Paula, la joven y atractiva jefa de una empresa, acababa de dar una azotaina a sus dos empleados y estaba muy caliente. Tanto el culete respingón de la rubia, como el trasero peludo del moreno habían quedado rojos. No se merecían menos. Sí, definitivamente había algo en ella que le hacía disfrutar con esos numeritos. No tenía muy claro si lo que la excitaba eran las caras de susto, el momento de bajarse los pantalones y exponer sus vergüenzas o el ver danzar las nalgas y contraerse los glúteos bajo los golpes del cepillo, sin duda alguna, su instrumento favorito para aplicar correctivos en las distancias cortas.
Porque era innegable que a Paula le gustaba el contacto físico. De hecho, aunque tenía coche, muchos días decidía ir a la oficina en metro. Elegía además la hora punta aposta, la hora en la que los pasajeros iban como latas en sardina y empujaban para entrar en el vagón. A casi todo el mundo le incomodaba esa situación, pero no a ella. Lo que más le gustaba era cuando por azar quedaba atrapada y podía notar el contacto de otras nalgas con las suyas, o sentir la presión contra su piel de un pene a media erección, o ver la reacción que sus tetas provocaban en un tipo algo mayor que intentaba disimular sin éxito el calentón del momento.
El lunes sería otra historia, ese día ella sería la victima... bueno, no estaba claro, ya que sus jefes, los dueños de la empresa, tenían una mente bien retorcida. La reunión anual tendría lugar ese año en un chalet a las afueras de la ciudad. Era la primera vez que asistía a uno de esos eventos exclusivos y estaba algo nerviosa, pero bueno, todavía quedaba el finde. No tenía pareja estable, pero sabía que el vecino, un tipo normal, estaba colado por ella. Sí, ¿por qué no?, aquella tarde la idea de masturbarse no le llamaba la atención, por lo menos con su vecino se divertiría. Unos besos en la boca, un chupeteo de pezones y si se ponía cachonda quién sabe, quizás probasen con el mete saca.
El tiempo no corre si no vuela, y el lunes a las seis de la tarde, Paula dejaba las llaves del coche en manos del tipo encargado de aparcarlo. Ya dentro de la casa, pudo observar que todo el mundo iba súper elegante. Trajes con corbata ellos y vestidos sobrios pero perfectos ellas. El señor Ruíz, más conocido como el calvo cabrón; el señor García, del que se decía de todo y la señora Pérez, de profesión tirana, presidían el acto. Sonaba una melodía de fondo quizás japonesa o tal vez china y unas mesas aquí y allá ofrecían comida y bebida.
A medida que avanzaba la tarde, el ambiente fue haciéndose más íntimo. Los jefes hablaron por turnos usando esas palabras que usan los ejecutivos agresivos haciendo referencia a la selva y a los más fuertes. Y en aquella velada todos, sin excepción, eran leones buscando satisfacer sus más bajos instintos.
El último en tomar la palabra fue el señor Ruíz.
- Como todos los años en esta velada, tenemos el momento de las evaluaciones. Mis colegas García y Pérez y un servidor tendremos un encuentro privado con cada uno de vosotros. A algunas y algunos simplemente les diremos, seguid así. Otros quizás necesiten un "estímulo" o un correctivo si preferís. Pero antes, como viene siendo norma habitual, entre los que la "han cagado", hemos elegido a un par de vosotros.
A continuación, sonaron dos nombres, ambos fueron conducidos a una habitación para cambiarse y recibir instrucciones.
La primera en salir fue una chica de rasgos orientales, menuda, más bien bajita y que no pasaría de treinta años. Tenía el pelo recogido en un moño y vestía una especie de kimono.
- Me llamo Kariu Yamamoto y he metido pata. Seño Luiz, castígueme. - dijo con voz neutra y acento asiático.
- Túmbate boca abajo en el suelo con los brazos extendidos.
En ese momento aparecieron dos caballeros. Uno con dos cojines y otro con un largo palo de madera que se aplanaba al final, algo muy similar a un remo.
El de los cojines, según Paula, estaba muy bueno.
La chica se tumbó boca abajo, apoyando el vientre sobre un cojín y la cabeza, girada hacia la derecha sobre otro. Luego todo lo que sucedió hizo que hombres y mujeres sintieran un cosquilleo ahí abajo. El tío guapo sujetó un brazo y el del "remo", después de entregarle el instrumento al calvo cabrón, se encargó de sujetar el otro. Paula, por propia iniciativa, decidió participar y sujetar los tobillos de Kariu. El señor García, que no había participado hasta entonces, levantó la falda del kimono y tiró de las bragas blancas, dejando a la vista de todos un par de pálidas nalgas y una rajita deliciosa.
Tras medio minuto o así, que el público aprovechó para cuchichear, impresionados por la belleza del culito que tenían ante sus ojos, cayó el primer golpe de paddle sobre los glúteos de Kariu, quién, para admiración general, aguantó con valor y sin queja. Poco antes de que cayera el segundo, los músculos de la mujer reaccionaron en un movimiento de contracción involuntario ante lo que se les venía encima. Con el tercer y cuarto azote, los tiernos globos cogieron color. Paula estaba excitada sobremanera. Incluso sin tocarse el coño, este se estaba poniendo húmedo. El castigo continuó hasta que la chica recibió el azote número veinte. Para entonces su culo presentaba un color rojo vivo y solo la firmeza de los brazos que la sujetaban había hecho posible que mantuviese la compostura en los últimos cinco paletazos.
Terminado el primer acto, llegó el turno de Pedro. Vestido como un escudero, con calzones donde no hacía falta imaginación para adivinar lo que se levantaba debajo, confesó su metedura de pata. En su caso la señora Pérez fue la encargada de, tras quitarle los calzones, calentarle el culo con unas ramas de abedul. Mientras, una chica de pelo rizado apoyaba su peso sobre el cuerpo de la víctima, inmovilizándolo sobre una mesa. En su caso el castigo se detuvo en el golpe número diez, ya que el resto de presentes fue invitado a zurrar el trasero por turnos. Quién osase escaquearse o intentase pegar flojito, corría el riesgo de ser castigado. Pero no había necesidad de amenazas en aquel lugar, todos eran leones y el castigo les ponía.
Las entrevistas y el resto de la velada acabaron casi en orgía. La mayoría de invitados e invitadas habían perdido los pantalones y los trajes, unos exhibían sin tapujo sus penes alardeando de su tamaño, otras se habían quitado el sujetador y ofrecían sus senos o sus culos a todo aquel que quisiese probarlos.
Paula, como temía, no recibió una evaluación positiva. Tuvo que inclinarse en el escritorio donde el calvo cabrón, tras ponerse un condón y lubricarlo con vaselina, se dedicó a metérsela por el ano como castigo por su incompetencia. Algunas envestidas iban acompañadas de azotes con la mano. Al final la atractiva muchacha se corrió en una mezcla de placer y dolor. Los leones andaban sueltos.