Largamente fingí que los problemas de ansiedad de Aileen me importaban. Yo perseguía un fin glorioso y nada me impediría lograrlo. Que mi pretendida estuviera loca no debía moverme a recular, sino a reflexionar de continuo sobre la mejor estrategia a seguir para aprovecharme de ella sin temer consecuencias nefastas. Más de una vez fantaseé en torno a lo que pudieran generarle mis avances. De haber sabido ella que su principal pretendiente la superaba en cuanto a maneras bizarras, sin duda se hubiera puesto a la defensiva de manera poco ortodoxa, quizá pretendiendo despedazarme con sus afiladas uñas que tanto se cuidaba, o bien, invitando a su nefasta madre a unírsele para hacerme acreedor a castigos insospechados.
En efecto, la figura de doña Leona no debe ser soslayada en esta historia. Era la madre de Aileen y la responsable de que ésta perdiera la razón. Doña Leona era una mujer madura cuyos encantos habían sido respetados por el tiempo; la muerte de su marido —cuyo corazón apenas se había resistido ante una emoción fortísima provocada por la ahora viuda— la había trastornado; no bien lo sepultó, se entregó a lamentar su infortunio. Para ella, haberse quedado sin esposo no había sido más que la consecuencia de una vida colmada de discusiones, que en ningún momento dejó de imputar a su media naranja, cuyo carácter conciliador —dicho sea de paso— era de todos conocido. Lo cierto es que la infeliz acabó con el único ser humano que la toleraba y, con tal de mantener su desequilibrado tren de vida, enfiló sus baterías hacia Aileen. De buenas a primeras la culpó del deceso de su padre y, con excesiva tozudez, se habituó día tras día a pegarle de gritos por la menor nimiedad.
¿Sería inconveniente que la chica se relacionara con un fulano? Ciertamente. No había que dudar que cualquier intentona de la niña con tal de conocer el amor sería destrozada por la madre, quien no toleraría que alguien más que ella saboreara los frutos sitos en el mundo del erotismo. Fueron innumerables los pretendientes que, horrorizados, huyeron del lado de Aileen antes de mi heroico arribo. Conviene precisar que, a la sazón, mis asuntos con féminas habían sido medianamente exitosos. No les pasaba inadvertido que mis intereses para con ellas trascendían lo convencional; soy un sujeto poderosamente pervertido y en raras ocasiones me he cuidado de disimularlo. Supongo que sólo contendré mis afanes de corrupción en cuanto a chicas buenas cuando me esté pudriendo en la tumba.
Nada importa dónde y cuándo conocí a Aileen. La elegí para mi colección de presas, aun cuando ignore si deba llamar así a una cáfila de escuinclas que escaparon de mi alcance tras su primer o segundo encuentro con mis desaforadas manías. En fin, comencé la empresa seductora, haciendo gala de una facundia que me estremezco al recordar, y que sin duda también estremeció a la destinataria. Loca o no, era una mujer, de ahí que la falsa miel destilada en sus oídos la obligara a derretirse y añorar caer a mis pies. Sin embargo, doña Leona sería un hueso duro de roer. Me lanzó una mirada asesina no bien me conoció, y de ahí en adelante no se cuidó de manifestarme una repulsión cuidadosamente planeada. Jamás me ofrecía una sonrisa ni siquiera un saludo forzado, y a cada rato se asomaba para cerciorarse de que su hija se hallara de una pieza. Esa actitud de mi suegra retrasó el momento feliz de la actualización de mis atroces fantasías, si tal es el epíteto para una colección de fetichismos y pasión por el bondage.
Me enorgullezco de no haber cedido a las claras invitaciones a emprender la retirada que me dedicaba doña Leona. Soporté sus desplantes de maleducada y algún que otro comentario marginal destinado a criticar mi evidente situación clasemediera. Nada me importaron sus groserías, ni que su hija pretendiera hacerme olvidarlas. Aileen pugnaba denodadamente con tal que la imagen de su madre ante mis ojos dejara de ser negativa. De continuo me recordaba que la señora se había vuelto loca en cuanto enviudó, y agregaba —inútilmente— que ello le había producido un trauma que volcaba en malos tratos para con su hija y los conocidos de ésta. Yo sólo sabía que mi paciencia terminaría tarde o temprano.
Así fue. Lo tolerable rebasó todo límite una tarde primaveral. Había estado lloviendo tremendamente, de modo que era fácil ser sorprendido por chubascos en cualquier lado. En mi caso, me quedé varado en casa de Aileen. Era imposible pensar en poner un pie fuera de la residencia. Soy casi inmune a la gripe, pero me resistía a arriesgarme a contraer algo quizá más nocivo que ese virus miserable. Un apagón no tardó en presentarse. No moví un dedo con tal que mi pretendida y yo pudiéramos vernos las caras, ni ella tampoco. Antes bien, fue claro que aprovechó la negrura para dar rienda suelta a sus incontables deseos reprimidos. En medio de las tinieblas me invitó a hacerla mía; acepté la invitación de buen grado y comencé a impartir besos, caricias y lameteos desesperados. Ella fue incapaz de acallar sus gemidos y aun de mantenerse vestida; poco a poco sentí cómo una blusa acaparaba mi rostro, y cómo un par de zapatos caía al suelo y chocaba contra la mesa de centro, y cómo un lindo calzoncito se frotaba contra mi entrepierna. Aileen desabotonaba mi camisa cuando el horror se presentó.
No la escuchamos acercarse. Un quinqué se encendió de pronto y vimos a doña Leona de pie ante nosotros, en bata, despeinada y con cara de poquísimos amigos. Jadeaba cual si estuviera por parir y en sus ojos rutilaba un odio indescriptible. Mientras Aileen, entre gritos entrecortados, procuraba vestirse, yo me afanaba en corroborar que la recién llegada estuviera desarmada. En definitiva, su semblante sólo podía prometer espantosos acontecimientos. Cuatro o cinco veces me habían asaltado —soy de un barrio peligroso—, de modo que había aprendido a localizar los que, a mi ver, representaban los puntos débiles de mis atacantes, siempre que éstos blandieran armas blancas. Para mi suerte, doña Leona no parecía portar arma de ningún tipo. Emití un suspiro, y ya me levantaba cuando la infeliz cayó sobre mí, pero no con el ánimo de lastimarme, sino de hacer jirones a su hija, cuyos gritos se desproporcionaron al sentir su cabellera aferrada por su enloquecida madre. Forcejeé para quitarme de encima a la vieja, y algún movimiento que practiqué puso sus pies a mi alcance; estaban descalzos, alcancé a tocarlos y al punto me sobrevino una erección. Con todo, lo primordial, de momento, era salvar la vida. El quinqué había caído al piso y era obligatorio impedir un incendio. Mientras las mujeres se enzarzaban, gateé por el suelo, pasé de largo la mesa de centro y levanté el quinqué. Supe que aquélla era mi oportunidad de poner a las fieras fuera de combate para su posterior anulación.
Coloqué el quinqué en la mesa de centro y, con toda la violencia imaginable, tomé a las mujeres por el cuello, las hice ponerse de pie y enseguida estrellé sus frentes entre sí. Cayeron gravemente al suelo, momento en que la energía eléctrica se reestableció. Agradecí aquella contingencia a la fortuna y me preparé para trabajar. Examiné a mis víctimas y, tranquilizado porque el cabezazo no las hubiera dejado en estado delicado, aparté la mesa de centro, desnudé a las mujeres y las puse bocabajo una junto a la otra. Las cuerdas me las proporcionó el tendedero ubicado en el traspatio. Me aseguré de que ningún vecino entrometido revisara ese punto de la casa y, seguro de que nadie me hubiera visto, retorné al lado de mis víctimas. Doña Leona empezaba a recuperar el conocimiento, de modo que me encargué de ella en primer lugar. Le impedí levantarse y, con esa magistral habilidad que siempre he acusado, la coloqué en un delicioso hogtie —manos y pies atados y unidos tras la espalda por una cuerda sabiamente anudada—, desoyendo sus numerosas agresiones verbales, que a la postre aplaqué con una mordaza que improvisé con unas mascadas que hallé en un perchero. Tocó el turno de Aileen. La até con relativa facilidad; se agitó un poco al recobrar la conciencia, pero, no bien contempló el rostro amordazado y enrojecido de su madre, cayó en una pasividad que la forzó a dejarme hacer sin resistirse. La amordacé también, pues nada me compelía a tener miramientos con ella. Vagué un rato por la casa, pues recordaba que Aileen me había contado que su padre disponía de un revólver cargado, que emplearía si algún ladrón se metía en la casa. Mi cultura cinematográfica me empujó hacia el clóset de la habitación principal, en una de cuyas repisas vi una cajita sospechosa. La abrí y saqué de ella una .38.
Volví a la sala y hallé a mis víctimas enfrascadas no en intentos por soltarse, sino en una nueva pelea, bastante dificultada en razón de las posturas en que yacían. Doña Leona intentaba moler a rodillazos a su hija, quien débilmente se limitaba a soltar cabezazos que nunca daban en el blanco. Las puse sobre el vientre y, mostrándoles el arma, les sugerí que observaran cordura so pena de recibir una bala en la cabeza. Se calmaron y empezaron a llorar. Entonces les dije lo que les haría, no sin asegurarles que sus continuos encontronazos verbales ya me tenían harto. Agregué, viendo a doña Leona, que le cobraría las malas caras y majaderías que me había recetado. Ellas redoblaron el llanto. Les vendé los ojos con cinta de embalar —que luego les arrancaría las pestañas y media ceja a cada una— y me entregué a adorar sus pies. Los de ambas eran deliciosos. Ignoro cuántas veces los lamí. Mi lengua repasó las plantas cientos de veces, y los pequeños deditos fueron propiedad de mis labios por más de tres cuartos de hora. Cuando me dio la impresión de que doña Leona disfrutaba genuinamente mis lances, me enojé y la fustigué con mi cinturón; la hice retorcerse de dolor ante la mirada atónita de su hija, quien había preferido mantenerse sobre el vientre (¿acaso para que mi lengua siguiera adorando sus pies?). Doña Leona se desmayó y procedí a mancillar a Aileen.
Desaté la cuerda que unía sus muñecas con sus tobillos, así como éstos, y la empiné para penetrarla por la vagina y luego sodomizarla. Su virginidad quedó en el olvido. La sangre que destiló manchó la alfombra y se extendió brevemente. Los gemidos de la perra me hundieron en un estado de inenarrable éxtasis. La obligué a oler las plantas de los pies de su madre mientras yo la penetraba, y cada vez que intentaba engañarme respecto de aquella tarea, mis embestidas se volvían durísimas, arrancando gemidos de la receptora. Despertó doña Leona y noté que me encantaría poseerla. Devolví a Aileen a su anterior posición y la dejé languidecer mientras me ocupaba de su madre; vencí su resistencia a punta de puñetazos y, antes de empinarla, le quité la mordaza y le ordené que se disculpara por haberme maltratado. El ataque sexual la forzó a complacer mi demanda, que al punto se extendió en el sentido de que también tendría que arrepentirse ante Aileen por haberle hecho la vida imposible por tanto tiempo. Bañada en lágrimas y babeando lastimosamente, la señora nos rogó perdón a ambos y al fin se desmayó.
Despertó fuertemente atada a una silla. No le di tiempo ni de tomar aire, pues en el acto introduje mi pene en su boca y le exigí que lo chupara hasta hacerme venir, instante en que debería tragar todo mi semen. La pistola ubicada junto a su sien la disuadió de disentir de mis mandatos. Aileen se hallaba en la silla contigua, claro que también atada; vio atentamente lo que hacía su madre, sin duda para saber lo que próximamente le tocaría cumplir. Cuando le tocó felarme, las comisuras de sus labios se rasgaron brevemente, pero la privé de atención médica. Finos hilos de sangre resbalaron hasta su barbilla, ante la mirada ida de su mísera madre. Aileen estuvo cerca de atragantarse cuando bebió mi semen. Tosió largo y tendido por media hora, al cabo de la cual la amordacé para que no intentara escupir los restos del semen. Doña Leona se desmayó otra vez. Me relajé un rato bebiendo cerveza y andando desnudo ante mis víctimas; desperté a doña Leona de un cubetazo de agua helada y entonces hablé con ambas, conminándolas a reparar sus divisiones y, más aún, aceptarme en calidad de psiquiatra para impartirles la terapia con la que, evidentemente, ambas mejorarían sus patéticas vidas. Ambas intercambiaron disculpas y promesas de que se amarían como deben hacerlo madres e hijas, y —si bien forzadamente— se mostraron dispuestas a recibirme como inquilino y someterse a mis terapias cuantas veces fuera preciso.
Siempre me faltará idiotez, de manera que no confié en aquellas imbéciles. Desde luego que me quedé en la casa, pero las acostumbré a gozar de las ataduras de la mañana a la noche, siempre en previsión de que se unieran para sofocar mi tiranía. Incluso las enseñé a atarse mutuamente. Me las cojo y adoro sus pies a diario, y sus eventuales rebeldías son aplastadas a base de latigazos. Se han convertido en la idea de la obsecuencia. Me fascinan. Fungen como mis escabeles mientras termino de escribir esta historia. Me parece que, en vez de regenerarlas, las enloquezco cada vez más. Qué mejor. Nunca antes había tenido víctimas de este calibre. Me quedaré aquí mucho tiempo.