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Categoría: Incestos

Pecados Capitales 6

SEIS
Recostada en el asiento trasero que la conducía a la casa de sus tíos, Alicia se ensimismaba a causa de la hipnótica secuencia del interminable pentagrama de los alambrados que encajonaban el camino. Aunque distante a ciento ochenta kilómetros, la región hacia donde se dirigían no estaba conectada por ninguna ruta principal y sólo era accesible por una intrincada red de caminos de tierra. Estando avanzado el verano, no era prudente levantar el polvo que se acumulaba en la huella y en razón de eso no circulaban a más de sesenta kilómetros por hora, lo que les llevaría toda la tarde para completar el recorrido.
El chofer que la conducía no era muy locuaz y pronto se terminaron los temas de conversación. Abismada en la contemplación del monótono entorno, su mente derivó hacia temas que realmente la preocupaban.
Su padre, un poderoso estanciero, había muerto en un accidente de caza pocos días antes de su nacimiento y ella se había convertido en el único consuelo de la joven viuda. A pesar de su frágil apariencia, su madre se había revelado como una verdadera mujer y, haciéndose cargo de la administración del establecimiento, había salido adelante.
Por su parte, Alicia se había convertido en una personita adorable que todo el personal admiraba. En la seguridad que otorgaba la tranquilidad de la estancia y mientras ella se ocupaba de recorrer los extensos campos, su madre la dejaba en absoluta libertad de acción. A medida en que crecía, la niñita fue ampliando el radio de acción para sus correrías. Pronto se hizo popular en los ranchos que ocupaba la peonada y las mujeres se disputaban el favor de que la patroncita comiera o tomara la leche en sus casas.
Todo el entorno de la casa mayor en un kilómetro a la redonda se transformó en campo de su diversión y, como nadie se ocupaba en vigilarla, era frecuente verla desaparecer en el horizonte cercano como una solitaria vagabunda. El cariño y la deferencia con que todos la trataban la convirtió en una confiada aventurera y eso le había costado caro.
Cuando tenía once años, en una tarde singularmente calurosa había deambulado al acaso y, al sentirse sofocada por el sol ardiente, tras comprobar cuanto se había alejado, buscó refugio en una de aquellas gigantescas parvas de pasto.
Rodeándola para descansar a la sombra que su altura proyectaba, se encontró con que igual propósito debía de haber tenido el hombre que descansaba en un hueco del pajar. Aunque no lo conocía, lo saludó amistosamente con esa franca confianza que le dispensaba a todo el personal y, como el paisano la invitara con comedida timidez a descansar en su proximidad, entró al hueco y se dejo caer sobre la fresca paja de la cual emanaba ese aroma tan particular del pasto seco.
El hombre estaba acostado boca arriba y, recargándose sobre su brazo izquierdo, con la mano derecha llevaba a su boca los mendrugos de algo que parecía pan. A su lado descansaba una botella forrado en mimbre que, Alicia como supuso, tenía agua. El hombre la tomó dispuesto a beber de ella pero de pronto pareció caer en la cuenta de que la niña yacía cerca de él y, pidiéndole disculpas por su grosería, le ofreció que bebiera un trago.
Alicia estaba verdaderamente sedienta pero su prudencia le había impedido pedirle de beber. Encantada con la perspectiva, se levantó y se acercó al hombre que tenía la botella en sus manos. A pesar de su aspecto rudo, parecía limpio y la resplandeciente blancura de sus dientes al sonreírle le otorgó confianza. Se acuclilló frente a él y extendió la mano para asir el envase, pero, veloz como una culebra, la mano del hombre la aferró por las muñecas y tirando de ella, la hizo rodar despatarrada junto a él.
Como no esperaba aquello, la sorpresa la paralizó y vio espantada como el hombre se colocaba en cuatro patas sobre ella aplastando el retorcimiento de su cuerpo con la corpulencia del suyo. Asiéndola por las muñecas y separándole los brazos en cruz, acercó la boca burlona a la suya.
Aunque pequeña, no era idiota ni ciega. Como toda criatura criada en el campo, conocía de siempre el acoplamiento de los animales, desde el de los bulliciosos gorriones hasta los poderosos toros que montaban a las vacas asiduamente ante sus ojos y, jinete experimentada, no había podido ignorar las vergas enormes de los caballos. Tampoco había podido hacer caso omiso a los escarceos amorosos entre las muchachas de la ranchería y los peones, ni dejar de observar como daban expansión a sus necesidades sexuales en rincones discretos de las casas.
Nadie se había ocupado en explicárselo, pero la frecuencia de esos actos le habían indicado que era la manera que tenían de reproducirse los animales, a pesar de lo cual, aun le extrañaba la ausencia de preñez en las jóvenes que se dedicaban a hacerlo con los hombres. Ahora, parecía que aquel desconocido estaba dispuesto a iniciarla en aquellas prácticas pero como ella misma se consideraba demasiado pequeña para hacerlo, trató de revolverse debajo suyo con la consecuencia de que el hombre pareció enfurecerse.
Bramando como un toro, la cubrió de groseros insultos y tomando su cabeza entre las manos, aplastó los gruesos labios contra su boca y la lengua penetró imperiosamente los labios infantiles. Ella no sabía nada de esa cuestión de besos pero, el temor a la fiereza del hombre pudo más y se dejó estar. Asumiendo que su quietud era permisiva, el hombre suavizó la rudeza del beso y la boca sorbió con fruición los labios regordetes de la chiquilina. Sin dejar de besarla, una de sus manos se deslizó hacia sus piernas entreabiertas. Alicia pataleaba e instintivamente se negaba al contacto, lo que facilitó la tarea de la ruda mano que, escurriéndose por debajo del vestido a lo largo del muslo, se asentó sobre la bombacha de algodón.
Aun a través de la tela, la niña sentía la fortaleza de los dedos presionando contra su sexo y, cuando aquel cedió al apretón, la tela rozó dolorosamente el interior de la vulva virgen. Ella no sabía nada de placeres sexuales pero aquel estregamiento debió haber gatillado un atávico goce que le resultó agradable.
Sabía que lo que el hombre le estaba haciendo era malo y deseaba negarse con todas sus fuerzas pero la certeza de estar a más de un kilómetro de cualquier lugar habitado, lo que haría inútil su resistencia y unas raras sensaciones que comenzaban a gestarse en su vientre, le recomendaron no contrariarlo. Lo que debería ocurrir, sucedería a pesar suyo.
La mansedumbre de la criatura lo envalentonó. Corriéndose hacia el vértice de las piernas, le quitó de un zarpazo la bombacha y la boca se aplastó contra su sexo, chupándoselo con urgente angurria. Desorientada, la pequeña no sabía que hacer y, mientras sollozaba con angustia, sintió que la caricia de los labios y la lengua le proporcionaban una placentera paz. En la medida en que el hombre incrementaba el accionar de la boca chupando con voracidad la vulva, no sólo acalló la protesta sino que una sensación de dulzura gozosa comenzó a recorrerla.
Con la vista perdida en la bóveda azul del cielo, disfrutaba estupefacta de aquel sexo oral cuando el hombre se detuvo por un momento e introdujo lentamente uno de aquellos gruesos dedos en su vagina. El sufrimiento del estregamiento volvió a colocar sollozos en su boca y el hombre tornó a someter su sexo con la boca mientras el dedo hurgaba dolorosamente entre las carnes prietas. El hombre lo sacó y tras unirlo con otro, escupió generosamente la vulva y volvió a penetrarla, esta vez sin contemplaciones.
Las sensaciones y las emociones de Alicia eran encontradas; por un lado deseaba escapar de aquel gigante que la sometía tan cruelmente, pero por otro, su cuerpo disfrutaba con aquellas cosquillas placenteras que, lentamente iban suplantando al dolor, convirtiendo a la penetración en una caricia exquisita.
Un calor intenso subía a todo su cuerpo partiendo desde el sexo y mientras se ahogaba por la falta de aire que se negaba a entrar en sus pulmones, una sensación de vértigo la invadió y por un momento le pareció caer en un abismo infinito y desfallecer. El meneo inconsciente de sus caderas incitó al hombre y la saliva que lubricaba las carnes de la niña facilitó que aquel continuara el coito manual hasta ver a la niña que, sorbiéndose los mocos y gimiendo sin control alguno, luego de un fuerte envaramiento de su cuerpo se desplomaba laxamente contra la paja.
Mientras jadeaba fuertemente para recuperar el aliento y tragaba dificultosamente el aire a través de la garganta enronquecida por sus ayes de dolor ante el desgarramiento de la vagina, sus ojos parpadearon y vieron a través de las lágrimas, que el hombre se había quitado los pantalones y, con las rodillas apoyadas a cada lado de su cuerpo, acercaba a su boca un miembro que ella reconocía como tal por su similitud con los de los caballos. El hombre acariciaba sus cabellos y mientras tomaba la verga entre los dedos, le indicaba suavemente como debería hacer para lamérselo.
El pene no estaba más que hinchado y la flojera y tamaño lo asemejaban a una morcilla. Siguiendo sus instrucciones, asió entre los pequeños dedos el oscuro tronco y, extendiendo la lengua, lo lamió como hacía con el dulce de leche. El sabor agridulce no le complació ni disgustó y, como él parecía satisfecho, incrementó el tremolar de su lengua hasta que le dijo con inusual amabilidad que abriera la boca y lo chupara entre sus labios como a un helado de cucurucho.
Abrió la boca con medrosa inquietud, pero la punta del falo humedecido con su saliva penetró sin dificultad en el interior. Rodeó con los labios la ovalada cabeza de la verga y a instancias de él, que la empujaba con sus manos, inició un lento vaivén que hizo de la verga una rígida barra de carne que se introducía dificultosamente en su boca. El hombre había comenzado con un leve menear de sus caderas y el tránsito se le hizo agradable.
Gimiendo roncamente, el hombre, que evidentemente sabía quien era, comenzó a pronunciar obscenidades mientras se refería a ella y a su madre como a prostitutas baratas de la oligarquía Aferrándole prietamente la cabeza entre sus manos, acompasó el vaivén de las caderas al ritmo de su cabeza y, sorpresivamente, una catarata caliente de un liquido agridulce inundó la boca de la niña. Aunque ella trataba de desasirse, la fortaleza de sus manos se lo impidió y no pudo evitar tragar aquella melosa pringosidad si es que quería respirar.
Cuando el hombre hubo terminado de descargar su esperma dentro de la boca infantil, pareció haber cumplido con un secreto cometido y, después de haberse vestido, mientras ella enjugaba con el ruedo de su vestido los restos de esperma que había conseguido escupir, le recomendó olvidar que aquello hubiera sucedido si no quería que él regresara para violarla junto con su madre, tras lo cual se alejó caminando, pausada y tranquilamente.

Aunque habían pasado cinco años desde aquel momento y en la medida en que, convertida en mujer, recibía desconcertada los embates de la explosión hormonal, ni por un momento podía olvidar el traqueteo de los dedos del hombre violándola ni el tamaño de la verga o los efluvios del semen volcándose en la boca ni su cremosa consistencia escurriéndose por la garganta. Nunca nadie, jamás, había sospechado lo que ocurriera aquella tarde al amparo de la parva ni ella lo había confiado, ni siquiera a su madre. Cuando un año después experimentara los signos de la menarca, escuchó pacientemente sus instrucciones sobre las funciones del período y avergonzados consejos sobre lo que los hombres deseaban siempre hacer con las mujeres y la manera de evitarlo o, por lo menos, protegerse.
No podía destrozar el mundo de aquella mujer que, a pesar de no haber sido una madre ejemplar en cuando a su cuidado ni educación, había puesto todo de sí para llevar adelante lo que se convertiría en su porvenir. Sola y en la medida en que su cuerpo se desarrollaba obligándola a examinar la expansión de sus redondeces, fue descubriendo la sensibilidad extrema que ahora poseían las regiones que el hombre había explorado tan tempranamente. Luego de un período de confusa turbación, dejó a los dedos aventurarse por los mismos lugares e, impensadamente, reencontró aquella sensación maravillosa que experimentara en ese momento y que ahora podía identificar como un orgasmo.
Conocer su grado de sensibilidad sexual no la hizo renegar del rechazo hacia todo lo que fuera masculino y sólo cuando ya sus reclamos la importunaban demasiado, se permitía hundirse en la tibieza de la bañera para encontrar allí el vergonzante alivio a sus histéricas necesidades de sexo. En medio de ese salvaje primitivismo, había vivido en la soledad de la estancia junto a su madre. Lamentablemente, esa hosca y montaraz posición de ella no le había permitido los beneficios de un ginecólogo y cuando el cáncer hizo explosión fulminante en el cuello uterino, ya era tarde para remediarlo.
Cumplidos los trámites del entierro, un hermano deLpadre se hizo cargo de la estancia y ella se encontró camino a la casa del hermano de su madre.
El tío Gastón, al cual jamás había conocido, la recibió con todos los honores que esa hija de su única hermana merecía. La mujer de su tío mostró una indiferente cortesía y, tras dejarla en manos de su prima, se recluyó en sus habitaciones. Carolina, una hermosa muchacha diez años mayor que ella fue quien hizo los cumplidos de la casa y la llevó a su habitación.
Dentro de los terrenos de la estancia, la mansión estaba alejada de la parte administrativa del establecimiento e instalada sobre una ruta asfaltada, resultaba impresionante; su magnífica estructura tenía la forma de una U, cuyos brazos laterales cobijaban dos amplios departamentos absolutamente independientes y la parte que los unía conformaba el área de servicios y vivienda para la servidumbre.
Su prima Carolina ocupaba toda el área izquierda y la suntuosa amplitud de las habitaciones la fascinó. Ella había nacido y crecido en una casa que, si bien opulenta, era primitiva, colonial, amoblada y decorada con elementos verdaderamente antiguos.
El departamento estaba compuesto por cuatro dormitorios, dos baños y un espacioso living lleno de sillones. Delicados muebles de maderas nobles hacían a la confortabilidad de los cuartos, totalmente alfombrados. Después de quedar sola en la habitación, la recorrió embelesada como si fuera la protagonista de un cuento de hadas y, emocionada por la aventura que significaba, se desnudó e ingresó a la bañera de extraño formato a la cual su prima le había dado un nombre italiano.
Tratando de recordar sus instrucciones, puso en marcha los motores del artefacto y pronto se maravillaba por la intensidad con que los poderosos chorros de agua caliente acariciaban su piel. La intensa actividad de aquel día la había llenado de adrenalina y movilizado en su cuerpo emociones inéditas que ahora, en la relajación que el baño le procuraba, identificaba como esa excitación sexual que la invadía ocasionalmente. Segura de haber cerrado con llave, se distendió bajo las aguas revueltas. La fortaleza del agua en la que sumergía sus manos juguetonamente, la incitó en una asociación natural a abrir las piernas encogidas y acercarse al chorro que azotó dulcemente las carnes de la entrepierna.
Esa experiencia, totalmente nueva, la hizo disponerse a sostener una de aquellas periódicas masturbaciones que la tranquilizaban por varios días. Enfrentada al chorro, se aferró al borde con los pies asentados en la pared del jacuzzi y concentrando el haz de fina lluvia, fue otorgándole mayor potencia y temperatura. El surtidor hendía la espesura de la entrepierna, estrellándose sobre los labios de la vulva y en una anhelosa búsqueda de mayor placer, separó con los dedos los labios y el chorro martirizó agradablemente los sensibles tejidos del óvalo. Nunca había sentido algo semejante y, conmovida por el goce, dejó que sus dedos estrujaran en círculos la carnosidad del clítoris que, estimulado por el agua caliente, cobraba el volumen habitual de la excitación.
Acomodando mejor su cuerpo, con las espaldas contra una pared de la tina, intensificó el restregar de los dedos sobre el triangulito de carnosa sensibilidad y, tal como lo hacía desde años atrás, introdujo dos de sus dedos en la vagina, penetrándose profundamente. Mientras los sentía arañando el interior ardiente del conducto, les imprimió mayor velocidad y cuando el accionar de las dos manos se hizo frenético, volvió a sentir en sus riñones aquel cosquilleo infernal que treparía hasta su nuca, alienándola.
Gimiendo roncamente, los músculos del cuello tensados y las venas hinchadas por la intensidad con que aplastaba la cabeza sobre el borde, sintió que la turbulencia del agua hirviente la conduciría a experimentar un nuevo y desconocido goce. Una perversa y temeraria inquietud la hizo deslizar su otra mano hasta debajo de aquel lugar que penetraban sus dedos e inspirado por las insidiosas flechas del agua, un dedo exploró la apertura del ano que se abrió mansamente a sus exigencias. Nunca había supuesto que sodomizarse a sí misma de esa manera le fuera a procurar tal intensidad de emociones y con los dedos de ambas manos traqueteando intensamente en sus orificios venéreos, alcanzó el más delicioso orgasmo de su vida.
Dormitó durante unos minutos al cobijo del agua caliente y recuperada parte de su compostura, salió del baño para, tras vestirse cuidadosamente, dedicarse a acomodar sus cosas. Rato después, recibía la visita de Carolina quien, luego de preguntarle si aquello era de su agrado y se encontraba cómoda, le avisó que en media hora cenaban.
La comida transcurrió en un ambiente un tanto extraño, ya que a pesar del parentesco jamás se habían conocido y, por supuesto, sabían muy poco los unos de los otros. No obstante ser hermano de su madre y sin estar peleado con alguien en particular, Gastón vivía una vida totalmente distanciada del resto de la familia. Esa falta de información y el hecho de que su madre hubiera muerto tan repentinamente hacía incómoda la conversación, poniendo en el aire una tensión que Alicia supuso superarían con el pasar de los días.
Una hora después y cuando se encontraba arreglando las ropas de la cama para acostarse, tras un discreto golpecito a la puerta, entró Carolina sosteniendo en sus manos una bandeja que contenía un servicio de té. Alicia no estaba habituada a esas ceremonias, pero tratando de ser amable con quien lo era con ella, la recibió con demostraciones de alegría.
Viendo que ya vestía tan sólo con un liviano camisón, su prima la instó a acostarse y, sentándose en el borde de la cama, acercó una mesa ratona sirviendo dos tazas de una aromática infusión de sabor agradable que Alicia no supo reconocer. Mientras lo bebía despaciosamente, su prima fue interiorizándola de algunas particularidades del grupo familiar y de cuáles eran sus hábitos de convivencia.
Como ella debería saber, su padre era el hermano mayor de su madre y se había casado tempranamente con Gloria, una mujer que lo superaba en edad y fortuna, de cuyas relaciones premaritales había nacido ella hacía veintiséis años. Gastón era ambiciosamente infiel, débil y poco afecto al trabajo, razón por la cual dejaba en manos de Gloria el manejo de las propiedades y se limitaba a ser un mantenido, un semental que su madre, autoritaria y prepotente, utilizaba socialmente para verse favorecida con la explotación de secretos de alcoba de otras mujeres tan poderosas como ella.
Ella no había dejado de verse influenciada por la hipocresía de ese ambiente y había encontrado la forma de vivir su vida a expensas de las debilidades de sus padres. Tomando ejemplo de sus padres, jamás había tenido un novio formal ni lo tendría, ya que no soportaría depender de un hombre de quien no sabía si realmente la amaba o si no era la importancia de su fortuna lo que lo atraía. No obstante, no se privaba de tener una activa vida social que matizaba con ocasionales amantes de los cuales sabía como deshacerse tan pronto como se ponían obsesivamente pesados.
Mientras su prima hablaba y hablaba, Alicia la observaba como en una especie de trance subyugado y no era para menos, ya que el aspecto de Carolina era imponente; de una estatura fuera de lo normal, alcanzaría fácilmente el metro con ochenta y el largo cabello ondulado de color casi negro, le otorgaba a sus rasgos una dureza que en ciertos momentos rayaba con la maldad y la crueldad.
Sin embargo, las proporciones del rostro eran perfectas y totalmente equilibradas. Los ojos, grandes y rasgados, rodeados por largas pestañas y gruesas cejas arqueadas, eran de un indefinible color gris verdoso que los hacía casi transparentes en tanto que la nariz, afilada y un tanto larga, mostraba en su base las aletas de unos hollares sensitivos que vibraban a la par de su respiración mientras que la boca era un espectáculo en sí misma; grande, de labios dúctiles y maleables, al expandirse en sus frecuentes sonrisas, dejaba al descubierto la blancura deslumbrante de una dentadura perfecta entre la cual asomaba la punta de una lengua rosada y ágil.
Debajo de la corta bata de satén que escasamente le llegaba a las nalgas, se adivinaba la presencia de un cuerpo que aparentaba fortaleza y solidez, corroborado por el tamaño de los senos que dificultosamente contenía el escote y las largas, larguísimas piernas torneadamente delgadas cuyos muslos fuertes se asociaban con el nacimiento de las rotundas caderas y los empinados glúteos. Sorprendida por estar examinando a una mujer de esa manera, cobró conciencia de que su prima le había quitado de las manos el platillo y la taza antes de que cayeran al suelo, ya que sus miembros, aunque conservaban la soltura acostumbrada, se hallaban paralizados y le era imposible realizar ningún tipo de movimiento a pesar que se esforzara en hacerlo.
Cuando Carolina comprobó que el brebaje que suministrara a la muchacha surtía el efecto buscado, habida cuenta de la falta total de movilidad en el rostro, la boca congelada en una estúpida semi sonrisa y la vista hipnóticamente fija en la nada, comenzó a despojarse de la bata y, al tiempo que descubría un chispazo de terror en el fondo de los inexpresivos ojos de su prima, se acomodó desnuda a su lado.
Alicia tenía cabal conciencia de lo que sucedía y esa certeza de que algo espantoso habría de suceder, la horrorizaba. Con los ojos dilatados en una mezcla de consternación y admiración, no conseguía sustraer sus ojos del cuerpo magnífico de su prima. Tal como ella percibiera, los grandes pechos colgaban oscilantes pero no había en ellos nada que los hiciera fofos. En su vértice, exhibían la enormidad de unas aureolas oscuras y cubiertas profusamente de gruesos gránulos que rodeaban como una corona a los pezones, largos y voluminosos.
Inmediatamente debajo, el abdomen se hundía en una doble meseta de fuerte musculatura que era atravesada longitudinalmente por un profundo surco que terminaba en la hondura del dilatado ombligo y la comba del vientre se elevaba apenas para luego sumirse en un depilado Monte de Venus, dejando adivinar el nacimiento de una abultada vulva entre las columnatas de las imponentes piernas.
El ánimo de Alicia se veía conturbado por sensaciones disímiles; en tanto que le era imposible dominar a voluntad ni uno solo de sus músculos, su interior, como si fuera el relleno animado de una muñeca, experimentaba cosquilleos, convulsiones, contracciones musculares y unas olas de calor que circulaban debajo de la piel como encendidas llamaradas de inexplicable dulzura.
Con el rostro encendido por una luz interna que le otorgaba a sus bellas facciones una expresión de diabólica lascivia, Carolina se inclinó sobre ella al tiempo que manejaba sus extremidades con una maleabilidad plástica. Ahorcajándose sobre su cuerpo, después de descorrer de sus hombros los finos breteles del camisón colocó sus brazos extendidos en cruz. Con suma delicadeza, asió entre sus dedos la mórbida tela y casi con reluctante lentitud, fue deslizándola por su cuerpo hasta que, levantándole las piernas, la despojó totalmente de la prenda.
Tomando sus pies, extendió las laxas piernas encogidas para colocarlas en ángulo con las esquinas de la cama. Alicia nunca había imaginado que su cuerpo sería exhibido de esa forma a la lúbrica pasión de otra mujer y, mentalmente, se avergonzaba con sólo figurarse cómo se vería. La que sí lo sabía era Carolina, quien se regodeaba con sólo pensar que cosas terribles podría practicar sobre ese cuerpo que, por la edad y superando sus expectativas, la sorprendía por su contundencia.
Embelesada, dejaba que sus ojos, con la consistencia virtual de perversos dedos, se escurrieran sobre la muchacha. La corta melena rubia enmarcaba con áureos reflejos esa cara de rasgos aun infantiles destacando la profundidad de los ojos celestes dilatados por el terror. Las membranosas aletas de sus fosas nasales vibraban por la intensidad del aire que llenaba los pulmones agitados de Alicia y la boca, deliciosamente dibujada, se abría en un grito de muda angustia para dejar que delgados hilos de una fina baba escurrieran desde las comisuras y se deslizaran lentamente hasta su cuello.
El pecho de la jovencita iba cubriéndose de un tenue rubor que se acentuaba en tanto los dedos trepaban las laderas de esas colinas extremadamente suaves y cuya forma le recordaba la de dos consistentes semiesferas carneas. Aunque Alicia no se lo propusiera, los gelatinosos globos se estremecían y contraían como si estuvieran siendo aguijoneados, poniendo en evidencia la firmeza de los gruesos y cortos pezones que se asentaban sobre unas aureolas intensamente rosadas y pulidas.
El vientre chato, mostraba la depresión de un pequeño ombligo y la aun aniñada leve pancita, era invadida por un matorral inculto de espeso vello púbico, dorado y rizado que se convertía en la antesala a la vulva con una raja apenas esbozada sobre la cual se destacaba el bulto de la caperuza que protegía al clítoris. Los largos muslos eran enjutos pero firmemente musculosos y las pantorrillas tenían ya la apariencia incuestionable de mujer adulta.
La actitud de Carolina no dejaba lugar a dudas de cual era su propósito y eso llenaba de temor la jovencita que, si bien se había habituado a las masturbaciones para dar alivio a sus urgencias con que el sexo la castigaba, jamás había ni siquiera imaginado en tener relaciones para satisfacerlas y mucho menos con una mujer que, si bien no se conocían, era su prima de sangre.
Aunque en su fuero interno trataba de retorcerse y sacudir sus miembros, esa tenaz resistencia no se evidenciaba exteriormente y sus extremidades permanecían tal como Carolina las colocara. Las uñas de esta estaban medianamente recortadas y sus filos tenían la agudeza de finas navajas. Por lo menos, fue lo que Alicia sintió cuando su prima, con levedad de pájaro, comenzó a deslizarlas por su piel.
Partiendo desde el interior de las muñecas, trazaban lentos arabescos que despertaban los centros sensibles de zonas erógenas inexploradas hasta el momento. Cuando los leves arañazos recorrían la epidermis de la muchacha, aquella sentía como si una miríada de infinitesimales descargas eléctricas hiciera explosión en sus riñones, subiera urgente por la columna, estallara en luces multicolores en su nuca, y aturdiéndola, finalmente bajara hasta el vientre donde se condensaba con un ardor insoportable en el fondo del sexo.
Como una bandada de aleves aves de rapiña, las uñas recorrían los brazos, las axilas, rondaban la superficie de los senos, recorrían curiosos las colinas del vientre y, tras juguetear en las canaletas de las ingles, se escurrían a las piernas explorando los largos músculos de los muslos internos, se aventuraban en el hueco tierno detrás de las rodillas y deambulaban en las pantorrillas, vagaban sobre los tobillos y transitando los empeines, se sumían en la tarea de rascar en el hueco entre los dedos del pie.
La lentitud de la caricia se convertía en un martirio para la muchacha que no acababa de discernir entre el grado de sufrimiento y la intensidad del placer que le proporcionaban. Sentía como sus músculos se agarrotaban y distendían de acuerdo a que zona transitaran los dedos y, si hubiera podido hacer uso de sus cuerdas vocales, seguramente estallaría en gritos de consternación y goce.
El suplicio mutaba lentamente y ya no era el filo cruel lo que la atormentaba sino la húmeda suavidad de la lengua de Carolina recorriendo en vibrante tremolar el hueco debajo de los dedos y los intersticios entre ellos. La tersura de la caricia instalaba una nueva exacerbación en los sentidos de Alicia y sí, eso ya era definitivamente placer.
Los labios maleables de su prima rodearon uno a uno los dedos, chupándolos con intensa dulzura y, conforme esta misma se excitaba, labios y lengua escurrieron por las plantas, los empeines y los tobillos; ascendiendo lerdamente por las piernas evitando expresamente cualquier contacto con el vértice velludo y ascendiendo por el cuerpo, recorrieron el canal central del abdomen, pasaron entre los senos y desde los hombros, llegaron lentamente a la suave piel de las muñecas desde donde habían iniciado ese juego perverso.
A pesar que la niña estaba inmovilizada por la tisana cuyo contenido alteraba un producto veterinario que inmovilizaba a los animales más poderosos, Carolina conocía de su eficiencia hipnótica y, por los estremecimientos involuntarios de la muchacha, la excitada erección de los pezones, el bulto enrojecido en que había devenido la vulva y la intensa sudoración que le cubría todo el cuerpo, era evidente que Alicia lo estaba disfrutando. Lamentablemente, la duración del paralizante afrodisíaco no era manejable y su primita debería esperar todavía un rato para disfrutar totalmente de las delicias que ella le proporcionaría.
Observando con malévola satisfacción como la chiquilina trataba en vano de liberarse del hechizo y siempre ahorcajada sobre ella, dejó que sus labios, repentinamente tiernos, se prodigaran en pequeños besos sobre la frente, ojos, nariz, mejillas y boca de Alicia quien, a pesar de la inmovilidad total, podía volver a manejar la boca. Como si fueran ventosas de carne tierna, los labios de Carolina atrapaban entre ellos los menudos de la chica, sometiéndolos a intensas chupadas que iban acentuando su morbidez.
Con un levísimo acezar casi inaudible, aquella expresaba su excitación y entonces, fue la lengua la que penetró entre ellos, acariciando con su punta la húmeda región entre labios y encía para después hundirse, fisgona, dentro de la boca. Atávica e instintivamente, la de Alicia, que había esquivado temerosa la intrusión, salió al encuentro de la extraña y entre las dos libraron una batalla demoníaca en la que ninguna resultaba vencedora ni vencida. Atraídas y repelidas a la vez, las bocas se unían y desunían como ávidas ventosas, succionándose glotonas e intercambiando cálidas y fragantes salivas.
Nueva en las lides del beso, Alicia sentía aflorar una mágica sapiencia que la llevaba a experimentar una arrebatadora complacencia, hundiéndola en una sublime y voluptuosa incontinencia. Las bocas habían encontrado un ritmo, un cadencioso sorber y lamer que las enajenada, tanto a la inmovilizada muchacha que ansiaba salir de ese encierro como una mariposa de la crisálida cuanto a la mujer mayor, que salvajemente experimentada, deseaba someterla.
Una mano de Carolina rascó tenuemente al tensionado cuello y, con remisa lentitud, escurrió sobre la piel cubierta de los tenues gránulos que acompañan al rubor de la excitación, pareciendo que ese roce incrementaba la sensibilidad de las yemas. Leves, etéreos, los dedos treparon por las laderas gelatinosas y en indolentes círculos acariciaron los senos, aproximándose remolones a la pulida elevación de las aureolas y, luego de rascarlas con insoportable pereza, rodearon al pezón.
Asiendo la excrecencia ya dura y erecta entre índice y pulgar, iniciaron una remolona fricción que, en la medida en que su prima incrementaba la presión, instalaron en el bajo vientre de Alicia unas insufribles ganas de orinar que no podía satisfacer y cuando, hincándose duramente en la carne, las filosas uñas los reemplazaron, el escozor de la vejiga fue suplantado por un turbión de espasmos, contracciones y convulsiones que hicieron eclosión con la eyaculación del orgasmo.
Por las ansias con que sus labios se adherían a los suyos y la tensión que abotagaba el cuello, Carolina dedujo que la muchacha estaba alcanzando su alivio, cosa que vio confirmada por la expresión atónitamente feliz de los ojos inmensamente abiertos y el ronco jadeo que surgió de la garganta.
Ufana y halagada por la respuesta involuntaria de la muchacha a sus exigencias y segura de que aquella había disfrutado totalmente por ello, se deslizó hasta los pechos y la lengua suplantó a los dedos, fustigando trémula los tejidos ardorosos de la mama. Inmersa aun en el torpor del orgasmo, Alicia no podía ignorar lo que su prima estaba realizando en los senos y la tersura húmeda de la lengua volvió a encender el brasero de sus entrañas con más bríos que antes. La flama creció cuando los labios se apoderaron de la carne succionándola fuertemente y alternándolo con el raer delicado de los dientes mientras una mano se deslizaba acariciadora por el vientre, jugueteando con las húmedas guedejas del dorado vello y rascaba casi imperceptiblemente los labios exteriores de la vulva.
Comprobando que los jugos interiores habían rezumado por los labios, los dedos fueron separándolos y se hundieron en los tiernos pliegues que se habían desarrollado casi groseramente. Llegados a la apertura de la vagina, arrastraron los líquidos y comenzaron un despacioso ir y venir que se acompasó al ritmo y virulencia con que la boca martirizaba los pechos. Conforme sojuzgaba a su prima, Carolina cobraba cada vez mayor excitación y su pecho acezaba con un ronco bramido de salvaje deseo.
Impelida por esa misma ansiedad, se colocó entre las piernas separadas de Alicia y su mirada se dulcificó concupiscente al ver la tarea que los dedos habían ejecutado en el sexo de la muchacha. La prominencia de la vulva había cobrado mayor volumen y se presentaba fuertemente rosada por la afluencia de sangre, oscureciéndose en los bordes interiores de los que sobresalía, en la parte superior, la arrugada erección del clítoris. Subyugada por esa vista, acercó sus dedos índice y mayor para separar las carnes suavemente, estremecida de ansiedad por el espectáculo que se le ofreció.
El óvalo era más grande de lo que había supuesto e, intensamente rosado, lanzaba destellos de tornasolado nácar cuando la luz se reflejaba en los jugos que lo bañaban. Un apretado haz de retorcidos tejidos conformaba los labios menores que, más allá de cualquier previsión en una muchacha de su edad y que aparentaba desconocer el sexo, se extendían en dos gruesas crestas que semejaban resguardar su contenido como las alas de una mariposa. Presidiéndolo, se encontraba la caperuza de arrugada piel que protegía al clítoris, cuyo glande asomaba apenas, grueso y blancuzco. En la parte inferior, aparecía el agujero de la uretra como vestíbulo a la corona de pliegues que orlaban la entrada a la vagina, dilatada y húmeda de los fluidos que aun seguían manando de ella.
Aspirando los olores acres del sexo, acercó la boca y besó tiernamente todo en derredor, excitándose con las cosquillas que los largos pelos provocaban en sus encías al chuparlos. La lengua surgió entre los labios y, como si fuera una pala corva, fue lamiendo el sexo a todo lo largo al tiempo que sorbía con fruición los jugos glandulares.
Para Alicia, aquello convertía a esa tortura en la más dulce y maravillosa sensación de placer y por eso, cuando la lengua se esmeró en fustigar la cabeza del clítoris en tremolantes vibraciones, sintió que su vientre parecía licuarse en el goce y ansió que esa caricia no terminara jamás. La lengua experta de Carolina sabía donde azotar y donde mimar. Con su dedo pulgar alzaba la arrugada cobertura y la punta se metía en el hueco para empujar con prepotente angurria la cabecita del pene. Luego de unos momentos, los labios se sumaron a la lengua y con la colaboración de los dientes, succionaron y tiraron como si quisieran arrancar al órgano femenino.
Enardecida por la respuesta que el cuerpo de su prima daba a sus requerimientos, dejó que la lengua se escurriera lentamente a lo largo del óvalo, lamiendo y succionando las carnes hasta arribar a la oscura caverna de la vagina. Allí aceleró el tremolar de la punta sobre los tejidos que la rodeaban y, finalmente, dejó que la lengua penetrara el órgano genital. Aunque distendidos, los tejidos parecieron querer oponerse a la intrusión hasta que la dureza que Carolina le imprimió apretándola entre los dientes, la hizo penetrar unos centímetros dentro del conducto. Las carnes prietas se negaban a la penetración y entonces ella decidió tomar una drástica medida.
Estremecida por el placer del cunni lingus, Alicia cayó en la cuenta de que iba recuperando lentamente el dominio de su cuerpo y sus manos extendidas a los lados, se aferraban desesperadamente a las sábanas. Involuntariamente, las piernas abiertas se encogieron para facilitar a su prima la práctica de ese sexo oral maravilloso pero, al alzar la cabeza para mirarla, descubrió con espanto la figura corpulenta de su tío detrás de Carolina. Por su cabeza cruzaron en un instante la vergüenza y el temor; vergüenza por que su tío la encontrara en semejante situación y temor por las represalias que aquel pudiera tomar.
Su prima había decidido tomar su cuerpo y mientras la boca volvía a concentrarse en succionar apretadamente al clítoris, introdujo dos de sus dedos en la vagina de Alicia. Con placer sadista, sentía las carnes estrechándose contra el dedo y como aquel las iba desgarrando en la medida en que se abría paso entre ellas. Cuando los largos dedos penetraron el canal vaginal, engarfió la punta y de esa manera comenzó una exploración dolorosa contra las carnes a la búsqueda de ese promontorio que, al excitarse sexualmente, provoca en las mujeres la inflamación de los tejidos esponjosos que rodean la uretra y que la gente confunde con un inexistente Punto G. Cuando lo ubicó en la cara anterior de la vagina y muy cerca de la entrada, sintió unas manos poderosas a las que reconoció como las de su padre asiéndola por las caderas y elevando su grupa para que permaneciera arrodillada.
El estupor de Alicia no conoció límites al ver a su tío desembarazarse del breve short que vestía para dejar al descubierto la prominencia de un pene de tamaño más que regular y mientras su hija redoblaba la intensidad con que estregaba los dedos en su interior, aferrarla por la cintura y, acuclillándose detrás, penetrarla violentamente. Por un momento Carolina alzó la cabeza y con su rostro iluminado por una espléndida sonrisa de dicha, le pidió en un sordo rugido de placer que la poseyera con todas sus fuerzas tras lo cual volvió a hundir la boca en el sexo de Alicia para atrapar la carnosidad entre labios y dientes al tiempo que chupaba intensamente y sacudía la cabeza con vehemente trepidar.
La desconcertada muchacha no podía dar crédito a la desviación sexual de la que era coprotagonista y mientras veía a Gastón penetrando con saña a su hija, sintió que, ya en dominio de sus fuerzas, aquel sexo antinatural al que su prima la había sometido despertaba a unos demonios que desconocía poseer y que ahora la permitían disfrutar del sexo de la forma más excelsa y sublime.
Garras de goces desconocidos rastrillaban sus entrañas y su cuerpo, de manera descontrolada, se sacudía ondulante impulsando al sexo contra la boca de Carolina quien iba agregando dedos que ya no se reducían a excitar la excrecencia interna, sino que, en imitación a un falo, se deslizaban en cadencioso vaivén sobre la lubricación de las mucosas conduciéndola hacía la concreción del clímax que llegó cuando tres dedos ahusados la penetraron profundamente y su prima la hizo alcanzar un vigorosamente cálido orgasmo.
Aquello la sumió en una caliginosa soñolencia mientras su cuerpo se sacudía en espasmódicas contracciones y de su sexo seguían brotando los jugos uterinos. Pero lo más deliciosamente espantoso estaba por llegar. El no haber concretado la polución del semen en las entrañas de su hija, parecía haber exacerbado la impudicia de Gastón el que, sin hesitar, y tras apartar a Carolina, se arrodilló entre sus piernas y encogiéndoselas sobre los pechos, la penetró con el falo que, lejos de haber perdido tumescencia había ganado en rigidez. Sus propios dedos y la mano de su prima, que había penetrado casi enteramente en la vagina, no tenían punto de comparación con el tamaño de aquella verga.
Sosteniéndolo con una mano, Gastón hacía que la punta redondeada del falo fuera distendiendo paulatinamente los esfínteres vaginales de su sobrina. La verga entraba con lentitud un centímetro, para luego retroceder y penetrar dos y así, sin prisa ni pausa hasta que la muchacha sintió como la integridad de la gruesa carnadura ocupaba todo el interior de la vagina y, dolorosamente, golpeaba el cuello uterino.
El sufrimiento la traspasaba y en su angustia, gemía roncamente en tanto que, recuperada su movilidad, aferraba su cabeza con ambas manos. El dolor intenso se transformaba progresivamente en una sensación de inefable placer y ella misma aferró sus piernas encogidas, separándolas cuanto podía para facilitar la profundidad de la penetración. El hombre no se apuraba y miraba satisfecho como la muchacha evidenciaba su goce por la intensidad con que clavaba la cabeza en la almohada tensando los músculos del cuello que parecían a punto de estallar y mordía sus labios con avidez.
A su lado, Carolina le acariciaba los pechos e inclinando la cabeza, dejó a su boca la tarea de lamer y chupar los pezones. Aquello elevaba a la muchacha a un éxtasis celestial, sintiendo como la verga de un hombre transitaba por primera vez su vagina en un lento como placentero vaivén que la enloquecía. Atenta a sus gemidos y a las frases ininteligibles de placer que pronunciaba tartajeante por la boca todavía entumecida por el efecto del brebaje, su prima subió hasta la boca y descargó en ella toda la pasión que verla en ese estado le provocaba y luego, ahorcajándose sobre su cara, flexionó las piernas acuclilladas para que el sexo tomara contacto con su boca abierta.
Desorbitada por el placer que la verga le procuraba, olisqueó con prevención la tufarada fragante que exudaba el sexo de Carolina y, cual una moderna Safo, como si respondiera a un llamado animal de ancestrales remembranzas pero aun con una mezcla de asco y curiosidad, dejó a la lengua lamer los oscurecidos pliegues y aquello la enajenó, nublando su entendimiento. Un gusto desconocido con reminiscencias marinas, entre salado y dulce, hirió sus papilas y aquello pareció disparar una nueva clase de deseo. Con un gemido de ansiosa avidez, aferró los delgados muslos musculosos de Carolina y lambeteó con gula los líquidos que humedecían al sexo, para luego abrir la boca vorazmente y como si quisiera devorarlas, succionar las carnes inflamadas.
Sobre ella, su prima se hallaba enfrascada en una sórdida batalla de besos y lambetazos con el padre, quien sobaba rudamente los grandes senos oscilantes. Toda vez que Gastón parecía haber encontrado un ritmo en la penetración y su cuerpo había aceptado complacido la hondura de la intrusión, la boca inexperta de Alicia se ejercitaba aceleradamente en el cunni lingus, encontrándolo delicioso.
Asida histéricamente hasta clavar las uñas en las nalgas de su prima, chupaba con desesperación mientras sus piernas instintivamente se habían ceñido a los muslos de su tío, colaborando en el incremento de sus poderosas embestidas. Los tres se sumergieron en una vorágine alocada que continuó hasta que Alicia volvió a sentir aquellas ganas imperiosas de orinar inundándola y envarando su cuerpo, recibió por primera vez en sus entrañas los cálidos escupitajos del esperma.
Tiempo después fue saliendo del marasmo en que la había sumido la satisfacción y, con los ojos aun cerrados, se deleitaba al sentir como en su interior aun se manifestaban aquellos cortocircuitos centelleantes que le producía el placer. Los párpados, pesados, se abrían trabajosamente y, con la vista aun desenfocada, percibió como junto a su cabeza descansaba el cuerpo de su tío y sobre él vislumbró la cabeza de Carolina. A no más de veinte centímetros de su cara estaba la cadera de Gastón y, parpadeando para recuperar el foco de sus ojos, observó como su prima masturbaba duramente la verga de su padre mientras fustigaba con la lengua la carnadura del tronco.
Abriendo desmesuradamente la boca, Carolina fue introduciendo el falo dentro de ella y ciñéndolo entre los labios, succionó apretadamente al tiempo que iniciaba un lento sube y baja. Aquello parecía alienar de goce a la mujer que al tiempo de acelerar el movimiento, hundía la verga tan profundamente que sus labios rozaban la pelambrera del pubis del hombre. Pasado ese momento de exaltada furia, comenzó a chupetear al glande y el surco que se abría debajo de él mientras los dedos se deslizaban sobre la espesa saliva que manaba de su boca, masturbando aceleradamente al miembro.
Algún movimiento suyo debió de alertar a su prima, quien desvió su vista hacia ella y tomándola por el cabello, la alzó dolorosamente hasta que su boca descanso sobre las ingles de Gastón. Dejando la verga por un momento, su boca se aplastó contra la de Alicia y mientras le decía que la imitara, le hizo acercar la boca al falo, incitándola a chuparlo. Con los orgasmos había perdido algo de la ansiedad que la habitaba y ganado en serenidad pero reconocía que aun estaba excitada.
Había conocido el sexo oral de la manera más cruel que puede conocerlo una mujer y el pene, cubierto de arrugas y venas hinchadas, le parecía una asquerosidad. Asiéndola férreamente por los cabellos de la nuca, Carolina le hizo restregar la boca contra el miembro al tiempo que le ordenaba con enojo que lo lamiera. Algo en algún rincón secreto de su primitivismo animal reaccionó ante la áspera fragancia que emanaba del vello masculino y, olisqueando ansiosamente con los hollares dilatados por la emoción, dejó que la lengua tomara contacto con la piel.
Tanto el tacto como el gusto del pastiche que la cubría instalaron una lubrica ansiedad en sus entrañas y sin meditarlo, recorrió el tronco hasta tomar contacto con los testículos. El acre olor la tentó y los labios se distendieron para atrapar entre ellos la arrugada piel, succionándola con avidez a la vez que su mano buscaba el tronco. Guiada por la experta de Carolina, envolvió la ovalada cabeza y resbalando en la saliva que su prima dejaba caer, inició un corto vaivén que no descendía más allá del lábil prepucio en tanto Carolina sorbía la piel y chupaba con fruición la mata de vello.
Poco a poco, sin forzarla, fue guiándola para que diera cabida al grueso falo en la boca. Asombrada por la facilidad con que sus maxilares aceptaban la dilatación, introdujo lentamente la verga cada vez un poco más hasta que, ahogándose por la nausea, se encontró inmersa en un cadencioso vaivén en el que la cabeza llegaba a rozar el fondo de la garganta. No podía creer el placer que hacerlo le proporcionaba y, comprendiendo el entusiasmo de su prima, aferró apretadamente la verga e inició con su cabeza un rítmico ir y venir que la enajenó.
Carolina parecía haber desaparecido y entonces, se acomodó arrodillada entre las piernas de su tío, comenzando un lamer y chupar sistemático de toda la región y, tanto se detenía en sorber las transpiradas ingles del hombre para descender luego a los testículos, como imprimía a sus manos un ritmo enloquecedor, llegando a clavar las uñas en el empeño.
Obnubilada por el deseo, percibió el regreso de Carolina, la cual se acomodó detrás de ella y cual una loba hambrienta, separó sus nalgas con las manos y hundió la boca en el inflamado sexo de la muchacha, tremolando a lo largo de él con la lengua al tiempo que los dedos expertos volvían a penetrar la vagina. Dos de sus finos y largos dedos intrusaron al sexo y la lengua entonces, se aplicó a escarbar en los fruncidos esfínteres del ano, introduciéndola a una inédita sensación.

La intensidad del placer era tan grande que no pudo hacer otra cosa que multiplicar sus esfuerzos con manos y boca, hasta que su tío, bramando como un toro enfurecido, la aferró con ambas manos por los cabellos e imprimiendo a su cuerpo un frenético ondular, poseyó la boca como a un sexo. Alicia disfrutaba de esa violenta intrusión a la boca y su deleite se profundizó cuando sintió como otro falo la penetraba desde atrás.
Ignoraba que Carolina se había colocado un arnés que sostenía una réplica desmesurada de un pene. Viendo a la muchacha gozando con la felación a su padre y arrodillada detrás de Alicia, fue penetrándola con el consolador de siliconas, centímetro a centímetro, hasta que todo él estuvo en su interior, iniciando un lento ir y venir al tiempo que excitaba con un dedo pulgar la fruncida y oscura entrada al ano.
El tamaño de la verga artificial que Carolina removía en su interior excedía largamente a la que tenía en la boca y con aquel restregar inquietante al ano, sólo contribuyeron a incrementar el goce enloquecedor que la invadía. Sus fosas nasales se dilataban a la búsqueda de aire y, cuando Gastón volcó en su boca los chorros impetuosos de un líquido espeso que asoció con el semen, no pudo menos que tragarlo con avidez si es que quería respirar. Con la descarga, su tío aflojó la tensión y Alicia pudo abrir la boca, comprobando como aun goteaba en ella la cremosidad melosa del esperma que ya, voluntariamente y subyugada con su sabor a almendras dulces, lamió y deglutió con verdadera gula.
Entretanto, Carolina arqueaba su cuerpo para darse impulso en lentas y violentas penetraciones que fueron reinstalando en la muchacha una voluptuosa sensualidad. Mientras la verga de Gastón disminuía notoriamente de tamaño y ella sorbía con fruición los restos blancuzcos, su prima la corrió a un lado y, poniéndola boca arriba, colocó las piernas estiradas contra sus grandes senos e inclinándose cada vez un poco más, fue penetrándola con hondura. La sensación de esa verga flexible pero terriblemente gruesa era indescriptiblemente placentera.
Asiendo los brazos que Carolina había colocado a su costado, amoldó su cuerpo y se ayudó para imprimir a la pelvis un ondular que le hacía gozar de cada movimiento del miembro que, en su interior, raspaba hasta las mucosidades del endometrio. Lentamente y mientras la penetraba, su prima se iba inclinando y la boca se posesionaba alternativamente de sus pechos, lamiendo y chupándolos con verdadera pasión. Alicia descubría que esa penetración, si bien el falo era monstruoso, le era más dulcemente gozosa que la de su tío. Poniendo todo de sí, aferró la cabeza de su prima entre las manos para acercarla a su boca y las lenguas serpenteantes se trabaron en una tierna lucha de sabores y fragancias en tanto que sus cuerpos se embestían en ondulante cópula.
Haciendo una demostración del vigor que albergaba su cuerpo poderoso, Carolina fue echándose pausadamente hacia atrás, manteniéndola asida de los brazos y sin dejar que la verga saliera de su interior. De esa forma, fue acostándose de espaldas y Alicia quedó arrodillada encima de ella. Dándole ordenes en suaves murmullos y guiándola con las manos, su prima las colocó debajo de las nalgas e imprimiendo a los brazos un lento vaivén, alzándola y dejándola caer alternativamente, le hizo comprender la intención de esa posición.
El consolador entraba hondamente en la vagina y, en tanto ella flexionaba sus piernas y sacudía las caderas adelante y atrás, la dolorosa sensación que esos distintos ángulos infligían a los músculos era terriblemente placentera. Alicia había alcanzado un ritmo cadencioso y en tanto que elevaba y bajaba su cuerpo, Carolina impulsaba el suyo con controlada violencia haciendo aun más satisfactoria la intrusión.
Los roncos gemidos que exhalaba de la boca entreabierta y las manos que involuntariamente estrujaban sus propios senos, le indicaron a Carolina que ya estaba lista y asiéndola por la nuca, la estrechó contra su cuerpo haciéndole elevar el trasero. Abrevando en su boca con tenaz persistencia, consiguió enloquecer a la muchacha que sacudía su pelvis con vehemencia al sentir la fortaleza del roce de la verga contra el útero.
Mientras intercambiaba salivas y vahos ardorosos con su prima, la boca de Gastón excitaba con la lengua los esfínteres del ano que, ya sensibilizados por las anteriores caricias de Carolina, fueron dilatándose progresivamente hasta que, junto con el baño de la abundante saliva de su tío, un dedo se aventuró a penetrarlos.
Su reacción instintiva fue la contracción y por un momento eso la distrajo de la hipnótica tarea de besar a Carolina pero el vigor de la penetración del falo y el mínimo movimiento que su tío le había impreso al dedo volvieron a envolverla con una nebulosa de goce y se abandonó totalmente.
Ella siempre había supuesto que la violación al recto le resultaría dolorosa pero la saliva que lubricaba al dedo sumada a la experimentada sapiencia de Gastón, le permitían disfrutar del suave vaivén que acompañaba al de la penetración al sexo. Casi de manera imperceptible, su tío agregó otro dedo más y los esfínteres respondieron dilatándose complacidos ante esa fricción que el hombre acentuaba con una fuerte tracción y torsión de la mano.
Apoyada en los brazos, Alicia se daba envión para hamacar su cuerpo y ondulaba con vigor vientre y caderas. Olvidada ya de por quien y cómo estaba siendo violada, sacudía complacida la cabeza y los dientes se clavaban duramente en sus labios hasta que, sin poderlo impedir, sintió la gruesa carnadura del pene de Gastón penetrando la tripa hasta que sus ingles chocaron contra las nalgas humedecidas. El grito surgió estridente de la boca abierta pero, entremezclado con sus violentos jadeos y gemidos, fue convirtiéndose en un grave ronroneo satisfecho. Carolina había suspendido por un momento sus enviones y, a pesar del sufrimiento que el falo causaba al recto, la sensación era de un insospechado goce que ponía cosquillas desconocidas en su vientre y nuca.
No conseguía evitar que el martirio colocara lágrimas en sus ojos pero comprobaba que aquellas no eran de dolor sino de dichosa euforia. Con suaves empellones sincronizados, padre e hija la penetraban alternativamente y, recién cuando ella acompasó el balanceo de su cuerpo al del coito y la sodomía, los dos falos se asociaron en una sola penetración. Jamás había imaginado que existieran las dobles penetraciones y mucho menos aun que ella fuera partícipe entusiasta con tal alto grado de satisfacción.
Reparando como sacudía el cuerpo y en tanto que Carolina estrujaba y sobaba concienzudamente sus senos colgantes, Gastón sacó la verga del ano, viendo con demoníaco placer a los esfínteres dilatados en un oscuro hueco que le dejaba observar el blancuzco interior de la tripa. Esperando hasta que volvieron a comprimirse en el apretado haz de fruncidos tejidos, apoyó nuevamente la cabeza contra ellos y con inefable placer, los vio ceder al paso del falo. Idéntica actitud había adoptado Carolina con su sexo y así, por un momento sus entrañas eran deshabitadas de todo cuerpo extraño y luego eran invadidas por las dos enormes vergas que le procuraban tanto placer.
Bramando roncamente con los dientes apretados en sonoro rechinar, les hacía notar el goce inmenso que le estaban proporcionando pero si su adaptabilidad le había permitido obtener placer del sexo aberrante a que la sometían, no era consciente de lo que aun le esperaba. Cuando sus gemidos se habían elevado a la categoría de grito y con obscenas maldiciones les suplicaba que la hicieran acabar, Gastón sacó la verga del ano y, restregándola contra el miembro artificial para humedecerla, inició una lenta pero fortísima presión.
Sus ojos desorbitados por el asombro y la boca abierta que dejaba caer hilos de una espesa baba sobre los pechos de su prima, convencieron a los sádicos cómplices de cuanto ella lo estaba gozando y, sin prestar atención a sus doloridos reclamos desesperados, hundieron todo lo posible ambas vergas en la vagina e iniciaron una rítmica cópula que llevó a la muchacha a experimentar profundas arcadas y fuertes contracciones abdominales que concluyeron cuando junto al esperma de su tío, los ríos contenidos del placer inundaron sus entrañas y mientras ellos continuaban en su maléfico traquetear, con los espasmos convulsivos del vómito incontenible se hundió en la oscuridad del desmayo que cobijaría su sufrimiento.
Datos del Relato
  • Categoría: Incestos
  • Media: 3.93
  • Votos: 30
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