Martha aun no sabía como determinar su comportamiento y, en una mezcla de vergüenza y desfachatada aceptación de la situación, le pidió a Guillermo que no la calificara por esa reacción y que sólo era el intenso amor que sentía por él lo que la había llevado a tales actos. Comprensivamente, Guillermo le dijo que no lo había dudado ni por un momento y que esa entrega voluntaria le confirmaba no sólo cuanto la amaba sino que ella era la mujer con quien deseaba pasar el resto de su vida.
Seguramente el mandato cultural y social influyó en esas relaciones que fueron acomodándose a sus vidas cotidianas. Ambos habían aceptado naturalmente el hecho de mantener esas relaciones que, seguramente, a los ojos de cualquier persona de las que se consideraban “decentes” serían consideradas como viciosamente impúdicas aunque, paradojalmente, quienes podrían juzgar su conducta fueran capaces de vilezas aun peores en su intimidad.
Socialmente, las muchachas de su edad debían mantener públicamente una conducta coincidente con la imagen que los demás pretendían que exhibiera, pese a que cada padre y madre cuyas hijas sostenían prolongados “coloquios” nocturnos en los concurridos zaguanes, sabían que en esos pequeños ratos de solaz, en mayor o menor grado, las parejas mantenían viva la llama de su amor con los alivios que obtenían en esa cómplice oscuridad.
Sus propios códigos de conducta les impedían exteriorizar aquello que la naturaleza colocaba en sus cuerpos y mentes y, por esa razón, veían acotadas sus manifestaciones íntimas a los límites alcanzados en su segunda relación. Los padres de Martha suponían acertadamente que su hija estaba transitando aquella etapa de exploración y descubrimiento y, condescendientes en su autoridad, contemplaban con agrado las salidas semanales de “la nena”, con aquel pretendiente que ellos deseaban se convirtiera prontamente en novio.
De esa manera pasaron unos meses en los cuales se instaló una cierta rutina que distendió los nervios de todos. Calmada con el alivio a sus tensiones hormonales pero sin trasponer la frontera tácita que había fijado la prudencia y, muchas veces sin siquiera profundizar tanto, Martha encontró un equilibro entre sus relaciones laborales, familiares y sentimentales.
En lo laboral y siendo ya un secreto a voces su relación con Guillermo, la actitud de las otras mujeres cambió para hacerla partícipe de conversaciones en las que, sin recato alguno, intercambiaban bromas sobre las virtudes físicas de sus amantes, admitiendo con desparpajo detalles notablemente perversos de su intimidad.
Así, fue sumando a su haber el conocimiento del “progreso” económico de muchas de ellas y sucedieron algunas cosas que se confrontaban con el cacareado puritanismo de la empresa. En ocasión de la celebración del 4 de Julio, una de las secretarias más hermosas, canalizó a través del alcohol la indiferencia que oponía a sus avances un alto ejecutivo, pretendiendo arrojarse por una ventada del sexto piso.
También, menos espectacular pero igualmente escandaloso, fue el alboroto a “sotto voce” del embarazo de una de las secretarias a manos de su jefe quien, casado y con hijos, se negó a admitir ser quien la preñara y mucho menos a hacerse cargo del obligado aborto a esa muchacha de veintidós años. Finalmente, el asunto no pasó a mayores gracias a la intervención del amante de Olga, quien obligó al hombre a pagar la operación, clandestina claro, y trasladó a la joven a otra área de la empresa donde no tuviera contacto con el ejecutivo.
El tercer acontecimiento aproximó a Martha a un mundo del que ignoraba todo y que jamás hubiera imaginado como consentidamente habitual, especialmente en esa época de pacatería donde nadie se hacía cargo de su reprimida sexualidad. En aquel caso, la batahola trascendió los límites de la empresa, ya que la jefa de Medios, tras sostener una fuerte disputa de celos con la de Contaduría, de quien era amante desde hacía dos años con la encubierta adhesión solidaria de todos, se encerró en el baño de mujeres para cortarse las venas.
Tras la intervención de la asistencia médica y policial, la mujer fue internada en un sanatorio pero, habiéndose hecho públicas esas relaciones homosexuales, la empresa la indemnizó magníficamente y la despidió.
Todo aquello asombraba a la jovencita inexperta, pero gracias a la ayuda de Olga con la cual había profundizado su amistad, al pasar en su casa todos los ratos en que estaba libre de la presencia de Guillermo, fue comprendiendo como las personalidades oscuramente reprimidas de la gente tenían una vía de escape en la expansión de los más perversos actos en la intimidad.
De la misma manera, en esos meses comenzó a ver como Elsa iba experimentando modificaciones en su conducta. Atenta a aquella confesión de que estaba siendo cortejada por alguien más joven, observó como su madre se mostraba más prolija y coqueta en su arreglo personal; había menguado la larga melena castaña en un juvenil corte a lo “garçón”, lo que destacaba aun más la fineza de sus rasgos, el cutis tonificado relucía con diáfana transparencia gracias a las cremas que utilizaba y su cuerpo había adelgazado hasta lucir esbelto con la firmeza de la adolescencia.
Y Martha se alegró porque así fuera, ya que a su edad, Elsa necesitaba que alguien la amara con todo el amor que sólo puede brindar la juventud y no la violencia desatada con que su padre la sometía, por suerte, cada vez con menos frecuencia.
Evidentemente, esa relación había tenido concreción gracias a que, en esos meses, su padre había comenzado a viajar al interior. Habiendo conseguido un crédito, expandió la producción de su pequeña fábrica de calzado y al carecer de estructura comercial, debía visitar personalmente a sus grandes clientes del interior en largas giras que le demandaban semanas. Sospechosamente coincidente con esos viajes y al regresar ella del trabajo, Elsa le dejaba preparada la cena para luego salir con distintos pretextos; visitar a algún pariente, concurrir al teatro o al cine o, simplemente, cenar con una amiga.
A Martha le parecían demasiadas coincidencias juntas, ya que su madre nunca había sido afecta a esas salidas y ahora se dada la situación de que regresara muy tarde en la noche y en puntillas como si ella fuera la muchacha, quien concluyó que Elsa estaba sosteniendo un secreto romance. Bastaba con ver su rostro en las mañanas siguientes a esa escapadas, pareciendo haber retrocedido quince años y, mientras le servía canturreando alegremente el desayuno como cuando ella era niña, su hija pudo detectar en distintas oportunidades esas leves marcas que deja el amor; leves huellas de rasguños en sus brazos y piernas o morados círculos de chupones en el cuello y el pecho.
A pesar de pasar sola casi todas las noches, Martha no tomaba provecho de la situación ya que en su plan no entraba la posibilidad de entregarse a su novio solamente por el sexo sino cuando este hubiera concretado un compromiso formal y la inminente boda fuera una certeza. Entretanto, la rutina semanal de la cita en “Pichín” parecía bastarle a los dos y el noviazgo transcurría sin tropiezos con aquellos manipuleos y felaciones que no iban más allá de lo que ella se permitía. La que creció para bien fue su amistad con Olga y, sabedora que ni bien regresara a su casa Elsa desaparecería, demoraba su arribo pasando un rato en casa de su amiga.
Además de confidente, la mujer se había convertido en su mentora, aconsejándola sobre ciertas circunstancias en las lides amorosas con tanta cruda vehemencia que, a veces, la muchacha se molestaba por las explícitas explicaciones en las que le mostraba gráficamente como hacerlo. Y no era que a Martha le disgustara ver el cuerpo desnudo de otra mujer ya que durante toda su vida había vivido con la desinhibida desnudez de su madre, sólo eran las actitudes de Olga las que encendían un instintivo timbre de alarma en su mente.
Ni bien ingresaban al pequeño departamento, Olga comenzaba no sólo por descalzarse sino que el camino hasta el dormitorio iba quedando sembrado por las pocas prendas que vestía y, antes de meterse a la ducha de la que parecía no poder prescindir, frente a un alto espejo que tenía fijado en la pared, cepillaba repetidamente el largo y dorado cabello lacio para luego atarlo en un elaborado rodete en la nuca.
Olga y tal como lo dejaba conjeturar su nombre, era hija de polacos y todo en ella correspondía a esa característica étnica; bastante más alta que Martha, superaba el promedio que se consideraba ideal hasta para una modelo y su cuerpo que parecía delgado debido a esa estatura, estaba en perfecta armonía con aquello.
Sólo si se la cotejaba con una mujer común, sus pechos y glúteos adquirían la verdadera dimensión que los convertía en notables; la masa oscilante de los senos blanquísimos parecía adquirir contundencia con la exhibición de los amplios círculos rosados de las chatas aureolas en cuyo centro despuntaban las agudas puntas de unos largos pezones. El abdomen se hundía en una chata pancita para marcar la comba de un generoso bajo vientre que luego descendía hacía el vértice afeitado del sexo, cuyo aspecto desasosegaba a Martha.
Tras las primeras veces en que su amiga se comportara de esa manera, decidió asumirlo como parte de aquella brutal franqueza que tenía para explicar las cosas más terribles y acomodada en un sillón de aquel living- dormitorio del único ambiente, también procedía a descalzarse y con los pies apoyados sobre la mesa ratona participaba de la conversación con Olga u hojeaba revistas de moda mientras escuchaba los románticos boleros que enloquecían a la mujer.
Naturalmente, no podía dejar de ver la desnudez de su amiga y, consecuentemente, admirar los sólidos promontorios de los glúteos ni la fuerte musculatura de las largas piernas pero, a pesar de la incómoda turbación de los primeros días, fue acostumbrándose a verla revolotear a su alrededor tal como Dios la trajera al mundo. Realmente, la mujer parecía disfrutar de esa libertad y mientras se bañaba con la puerta del baño abierta para poder conversar o se sentaba desmañadamente en el otro sillón frente a ella para arreglar o pintar las uñas de los pies, no cesaba de parlotear un instante, haciéndose eco de sus intimidades e, inesperadamente, de las de su madre.
No era que a Martha le importara la infidelidad de Elsa sino que, contrariamente, estaba feliz por aquel cambio experimentado en ella pero lo que la inquietaba era la naturaleza del romance y que aquel joven no tuviera intenciones aviesas o malsanas que pudieran perjudicarla. Poniéndose como ejemplo, Olga la tranquilizó al hacerle comprender que una mujer casada no juega su honra ni futuro por algo en lo que no cree ni esta segura que sea definitivo y que en ese aspecto, su madre era prudente y responsable.
En ese delicado equilibrio en el que aparentemente todos sabían lo que hacían los otros pero simulaban ignorarlo, transcurrieron unos meses en los que su padre alternaba esos viajes quincenales con iguales períodos de permanencia en Buenos Aires, durante los que parecía querer desquitarse de esa abstinencia y sometía a Elsa a largas sesiones de sexo de las cuales Martha ya no era ávida observadora pero, a sus oídos sensibilizados por tantos años de escucha, los ayes y gemidos de su madre se le antojaban consecuencia de verdaderas torturas.
Durante esos días, el rostro de Elsa se mostraba macilento y en sus ojos no brillaba esa chispa de juvenil alegría que recuperaba inmediatamente después de haber partido su marido de viaje. Por otra parte, Andrés parecía querer estar más tiempo a solas con su mujer y alentaba la prolongación de sus salidas con Guillermo o la exhortaba a cultivar la amistad con Olga en sus cotidianas visitas al volver del trabajo.
Al parecer, cansado de aquella rutina de cada viernes para sus fugaces y frustrantes relaciones en el reservado o por qué ya había resuelto que Martha era la mujer que él pensaba, Guillermo decidió formalizar y, sin siquiera consultarla, habló telefónicamente con Elsa para señalarle su voluntad de concretar la relación. Andrés se encontraba por esos días en la casa y decidieron que el próximo viernes sería la oportunidad ideal.
Los nervios de ser pedida formalmente en noviazgo y el hecho de que los dos únicos hombres que influyeran en su vida y decisiones fueran a encontrarse, mantuvieron toda esa semana en vilo a la muchacha pero sus miedos fueron superados por la inmediata corriente de simpatía que se estableció entre su padre y Guillermo.
Simpatizantes ambos del mismo club de fútbol, no tardaron en trenzarse en animadas críticas hacia el nuevo técnico y las recientes incorporaciones al equipo. Su novio estaba pasmado por la juventud de su futura suegra y del parecido que casi las convertía en gemelas; en ese afán por agradar a la mujer, se excedía en sus gentilezas y alabanzas a sus condiciones de cocinera y, superado el escollo inicial del desconocimiento, transitaron una agradable velada en la que no hizo falta que él concretara verbalmente sus pretensiones.
Todos eran adultos y cada uno sabía lo que debía conocer del otro. Consintiendo tácitamente en el compromiso, Andrés le dijo a Guillermo que podía visitar a su hija tanto como quisiera pero, a fin de que todos fueran acostumbrándose, sugirió que las primeras semanas concurriera los martes y jueves, estableciendo el sábado como día optativo de salida.
Y así fue; esos días llegaban juntos del trabajo y su madre los dejaba tranquilos para que “conversaran” en el living hasta la llegada de Andrés, quien preparaba el aperitivo y conversaba de temas cotidianos con su novio aguardando la hora de la cena.
A pesar de toda su experiencia visual, manual y oral desarrollada en esos años, Martha seguía siendo una bobalicona muchachita de barrio y cuando no era estimulada, olvidaba todo aquello que se refiriera al sexo. Contenta por estar concretando lo que siempre ambicionara, se convertía en la chiquilina que en realidad era, asumiendo el rol de novia con la inocencia y candidez de cualquier jovencita.
Sentada tímidamente junto a Guillermo, se comportaba con todo el candor de una doncella impúber y hasta se ruborizaba cuando su padre les advertía, admonitoriamente jocoso, sobre sus amartelados devaneos amorosos. En ese clima, la cena se desarrollaba calmosamente mientras observaban la televisión instalada a la punta de la mesa y luego de los postres, su padre se acostaba.
La reaparición de Elsa secándose las manos en el comedor significaba que ya era hora de retirarse y con su recomendación cómplice de no demorarse mucho en la “despedida”, la pareja descendía las escaleras hasta la planta baja para permanecer un largo rato en el oscuro zaguán.
Martha había creído que ese cambio afectaría a las relaciones que tanta satisfacción le daban en “Pichín”, pero la criteriosa condescendencia de sus padres les otorgaba el tiempo y la intimidad necesaria. Sólo el primer día se sintió cohibida y no dejó que Guillermo avanzara más allá de una larga sesión de besos pero, con los días y ya convencida de que las tres puertas que separaban al zaguán de la habitación de sus padres junto a la especial anuencia de su madre, les aseguraban tanta privacidad como si estuvieran en una habitación de hotel y se dejó llevar por las circunstancias.
En la tercera visita y mientras su padre fumaba un último cigarrillo junto a su novio, ella fue al baño y, tras lavarse prolijamente el sexo y el ano, cambio la ropa de trabajo que aun conservaba por un sencillo vestido de entrecasa, bajo el cual no usaba absolutamente nada. Instalados en la tibia oscuridad del zaguán tan sólo iluminado por la luz azulada de la calle que entraba a través de los cristales de la puerta, apresuró el trámite del juego previo abriendo pródiga la botonadura del pecho.
Como dos grandes peras oscilantes, los senos temblorosamente conmovidos por el deseo dejaron ver a los ojos de Guillermo toda la intensidad de su pasión y mientras ella recorría con golosos lengüetazos el cuello de su novio, este no dudó en atrapar la tierna carnadura entre sus dedos. La traición del inconsciente lo llevó a imaginar la figura de Elsa entre sus brazos y sintiendo el despertar de una nueva pasión, arremetió contra la jovencita.
Feliz por el entusiasmo del hombre, Martha fue empujando su cabeza hacia los senos mientras le suplicaba que los chupara. En tanto que sus dedos palpaban, sobando la carne que paulatinamente iba cobrando volumen y firmeza, la lengua tremoló vibrante contra las alzadas aureolas para luego concentrarse en excitar la gruesa excrecencia de los pezones. El trepidante ondular húmedo sobre la elástica carnosidad estimulaba ardientemente a la joven quien, con la cabeza apoyada firmemente en la pared, dirigió su mano en procura del bulto masculino.
Diestra ya en la costumbre de desabotonar la bragueta, rápidamente encontró la tumefacta masa del pene y, sacándola cuidadosamente, la estrujó entre los dedos hasta que adquirió cierta rigidez. En tanto que Guillermo se hacía un festín en sus pechos, lamiendo, chupando y mordisqueándolos en su totalidad, ella comenzó a someter al miembro a una lenta masturbación.
Como si aquello hubiera exacerbado al hombre, este dejó que una de sus manos levantara la falda del vestido para ir a rascar en la alfombrita de fino vello recortado. El sabía que una suave presión circular sobre la prominencia del huesudo Monte de Venus desquiciaba a la muchacha y allí concentró su accionar.
Efectivamente, aquello, sumado a lo que la boca y la otra mano efectuaban en los senos, trastornó a Martha de tal manera que, mientras una sus manos se dedicaba a sobar en delicado vaivén al falo, la otra se alojaba en la base de los testículos amasándolos con ternura. Instintivamente, ella había separado las piernas y entonces, la mano encontró expedito el camino para ubicar la caperuza del clítoris que sobresalía desafiante entre los labios de la raja.
Como un ágil gancho carnoso, el dedo mayor escarbó en la excrecencia y aquello llevó un angustioso suspiro a los labios de la joven que redobló el accionar de los dedos en las verijas de su novio. Martha anhelaba casi histéricamente tener en su boca la verga del hombre pero aquel redobló las caricias a la vulva y, tras excitar los hinchados labios mayores en un delicioso periplo desde el clítoris hasta el mismo ano, presionó para que los dedos penetraran al óvalo humedecido por sus jugos y allí juguetearan vehementes con los repulgues de los pliegues y, cuando Martha inició un esbozado ondular de la pelvis, dos de ellos se introdujeron parsimoniosamente en la vagina donde se curvaron para rascar y escarbar rudamente las mucosas vaginales.
Esa mutua masturbación los llevaba a proferir confusos murmullos donde se entremezclaban las más asquerosas expresiones de la sexualidad con delicadas exclamaciones de amor y placer. Los dedos hábiles de Guillermo rebuscaban en el canal vaginal y, finalmente, emprendieron un cadencioso ir y venir que por su intensidad paralizó a la joven, quien, gimiendo roncamente, proyectó su pelvis contra la mano que la martirizaba para luego sacudirse en espasmódicas convulsiones, señalándole quedamente que estaba obteniendo su orgasmo.
Apoyada desmayadamente contra la pared, percibió los dedos zangoloteando en su sexo por unos momentos más y luego experimentó la dicha de sentir los tibios arroyuelos de sus jugos escurriendo a lo largo de los muslos interiores. Con los ojos cerrados por el disfrute, consintió en que él la empujara hacia abajo hasta quedar arrodillada y recibió con un suspiro anheloso el roce de la verga en sus labios.
Los meses de práctica en la que era su única expansión sexual, la habían convertido en una avezada autodidacta vocacional; dejando a la maleabilidad de los labios la tarea de envolver en remisos chupeteos al glande, formó con dos dedos un aro para envolver al tronco de la verga e iniciar un perezoso movimiento de arriba abajo. Alternando el accionar de los labios con el tremolante aletear de la lengua, fustigó rudamente la sensibilidad del surco y, cuando sintió como el hombre se estremecía de placer, suave, muy suavemente, introdujo el pene en la boca hasta poco más allá del prepucio. Cerrando los labios a su alrededor, estableció un corto vaivén succionante que se vio acompañado por el movimiento circular que hacía la mano en la masturbación.
Reprimiendo sus bramidos gozosos, Guillermo imitaba un involuntario coito y entonces, decidida a satisfacerlo satisfaciéndose a sí misma, Martha introdujo la verga en la boca hasta llegar al límite de la nausea para luego iniciar el camino opuesto, retirándola morosamente mientras los dientes trazaban surcos incruentos en la delicada piel del pene.
El había asido su cabeza entre las manos y, manteniéndola fija, penetraba la boca como si fuera un sexo al tiempo que profería obscenidades sobre sus innatas condiciones como ramera. Lejos de ofenderla, esas expresiones la llenaban de un auténtico orgullo por satisfacer de esa manera al hombre que amaba y la incitaban a ser aun más osada.
Chupando con ávida gula al falo alucinante, se aferró con una mano al muslo del hombre y la otra, que deambulaba sobre los testículos, extendió su recorrido hacia el breve pero sensible perineo y la punta de su dedo mayor estimuló los apretados esfínteres del ano como viera hacerlo tantas veces a su madre. Eso pareció aguijonear a su novio, quien asintiendo con entusiasmo, incrementó el meneo de la pelvis.
Martha presumía que aquel se encontraba próximo a la eyaculación y, antes de chupar al falo hasta casi perder el aliento, mojó su dedo con abundante saliva para introducirlo lentamente al recto. Ella había aprendido de Elsa que por esa vía se estimulaba a la próstata, acelerando el placer y la emisión seminal. Sabiendo lo que se sentía por haberlo hecho hábito en ella, hundió el dedo hasta que los nudillos se lo impidieron, masturbando a la tripa con perezosos vaivenes que exacerbaron al hombre y, cuando aquel le anunció la rápida llegada de la eyaculación, abrió la boca con desmesura para recibir en ella la descarga espermática que llegó en forma de espesos chorros a los que tragó con verdadera fruición mientras sentía como su cara y pechos eran salpicados por los impetuosos espasmos seminales.
Esa primera relación en el zaguán le había resultado tan satisfactoria a ella como a Guillermo y, superando impasible el dolor en las rodillas, dejó que él enjugara amorosamente con su pañuelo el pringue del esperma. Limpia de todo rastro seminal, arregló su cabello y abotonando prolijamente el vestido, lo despidió entusiasmada por los resultados de esa rápida pero provechosa unión.
Para Martha aquello había constituido todo un acontecimiento y al otro día se le hicieron largas las horas hasta que pudo estar en la tranquilidad del departamento de Olga y contarle en detalle cada cosa que había pasado. Su amiga había salido de la ducha y aun envuelta en un toallón, se sentó de lado junto a ella en el sillón. Cuando terminó de secar la dorada cascada de su cabello y en tanto escuchaba las minuciosas descripciones de la muchacha, hizo caso al reiterado pedido de Martha para que emparejara sus uñas dándoles una armónica forma oval que destacaba lo estilizado de los delgados dedos.
Las manos de Olga tenían esa particularidad propia de los deportistas y los cirujanos; los dedos finos y espatulados aparentaban estar dotados de una fuerza excepcional pero la tersura de la piel y las uñas recortadas a su mínima expresión les conferían una suavidad que transmitía toda la calidez de sus maneras. Asiendo entre ellos los de Martha, iba no sólo haciéndole sentir con sus delicados toques la emoción de verse mimada sino también un extraño desasosiego que halló sorpresiva respuesta cuando al terminar, Olga llevó una de sus manos a su boca para depositar en la palma un húmedo y cariñoso beso.
Desconcertada, la muchacha miró a su amiga y encontró en los claros ojos de aquella la calidez de su diáfana amistad nublada por un angustioso toque de lujurioso deseo. Impactada por ese descubrimiento, quedó inmovilizada por un instante que Olga aprovechó para acercarse aun más a ella y tomándola delicadamente por la barbilla, acercar los labios entreabiertos a su boca, posándolos levemente con tierna pasión sobre los suyos.
Jamás a Martha se le hubiera ocurrido que eso pudiera llegar a sucederle a ella y mucho menos con su mejor amiga, de cuya feminidad no dudaba por las confidencias de aquella sobre las tormentosamente profundas relaciones con su amante. Paralizada cual si estuviera hipnotizada, no sólo no atinaba a ofrecer la menor resistencia sino que sentía rebullir allá, en el fondo de sus entrañas aquellos cosquilleos que manifestaban su excitación involuntaria y entonces, cuando la mujer envolvió su azorada boca abierta entre sus dúctiles labios, experimentó la más deliciosa sensación que beso alguno hubiera despertado en ella.
Aturdida, permitió que la mano se deslizara hacia el costado aferrando su cabeza al tiempo que los dedos acariciaban el cuello y esa zona sensible detrás de la oreja. Envalentonada por esa mansa aquiescencia, la boca se acopló a la suya en tierna succión e, instintivamente, sus labios respondieron al beso con idéntica pasión.
Un jadeo entrecortado agitaba su pecho y en tanto que experimentaba un desconcertante vuelo de turbulentas mariposas en su estómago, dejaba escapar su agitación a través de sus narinas intensamente dilatadas. Tenía cabal conciencia de la homosexualidad de aquel acto pero al mismo tiempo no podía ignorar el placer que inundaba su cuerpo invocando atávicas reminiscencias animales e imitando a su amiga, la asió por la nuca y cerrando los ojos se dejó llevar en una mareante contradanza de besos tan profundos como tiernos.
El deseo la obnubilaba y en medio de palabras ininteligibles de amoroso contenido entremezcladas con ahogados sollozos que no podía contener, abrió su boca golosa para que la lengua recibiera complacida la prepotencia de la de la mujer. Olga manejaba con prudencia los tiempos y dejaba que la pasión contenida de la joven fuera alimentando los fogones de la excitación.
Y así pasaron un largo momento en el que ambas dejaban en libertad la represión de sus más hondos y oscuros deseos a través de sus bocas, intercambiando salivas y esos vahos de fragancias primitivas que el apetito sexual colocaba en su aliento. Al ver que no era rechazada por la muchacha, Olga envió sus manos en procura del cuerpo para irlo despojando lentamente de la blusa, sabedora de la desnudez que la esperaba debajo.
Lo que se constituyó en una verdadera sorpresa para ella fue la contundencia y los atributos de esos pechos soñados. Al palpar las carnes firmes, encontró la tierna aspereza de los gránulos que orlaban la prominencia de esas menudas réplicas de senos y la flexibilidad de los gruesos pezones. La tentación la llevó a escurrir su boca a lo largo del mentón, descender por el cuello y, tras lamer al rubicundo salpullido del pecho, atacar con labios y lengua la blancura del seno.
A Martha ya no le importaba lo desviado de aquel sexo ni con quien lo estaba practicando; todo era tan nuevo y esplendoroso como cuando Guillermo la besara por primera vez. Parecía haber recuperado esa cándida virginidad de sus sensaciones y aquello que la mujer estaba realizando en ella se tornaba inaugural; su ternura, goce y suavidad no se aproximaba en lo absoluto al nivel de agresión que le imponía su novio.
Los sedosos dedos palpaban, sobando las carnes a las que la excitación estaba confiriéndoles volumen y dureza mientras la lengua, con su aguda punta convertida en un elástico látigo, fustigaba los gránulos glandulares de la aureola y rodeaba cada vez un poco más cerca y con ocasionales azotes al estremecido pezón. En tanto hacía eso en un pecho, la otra mano efectuaba similar tarea con las uñas apenas esbozadas, cuyos filos rascaban sin herir la rugosa superficie de la aureola y picoteaban alternadamente la mama con esporádicos pellizcos.
Elevado al nivel de deleite, el placer era inédito para la muchacha y dócilmente se dejó recostar contra el mullido respaldo del sillón. En tanto se solazaba en los pechos de su amiga, Olga desprendió el cierre de la falda para dejar espacio a la mano que se perdió en las profundidades de la pelvis. Los dedos expertos dejaron de lado la alfombra velluda para deslizarse a lo largo de las hendeduras que formaban la unión de las piernas con la vulva y, en ese estrecho espacio, transitaron mientras comprobaba el bulto carnoso del sexo.
Un dedo travieso investigó en su nacimiento para detectar la rugosa prominencia del capuchón y, examinada su contundencia, se filtró entre los labios mayores verificando la emisión de mucosas para, resbalando en ellas, recorrer concienzudamente la porcelana del óvalo, escudriñar incitante en el agujero de la uretra y luego descender a la búsqueda del agujero vaginal que estimuló suavemente pero sin intentar penetrarlo.
Ese tacto inusual desquiciaba a Martha y, ansiando sentirlo en toda su plenitud, en medio de ayes y suspiros suplicó a Olga que continuara con esa masturbación. Pero en los planes de la mujer había otros objetivos y, sin dejar de estrujar sus senos con la otra mano, hizo que la boca buscara la depresión del surco que dividía en dos la meseta del abdomen. La transpiración se acumulaba en el vello casi invisible de esa depresión y la lengua enjugó esos fluidos mientras los labios se aplicaban a estimular la piel con tan tiernos como rudos chupones.
Exploró en la oquedad del ombligo y luego, acomodando su cuerpo entre las piernas de la muchacha, le quitó la pollera. Como obedeciendo a un mandato primitivo aquella las abrió con desmesura y, arrodillada en el piso, Olga llevó la boca a fisgonear en la pulida piel de los muslos interiores. Atenta a los instintivos remezones de la pelvis juvenil, dejó a la lengua tremolar en las cercanías al sexo pero sin tomar contacto alguno con él.
Martha presuponía lo que se avecinaba y su histérica angustia le hacía imposible contenerse pero la calmosa actitud de la mujer mayor la tranquilizó y esperó anhelosa el momento. La lengua examinó la suave pendiente del vientre que prologaba al Monte de Venus, exploró en el hirsuto tapiz para comprobar la solidez del huesudo promontorio y, finalmente, recaló sobre la caperuza epidérmica que cubría al clítoris.
Despaciosamente, casi como negándose a hacerlo, la lengua rozaba dentro del hueco del capuchón en lenta rotación como para enjugar la delgada capa de fluidos hormonales que lo cubría y comprobar su sabor. Martha jamás había experimentado una sensación de tan maravilloso goce y apretando su cabeza contra el tapizado, llevó sus manos por detrás de las rodillas para encoger las piernas hasta sentirlas rozando sus pechos.
La lengua fue suplantada por el dedo pulgar quien, junto con el índice, atrapó la carnosidad para someterla a una exasperante rotación e ir incrementando la presión muy lentamente, en tanto que el índice y el mayor de la otra mano separaban delicadamente los hinchados labios mayores de la vulva para dejar al descubierto la maravillosa exhibición de ese óvalo virgen de todo sexo lésbico. Mucho más grande de lo que ella esperaba, la elipse exhibía una gradación de tonos rosados que iban desde el pálido ceroso del nacarado fondo en el cual destacaba el dilatado conducto de la uretra, hasta los negruzcos repliegues de sinusoides frunces de los labios menores.
Nuevamente, los dedos intervinieron para separarlos totalmente hasta que quedaron expuestos como una grosera mariposa de cuyas curvas inferiores nacían minúsculos pliegues que ribeteaban como una corona la entrada a la vagina. Subyugada por ese espectáculo virginal único en su vida, imprimió a la lengua un vibrante tremolar e inició un moroso periplo por el sexo, hostigando las aletas carneas, resbalando sobre la pulida superficie del fondo, incitando con la aguda punta el curioso borde que adornaba la uretra e, internándose en los tejidos alrededor de la vagina, absorbió con gula las pequeñas gotas de flujo que rezumaba el sexo.
Martha gemía dulcemente, ronroneando en mimosos ayes de complacencia y su pelvis respondía a las ondulaciones del cuerpo con espasmódicos meneos. Ya no era solamente la lengua la que sojuzgaba sus tejidos sino que se habían agregado los labios, los que aprisionaban las inflamadas crestas para chuparlas apretadamente, tironeando de ellas como si quisieran comprobar su elasticidad. Envarando la larga lengua, Olga la ciñó entre los dientes para mantener su rigidez y, muy suavemente, la introdujo en la ahora dilatada apertura de la vagina, encontrando que más atrás, los esfínteres se cerraban instintivamente tercos.
Devolviéndole su flexibilidad al órgano, hizo que la punta recorriera el húmedo vestíbulo estimulando los músculos anulares hasta que estos cedieron paulatinamente a la caricia. Comprobando su plástica blandura y sin agresividad alguna, fue penetrando hasta que sus labios chocaron contra el sexo. Martha estaba acostumbrada a la invasión de los dedos de Guillermo aunque aquello supusiera gozar a través del sufrimiento, en cambio, la naturaleza mórbida pero firme de la lengua cubierta por la espesa saliva de la mujer penetraba con la misma intensidad y, sin embargo, su contacto la remitía a tales niveles de placer como nunca había transitado.
La endurecida lengua entraba y salía en lentas embestidas que provocaron que la muchacha abriera con sus manos las piernas como ofreciendo sus zonas venéreas al sacrificio. El aplicado trabajo de los dedos sobre el clítoris y el aspecto maravilloso de la vulva abierta como la corola de alguna flor exótica, indujeron a Olga a retirar la boca de la vagina para introducir con infinito cuidado el índice.
Contrariamente a la rudeza de los de su novio, el dedo de la mujer no portaba elemento alguno que pudiera lastimarla, justamente a causa del cuidado especial que Olga prestaba a sus uñas recortándolas a su mínima expresión; de esa manera, cada dedo se convertía en el menguado pero eficaz sustituto de un miembro, liso y regordete. Cuando todo el largo índice hubo penetrado la vagina sin más tropiezo que los fuertes músculos que se oponían instintivamente a su paso, comprobó la elasticidad de los tejidos ya cubiertos de una espesa capa de mucosas generadas en el útero.
Experto en esos menesteres, el dedo fue curvándose y la punta roma escarbó en la tierna carnosidad. Sintiendo como la musculatura se dilataba y comprimía en un latido casi sincrónico, dio un giro a la muñeca para rebuscar en la cara anterior ese bulto que disparaba el ardor en las mujeres. Encontrándolo sin dificultad muy cercano a la entrada, lo excitó con suaves roces de la yema hasta que la prominencia alcanzó el ovalado tamaño de una gruesa almendra.
Como ella esperaba, ese estregar había gatillado una pasión incontenible en la muchacha quien, suspirando angustiosamente, humedecía sus labios afiebrados para luego hincar sus dientes en ellos. Retirando momentáneamente el dedo, Olga lo chupó para degustar el sabor de esos jugos vírgenes y después, ahusándolo junto al mayor, volvió a penetrar la vagina combinando aquel movimiento de rotación con un pronunciado vaivén.
Martha estaba gozando como nunca había ni siquiera imaginado que pudiera hacerlo y exhortaba a la mujer que no cesara en su empeño, por lo que la rubia polaca llevó su boca al sexo y volviendo a martirizar a los arrepollados pliegues con lengua, labios y dientes, sojuzgó a la muchacha hasta que esta, entremezclado con sus ayes, suspiros y gemidos, le anunció la proximidad del orgasmo. Redoblando su esfuerzo, se aplicó a penetrar y chupar a la joven hasta que estallando en sollozos de alegre satisfacción, esta sacudió su cuerpo en espasmódicas contracciones y entre sus dedos sintió escurrir el premio jugoso del placer.
Después de enjugar los sabrosos y fragantes fluidos vaginales, tras desprenderse de la toalla, retrepó por el cuerpo convulsionado y acostándose sobre su amiga, depositó sus labios golosos en la boca por la que escapaban ronroneantes estertores. Al sentir el agridulce sabor de sus propios jugos emanando de la boca de Olga, Martha no pudo refrenar sus impulsos y hundió su boca en la de la mujer al tiempo que la lengua paleteaba con energía en su interior para sorber ese elixir de salivas y flujo.
Absorta en la batalla bucal, Olga restregaba sus senos contra los de la muchacha y su mano había vuelto a deslizarse sobre el pastiche de fluidos vaginales y saliva del sexo. Paulatinamente fue empujando a Martha sobre el asiento y, al quedar esta totalmente acostada en el asiento pero sin dejar ni por un instante el vehemente chupetear, se acomodó invertida sobre su cara.
Rodeando con sus rodillas la cabeza de la muchacha y al tiempo que acrecentaba el vigor lujurioso de sus besos, dejó a las manos la tarea de sobar y estrujar los gelatinosos pechos, cebándose con los dedos en los pezones para retorcerlos y clavar en ellos el mínimo filo de sus pulgares. Alucinada por tanto placer junto, Martha retrepó la cuesta de la excitación que no la había abandonado ni por un instante y suplicó murmurante a su nueva amante que llevara su boca a los pechos.
Bajando a lo largo del transpirado cuello, la mujer abrevó en la canaleta que dividía los senos y luego, como un perverso caracol, fue elevándose por la colina sudorosa hasta arribar a los gránulos de la aureola. Los labios formaban como una trompetilla que absorbía la delicada piel entre ellos para someterla a tan incruentos como poderosos chupones que, al abandonarla para dedicarse a oprimir otra zona, dejaban ver el rojizo círculo de lo que luego se convertiría en morado hematoma.
Subyugada por el aspecto de esos largos senos que se bamboleaban delante de sus ojos, Martha extendió las manos y, al asirlos entre ellas, experimentó el irrefrenable deseo de sentirlos en su boca. Imitando a su amiga, estrujó duramente la teta prodigiosa y su boca se engolosinó chupeteando y lamiendo las rosadas aureolas hasta que los labios voraces se apoderaron de los pezones para succionarlos con tanta avidez como Olga lo hacía en los suyos.
Durante un rato se demoraron en el tiovivo del goce, pero el llamado atávico del sexo fue más potente y en su vorágine las arrastró a abalanzarse una en la entrepierna de la otra. Martha carecía de la experiencia de su amante pero suplió esa ignorancia con la voluntariosa dedicación de su boca a imitar en todo cuanto Olga le hacía. Aunque desde aquella inspección inicial a través del espejo siempre se había interesado en las distintas partes que formaban parte de un sexo femenino, nunca había imaginado que tendría uno tan sólo a centímetros de su boca.
A pesar de su calentura, aun quedaban restos de pudor en ella y el aspecto casi animal como la boca un monstruo mitológico mostrándole lo que seguramente también exhibía el suyo, le dio un poco de repugnancia; esos colgajos de bordes negruzcos que goteaban líquidos íntimos se abrían para dejar expuesta la intensidad rosada del óvalo y en la cima, el canuto carnoso del clítoris se ofrecía erecto a su gula. La tufarada fragante de las flatulencias que expelía la vagina hiriendo su olfato, provocó una respuesta visceral que le hizo olvidar sus prevenciones. Decididamente, cual si acometiera la degustación de un delicioso postre, llevó la lengua tremolante a explorar sobre los barnizados tejidos y el sabor nuevo de aquella vulva empapada la ofuscó.
Pasando los brazos alrededor de los muslos, abrazó las caderas para que sus manos se posesionaran de las rotundas nalgas de la rubia mujer y así, formando un encastre perfecto, las dos se dejaron estar en una hipnótica cadencia de lamidas y chupadas que las llevó nuevamente al cenit del goce. Conduciéndola como una consumada maestra, su amante la guió para que repitiera todo cuanto le hacía.
Martha jamás había experimentado lo que era someter a otra mujer y esa sensación de omnipotencia que la embargó al hundir sus dedos en la vagina de Olga pareció incrementar su propia sensibilidad para hacerle sentir con verdadero beneplácito licencioso como su amiga hundía tres dedos ahusados en su vagina. Aquello le resultaba realmente doloroso, pero el goce de sentirlo así superaba toda prudencia y, rugiendo como una fiera, se aplicó a sojuzgar al delicioso clítoris de Olga mientras dos de sus dedos penetraban decididamente la vagina.
No había calculado que la tersura y el calor de esos músculos ciñendo sus dedos para que resbalaran en la caldosa alfombra de las mucosas le harían sentir en el vientre la misma excitación que si escarbara en sus propias entrañas y, sintiendo como el advenimiento de otro orgasmo la invadía, bramando como una fiera en celo, chupeteó y mordisqueó al inflamado clítoris hasta que sintió los sacudones espasmódicos de su amiga y a través de los dedos manaron los jugos aromáticos.
Ambas habían coincidido en sus eyaculaciones y por unos momentos más siguieron prietamente estrechadas, confundidas en mimosos lambeteos a y succiones a los sexos hasta que Martha, agotada por ese acople inaugural, cayó en la modorra que deja la satisfacción.
Poco a poco fue reaccionado escuchando como en la lejanía el trajinar de su amiga por la habitación. Abriendo despacio los ojos, vio la magnífica figura de la rubia que salía del baño acercándose a ella. Arrodillándose en el suelo junto al sillón y mientras con sus manos acariciaba tiernamente el cuerpo todavía conmovido, Olga le dijo que jamás sería capaz de hacerle daño y que sólo volvería a penetrarla cuando fuera ella quien se lo pidiera. De la mujer emanaban ese almizcle natural de toda hembra excitada mientras su cuerpo sin secar aun exhibía la brillante pátina de diminutas gotas de agua como lustroso residuo de la ducha.
La boca glotona rozó apenas los labios entreabiertos de la muchacha y esta volvió a sentir como todo su cuerpo era invadido por una corriente eléctrica que se ramificaba en refulgentes estallidos, confluyendo en la nuca para luego explotar en su mente con una miríada de luces fugaces que la extrañaban. Ya su voluntad estaba sojuzgada por la pasión y, asiendo a la mujer por la nuca, hizo que aquel tenue contacto se transformara en febriles besos en los que los labios competían con las lenguas en una desigual batalla en la que la boca viciosa llevaba la mejor parte.
A la vez que los labios de Olga fogoneaban el ardor de la joven, una de sus manos se perdió en las profundidades de la entrepierna para que los dedos ágiles se cebaran en esas carnes de las que aun brotaban hormonales exudaciones. En morosos círculos, restregaban suavemente al clítoris, jugueteaban en delicados apretujones sobre la filigrana de los pliegues y visitaban la antesala a la vagina para escarbar entre las carnosidades bañadas por las mucosas. Al ritmo de las succiones y lambeteos de la boca, los dedos realizaban un alucinante periplo que fue crispando a la muchacha y, cuando comenzó a emitir hondos suspiros entrecortados por el jadeo del pecho, Olga la condujo para que se diera vuelta.
Haciéndole apoyar sobre el borde del sillón las rodillas de sus piernas abiertas en amplio triángulo, fue empujando el torso hasta que los pechos se aplastaron contra el muelle tapizado. Las manos descendieron desde la nuca a lo largo de la columna vertebral hacia la alzada grupa, despertando con el casi indetectable filo de las cortas uñas cosquilleos desconocidos en los riñones de Martha. Los dedos acariciantes se extendieron sobre la prominencia de las nalgas y, después de sobarlas como para comprobar la solidez de los glúteos, excitaron la arruga que producía la comba escurriéndose luego por los muslos.
Rascaron por unos instantes las pantorrillas para recalar en el suave hueco del cuenco formado por los músculos detrás de las rodillas y las yemas exploraron la sensible epidermis. La lengua se convirtió en sutil embajadora de los labios para que, juntos, dedos y boca estimularan la sensitiva piel. Martha ronroneaba quedamente y, cuando los predadores escalaron el muslo en lenta procesión, de manera incontrolablemente atávica, imprimió un provocativo menear a las caderas.
La lengua tremolante se aventuró hacía el sexo groseramente expuesto y mientras dos dedos restregaban en calmosos círculos al clítoris, se cebó sobre las colgantes crestas. Como dando respuesta a los ayes complacidos de la muchacha, el órgano de desplazó vibrante hacia la ya dilatada entrada a la vagina para estimularla con deliciosos azotes en tanto que un gentil dedo pulgar patinaba en las mucosas que habían escurrido por la hendedura, acuciando con la yema al apretado haz de los esfínteres anales.
Los reprimidos gemidos de la joven ya se habían convertido en roncos bramidos de placer y entonces fue cuando Olga dilató con dos dedos la entrada a la vagina. Martha no daba crédito al placer que su amiga le estaba proporcionando y las convulsiones de sus entrañas se metamorfoseaban en una tan dolorosa como gozosa excitación de sentir como los finos colmillos de diminutas bestias feroces pretendían arrancar sus músculos de los huesos para arrastrarlos hacia la hoguera del sexo y, sin proponérselo conscientemente pero ávida por volver a experimentar la deliciosa sensación de morir por un instante, de trasladarse a esa inefable dimensión del goce que sólo provoca el orgasmo, dejó escapar el ruego de ser penetrada.
Olga estaba tan ansiosa como ella en someterla, especialmente porque ella era devota de una práctica que con los años se denominaría fisting, pero que consistía en penetrar la vagina de sus ocasionales amantes con toda la mano. Uniendo sus dedos índice y mayor, los mojó con abundante saliva y desde esa posición le resultó más fácil hacerlos penetrar totalmente en el sexo pero esta vez no buscó aquella callosidad en la cara anterior sino que crispó la punta para iniciar un ríspido rascado de las carnes que, recubiertas por una plétora de jugos, hacía innecesaria su precaución de lubricar los dedos; paulatinamente y escuchando el ronroneo mimoso de Martha, fue añadiendo el meñique para finalmente, plegando al pulgar casi en la palma, hacer que los nudillos presionaran los esfínteres y entre gemidos quejosos de su amiga, la mano se deslizó dentro del canal vaginal para, tras unos momentos de descanso que diera a la muchacha, comenzó a moverla de suave vaivén al tiempo que cerraba los dedos en un puño al entrar y los abría en abanico al retirarlos.
En tanto que masturbaba intensamente a la sollozante Martha, la boca de Olga se dedicó a cooperar con el pulgar de la otra mano y la lengua socavó el ano hasta lograr vencer su resistencia, penetrándolo suavemente un par de centímetros. Ya la muchacha no permanecía con la cara y los senos contra el asiento sino que mantenía encogidos los brazos y la cabeza se alzaba para dejar escapar los ayes que la ahogaban en tanto que su cuerpo iniciaba un lerdo hamacar acompasándose al ritmo de la penetración.
El brazo de la polaca se movía con la intensidad de un alocado pistón y obnubilada en esa cópula, le hizo colocar una de sus piernas sobre el asiento para lograr una mayor dilatación del sexo, El zangolotear de los dedos sobre los empapados tejidos y los gritos ahogados de su amiga, le dijeron que ya estaba pronta. Uniendo como en un rezo los dedos de las dos manos, los apoyó contra los enrojecidos tejidos de la entrada a la vagina y, con paciencia de orfebre, fue empujando hacia dentro.
Si bien su amiga había conseguido flexibilizar los tejidos, la masa formada por los diez dedos juntos ponía un anheloso temor en la muchacha. Olga los hacía penetrar con tal cuidado que no parecía estar haciéndolo; milímetro a milímetro, centímetro a centímetro, el chato cono invadía las carnes para luego retirarse y reiniciar la penetración, cada vez un poco más profundamente.
Las manos expertas de Olga tomaron un lerdo movimiento giratorio y eso facilitaba la intrusión; cuando los nudillos pusieron freno a la penetración, fue dándole mayor empuje a ese suave vaivén al tiempo que separaba los dedos formando un hueco que ensanchaba el tamaño de ese inusual falo. El paso de cada nudillo iba desgarrando tejidos y causándole a la joven tales sufrimientos que prorrumpió en jadeante llanto pero a la vez, el sentir algo semejante dentro del sexo le procuraba tanto placer que, olvidada de que era ella a quién estaba sometiendo su amiga, le pidió broncamente que la rompiera toda pero que la hiciera tan feliz como esperaba.
Tan alienada como Martha, Olga, fue introduciendo las manos hasta superar los esfínteres que ciñeron apretadamente las muñecas y, asentando su boca contra el agujero de la tripa, lo succionó tan apretadamente que sus mejillas se hundían por el esfuerzo. Cuando los jugos le permitieron deslizar las manos con comodidad, inició un cadencioso ir y venir, retirándola hasta que quedaba casi fuera y luego la introducía aun con mayor vigor.
Aquella cópula enloquecía de gozo a la muchacha que, en medio de gritos y maldiciones, le pedía por favor que no cesara jamás de penetrarla. Aunque lo había deseado desesperadamente, Olga asistía atónita al espectáculo que le brindaba la desaforada reacción de su amiga y dejó de trabajar con su boca en la incitación al ano para ver como la vagina virgen de todo miembro, permanecía dilatada cuando comenzó retirar las manos alternativamente en una sucesión de penetraciones individuales que sin embargo encantaron a Martha por la forma en que asentía maravillada por semejante coito, dejándole ver la intensidad rosada del interior.
Ella misma sentía la proximidad del orgasmo y decidida a llegar a la satisfacción total de ambas, sacó una de las manos y acompañó el coito con la introducción del dedo pulgar en el ano. En ese doble sometimiento perdió la noción del tiempo y la cordura sólo para extasiarse en sojuzgar a la otra mujer. Ya fuera de control y sin mediar pausa alguna, apretó juntos al índice y el mayor contra los esfínteres que el dedo había dilatado para introducirlos totalmente en la tripa.
La saliva que se acumulaba en la garganta de Martha sirvió como sordina para que el grito estentóreo se convirtiera un agónico gorgoteo y, cuando luego de sentirse traspasada como por una espada ardiente, Olga iniciara una rítmica cópula, no sólo la recibió con auténtico alborozo sino que imprimió a su cuerpo tan intenso balanceo que sus senos zangoloteaban de una lado a otro.
La mujer decidió gratificar a quien se había prestado con tanta mansedumbre a ser prácticamente violada y, sin sacar los dedos del ano, la hizo recostarse en el respaldo del sillón. Arrodillándose sobre el asiento, la envolvió con su brazo y, mientras la besaba con gula voraz en la boca, siguió sometiéndola por el ano mientras la incitaba para que con sus dedos masturbara su propio sexo. Durante un rato formaron un acople sexual perfecto hasta que la muchacha le anunció jubilosa el advenimiento de su alivio y en tanto que gimoteaba su mimosa complacencia, Olga llevó los dedos hacia las bocas unidas y juntas, sorbieron con fruición los jugos rectales.
La satisfacción las invadió y poco a poco fueron sucumbiendo en una susurrante somnolencia, cayendo una en brazos de la otra para dejarse estar en los más tiernos besos y ardorosas palabras de amor. Martha no sólo estaba agotada sino que todo su cuerpo le reclamaba dolorido por la intensidad conque se había entregado al sexo. Con los ojos cerrados, disfrutaba la calidez del abrazo de su amante pero no podía ignorar la llama pulsante que la acción devastadora de las manos había causado en su interior. Sin embargo, y a pesar de ese sordo latido, el placer obtenido superaba largamente al sufrimiento y, acurrucándose mejor sobre la almohada de los senos de Olga, se dejó llevar por el disfrute hacia un cómodo sopor.
Rato después y en tanto iba cubriendo su cuerpo con un fresco vestido de seda, Olga la sacó de su desmayada modorra para urgirla a vestirse pretextando que se había hecho tarde y ella esperaba la pronta presencia de una visita. Martha necesitaba realmente de un baño pero la autoritaria actitud de la mujer la hizo obedecerla sin protestar. Quitándose las destrozadas medias de nylon arrolladas en sus tobillos, se secó someramente con una toalla de mano y volviendo a vestir su ropa, arregló lo mejor que pudo el desarreglo del cabello, calzándose los zapatos desordenadamente por la prisa conque su amiga la apremiaba,
Martha supuso que el “visitante” debería de ser el amante de Olga y, por lo tanto, su gerente general. Como no deseaba causarle inconvenientes a quien le había descubierto ese maravilloso costado del sexo, tras un amistoso beso en la mejilla se apresuró a recorrer los escasos veinte metros que la separaban de su casa. Al tener que ascender la empinada escalera, cobró conciencia del daño sufrido en su sexo y ano; la palpitación del sexo se había convertido en un ardor similar al de una quemadura y en los avasallados esfínteres anales se había instalado una urgida picazón como si estuviera a punto de descargar sus heces.