento en que cerraron la puerta, Elvira se quitó el sacón para tomarla de la mano y conducirla hacia su dormitorio.
Encendiendo un velador que iluminaba tenuemente el cuarto y en tanto ella comenzó a sacarse la ropa, Elvira liberó la cama del acolchado y la sábana superior para luego sí, contemplando como su cuñada ya quedaba sólo con corpiño y bombacha, le demostró cuanto había especulado con ese encuentro, ya que bajo el fino suéter y el holgado pantalón estaba totalmente desnuda.
Diciéndole que subiera a la cama para esperarla arrodillada en el centro, tomó de un cajón de la cómoda lo que ella alcanzó a percibir como dos consoladores pero que Elvira se encargó de hacer desaparecer subrepticiamente debajo de una almohada.
Arrodillándose a su frente y en tanto le confesaba que no era lesbiana pero que su larga abstinencia le hacía alucinarse con cosas desconocidas hasta conducirla a la masturbación y que entre las imágenes que poblaban sus fantasías, aparecía recurrentemente la suya, por eso, en la desesperación del deseo reprimido, había aceptado su invitación ya con un propósito definido que se había concretado en esa masturbación furtiva pero que les abriría a las dos un posible camino a su satisfacción plena.
Gratamente halagada por haber ocupado un lugar en las fantasías sexuales de Elvira y estando convencida como aquella que no eran homosexuales pero sí que la práctica del sexo entre ellas aportaría una solución a sus dos soledades sin la necesidad de exponerse públicamente a la búsqueda de hombres, irguió el cuerpo para acercarlo al de su cuñada.
Ninguna de las dos conservaba la plenitud de otros tiempos, pero tampoco presentaban un físico depauperado; delgadas por naturaleza y afectas a la gimnasia yoga, mantenían las carnes firmes y las pieles suaves, una aceptable solidez en las nalgas, leves adiposidades en el vientre y, aunque reducidos en su volumen, los senos todavía exhibían una comba tentadora.
Imitándola, Elvira estiró una mano para posarla en su hombro y desde allí, se deslizó acariciante hacia el pecho. Estremecida por esa caricia inaugural de otra mujer, Alina hizo lo propio y con los ojos clavados en los de su cuñada diciéndose cosas que no podían expresar verbalmente, jadeando imperceptiblemente entre hondos suspiros, dejaron que las manos se movieran con instintiva libertad.
Inconscientemente cruzadas, hacían que las derechas juguetearan en las carnes mientras las izquierdas se deslizaban sobre hombros y nucas. Así, sin estorbarse, llevaron los dedos a recorrer curiosos las combas de los senos como tanteando su consistencia, para después, cautamente, acceder a la superficie de las aureolas, tan disímiles como sensitivas; en tanto que las de Elvira, desproporcionadamente grandes para pechos tan pequeños, eran chatas, de un subido tono amarronado y estaban cubiertas por diminutos quistes sebáceos, las de Alina casi eran inexistentes y lisas, sobresaliendo apenas un centímetro del pezón. Justamente, en lo que había una coincidencia total era en esto, ya que habiendo amamantado a tres hijos cada una cerca de dos años, los pezones eran largos, gruesos y exhibían en la punta una generosa abertura mamaria.
Aunque por distintos motivos, las dos habían disfrutado sexualmente de la lactancia, ya que los chupeteos inocentemente agresivos de los bebés las excitaban, pero en tanto Alina obtenía orgasmos provocados por su propia incontinencia, Elvira, canalizaba en esas mamadas las frustrantes relaciones que su pacato catolicismo le impedía tener con su marido y eyaculaba a manos de las inocentes bebas.
Como fuera, para ambas, los senos y especialmente los pezones, eran una constante fuente de excitación, hasta el punto de no soportar ya el uso de corpiños porque su continuo roce las calentaba y cuando debían hacerlo por circunstancias sociales, los cubrían con algodón.
Elvira llevaba la ventaja de haber visto a cientos de mujeres satisfaciéndose mutuamente en el cable y sabía cuáles eran los pasos básicos de una relación lésbica, conociendo de antemano hacia donde las conduciría cada uno. Envolviendo al pecho con la mano, inició una serie de sobamientos que Alina reprodujo inmediatamente, ya que, a pesar de no haber contemplado jamás a dos mujeres juntas, su natural lascivia le dictaba que su cuñada tenía que gozar con las mismas cosas que ella y en los mismos lugares.
Las manos que acariciaban a hombros y nucas fueron volviéndose más exigentes, incrementando progresivamente la presión en estas últimas pero ninguna se atrevía a intentar la aventura del beso que, ciertamente, tendría que ser distinto al de los hombres.
Finalmente y vencida esa resistencia instintiva que se aproximaba a la repugnancia, la pasión pudo más que los escrúpulos y se inclinaron para que los labios se rozaran tenuemente; ese simple toque fue suficiente para eliminar cualquier oposición y primero en menudos besos casi infantiles que cedieron paso a la actividad de las lenguas en esbozados combates, finalmente se unieron en voraces chupones con los que parecían tratar de devorarse recíprocamente.
Estrechamente unidas por la fuerza de sus brazos, parecieron fundirse una en la otra en medio de susurros y quejas instintivas, haciendo que las manos pasaran del manoseo al estrujamiento de los senos y los dedos buscaron las aureolas para rascarlas con las cortas uñas como prólogo a la posesión de los pezones, a los que retorcieron y tironearon hasta que, Elvira primero y Alina después, las manos bajaron a recorrer el bajo vientre, exploraron el Monte de Venus, velludo en el caso de Alina y depilado como viera en los videos, el de Elvira.
Multiplicando la intensidad de los besos y lengüeteos, hicieron a los dedos estregar reciamente los clítoris para después escurrirse sobre los festoneados colgajos e inclinándose para alcanzarlas mejor, con los mentones clavados en el hombro de la otra, hundieron los dedos en las vaginas en persistente masturbación.
Ya habían perdido toda noción de lo que cometían pero la ansiedad del goce hizo que Elvira se despegara y empujándola hacia atrás, se zambullera sobre la entrepierna. Todas las imágenes confluyeron a su mente y transformando a la boca en un instrumento del placer, lamió, chupeteó y sorbió a lo largo del abdomen, la lengua picoteó en el ombligo para degustar el sudor acumulado y luego siguió bajando por el vientre que la edad distendiera, acentuando la depresión que conducía a la carnosa elevación del Monte de Venus.
Ninguna de las experiencias orales de Alina ensayadas repetidamente con su marido, que no fueran pocas, le había transmitido la exaltación de la pasión del otro como ahora lo hacía su cuñada.; la agilidad traviesa de lengua y labios no se correspondía con los casi cincuenta años de la mujer pero también ratificaban que para el sexo no existían los años sino la forma en que se lo practicara. Abrumada por la intensidad con que viejas sensaciones alborotaban su vientre, alentaba a Elvira para que concretara finalmente aquello en una gozosa minetta, posando las manos sobre su enrulada y corta cabellera con la inequívoca intención de conducirla hacia la entrepierna.
Atenta a esa reacción, Elvira se acomodó mejor entre las piernas encogidas y separándolas más, hizo lugar para que su boca pudiera moverse con facilidad en toda la región. La olorosa y recortada alfombra entrecana que nacía en la cumbre de la carnosidad pareció motivarla, ya que la lengua tremolante como la de un reptil la recorrió sin premura al tiempo que descendía para tomar contacto con el ya alzado clítoris por las anteriores refriegas de los dedos.
Seducida por el aspecto de esa capucha rugosa que albergaba la palpable presencia del minúsculo pene, separó con índice y mayor los labios de la vulva para encontrar un espectáculo que imaginaba pero no sabía fuera tan maravillosamente tentador; debajo del capuchón epidérmico, el glande ovalado del clítoris, cegado por una traslúcida membrana, se erguía desafiante como invitándola a agredirlo y debajo, el panorama se hacía grandioso.
Los labios menores, fruncidos y arrepollados, colgaban abundantes como las barbas de algún gallo viejo, exhibiendo en sus bordes un morado negrusco que pasaba al intensamente rosado hacia abajo, donde se convertía en un pálido blancuzco similar al que mostraba todo el óvalo del fondo, en el que resaltaba el agujero dilatado de la uretra. En la parte inferior, los labios disminuían su frondosidad para coronar con lábiles pellejos lo que prometía ser la entrada generosa a la vagina.
Evidentemente, los cientos de vulvas que viera en tantas películas pornográficas le habían demostrado que el interior de los sexos femeninos era, similar en todos y todos distintos, pero una cosa resultaba observarlos a través de una pantalla, no importaba con qué detalle y primer plano, que tenerlo frente a sí, tan sólo a centímetros, apreciando su aspecto, la humedad que cubría los tejidos, la fragancia de sus jugos y el calor que emanaban.
Todo eso terminó por obnubilarla y acercando la lengua vibrante al clítoris, sintió el impacto de su sabor; si esperaba sentir alguna repulsa o imaginaba que los fluidos fueran salobres y con reminiscencias marinas, la dulce acritud que invadió sus papilas le hizo ver lo absurdos que eran los preconceptos.
La insistencia de las manos de Alina le hicieron comprender su calentura y entonces sí, la lengua se dedicó a escarcear en juguetonas lamidas sobre el fondo y luego explorando la carnosidad de los pliegues para más tarde socavar la cabecita blancuzca cobijada en su cueva de dóciles tejidos.
Nunca había hecho nada semejante ni siquiera lo había imaginado, pero realizarlo llevaba a sus entrañas una nueva excitación, ya no rabiosa como cuando fuera penetrada por hombres sino de una dulzura y ternura hacia Alina que la hacía excitarse cada vez más.
La suave voz de su cuñada exigiéndole por más al tiempo que se afirmaba con los codos en la cama para arquear el cuerpo mientras meneaba levemente la pelvis en simulada cópula, hicieron que la boca toda se abriera como la de una serpiente para comprimirse contra la vulva y en forma de ventosa, succionarla tan intensamente que arrancó sufrientes asentimientos en Alina.
Como mujer, Elvira comprendía cuánto disfrutaba y sabía cuáles partes del órgano eran más sensibles y cómo satisfacerlas. Concentrando el accionar de los labios y la lengua sobre el clítoris, buscó la entrada a la vagina que, pletórica de mucosas, se dilató complaciente cuando dos dedos se aventuraron en su interior.
Alina no era una masturbadora incontinente y solían pasar días y a veces semanas sin que se acumulara el deseo y entonces sí, desatada hasta el paroxismo, se satisfacía con saña hasta que el agotamiento la vencía. En ese momento hacía nueve días desde que obtuviera su último alivio y las carnes que sólo convocaran a los fluidos recién en la última hora y media, se encontraban tensamente rígidas por la falta de ejercicio.
Su cuñada sentía esa resistencia que los músculos le ofrecían y, tratando de no lastimarla y sí distenderla, imprimió a los dedos un movimiento reptante. Ante ese estímulo, notó que ese guante carneo que los apretaba, cedía paulatinamente para permitirles penetrar hasta que los nudillos les impidieron ir más allá y entonces, encorvando las falanges, inició un delicado rascado que la nueva abundancia de las mucosas lubricaba y, al tiempo que retrocedía, buscó la presencia callosa del Punto G, que en ella se ubicaba en la cara anterior a muy poca distancia de la entrada.
No era el caso de Alina y ella ya comenzaba a dar crédito a la teoría de que no todas las mujeres lo poseían e incluso algunas lo ubicaban en lugares tan disímiles que resultaban poco creíbles, cuando, recorriendo el extrañamente combado “techo” de la vagina, lo encontró, y vaya que podía dar fe de su existencia; como un rugoso callo, el suyo cobraba con la excitación mayor volumen, pero sólo crecía hasta alcanzar el tamaño de una moneda, en cambio el de Alina, abultaba y parecía tener la apariencia de una media almendra que, ante el estímulo de sus yemas, hizo estallar en regocijados ayes a su poseedora.
Por su parte, había comprendido por que los hombres insistían tanto con el sexo oral; el chupeteo a los colgajos, juntamente con el mamar a aquel clítoris que ya adquiría la apariencia del dedo meñique de un chico, la desesperaban y ansiando saber como era la eyaculación de una mujer, incrementó el rascado a la prominencia pero extendiendo el trabajo de los dedos a otras zonas del canal vaginal, atacó con gula todo el sexo con labios, lengua y hasta dientes en forma tan primitivamente animal que su cuñada, mientras golpeaba la cama con los puños y proyectaba su cuerpo en una verdadera cópula, proclamaba la inminencia del orgasmo.
La eyaculación fue tan formidable que cuando ella sintió correr el derrame de los jugos entre sus dedos, los retiró para alojar la boca sobre el agujero vaginal y recibir como si fuera un néctar la plétora de mucosas suavemente perfumadas.
Con el orgasmo de Alina, Elvira, que estaba lejos del suyo y sentía el rebullir de las hormonas desbocadas en el vientre, trepó por encima de esta para ahorcajarse sobre su cara.
No obstante ser para Alina el segundo orgasmo de la noche, este realmente había sido completo y con tal intensidad que su obtención le provocaba lágrimas de felicidad y una angustia muy honda a pesar de la eyaculación. Con el hormigueo que siempre habitaba el fondo de sus entrañas y el pecho bombeando por la agitación, al sentir las piernas de Elvira al costado del cuerpo, abrió los ojos aun empañados, pero la fuerte tufarada sexual le hizo comprender qué quería.
Como reafirmando su propósito, esta pasó ambas manos por debajo de la corta melena y aferrando la cabeza, la acercó a su entrepierna al tiempo que le exigía roncamente que la chupara.
Alina estaba tan agradecida por el fantástico orgasmo que le hiciera alcanzar su cuñada que, acomodándose, enganchó las dos manos sobre las caderas, casi en las ingles, para asirlas firmemente y alzando la cabeza al tiempo que la atraía hacia sí, hizo tremolar la lengua instintivamente y se preparó para abrevar por primera vez en un sexo femenino.
Saborear aquellos jugos que anhelaba probar, la llevó a un estado de estupefacta beatitud y así, pasmada por ese elixir que deglutía con fruición por medio de golosas succiones de su boca, se debatió por unos momentos contra esa vulva dilatada que le permitía fustigar con la lengua y chupar con los labios, ayudada por el suave hamacar adelante y atrás que Elvira le imprimía.
Con los ojos cerrados por el disfrute y alternando la mordida a sus labios con cortos jadeos, Elvira se dejó estar en ese vaivén en tanto estrujaba entre los dedos sus propios senos. Progresivamente, sus necesidades fueron haciéndosele más imperiosas y dejándose ir hacia delante con las manos apoyadas en la cama, le exigió suplicante a su cuñada que la penetrara con los dedos.
Ya Alina estaba enardecida por la satisfacción que le daba esa minetta y en tanto se aplicaba aun más con la boca, fue penetrando cuidadosamente ese sexo que le era extraño; calientes, como portadoras de una febril temperatura, las carnes empapadas cedieron fácilmente a su introducción e imitando lo que Elvira hiciera con ella, buscó la callosidad que encontró de inmediato.
Dedicando su boca solamente al clítoris, con pulgar e índice atrapó los inflamados labios menores para estregarlos entre ellos casi sin piedad y mientras su cuñada le pedía aun por mayor actividad, sumó otro dedo y la fuerte cuña de músculos y huesos socavó duramente la vagina con los duros nudillos estrellándose contra los tejidos inflamados del borde.
Roncando fieramente como dos animales en celo, ambas se prodigaron sin límites, la una haciendo una carnicería en los pezones, retorciéndolos y clavando el ellos el filo de las uñas y la otra, penetrándola con vigorosos rempujos mientras los dedos estregaban los tejidos entre sí y los labios succionaban prietamente al clítoris que rasguñaba en ocasiones con los dientes hasta que, ante el anuncio entusiasmado de su cuñada, la boca se deslizó hacia abajo para recibir la recompensa líquida de su eyaculación.
Agotadas por el esfuerzo y desfallecientes por la explosión hormonal que las obnubilaba de placer, pero sin perder la conciencia ni caer en la modorra habitual de la satisfacción, yacieron lado a lado, calmando, la una sus convulsivas contracciones uterinas y la otra, la agitación que el ejercicio y la falta de aliento llevara a su pecho.
Alina había permanecido en el lugar y Elvira, luego de su acabada se había dejado caer hacia atrás, descansando invertida a ella. Casi con un hilo de voz y en tanto exploraba las sábanas para hacer contacto con sus piernas, Alina le preguntó si había disfrutado de su sexo oral y entonces, acodándose en la cama, con una sonrisa de gata satisfecha, Elvira le dijo que esa había sido la mejor mamada que recibiera en su vida.
En las cuñadas se había establecido un tácito convencimiento de que aquello era lo que más les convenía para satisfacerse sin arriesgar su reputación de virtuosas amas de casa, amantes esposas, madres ejemplares y bondadosas abuelas, abriéndoseles de ahora en más un maravilloso futuro sexual que podrían explorar sin límites en la secreta intimidad de sus hogares.
Imitando a Elvira, sintiendo como en su bajo vientre aun bullían los cosquilleos del deseo, se acodó sobre el colchón y en tanto se prometían sin palabras, solamente con la lascivia más profunda en sus ojos, un nuevo y satisfactorio disfrute, acariciaron las piernas de la otra en tanto, instintivamente, acercaban sus cuerpos hasta que las caderas se rozaran.
Poniéndose más de costado y en tanto separaba las piernas para dejar ver su entrepierna palpitante, aun brillante por la saliva y la eyaculación, Elvira se inclinó para abrirle la pierna superior hacia arriba y, sosteniéndola así, se hizo lugar para que su boca se deslizara por el muslo transpirado de Alina.
Esta jamás había realizado un sesenta y nueve femenino y menos de costado pero cediendo a lo que sus impulsos le dictaban, dio un par de cortos empujoncitos y las bocas quedaron a la altura de sus sexos.
Elvira buscó a tientas debajo de la almohada y alcanzándole un consolador, paso el brazo de arriba por sobre las caderas para calzar la nalga y haciendo presión en ella, llevó la boca hacia la vulva. Imitándola instintivamente como a quien sabe lo que está haciendo, Alina alzó la pierna mientras su mano se posesionaba del glúteo de su cuñada.
Al llevar su boca a la entrepierna y con la cabeza descansando en el muslo de la pierna inferior recogida, la postura se le hizo más cómoda y entonces sí, labios y lengua se dedicaron a la carnosa vulva, refocilándose en los mojados tejidos interiores mientras sentía como Elvira hacía otro tanto en su sexo.
Sin apuro ni violencia, se entregaron a una exquisita masticación de esos pliegues que los años convirtieran en carnosos colgajos y que ellas envolvían con los labios para macerarlos en infinitas succiones que alternaban con golosos lengüetazos.
Paulatinamente, la excitación fue creciendo y replicando cada una lo que hacía la otra, cuando los cuerpos se arquearon para que las bocas pudieran acceder a regiones ignotas, las lenguas deambularon por la boca alienígena de la vagina extrayendo los gustosos jugos que perfumaban las flatulencias vaginales, comprobaron la sensibilidad del perineo y finalmente recalaron en los oscuros frunces de los anos, donde se extasiaron estimulándolos en tanto degustaban la seca acritud que nada tenía que ver con lo que habitualmente expelían.
Aunque Elvira había soportado similares exigencias de su marido en frustradas sodomías a causa de su empecinamiento por mantener incólume su virtud de “señora”, en sus tanteos exploratorios de los últimos tiempos y en el reciente descubrimiento de la ducha caliente como motivadora de placer, sus dedos no sólo recorrían y penetraban su sexo con una euforia desconocida sino que la estimulación fortuita a los esfínteres anales y el goce que conllevara hacerlo, la impulsaron a invadirlos con cierto temor al dolor que luego se transformó en una placentera penetración que aceleraba sus eyaculaciones.
En total oposición, Alina había conocido el sexo anal mucho antes que el vaginal, ya que en una obcecada visión sobre aquello de llegar virgen al matrimonio pero entregando todo de sí a sus ocasionales amantes, había hecho de la sodomía un verdadero culto, obteniendo tanto goce en sus orgasmos que, una vez casada, le costó acostumbrarse a llegar al clímax por la vía normal.
Con todo y a pesar de esos diferentes puntos de vista, el tremolar de las lenguas a los anos las excitó de tal forma que, sin que Elvira se lo pidiera, Alina tomó el consolador y en tanto llevaba los labios a succionar al clítoris, fue introduciéndolo en la baqueteada vagina de su cuñada; nunca había experimentado la sensación de dominar sexualmente a alguien y hacerlo con la viuda de su hermano, lo que además ponía un perverso condimento al acto, le provocó tan grandísimo placer, que distrajo su boca para pedirle que la penetrara sin miramiento alguno.
Aquellos sexos que soportaran diferentes falos a lo largo de casi cuarenta años, sensibilizados al disfrute del coito, aceptaron complacientes las vergas substitutas e imprimiendo a sus cuerpos movimientos copulatorios, se agitaron vehementes hasta que una de las dos, sin importar quien fue primera, deslizó la otra mano hacia la hendidura para que los dedos buscaran la ya dilatada tripa y un voluntarioso dedo mayor fue introduciéndose al recto.
La complementación era tan perfecta que, fundidas una en la otra, sin diferenciación, cayeron a un vórtice de placer por el que, simultánea y vehementemente, se sodomizaban hondamente con los dedos al tiempo que los consoladores arrancaban gemidos y ayes de las bocas que insistían porfiadamente en golosas chupadas a los clítoris.
Aun en la obnubilación en que la sumía ese sexo único, Elvira no perdió de vista su objetivo primario, cual era someter a su cuñada a las cosas que los videos la estimulaban a cometer en una mujer. Forzando el cambio de postura, empujó despaciosamente a Alina para quedar ella arriba y tal como viera hacerlo, enganchó las piernas de su cuñada debajo de sus axilas y con toda la zona venérea así expuesta, sacó el consolador del sexo para apoyarlo contra el ano y empujar.
Para Alina eso fue particularmente doloroso, ya que desde antes de su viudez no recibía la presencia de miembro alguno en el recto y, aunque el dedo oficiara de gentil embajador, su tamaño no podía compararse con el de aquella verga que superaba en mucho a cuantas conociera en su vida.
El sufrimiento se le hacía insoportable a pesar de ser una consuetudinaria sodomita pero nuevamente la penetración al ano despertaba en ella los fantasmas lujuriosos de su cuerpo y mente que permanecían sepultados tras su recatada apariencia de abuelita; revolviéndose con furia hacia quien la sometía a tan dolorosa como satisfactoria sodomía, retiró a su vez la verga del sexo Elvira para introducirla sin piedad ni miramiento alguno en el recto de su cuñada, quien ante la brutal penetración exhaló un agudo grito de dolor.
Insultándose mutuamente entre agradecidas palabras de satisfacción pero sin menguar en las penetraciones, se sodomizaron recíprocamente hasta que la expulsión de sus jugos las derrumbó en una caótica mezcla de piernas, brazos y cuerpos.
Rato después, Alina fue recobrando el sentido y aun sintiendo un sordo latido en el ano y la vagina, sumida en la delicia de una especie de nube gelatinosa que parecía acariciarla con su morbidez, descubrió que las manos de Elvira secaban amorosamente su cuerpo.
Ante su murmullo complacido y la lenta apertura de los ojos, su cuñada le dijo que había dormitado por casi dos horas y que ya era tiempo de que volvieran a disfrutar de esa relación tan nueva como intensa, pero que esta vez, ella sería la dominante y Alina la pasiva.
Sobre la mesa de noche había dispuesto varios objetos de su “arsenal” y en tanto le comentaba en un tono bajo y oscuro con su voz naturalmente enronquecida las delicias que conocería, extrajo de un tubo una considerable cantidad de gel que le fue aplicando progresivamente en la vulva para luego untar todo su interior y finalmente embadurnar la vagina hasta donde alcanzaron los dedos.
El comentario de que era un gel afrodisíaco que a su vez actuaba como retardador de orgasmos fue casi ocioso, ya que toda la zona pareció ser víctima de alguna urticaria, pero ese picor caliente y placentero pareció invadir no sólo a las entrañas y el vientre sino que hasta los mismos pezones incrementaron gratamente su sensibilidad.
Sabiendo que tenían que transcurrir unos minutos para que el ungüento alcanzara su máxima efectividad, Elvira se recostó junto a ella y tomando su cara, aproximó la boca que, en pequeños besos, como picoteando sobre los labios, consiguió que Alina abriera los suyos y entonces la punta de la lengua vibrante pareció desafiar a la de ella que salió para dar batalla a la invasora.
Ya no las habitaba la urgencia y Alina aun no podía creer que su cuñada, esa mujercita que aparentaba la humilde sencillez de una laucha y a quien siempre considerara poca cosa para su hermano, tal vez a causa de su viudez o del afloramiento de una personalidad desconocida, se erigiera ante ella como una sacerdotisa del vicio y poseedora, además de sus conocimientos lésbicos, de una verdadera batería de elementos sexuales más propios de una sadomasoquista o una prostituta que de una abuela.
Lógicamente, esos pensamientos se sucedían en su mente en tan sólo segundos, pero externamente, su lengua que había aceptado el convite de la otra, se trenzaba con ella en curiosos retorcimientos como si fueran dos serpientes en furioso acople y en un momento dado, la boca de Elvira se desprendió para envolver su lengua como si fuera un pene y comenzar a chuparla en una recia y grata felación.
Eso era nuevo para Alina y abriendo desmesuradamente la boca, la incitó a profundizar la chupada hasta que experimentó un principio de arcada y entonces, morigerando su voracidad, su cuñada la chupó como si se tratara de una verdadera verga. Esa mamada pareció ser el prólogo de algo mayor, ya que, sin descuidar la cadencia de la chupada y habiéndolo tomado sin que ella se diera cuenta, Elvira fue introduciendo en su sexo un delgado apéndice curvo que era soportado por una especie de mariposa provista de finísimas puntas de silicona en su interior y que, al apretar Elvira un botón, comenzó a trepidar intensamente.
Abriéndole con los dedos los labios mayores para dejar al descubierto las carnes, hizo a la mano presionar al vibrador y entonces sí, una indefinible sensación, mezcla de martirio con un placer tan infinito que colocó un agudo puñal en la base del cráneo, estremeció a Alina y en tanto se aferraba desesperadamente al cuello de su cuñada para sentir más reciamente la felación a la lengua, con involuntario instinto, comenzó a sacudir la pelvis en remedada cópula.
Elvira conocía largamente la profundidad de lo que aquellas púas provocaban a los tejidos húmedos del sexo y apretando un segundo botón, conectó a la mitad de las agujas que poseían terminales tanto o más finas que un cabello con una pila que lanzaba aleatorias descargas eléctricas.
La reacción de la casi anciana fue tan terrible como espectacular, ya que, desasiéndose de Elvira, se sacudió espasmódicamente mientras sus ojos se abrían como azorados de que aquello pudiera ser cierto y clavando los dedos en las sábanas, arqueó el cuerpo para después desplomarse en una serie de fuertes corcovos en tanto su boca dejaba escapar la insistente repetición de un sí que fue convirtiéndose en histérico reclamo por volver a acabar.
Nunca había ni siquiera imaginado que se podía disfrutar de una forma tan exquisita con lo que cualquiera podría calificar como perversamente sadomasoquista y sin embargo, aquellas descargas de milésimas de segundo que parecían atravesarla hasta los mismos huesos, la transportaban a una dimensión distinta del goce, haciéndola patalear y sacudirse como alienada, rogándole a su cuñada que no tuviera piedad y la penetrara tanto como pudiera.
Elvira la había provocado expresamente con ese fin y, pidiéndole que se calmara para poder gozar mejor de lo que sucedería, tomó un artefacto como Alina jamás viera; el elemento central era una copilla de plástico de la que emergía una verga como nunca viera otra; semejante en todo a la de un hombre, los aproximadamente veinticinco centímetros de extensión estaban cubiertos por anfractuosidades y venas, en tanto que la ovalada cabeza era pequeña en comparación con el grosor del tronco que ella estimó oscilaba entre tres a cinco centímetros, seguramente para que la penetración fuera progresiva y no lastimara.
Pidiéndole que la ayudara porque nunca lo había usado, Elvira se calzó la copilla con el miembro en la entrepierna e indicándole que la sostuviera así, tomó las cintas de más o menos dos centímetros que partían de la parte inferior y cada ángulo superior, buscando cómo unirlas. Provistas de velcro, las laterales se unieron por detrás para formar un ajustado cinturón y pasando sobre las nalgas, las inferiores se fijaron en él.
El aspecto del falo era tan impresionante que hasta la misma Elvira se sorprendió; erecta pero no rígida, la verga se balanceaba como una verdadera al menor movimiento de su cuerpo y entusiasmada por la sensación de supremacía masculina que le proporcionaba, la sacudió con la mano mientras le sugería a Alina que la tocara para comprobar su consistencia.
Lo descomunal del falo impresionaba a su cuñada pero la excitación a que la había conducido y que no amenguara un ápice, no sólo le hicieron extender una mano para que los dedos trataran de envolverlo vanamente sino que acercó la cara para examinar la similitud con la carne, pero la tentación pudo más y la boca buscó la pequeña cabeza para lamerla y chuparla con ávida glotonería.
Verdaderamente, no sólo el aspecto sino también la consistencia y hasta su temperatura la hacían tan real que se abalanzó para sostenerla con una mano mientras iniciaba una furiosa mamada a la que Elvira puso fin, diciéndole que más tarde habría ocasión para eso.
Indicándole que se acostara boca arriba en el borde de la cama, se ubicó acuclillada entre las piernas y abriéndolas, pinceló con el pequeño glande al sexo desde el clítoris hasta la misma apertura del ano. El contacto con la carne confirmaba su anterior impresión y tan caliente como su cuñada, Alina encogió las piernas para tomarlas por detrás de las rodillas y llevarlas hasta rozar sus pechos, suplicándole que la cogiera de una vez.
Ciertamente el sexo de Alina, dilatado y enrojecido por la anterior aplicación del vibrador, sería la tentación de cualquier hombre y compenetrada de su rol masculino, Elvira apoyó la cabecita en el agujero vaginal y ya el hacerlo le provocó una sensación de dominio que no disimuló.
Como nunca había sometido a otra mujer pero sí sabiendo sobradamente como lo hacían los hombres, Elvira sostuvo la verga con una mano mientras se asía a un muslo de Alina y dejando que sólo por el peso de su cuerpo esta fuera penetrándola lentamente, fue sintiendo con el tremendo falo se deslizaba en la vagina.
En cierta etapa de su vida, con su marido se habían aplicado en relaciones perversas, en épocas que los consoladores y los “juguetes” sexuales no eran desconocidos pero sí no tenían difusión ni venta pública, por lo que, recurriendo a la imaginación, utilizaron los más diversos sucedáneos fálicos posibles. Velas, velones, embutidos, pepinos y hasta una botella de gaseosa pasaron por su sexo, pero ninguno, absolutamente ninguno, tuvo el largo, grosor y consistencia de lo que Elvira iba introduciendo a la vagina y sintiéndolo rasgar y desollar la piel del conducto, volvió a revivir aquella inefable sensación de dolor-goce.
La sangre le latía en las sienes y en tanto mordía su labio inferior con los músculos y venas del cuello a punto de estallar por la tensión, el placer absoluto fue desbordándola y el tránsito de la verga se le antojó maravillosamente gozoso.
Ese ariete carneo fue desplazándose lentamente por la vagina a favor de la abundante lubricación de las mucosas y cuando llegó al fondo, no se detuvo ante el obstáculo del cuello uterino, al que traspasó hasta que la pequeña cabecita rastrilló el endometrio; jamás objeto alguna había llegado tan profundo y el volumen de la verga que ocupaba todo el canal vaginal sólo era superado por los cuerpecitos de sus hijos al momento de parir.
Sin embargo y lejos de suponerle un sufrimiento, semejante aparato la enardecía y cuando Elvira comenzó a retirarlo e inició una tan lenta como fantástica cópula, extendió los brazos para asirse a las muñecas de las manos que empujaban fuertemente sus muslos y con una esplendorosa sonrisa en su bello rostro envejecido, comenzó a menear la pelvis para acompasarse al ritmo del coito.
Por su parte, Elvira experimentaba disímiles emociones; el solo sentir la presión de la copilla plástica y el peso del miembro contra la vulva, llevaron a su mente sensaciones ignoradas pero que ella conjeturó serían por esa famosa parte masculina que poseen todas las mujeres y el paso de la verga por el sexo de su cuñada le confirmó que de eso se trataba, ya que sentía a cada músculo que separaba como si formara parte de sí, y cuando comenzó el balanceo de la cópula, el restriego y la succión le hicieron sentir que sí estaba poseyéndola con toda la enjundia de un hombre.
Disfrutando por ver como Alina se aferraba a sus muñecas y clavaba en sus ojos la muda súplica de su histérica ansiedad, incrementó lentamente el hamacar del arqueado cuerpo hasta conseguir el acompañamiento de Alina, quien bajó las piernas hasta apoyar los talones en el borde y con esa palanca, elevar la pelvis como para hacer más profunda la penetración.
Enajenadas por el goce, ambas comenzaron a entremezclar con sus jadeos y suspiros, apasionadas palabras donde el amor y las promesas sexuales se fundían con groseras alusiones a sus expertas cualidades amatorias e, inconscientemente pero sabiendo por qué, Alina fue poniéndose de costado al tiempo que alzaba erecta la pierna derecha.
Tal como si lo hubieran ensayado, Elvira tomó la pierna estirada y tras colocarla contra su pecho, arreciar con la cópula, contemplando fascinada la flor rojiza de la vulva dilatada y una mano de su cuñada que bajaba a restregar en círculos al erguido clítoris.
El cansancio parecía invadirlas pero entre ellas se daban aliento para continuar hasta el orgasmo final y compartido, con la verga entrando y saliendo como un bestial pistón. Paulatinamente, Alina fue modificando su posición y pasando la pierna por sobre el eje que suponía el consolador, quedó de rodillas para elevar la grupa mientras los mustios senos se estregaban contra las sábanas e incitando sin palabras a su cuñada quien, aferrándose con sus manos a la plegadura entre las ingles y los muslos, se dio envión para reiniciar esa fenomenal cópula y cuando la misma Alina imprimió a su cuerpo un balanceo por el cual ella misma se penetraba, hundió un dedo pulgar en su ano.
A los gemidos balbuceantes de la mujer, quien volvía a experimentar las mismas sensaciones de cuando su marido le hacía gozar con esas pequeñas sodomías previas a las del miembro, se agregaron las soeces maldiciones por las que le exigía no cesar de satisfacerla de esa manera y que, cuando Elvira agregó su otro pulgar en la dilatación de la tripa, se transformaron en verdaderos bramidos enronquecidos que animaron a la portadora del portentoso falo a sacarlo del sexo y, aun empapado por las mucosas vaginales, ir introduciéndolo con delicadeza pero sin pausa al recto.
Aun deseándolo subconscientemente, Alina ni siquiera se había atrevido a sugerírselo a su cuñada, espantada por lo que la gruesa verga pudiera hacer a sus carnes, pero ahora, con la pequeña cabeza ya decididamente en su interior, esperó con angustia la penetración del tremendo tronco.
Por el hipar de los sollozos reprimidos y sus sordos resuellos, Elvira imaginaba el sufrimiento que semejante miembro provocaría en su cuñada pero también se daba cuenta de cuanto esta parecía estar gozándolo y fue empujándolo resueltamente hasta que Alina dejó escapar un estridente grito que fue convirtiéndose en un gorgoteante murmullo de contento entre las lágrimas que fluían involuntariamente de sus ojos.
Al chocar las carnes del pubis contra las nalgas y tras un momento de descanso que se dieron las dos, inclinándose sobre las espaldas de Alina para tomar entre sus dedos los senos y sobarlos tiernamente, Elvira comenzó a menear sus caderas adelante y atrás, provocando en su cuñada fervorosos asentimientos en el sentido en que así era como quería ser culeada en tanto se apoyaba sólo en la cabeza y un hombro para llevar una de sus manos a acompañar a la suya en el estrujamiento a los senos, mientras la otra buscaba afanosa el hueco vaginal para introducir tres dedos.
Aun sin dudar de sus femeninos apetitos sexuales, Elvira sentía como una masculinidad desconocida la poseía y la impelía a incrementar la sodomía a su cuñada hasta llevarla al paroxismo del orgasmo para obtener simultáneamente el suyo.
Y así, fundidas una en la otra como dos animales salvajes en celo, ensambladas como un mecanismo perfecto, se mecieron disfrutando del coito antinatural y cuando sintieron en sus entrañas los ríos desbordados de la satisfacción, se empeñaron frenéticamente en clavar los filos de sus uñas en los pezones y Alina retorció dolorosamente al clítoris hasta que ambas se paralizaron y como si un resorte se hubiera cortado dentro de ellas, fueron relajándose así acopladas hasta deslizarse en la cama, con la certeza de que ya no habría soledad para ellas.