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"El intercambio de parejas es algo que aún no había experimentado, y que ahora conozco en mis propias carnes."
Mediados de julio. Cuando mi “elegidor” y yo entramos en la estancia cogidos de la mano, una habitación diáfana, elegante y de luz muy tenue, pude otear al fondo tres espacios muy diferenciados, tres rincones de amor para practicar el sexo permitiendo ser, a la vez, testigo y protagonista de cada gesto. Dos de los lechos estaban ya ocupados con sendas parejas que, con mucha discreción y sin ruidos de lujuria, ejercían el acto físico del intercambio de fluidos. Por un momento quedé paralizada al contemplar en vivo, aunque de lejos, esos cuerpos desnudos y desconocidos rozándose y dándose placer. Me resultó un momento muy extraño porque, aunque esto no era una orgía, ciertamente lo parecía. Atrás dejé a Andrés, y ahora era Juan el que ejercía de compañero de lo que estaba siendo para mí una nueva experiencia para los sentidos. Cuando empecé a encontrarme incómoda y avergonzada viendo a esas parejas agarradas a su propio desconocido, me aferré a la idea de que, al fin y al cabo, era precisamente mi novio Andrés el que decidió que podría gustarme algo nuevo como esto.
Juan y yo nos quedamos de pie dos metros más allá de la puerta que acabábamos de cruzar y cerrar a nuestro paso. En ese momento yo era consciente de que mi novio ya había comenzado su propia aventura en cualquier otra habitación de esta casona misteriosa, y que jamás iba a saber qué habría hecho y con quién. Reconocí que la única forma de soslayar ese pensamiento era entregándome completamente a mi nueva y efímera pareja. A este tío solo lo conocía de vista, cuando me servía las cervezas en la terraza del bar frente a mi casa. Nunca me había fijado en él como lo estaba haciendo ahora, y jamás tuve fantasía alguna que justificara la resignación de este momento. Lo que no acabé de saber nunca es si su presencia ahí había sido una casualidad, una broma del azar universal, o mi novio había tramado un encuentro tan surrealista a mis espaldas, forzando un encuentro premeditado por ellos dos en morbosa connivencia. Cuando giré mi cabeza y le miré a la cara, Juan ofrecía al infinito una sonrisa sutil pero muy lasciva, algo que contrastaba con mi semblante nervioso y circunspecto. Era evidente que él había experimentado antes un ensayo parecido, al fin y al cabo también había ido a esta casa con lo que se suponía que era su propia pareja, e imaginé que no sería la primera vez. Pero nunca se lo pregunté. La verdad es que preferí no saber nada para no tener que dar tampoco explicaciones nunca.
Sin mediar palabra mi acompañante avanzó hacia uno de los rincones ocupados arrastrándome con él de la mano. Mientras se abría camino lenta pero firmemente, yo me limité a seguirle un paso por detrás, con el brazo estirado y sin soltarle. Nos acercamos a poca distancia de una de las parejas desnudas pudiendo contemplar con mucha claridad los detalles más explícitos del instante. Ambos actores nos miraron un solo segundo antes de continuar su camino al éxtasis. En ese momento yo estaba muy violentada, podía apreciar con total claridad ambos genitales friccionados el uno contra el otro, oía casi sin dificultad los chasquidos del rozamiento y los leves gemidos de ambos participantes, y hasta podía oler los cuerpos entregándose el uno al otro sin reservas. La primera reflexión que se me pasó por la cabeza es que esta era una pareja de desconocidos ofreciéndose al juego que yo misma había aceptado momentos antes.
El dúo que Juan y yo contemplábamos ahora estaba formado por un hombre de mediana edad, corpulento, una especie de lo que ahora se denomina un "fofy-sano". Es curioso que los tíos más bien redondos y conceptualmente opuestos a los metrosexuales estén ahora de moda. Ella parecía algo más joven, tal vez de unos treinta y muchos, pero bien llevados, con tetas operadas y uñas de un rojo brillante. Mientras él estaba completamente en pelotas, ella había mantenido sus medias negras tal vez a petición y lascivia del propio macho. En este momento ella cabalgaba perpendicularmente el cuerpo estirado boca arriba de su pareja, de forma que el cipote entraba y salía con un ritmo lento y cadencioso que ella controlaba perfectamente, acompañando cada vaivén con un leve gemido de ambos y una clara lubricación de ella. Juan y yo contemplábamos ahora esa escena como si estuviéramos en el cine, como si eso fuera tan solo una proyección exclusivamente destinada al sentido de la vista, pero el resto de los sentidos nos recordaba que dos personas reales estaban follando delante de nuestras narices. El resto de los sentidos excepto el tacto. Era una norma tácita de la casa (y parece ser que de todas las casas de esta nota) la prohibición expresa de no tocar a nadie que no fuera tu pareja del momento. Todo lo demás estaba permitido, pero debías mantener una distancia prudencial para dejar ejercer a los demás sin el agobio del acoso físico. Es decir, podías mirar sin tocar, escuchar sin hablar, oler sin estornudar, estar presente sin abrumar...
Mientras mis propios sentidos (excepto el tacto, insisto) conseguían una lenta pero incipiente excitación por todo mi cuerpo, estaba siendo consciente de que me había relajando y que, ahora sí, podría acabar disfrutando de este nuevo capítulo sexual de mi vida. Tal vez Juan no era el hombre que yo hubiera escogido para una aventura sexual libre, pero ahora estaba aquí conmigo, él me había elegido a mí (o mi novio me había entregado a él), y ahora sé que no quería defraudarle. Justo cuando giró su cabeza para mirarme a los ojos y transmitirme su propia excitación oímos a la otra pareja más allá, en el otro rincón ocupado de la habitación. Juan avanzó hacia ellos estirando otra vez de mí para que le siguiera.
En realidad, la nueva pareja que teníamos el placer de contemplar ahora estaba compuesta por dos mujeres de bonitas formas y fisonomía agradable y voluptuosa. Desde lejos no me había fijado en el carácter homosexual de este segundo grupo, pero reconozco que me agradó muchísimo contemplar a dos bellas ninfas treintañeras haciendo el amor, tal y como yo misma lo había practicado varias veces antes. Juan parecía sorprendido y a la vez muy excitado por el panorama. Ambas mujeres, completamente desnudas y parcialmente cubiertas con un enorme pañuelo de raso que, probablemente, había traído alguna de casa, tenían sus largas piernas trenzadas y no dejaban de besarse mientras ambos cuerpos se fusionaban en un encuentro a flor de piel sudorosa. La que estaba más encima tenía una de sus manos debajo del pañuelo, de forma que era imposible encontrar su ubicación exacta, aunque la respiración entrecortada de su pareja y los gemidos apagados permitían adivinar perfectamente el lugar de la práctica furtiva.
Juan tenía clavada la mirada en el epicentro de esa lujuria lésbica, y yo clavé la mía en el paquete que él nos estaba regalando a las tres, bajo ese pantalón prieto que ofrecía ahora un bulto considerable. Me solté la mano de la suya y la coloqué sobre la tela hinchada mientras el tío no apartaba la mirada de las dos tortilleras. Parecía que, a cada gemido femenino, el volumen y la dureza de Juan era mayor. Entonces detuve mi masaje para no forzar una extracción que, precisamente ahí, frente a dos lesbianas, no hubiera sido muy apropiada. Dudo que fuera una polla dura lo que estas mujeres querían ver ahora. No sé si mi acompañante comprendió mi decisión, pues no nos estábamos dirigiendo ni una sola palabra. Las miradas y los gestos eran suficientes para determinar la evolución de cada momento.
Fue entonces cuando él adoptó el siguiente gesto colocándose detrás de mí para comenzar a besarme el cuello y acariciar mis hombros. Parece que este iba a ser el momento clave para iniciar un acto sexual con un desconocido que se podría decir que me había sido impuesto, y que ahora yo celebraba empezar a disfrutar. “¿Te excitan las lesbianas?” me susurró al oído mientras colocaba sus dos manos sobre mi blusa a la altura de mis pechos. No respondí. Tenía los ojos cerrados y ya casi no me acordaba a quiénes teníamos delante. Las caricias de Juan sí que me estaban excitando muchísimo y el masaje que ofrecía a mis mamas propició que mis pezones se endurecieran de forma abrupta y dolorosa. Él noto esa consistencia bajo la tela porque, muy cuidadosamente, intentó pellizcarlos con dos dedos de cada una de sus manos. Alargué mis brazos hacia abajo para palpar sus piernas tras las mías, frotándolas suavemente primero y más contundentemente después, a modo de indicador de excitación. Sus manos ya estaban recorriendo todo mi cuerpo cuando decidí abrir los ojos para disfrutar también con las vistas. Ambas mujeres sabían lo que estaban generando en sus espectadores, y nos miraban de reojo como esperando siempre un paso más por nuestra parte. Y no tardó en llegar porque, súbitamente, mi pareja introdujo ambas manos bajo mi falda para levantarla completamente y mostrar mi ropa íntima a las respetables. Fue un momento tan álgido que no pude evitar soltar un pequeño gemido de aprobación, e inmediatamente Juan palpó mi entrepierna sobre mi tela mojada mientras yo juntaba, como nunca, las dos rodillas con la intención de evitar un tocamiento más explícito en mi zona genital que me llevara al paroxismo definitivo. Mi gesto era parecido al que se adopta cuando estás a punto de mearte encima, justo antes de llegar al baño. Y es que no me apetecía ir tan rápido. Algo con lo que no estaba muy de acuerdo mi amigo porque, sin titubear un ápice, y siempre desde atrás, se agachó a la altura de mi trasero y estiró de mis bragas hacia abajo con un solo gesto violento. Cuando él se incorporó de nuevo mi prenda descansaba en mis tobillos y, al levantar de nuevo mi faldita mostró mi zona genital a las dos tortilleras que, de repente, dejaron lo que estaban haciendo, se miraron y rieron jocosamente a la cara. "Será mejor que pilléis el sitio que queda antes de que os lo quiten" dijo una de las tías con voz emponzoñada de lujuria.
Ruborizada y acalorada, me agaché rápidamente para retornar mis bragas a su posición natural, empujé suavemente a Juan hacia atrás y me dirigí al rincón sexual que, aparentemente, nos había sido adjudicado por las meras circunstancias. Juan siguió mis pasos hasta el sofá cama que nos debía servir de inspiración y, sin darle tiempo a decir una sola palabra, me senté en el borde y atraje su cuerpo hacia mí agarrándolo por ambas cinturas. "Estás muy caliente" se le ocurrió afirmar en respuesta a mis actos. Pero no le respondí. Me limité a demostrárselo frotando una de mis palmas sobre la paquetería que sobresalía de forma muy clara de su perfil, mientras alzaba mi mirada hacia la suya con la esperanza de arrancarle algún gruñido de placer. Conseguí que resoplara una vez. Y después otra. Y a la tercera comencé a desabrocharle los botones de la bragueta y, rápidamente, introduje una de mis manos dentro del pantalón.
El aspecto de Juan empezó por fin a parecerse de verdad al que disfruta más con el placer propio que con el ajeno. Ahora iba a ser él el protagonista de mi lujuria, aunque a nuestro alrededor las dos parejas dejaban constancia, cada vez con más ímpetu, de su presencia tan solo a 4 metros de nosotros. La pareja de mediana edad parecía estar ya en el momento culminante de su éxtasis, mientras que las lesbianas parecían haber acabado su tortilla, y ahora se limitaban a descansar la una sobre la otra mientras se acariciaban mútuamente y dirigían sus miradas hacia nosotros. Mi mano estaba ya llena de carne en el interior de la ropa de Juan y, en mi nuca, sentía la mirada de unas espectadoras que, en cierto modo, me incomodaban. Reconozco que siempre me ha dado morbo que me miren disfrutando del sexo, pero en esta habitación me daba la sensación de ser una simple atracción. Y era solo el principio.
Cuando conseguí agarrar el miembro erecto de mi compañero dentro de su funda fui consciente del tamaño real del mismo y, como consecuencia de ello, decidí desabrocharlo por completo extrayendo de esa prisión todo aquello que Juan tenía para mí sola. El pollón era importante, del 20 quizás y, desde arriba, su propietario celebraba la excarcelación haciendo resonar, ahora sí, un gruñido de satisfacción tras otro. Justo el mismo número de ellos que mi mano era capaz de generar con los vaivenes desde el glande hasta la misma raíz del cilindro. La dureza era ya extrema, y su olor antojaba un sabor delicioso que me resistí corroborar. Sinceramente, no veía demasiado claro meterme el rabo de un desconocido en la boca y, aunque Juan me invitó a comerle un par de veces, hice caso omiso a sus ruegos y me limité a rozar con mucha delicadeza ese cilindro morado con mis dedos. Masajeaba el glande con gran destreza, usando toda mi mano, evitando un contacto total, propiciando la sutilidad táctil. En mi tesis doctoral no me olvidaré de escribir que es justo este tipo de caricias genitales las que hacen que una polla se convierta en una barra de titanio.
La masturbación estaba siendo un trabajo de artesanía que ni yo misma recordaba haber regalado antes a nadie, y cuando me pareció que lo mejor era cambiar de tercio para evitar que me escupiera encima, me incorporé junto a él para sentarlo en mi sitio y arrodillarme entre sus piernas. Insistí solo un poco más con la megapaja, lenta, con intenciones más terapéuticas que sexuales. Su rostro de placer era ahora muy evidente, las facciones sonrojadas me regalaban muecas de deleite, y sus graznidos le delataban mientras mi mano no conseguía rodear todo aquello, aunque sí consolidar una lubricación perfecta gracias a sus propios líquidos. Temí de nuevo que todo aquello terminara enseguida con una descarga prematura, de forma que volví a levantarme, me extraje las bragas rápidamente y se las tiré a la cara mientras le invité a que las oliera. Lo hizo añadiendo un “uffff”. Ahí, estirado en ese diván, con los pantalones por las rodillas, le pedí “permiso” para gatear hasta la altura que me interesaba y, ubicando una rodilla a cada lado de su cuerpo, me senté sobre su barra caliente para frotarla con mis labios mojados. Estaba dispuesta a meterme todo eso dentro sin protección alguna, pero intentaría hacerlo evitando las miradas de los curiosos presentes gracias a que la faldita que todavía llevaba puesta cubría toda la "zona cero" de mi libidinosidad.
Mientras mi entrepierna ejercía de esponja sobre la barra incandescente de Juan, éste intentaba distraer un posible orgasmo precoz desabrochando mi blusa, entreteniéndose con los botones y el enganche de mi sujetador. Me pedía en voz muy baja que, por favor, no le obligara a entrar aún, que le permitiera relajarse un poco. Pero el ambiente de la habitación estaba demasiado cargado de sexualidad, y la pareja de mediana edad nos daba fe de su final obligándonos al resto a dejarlo todo para ser testigos de su momento. Ambos llegaron a la vez al orgasmo y, por lo que pude apreciar desde mi atalaya, el hombre se corrió dentro de la muchacha que lo cabalgaba mientras ésta temblaba en convulsiones incontroladas. Solo cuando ambos descansaron sus cuerpos uno sobre el otro, Juan retomó sus labores y yo flirteé de nuevo con mi berberecho resbaladizo sobre su enorme percebe. Consiguió extraer mis pechos de sus fundas para abarcarlas con sus dos manos, y yo utilicé la mía por detrás para agarrar su mango y colocarlo en mi sagrada raja, me dejé caer muy lentamente, controlando la invasión, y permití que todo aquello me conquistara hasta hacer fondo. Noté perfectamente los latidos de Juan en mi útero. Nos quedamos los dos inmóviles, intentando no precipitar un posible final lácteo y, definitivamente, hice uso de mi ropa para ocultar todo eso.
En ese momento de sensibilidad sexual máxima solo se me ocurrió pensar en lo que opinaría mi novio Andrés si me viera ahora mismo de esta guisa, sentada sobre el camarero y con su pene introducido hasta el tope de mi ser. No es que me sintiera culpable, pues, insisto, fue él quien me empujó a esto, pero este tío al que me estaba follando resultó ser un pedazo de hombre que, posiblemente, despertaría ciertas inseguridades. Yo ya había tenido antes dentro rabos e incluso juguetes de este calibre, pero he de confesar que esta situación se hacía más y más morbosa a medida que nos precipitábamos al momento del frenesí. Así que, consciente de que Juan quería que lo cabalgara, y que mi chocho estaba ya efervesciendo, empecé a moverme lentamente arriba y abajo, con mucha cadencia, sin prisas. Se podía oír perfectamente, incluso bajo la falda, el chasquido de nuestros sexos rozándose entre una película de mucosidad. Un sonido que iba atenuándose a medida que mi velocidad dejaba de considerarse un simple movimiento para convertirse en un trote. Esos chasquidos eran ahora gemidos agudos en cada envite, a la vez que Juan decidía inhalar y exhalar con fruición para contener sus roncos bramidos.
Cuando quise darme cuenta, y estando a punto de caramelo, percibí la presencia de la pareja de mediana edad junto a nosotros, haciendo exactamente lo que antes habíamos experimentado nosotros: curiosear y disfrutar con el placer ajeno. Una situación que me cortó un poco el rollo, aunque sabía que mi ropa tapaba las vergüenzas más explícitas. Algo que también conocía Juan y que resolvió unilateralmente levantándome la tela sobre la espalda mostrando, por lo tanto, el panorama pornográfico que nuestros sexos protagonizaban. No quise adivinar las caras de los espectadores, me centré en mi placer y, por alguna extraña razón sentí una timidez poco habitual, volví a tapar la zona cero y recuerdo poco más de aquel preciso instante, porque Juan me atrajo hacia sí para cuchichearme al oído que iba a eyacular muy pronto y, sin dejar que asumiera esa información, me empujó a un lado para posarme boca arriba, arrastrarme hacia el borde del somier y levantar mi falda para abrirme las piernas dobladas a tope ofreciendo mi gruta a la vista de todos. Entonces me empaló de nuevo estando él de pie, junto a los dos curiosos. Comenzó a follarme muy rápido, haciendo sentir su presencia dentro de mis entrañas hasta hacer que mi propio orgasmo le salpicara sobre el pubis lubricando aún más sus envites finales. Mientras yo gemía y temblaba de pura lujuria, y nuestro entorno suspiraba de sorpresa, mi compañero salió de mi interior para iniciar su descarga sobre mi estómago contraído, mis tetas afiladas y mi coño irritado. Creo que escupió 4 ó 5 chorros enormes de semen que dejaron todo mi torso y mi tela manchados de leche. Solo consigo recordar un “joooder” de alguno de los presentes, pero poco más.
Mi macho y yo permanecimos estirados un rato antes de reaccionar y decidir marcharnos. Él puso su brazo bajo mi cabeza y quedó estirado a mi lado durante ese período de reflexión en el que, además, se suele repasar mentalmente todo lo ocurrido. Yo permanecía con la blusa abierta y la piel y la falda mojadas de semen licuado. "Vaya una descarga" le comenté de forma muy discreta pero acompañando la sentencia con una sonrisa. Él me comentó que siempre ha soltado mucha leche, y que a alguna mujer con la que ha estado le ha dado mucho asco. Yo le apoyé confirmando que no había nada más sexy que una buena descarga tras un momento sexual contundente, y que donde hubiera una buena corrida que se quitaran los toros. Nos reímos con éste y algunos comentarios posteriores más, y resquebrajé ese momento de romanticismo inapropiado yendo al lavabo contiguo para limpiarme y acicalarme bien. Posiblemente, mi chico estaba ya al otro lado de la puerta, esperándome, y no quería mostrar ni un solo resto de mis momentos con Juan. Me despedí de él con un beso en la mejilla y fui al encuentro de Andrés.
Durante el camino de vuelta a casa no entramos en detalles acerca de nuestro intercambio sexual, solo nos aseguramos de que el otro lo hubiera pasado bien. Por supuesto no le pregunté con quién folló él, sobre todo porque tampoco me interesaba a mí explicarle que el tipo del bar de debajo de casa, el camarero que nos servía el café todas las mañanas, tenía un rabo de negro que había servido para taladrar a su novia. No creo que se sintiera muy cómodo conociendo la identidad de mi amante forzoso, si es que realmente no lo sabía ya. Mientras tanto, los momentos cafeteros durante los días siguientes se me antojaban un poco incómodos, ya que el propio Juan solía sonreírme furtivamente en cada servicio, sabiendo perfectamente que la situación me daba más morbo que miedo. Yo nunca le devolvía la sonrisa y creo que era precisamente eso lo que le excitaba aún más. He de reconocer, no obstante, que en varias de mis últimas pajas había fantaseado con el rabo de Juan y con todo lo que de él salía. Acababa manchando mi consolador como pocas veces antes, y le hacía una captura con la intención de enviársela con un pie de foto: “mira cómo me pones”. Pero al final nunca me animé a ello. Y no es que mi novio Andrés no cumpliera mis expectativas en la cama, el problema es que, al ser guardia de seguridad nocturno, apenas coincidíamos durante el día y, aunque éste era un trabajo temporal, mis noches eran solitarias y aburridas. Cuando concurríamos el bar, mi novio se iba a dormir y yo a trabajar.
Por supuesto, Juan era buen conocedor de esa situación. No sé cómo, pero sin duda se había enterado de la ausencia de Andrés de lunes a viernes. Y entonces, el jueves de una noche de finales de julio sonó el timbre de casa. Yo iba fresquita, vestía una especie de camisón muy fino y transparente y unas braguitas de algodón suaves y muy cómodas. El "caloret" obliga a la despreocupación, y esa noche era especialmente calurosa y húmeda. Casi tanto como yo. Antes de abrir la puerta, y bajo la sorpresa inicial, pude confirmar por la mirilla que se trataba de Juan y de alguien más bajo que no supe reconocer. Empezó a latirme el corazón a toda prisa, no supe si hacerme la ausente y esperar a que se fueran o dar fe de mi presencia e ir a ponerme algo más presentable. “Hola Eva, somos Ana y yo”. ¿Ana? Creo recordar que Ana es una compañera de trabajo en el mismo turno que Juan. No acababa de entender qué coño hacía esa tía ahí. El coco me iba a toda prisa, y el corazón ya se salía de mi pecho. “Un segundo, por favor, ahora abro”. No podía hacerme la loca, sería muy raro. Rápidamente fui al baño a ponerme por encima uno de los albornoces y mantener mi aspecto presentable, abrí la puerta de acceso al piso y dejé pasar a ambos visitantes.
“¡Hola Juan! ¿qué hacéis aquí, se ha quemado el bar?”, intenté ser graciosa.
“Jajajaja, nooo qué va, hemos cerrado ya, y como es pronto pensé en visitarte y presentarte también a Ana”.
Hicimos las presentaciones formales y les invité a sentarse en el sofá. Les ofrecí algo de beber y estuvimos charlando de cosas banales para romper el hielo. Ana era, efectivamente, compañera de trabajo de Juan, unos 25, venezolana, muy morena, una chica muy guapa de facciones indianas pero estilo occidental. Enseguida sospeché que el tío se la estaba beneficiando, pero la realidad iba al siguiente nivel: resulta que Ana era la pareja que Juan traía el día que nos conocimos en El Chalet, el del intercambio de parejas (así me lo declaró días después). Y su presencia en mi casa no hacía sino corroborar que ella estaba al corriente de todo lo que ocurrió ahí esa tarde. La tía parecía una guarrita deliciosa, o al menos eso concluí tras haberla conocido bien esa misma noche. La conversación iba subiendo de tono lentamente, y acabamos confesando los tres nuestras sensaciones en aquel intercambio sexual. Mientras charlábamos y el ambiente se caldeaba a fuego lento Ana no dejaba de invitarme a despojar la bata que cubría mis pudores alegando que hacía demasiado calor para taparse así. Cuando justifiqué mi indumentaria por motivo de su propia presencia, se levantó colocándose en el centro de la sala invitándome a acompañarla. A su lado pude empezar a comprender la idiosincrasia personal de esta chica. Me temo que se parecía a mí en demasiadas cosas.
“Juanito, a que quieres saber qué hay aquí debajo”, dijo Ana animada por los cubatas mientras agarraba mis hombreras.
“Seguro que no hay nada que no haya visto ya”, aseguró Juan.
Entonces, simplemente dejó caer el pesado albornoz sobre mis pies, mostrando a los dos invitados la traslúcida prenda que dejaba apreciar la redondez de mis pechos y el sofoco de mis pezones. Más abajo solo había una prenda blanca que censuraba cualquier intento de análisis visual.
“Te lo dije, nada que no haya visto ya, jajaja”, decía Juan en ese mismo instante.
“Entonces, ¿eso de ahí es tu móvil o te alegras de verlo otra vez?”, se reía Ana ahora.
Hacía ya más de dos semanas que no veía ese pedazo de paquete con el que, como dije antes, había estado pensando varias veces. La situación desembocó en un ambiente de tensión sexual muy explícito, y entonces La chica rompió un silencio muy incómodo preguntando por el lavabo. Le indiqué la ubicación con una mano y dos palabras, y me pidió que la acompañara. Dejamos a Juan sentado en el sofá con un “ahora volvemos”. Al llegar, ella deslizó sus bragas lo justo para sentarse y empezar a mear, fijó su mirada cachonda e inyectada sobre todo mi cuerpo y, estirando de mí por la cintura, me acercó a su posición sin mediar palabra, echando después a un lado el trozo de tela que cubría mi coño para palparlo con dos de sus dedos. "Dios, me imaginaba que estarías así de mojada", suspiró la tía sin darme la opción de preguntar qué coño estaba pasando allí. Solo se me ocurrió permanecer en silencio y devolverle la caricia estirando mi brazo hacia su entrepierna palpando sus labios goteados. Ana reaccionó a eso separando sus rodillas en ofrecimiento, obligando a que su prenda íntima hiciera de forzoso tope a su apertura y, sin pensarlo ni un momento, introduje de un solo envite mi dedo corazón dentro de ella. Sus labios morenos e hinchados succionaron mi mano hacia su sonrosada gruta mientras ella ofrecía un gran soplido de placer. Sin extraer mi dedo de su interior usé mi otra mano para arrancarle las bragas que se estaban dando de sí, me arrodillé frente a su chochazo de mulata y usé mi lengua para juguetear con su botón rojizo mientras mi mano follaba sin compasión ese agujero viscoso.
El olor de Ana, su sabor y los resoplidos de placer animaban mis dedos a unirse en la contienda, consiguiendo enseguida introducir hasta tres en un solo bloque. Sin duda me había animado muchísimo y me propuse hacer que se corriera ahí mismo, sobre el váter, con las piernas alzadas, abierta de oreja a oreja y con el semblante congestionado. Cuando liberaba su cueva procedía a repasarla con mi lengua, desde el ano hasta el clítoris, llevándome en cada revisión una buena cantidad de su flujo cuajado y caliente. Ella me lo agradecía agarrándome la cabeza con sus manos y acompañando el peinado de su zona genital en el mismo sentido. De vez en cuando levantaba mi mirada para apreciar sus muecas de placer y, cuando me respondía con una sonrisa frenética, volvía a centrarme en su concha con la principal intención de hacerla explotar de placer. Sus líquidos ya empapaban el agujero más negro de su anatomía, cosa que aproveche
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