Mara era una profesionista con doctorado incluido. Laboraba como directora general de cierta dependencia del gobierno. Era hermosa. Claro que lo que más le gustaba a Raimundo eran los pies de la infeliz. Eran pies deliciosos, ni muy chicos ni muy grandes, apropiadamente enarcados y con talones y deditos poderosos.

Raimundo tenía la fortuna de que Mara se hospedara en su casa, en la que también vivían los padres de aquél, que habían conocido a Mara en España y se habían hecho amigos de ella. Como Mara estaba recién llegada para ocupar su importante puesto, ni siquiera había tenido tiempo de buscar casa propia. Otra cosa buena era que Mara estaba divorciada y alardeaba en público de no querer saber nada de los hombres. A Raimundo lo trataba con lástima por ser medio idiota, y no lo ignoraba por ser el hijo de sus amigos.

Pero Raimundo se juró que no descansaría sino hasta paladear el sabor de aquel par de imponentes pies. Sólo con eso se conformaba. Su sueño se hizo realidad un viernes. Mara llegó a las diez de la noche, aturdida por el cansancio. A la hora de la cena confesó que no podía más de cansancio. La madre de Raimundo la urgió a descansar, y el padre le recomendó que se tomara un valium para que nada la despertara durante muchas horas. Para fortuna de Raimundo, Mara tomó el medicamento.

A la medianoche, Raimundo salió de su cuarto, ataviado con pijama. Caminó descalzo al cuarto de Mara, entró con precaución y vio a la belleza aquella sumida en el quinto sueño. Él la había visto tomar el valium, así que sabía que todo estaría bien. La postura de Mara le facilitó las cosas. Ella estaba bocabajo. La pierna derecha sobresalía de las mantas, así que un pie extraordinario quedaba a la mano.

Raimundo la descubrió, le puso las piernas juntas y, ya con el pito bien parado, se arrodilló ante las plantas, que quedaron al filo de la cama, como debe ser para una rica adoración. Raimundo no era de poner aceites ni tonterías, sino que iba a lo suyo sin preámbulos. Empezó oliendo aquellas preciosidades durante unos cinco minutos. Olor delicioso, pese a que Mara no se había duchado antes de dormir.

Sobrevinieron los besos, largos y apasionados, luego el hundimiento de la cara en el magnífico valle formado por los arcos y, finalmente, los lengüetazos. La lengua recorrió las perfectas plantas una y otra vez, desde la punta de los suculentos deditos hasta el canto de los maravillosos talones. Aquello duró media hora, y entonces Raimundo acercó la verga a la región lamida y soltó un generoso chorro de leche caliente, que se cuidó de no derramar fuera.

Embarró el semen en las plantas, tomó su iphone y sacó algunas fotos. Luego limpió su tesoro con una toallita húmeda y repitió el procedimiento, suspendiéndolo una vez para ir a orinar. Mara no se movió en ningún instante. Parecía que estuviera muerta. Tras chupar los deditos por una media hora, Raimundo concluyó su labor. Durante el procedimiento se había venido tres o cuatro veces.

Al día siguiente, por la tarde, Mara bajó a comer. Había dormido quince horas y estaba repuesta. Dijo que el estrés la había hecho soñar que algo o alguien le presionaba los pies. Habló con sus caseros sobre patrañas fantasmagóricas, que en realidad no son más que trastornos del sueño.

Raimundo no se delató. Mientras Mara hablaba, él evocaba cómo se había ocupado de los pies de la infeliz durante horas. Rogó a Dios, en su fuero interno, que en el futuro pudiera repetir la faena.