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Ciertas señoras sólo se entregan una vez
Tenía sesenta y siete años, medía un metro con ochenta y tres centímetros y pesaba, según la balanza de la farmacia de abajo, noventa y dos kilos con vestido liviano y sin cartera. Era rubia y se teñía el cabello con el mismo color de la infancia, haciendo juego con la piel blanca y los ojos grises. Las paredes de la sala estaban llenas de fotografías de su adolescencia y juventud, de sus primeros años de casada, y todas la mostraban como a una beldad exquisita, con cuerpo escultural, aunque siempre oculto por ropas abundantes que impedían el destaque de sus formas. Tenía tres hijos, media docena de nietos y el mal recuerdo de un marido que se le dio vuelta y terminó engrampado con su mejor amigo, en una relación que seguramente databa desde épocas adolescentes.
La conocí porque una amiga y socia ocasional en cierto negocio internacional fue a vivir con ella, como compañía, y debíamos reunirnos tres o cuatro veces por semana. Era increíblemente culta, dominaba el francés tanto como el español y podía hablar de lo que se presentara, sobre todo de arte, y en la intimidad del departamento dejaba adivinar su cintura estrecha, sus caderas anchas, sus pechos rotundos y las carnes duras, tentadoras.
Odiaba las groserías, renegaba con la televisión por pasar situaciones indignas de verse y jamás entraba en un cine que brindara películas realistas, cargadas con excesivas cuotas de sexo. Juraba que llegó virgen al matrimonio y jamás engañó al marido, ni siquiera con el pensamiento, y que sólo hizo el amor como Dios mandaba, sin efusividades ni padecimientos: Jamás tuve un orgasmo…, afirmaba, cuando el tiempo forjó la amistad y charlábamos entre los tres con naturalidad, zarandeando a los tiempos nuevos o criticando lo visto o leído.
Mi amiga era todo lo contrario: le encantaba coger y cambiar de macho todos los días, sobre todo si podían brindarle, además de buen amor, posibilidades de entrar en negocios interesantes, y no había noche que no saliera con alguno o para pescar compañía. Era linda, cuarentona como yo, y le resultaba fácil brindarse cogidas espectaculares que al día siguiente comentaba con desparpajo, como algo natural. Me la había cogido al comienzo de las relaciones comerciales y no me gustó su vocación de salir con cualquiera, de manera que luego de un viaje a Europa, donde garchamos como pareja de novios, decidimos poner fin al coito, aunque a veces me sobaba la pija y le daba unos chupones para tranquilizar los nervios: Y qué querés, Roberto, extraño tu aparatito, que a decir verdad es cosa bastante seria…, decía, con la boca enmelada por el semen y los ojos rozagantes por la mamada, y yo le permitía la chupada porque me encantaba alcanzar su garganta y sentir el deseo quemante de su boca por paladear mi esperma.
Cuando salíamos por las calles de la ciudad nos encantaba dejar que Jessie caminara sola un par de pasos adelante: era increíble la cantidad de autos que se detenían para invitarla a pasear y de machos que la desnudaban con las miradas, mucho más que a mi amiga, que en sus tiempos jóvenes fue Reina del Mar y primera princesa en el concurso de Miss Argentina: Es que la gorda tiene sus cosas, y hasta yo me la cogería… Pero es más boluda que una monja y no quiere saber nada, aunque a veces me acaricia con el pretexto de que necesito masajes por estar tensionada…, comentó mi amiga, y fue como si despertara el deseo por Jessie, porque desde ese día me paladeaba con sus pantorrillas, sus muslos, sus pechos, y ni hablar del culo, que pese al volumen era tan tentador que de sólo mirarlo tenía erecciones sacrosantas.
Un día subí al departamento y me recibió Jessie envuelta en el toallón del baño, dispuesta a darse la ducha. Hasta entonces no había hecho ningún intento por acercarme, pero en varias ocasiones había sentido el peso de sus ojos en los míos: No me digas que estás así para mí…, le dije, en broma, y dio media vuelta sin responderme para encerrarse en el baño. Tomé asiento en el sillón de costumbre, abrí el portafolio y me puse a leer el contrato que redactara durante la mañana, para que lo firmara mi socia y amiga. Me olvidé de Jessie, el piropo y su silencio, de manera que me asombró verla fresca, perfumada, luciendo el salto de cama de seda, amplio y casi transparente. Podía ver perfectamente sus senos enormes, blancos y lechosos, la cintura increíblemente estrecha, las caderas generosas, la bombacha con perneras, bien a la antigua, y las piernas rotundas y dignas de la admiración de un matarife. Era una abundancia de mujer, pero armoniosa, de alguna manera bastante deseable: Ahora sí estoy para vos…, dijo, y tomó asiento en el respaldo del sillón, dejando que toda la pierna izquierda se mostrara tal como era.
―Nunca estuve con otro hombre que no fuese mi marido, pero desde que nos conocimos llamaste mi atención. Estoy asustada, Roberto, muy asustada, aunque como dice Joanna me siento más que recaliente. Hace dieciséis años que no tengo relaciones sexuales, desde que entré en casa y encontré a mi marido y a su amigo en pleno combate, mi esposo en la posición de perrito y el doctor clavándole la cola con su aparato, aunque después supe que se turnaban. Anoche me comprometí conmigo misma que si venías te llevaría a mi cama, siempre y cuando te sientas conforme con mi propuesta.
Me levanté del sillón, guardé el contrato en el portafolio, le pedí que me dejara darme una ducha y cinco minutos después le quité el salto de cama, la bombacha, me posesioné como un hambriento de los pechos que podrían competir con ventaja con los mejores melones, me llené la boca con los pezones oscuros, adultos, me cabalgué sobre su vientre y le puse la pija al alcance de su boca. Tengo un instrumento discreto, fuerte, y primero lo tomó con una mano: El de mi esposo era exactamente la mitad que el tuyo…, comentó, y sin mediar nada más me di vuelta, dejé a su alcance pija y trasero, para que hiciera lo que su inspiración le aconsejara, y me hundí en las vastedades de su entrepierna, en la selva de vellos fragantes, en los labios vaginales sonrosados y ya húmedos, en el clítoris durísimo que al sentirse en mi boca comenzó a padecer el deseo de volverse falo, en las nalgas impresionantes con asomos de turbulencias porosas, hasta que percibí el roce de los dientes al trasponer los labios que no se decidían a la succión: ¿Qué debo hacer con esto?, preguntó, y por poco me orino de la risa: Lo que quieras, menos masticarlo…, respondí, y como un zorro audaz le busqué el culo y le puse el índice a trabajar, mientras la lengua entraba y salía por la cueva resbalosa de la vagina.
La pija le encantó, los huevos la fascinaron, y se las ingenió para saborearlos como si fuesen bombones. Lanzó un orgasmo sorpresivo que salió como creciente de las profundidades y me salpicó la cara, y como venganza le introduje el índice hasta la segunda falange: ¡No!, exclamó, frunciendo el esfínter, pero no retiré el dedo y lo mantuve impertérrito, hasta sentir los leves movimientos de ampararlo y rechazarlo: Esto es asqueroso… Pero me encanta…, señaló, con la voz abaritonada por la labor de succión y el roce del glande en la garganta, y ya seguro de que Jessie había perdido todo recato me acomodé entre sus piernas, exigí que las abriera hasta más allá de lo posible y le puse la pija en la entrada, sin sacar el índice del culo, no porque quisiera mantenerlo adentro, sino porque el esfínter lo exigía. Se la introduje de a poco, para que su memoria recuperara los gozos antiguos, pero Jessie empujó con el vientre y la llevó hasta adentro: Juro que nunca sentí este placer, esta necesidad de que me rompas todo lo que hay adentro, de que me mates…, susurró Jessie, y como la tenía dominada, obediente a mis embates, saqué el índice de la cola y lo acompañé con el del medio: Por Dios, Roberto, me estoy derramando, se me sale todo…, dijo, apretando tanto el esfínter que temí por la suerte de mis pobres dedos, pero se contuvo, no salió nada, y acompañé el bombeo de la pija con el movimiento de los dedos, hasta que Jessie lanzó un alarido y se fue en un orgasmo impresionante, tan enorme que sus piernas ciñeron mi cintura y sentí que me partía el cuerpo en dos. Acabé por el dolor, y también retiré los dedos, mientras Jessie se sacudía y me hacía saltar con aspavientos de pretender estrellarme contra el techo.
Ni siquiera se dio tiempo para apaciguarse: me bajó del vientre y se puso en cuatro pies, sacó del cajón una pomada cualquiera, creo que algo terminado con vita: Dale, si te demoras más de lo necesario no te lo permitiré jamás…, sentenció, abriéndose las nalgas con las manos y mostrándome el culo manchado con rastros de jugos intestinales. Me embadurné la pija, puse bastante crema en el esfínter y en el recto, y sin haberlo imaginado siquiera presioné el glande en la entrada del ano, pese a que el hijo de su madre estaba medio amorcillado por el polvo precedente. Pero nada estimula más a una pija que el reclamo de un culo espléndido, y en cuanto sintió la dureza elástica se puso como un garrote y entrar se hizo fácil, a tal punto que Jessie ni se dio cuenta cuando los huevos se estrellaron en las nalgas: Esto es hermoso, papito, ahora comprendo a mi marido…, apuntó, y la sentí gozar, estremecerse, buscar mayor profundidad, y creo que si no morimos aquella vez fue sólo porque los amantes jamás deben morir cuando aman.
No volvimos a copular nunca más: Jessie ni siquiera salía a saludarme cuando visitaba a Joanna en el departamento. O Joanna no sabía nada de lo ocurrido o era una estúpida incapaz de contarme qué ocurría.
Varios meses después concretamos el negocio y Joanna se quedó en Europa vigilando nuestros intereses. Jessie la acompañaba.
Un día, chateando con Joanna, se presentó este diálogo:
―Tengo que agradecerte, socio, por el negocio que hicimos y por muchas otras cosas.
―Al contrario, el agradecido debo ser yo.
―Parece que no entiendes…
―No, sinceramente no…
―Desde hace tiempo Jessie y yo somos pareja.
.¡A la pucha!
―Sí, la gorda me hizo pelotas el corazón y me reventó la cachucha… Se convirtió en tigresa, en algo impresionante, con decirte que anda a la pesca de consoladores tamaño grande para que nos demos la biaba. Y eso te lo debo a vos, ¿no es cierto?
―¿Jessie te contó algo?
―Nunca me dijo nada, pero la tarde en que firmamos el contrato pasó horas en el baño, afligida porque no se le cerraba el esfínter. Le echó la culpa a un bolo fecal, pero tengo bastantes conocimientos de las dimensiones de tu herramienta para vencer resistencias de esfínteres. A mí me pasó lo mismo.
―Lo siento mucho.
―¿Por qué? Gracias a que le rompiste el orto a mi hembra comenzamos a querernos…
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