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Categoría: Incestos

Mundo salvaje

CAPÍTULO 1º



 



Estamos hacia el Anno Dómini de mil quinientos veintitantos, en una isla perdida, aislada en mitad de la mar océana, a miles y miles de kilómetros de cualquier punto habitado, y para más INRI, deshabitada, sin rastro de vida humana por ningún sitio. A tal lugar acaban de arribar tres personas, un hombre, Juan, unos cuarenta y dos años, una mujer, Ana, veintiocho años casi recién cumplidos, esposa del hombre, y un niño, Yago (1), entre cinco y seis años, hijo de los anteriores. Relatar todas las peripecias que hasta allí les llevaron sería demasiado prolijo, hasta aburrido, con lo que sólo indicar que ellos son españoles, campesinos extremeños por más señas, pobres como ratas, que el hambre viva les llevó a emigrar a esa especie de nueva Tierra de Promisión que eran las no ha tanto descubiertas por micer Cristóforo Colombo, hecho Gran Almirante de la Mar Océana por los que fueran nuestros reyes Dª Isabel de Castilla y D. Fernando de Aragón. Y hacia allá embarcaron un mal día en Sevilla. Consumados los dos tercios del viaje, les sobrevino un ataque pirata, del cual sólo ellos tres sobrevivieron, madre e hijo al esconderse en la sentina, el estercolero del barco, vamos, y el padre al rozarle la frente una bala de pistola que le dejó inconsciente, pasando así por muerto ante los piratas.



Luego, su total desconocimiento de las artes de marear, navegar, sin poder pues gobernar el buque, dejó a éste a la deriva, a merced del capricho de vientos y corrientes marinas, con el agravante de una serie de vendavales, tormentas de diverso calibre, que les mantuvo dos, tres meses a la buena de Dios por aquél océano tenebroso, para, finalmente, hacerles encallar en una somera rada de la isla. Lo primero que hicieron al bajar a tierra fue dar infinitas gracias al Altísimo por conservarles la vida y puesto, al fin, en tierra firme; pero bien se dice que la alegría dura poco en casa del pobre, y eso les pasó cuando, en menos que se arda en decirlo, comprobaron que no sólo estaban en una isla, sino que estaban solos, sin rastro de ser humano alguno en todo aquél lugar.



Al desánimo inicial pronto sucedió una fe absoluta en que, antes que después, avistarían un barco que les devolviera a tierra de cristianos, pero los meses pasaron y pasaron sin una mala vela que llevarse a los ojos, lo que acabó por convencerles de que, si Dios no lo remediaba, y por la labor, la verdad, no Lo veían, allí estarían hasta estirar la pata y arrugar el hocico. Pero bien se dice, también, que no hay mal que por bien no venga, y aquello, tras que lograron asimilarlo con lo de que, al menos, estaban vivos y sobrevivir en aquella isla no revestiría mayor problema, pues, a Dios gracias, el agua abundaba, en numerosos riachuelos, arroyos y arroyuelos, nada de ni siquiera medianos caudales acuíferos, pero, al menos, allí estaban, que casi difícil era andar quinientos, seiscientos metros sin toparte con una corriente de agua. Tampoco la comida faltaba, pues los bosques, entre templados y tropicales, tampoco faltaban, con árboles frutales de diferentes especies, desde higos, eso sí, rarísimos, de color rosáceo al madurar (2), amén de tampoco faltar la caza, lo mismo menor que mayor, desde los humildes conejos y liebres hasta venados, antílopes, unos enanos, no mayores que perros medianos, como el “Druikers”, otros enormes, pasando por el cerdo salvaje africano, el facocero.



Es famoso en España un dicho, que, en esta vida, quien no se conforma con lo que tiene es porque no quiere, y eso, mismamente, es lo que les pasó al bueno de Juan y su mujer, Ana, que, finalmente, se conformaron con lo que había, a ver qué remedio, que a la fuerza ahorcan. Allí les tocaría vivir por sabe Dios los años; muy posible, hasta el fin de sus vidas. Hasta entonces, mientras mantuvieron la esperanza en el barco salvador, ni se ocuparon de su forma de vivir, habitando las zonas más altas, lo alto de las montañas, los sistemas montañosos que señoreaban la mayor parte de la geografía isleña, los dos tercios, si es que no era más, de su suelo, sin preocuparse de cómo vivían, más a la intemperie que otra cosa, cubriéndose en las noches con la lona embreada de las velas del barco, sólo pendientes de otear la superficie marina en espera de la salvación que por allí esperaban, pero cuando se convencieron de que eso, lo del barco salvador, era más una entelequia que una posibilidad, se dijeron que mejor instalarse lo más cómodamente posible que seguir viviendo a salto de mata.



Así, lo primero que decidió el matrimonio fue salir de allí, las Tierras Altas, como ya llamaban a las áreas montañosas, para trasladarse al único rodal de playa que allí había, un arco de unos doce, quince, kilómetros de largo este-oeste, en el extremo suroriental de la isla, de fina y blanquísima arena, muy parecida a las playas caribeñas, con una, digamos, segunda línea de extensos palmerales, cocoteros en su mayoría, pero sin tampoco faltar las palmas datileras, y más allá, cerrando el horizonte, la selva tropical, casi impenetrable. Tampoco el agua faltaba al lugar, suministrada por varios riachuelos que allá venían, dóciles, a entregar sus aguas al mar. Allí, pues, asentaron sus reales, construyéndose una vivienda, cabaña de gruesos troncos de árbol, palmeras exactamente, en cuyo claro plantaron la casa rodeada de palmeras y a unos ochenta-cien metros de uno de tales riachuelos, que discurría hacia su destino por la espalda de la casa, hacia su izquierda. La cabaña con tres estancias, dos dormitorios, matrimonio y el de su hijo, Yago, más una sala en funciones de cocina, comedor y estar, todo en una pieza.



Para esto, talar los árboles y construir su casa, de inestimable ayuda fue el pañol de herramientas del barco, proveyéndose así de sierras, tronzador, hachas, martillos, tenazas, etc.; toda una bendición de Dios en su limitado estado. También les sirvió el barco para surtirse de muebles, mesa grande más sillas y taburetes para la sala-estar siendo camastro para Yago el que fuera del capitán del barco; la cama de ellos, el propio Juan se la fabricó, con largueros y demás de la misma madera con que construyeran su casa, tomados del barco los colchones, sustituyendo la original paja, mugrienta ya, por hojas frescas de la selva. Hasta de armas se proveyeron, machetes largos en unos sesenta centímetros, anchos, de un solo filo, pero muy cortante, y cuchillos. Incluso concibió Juan una lanza, a base de adaptar a un bichero (3) un cuchillo de unos cuarenta centímetros de hoja.



Así fue transcurriendo su vida, plácida, serena, descansada, pues hasta resultó que sus nuevas ocupaciones, cazar, pescar, recolectar frutos, eran mucho más tranquilas, livianas, que las pretéritas labores agrarias, en la que forjaran sus cuerpos, sus mentes y almas, arando la tierra, segando, vendimiando y recogiendo aceituna, esto, bajo los fríos del Noviembre extremeño, aquello, bajo el abrasador calor del estío pacense, la estepa de Badajoz; incluso, disponiendo de un tiempo libre antes, para ellos, desconocido, pues un día de caza, pesca o recolección de frutos, era comida para tres, cuatro días, por lo que con “trabajar” eso, uno de cada cuatro o cinco días, les resultaba más que suficiente para cubrir sus exiguas necesidades allí. También descubrieron otra cosa, el placer del agua, la playa, algo enteramente nuevo para ellos, gentes de secano, del interior extremeño, donde el mar no se puede concebir, con lo que su vista, su disfrute, les causó enorme impresión, convirtiéndose enseguida en su principal entretenimiento lo de andar triscando por la playa, disfrutando de su agua, hasta nadando, que en no tanto tiempo, de estar casi todo el día zascandileando por la playa, corriendo, tirándose en plancha y demás, aprendieron a nadar casi como peces



Sí, de tal guisa discurría la vida de los tres, hasta que tan idílico, inefable, panorama empezó a agrietarse. Fue unos diez años después de arribar a aquella isla, su nuevo hogar, el nuevo terruño, cuando Yago fue dejando de ser el niño que era para ir trocándose, poco a poco, día a día, mes a mes, en hombre joven casi con toda la barba ya. Un entre adolescente y “macho joven” de la especie humana, listo como el hambre, osado y atrevido, hecho a afrontar situaciones, en sí, peligrosas, muy peligrosas a veces, como el ataque del gran leopardo africano, rey emperador de la selva tropical isleña, o el peligroso jabalí salvaje de la misma floresta, el hilochero, con sus, normales, trescientos kilos, (el europeo, el más común, oscila entre 70-90 kg., pudiendo alcanzar, máximo, 150), resultado de la educación que, desde sus once-doce años, le inculcara, transmitiera su padre, que a tal edad, más menos, le tomó bajo su tutela, iniciándole en los secretos de la caza y la pesca, que él, Juan, aprendiera y desarrollara en la dura escuela de la diaria lucha contra ese entorno hostil que les rodeaba, la Naturaleza salvaje, con sus asechanzas y peligros constantes, en una inacabable pelea, a brazo partido, contra ese medio salvaje y su ley básica, matar antes de ser matado. Así, Yago creció ágil cual liebre, fuerte como un toro, musculoso, pero sin ápice de grasa, apuntando claramente a ser el verdadero tipazo de macho humano que ya para entonces casi era.



Por estos idus, el joven comenzó a sacar un comportamiento la mar de curioso, pues empezó a aparecer por casa, al anochecer, con una serie de presentes para su madre, eso sí, sencillos, casi cándidos, que en principio fueron simples flores, de la selva tropical mayormente, aunque también de los bosques de las Tierras Altas, lirios, gardenias, violetas, dalias, que dejaba, casi subrepticiamente, en la mesa, junto al plato de Ana; luego, al avanzar del tiempo, fue incorporando guirnaldas, ramas de plantas tropicales con sus hojas y flores, en diferentes tamaños, desde largo collares que ella se colgaba al cuello hasta, digamos, pulseras que su madre lucía en muñecas y tobillos, realzando la monumental belleza de sus pies, sus piernas, hasta sus muslos cuando, casi desnuda, sólo con un más taparrabos que braga, se bañaba y nadaba en las aguas de la playa, pasando por redondas coronas con que su hijo se gustaba en coronarla; y aún más adelante, cuando su diecisiete aniversario estaba más que cumplido, olvidado, muñequitas talladas en madera, vestidas de hojas y flores, cosas todas estas que a su mami encantaban, haciéndola más que feliz tales atenciones de su hijo, que gustosa lucía en cabeza, cuello, muñecas y tobillos, y que, por cierto, a su padre, a Juan, le gustaba muchísimo que tal hiciera con su madre.



Pero es que, internado y bien, en sus dieciocho años, inició lo que parecía una extravagancia hasta allá de grande. Ana siempre había sido muy cariñosa con su hijo, encantándole besarle y abrazarle, achucharle que se dice, casi de contino(4); mientras él fue crío, los cariñitos maternos le encantaban, pero al andar por los ocho-nueve años, dijo que ya no era un niño, declarándose rebelde a las maternas efusiones; mas, sorprendentemente, en esos sus bien cumplidos dieciocho “tacos de almanaque”, recuperó ese placer, no ya sólo por las efusivas muestras de maternal cariño, sino que él mismo gustaba de expresarle su propio cariño, “achuchando” a su mami con abrazos, caricias y besos que hacían las delicias de la mami, poniéndola en el maternal “Séptimo Cielo”, contenta de que su Yago, casi un hombre ya, le mostrara tanto cariño. En fin, que esos cambios en Yago la tenían más contenta que unas Pascuas



Los meses pasaban y estas cosas fueron bien, hasta que empezaron a ir mal. Fue año y pico después, con Yago ya más en sus veinte que en sus diecinueve otoños; comenzó como algo difuso, una sensación indefinida que empezó a mal traer a Ana. Era como una intuición, tan propia en las mujeres, que la desasosegó al empezar a parecerle que las filiales efusiones no eran tan inocentes, sino que cierto matiz erótico, sensual, había en todo ello. No se lo podía creer, le parecía tan incongruente, tan fuera de toda razón, que se decía que sentía como visiones, algo enteramente irreal, fruto Dios sabría de qué; pero la impresión ahí estaba, terca, inamovible, lo que hizo que fuera prestando más y más atención a las ídem con que su hijo la distinguía y, por finales, concluyó que de quimeras, irrealidades, nada de nada, que su hijo, sin duda, aprovechaba tales ocasiones para, con casi descaro, “meterle mano”, en especial, refregando sus partes pudendas en el cuerpo materno, las nalguitas, particularmente, aunque también, a veces, y como al desgaire, se le iba alguna que otra manita al “pan”, a los maternos senos.



Ese fue el punto de inflexión que cambió para siempre la relación madre-hijo, pues Ana comenzó por volverse precavida, evitando el contacto directo con su hijo, sin permitirle ya esas caricias, besos y abrazos, que él tanto buscaba. Pero, al parecer, el muchacho no tomó tan mal tal cambio en su madre, sin intentar forzar nada como respetando la materna decisión. Claro que el chaval era un tanto marrullero, golfillo en el sentido de caradura, con “labia” para convencer, lograr lo que quería, y a eso recurría cuando Ana se le ponía terne que terne a sus intentos de abrazarla y acariciarla



—Lo que pasa es que usted ya no me quiere, mama (5)



Y se ponía a hacer pucheretes, como si, en verdad, fuera a echarse a llorar, cuál el crío que fingía ser. Su madre, entonces, se echaba a reír, pues de verdad le hacían gracia las salidas del chaval, diciéndose para sus adentros “Pero qué diablillo es el pedazo de sinvergüenza”, mas seguía en sus trece en lo de “Las manitas quietas, que luego van al pan”. Así que le revolvía los cabellos y le decía



—Es que te pones muy pesado, Yago ¡Uff! Tanto besuqueo, tanto abrazo. Me agobias, hijo, me agobias



 



Le daba un beso en la mejilla, más furtivo que otra cosa, y se lo quitaba de encima, echándole de donde estuviera, pretextando tener que hacer cosas y más cosas. Él seguía con sus regalos, las flores, los collares, pulseritas y muñequitas talladas. En fin, que Yago, de la manera más descarada, cortejaba a su madre cual mozo a moza. Las cosas siguieron así, a media asta, podría decirse, hasta que se volvieron a torcer, más y más. Fue por cuando el muchacho enfilaba su veintiún cumpleaños, a no tantos meses de hacerlos; de repente, cesó, radicalmente, en intentar acercarse a ella para besarla, acariciarla y tal. Parecía que, por fin, se había olvidado de lo de los “cariñitos” a su mami en la corta distancia pero, en “compensación”, empezó un acoso sicológico mucho más demoledor, con sus ojos, su mirada, posada casi permanentemente en ella, siempre que estaba en casa, recorriéndole el cuerpo, culo y senos muy especialmente, en la forma más libidinosa, más lujuriosa, que darse pueda, que no parecía sino que la desnudaba con los ojos, y Ana comenzó a sentirse verdaderamente mal en su presencia, odiando esos ratos en que el joven estaba en casa. Hasta llegó a sentir no ya miedo, sino terror de él, temiendo que, cualquier día, llegara a violarla o, cuando menos, intentarlo. Ello derivó en que Ana huyera de su hijo como el diablo de la cruz, saliendo de estampida, hasta de casa, siempre que se encontraba con él a solas. Incluso, estando Juan, procuraba que su marido estuviera entre ella y el muchacho



Él, no obstante, seguía, impertérrito, con sus regalos, las flores, collares etc, y aún más asiduamente que antes, pues raro era el día que no aparecía con algo. Pero esos mismos regalos que antes tanto le gustaban, complaciéndose en lucirlos, ahora se le hacían patéticos, hasta le daba asco cuando se los ponía, como antes, junto al plato; hasta él mismo, su propio hijo, empezó a darle asco. A ella, que lo había querido como pocas madres quieren a sus hijos; a ella, que ante él, Yago, nunca había habido nada ni nadie, ni su marido siquiera, su Juan, al que quería con toda su alma, todo su ser, pues ni él siquiera era nada, nadie, ante su Yago.



Pero es que, además, desde que las cosas se enconaran de tal manera entre ella y su hijo, la relación con su marido se había complicado y no poco, pues ella, sin explicación alguna, se declaró en perenne huelga de “piernas cerradas” para su Juan, pues, pensaba, “No faltaría más que se pusiera aún más “contento”, oyéndonos...oyéndome”. Y es que Ana era de verdad escandalosa cuando disfrutaba con su maridito de su alma. Y claro, al sufridísimo Juan me lo traía frito, en permanente Cuaresma(6), con lo que sus rebotes con su “santa” eran de órdago a la “grande”, la “chica”, “pares”, “juego” y tal, y tal, y tal



La guinda del “pastel” fue un día cualquiera, en las primerísimas horas de la tarde, a eso de la una, una y pico, con Yago en sus bien cumplidos veinte años y transitando, a toda vela, a sus veintiuno. Estaba sola en casa, con Juan por las Tierras Altas, cazando, que hasta el oscurecer no le esperaba, y Yago, pues échale un galgo desde bien de mañana también, que ya hacía casi más de un año que el mocer campaba por sus respetos, sin contar para nada con su padre, deambulando todo el día solo, por acá y por allá, haciendo lo que quería, que pocas veces era algo de provecho para la casa, carga que caía, casi por entero, en Juan. Así que Ana acababa de comer, recoger lo usado en la comida y tal, amén de fregarlo todo en ese balde de agua que utilizaba en tales menesteres, caminando ya hacia su habitación, dispuesta a tenderse un rato en la cama, la típica siesta española que cada día solía dormir. Estaba ya junto a su cuarto, casi empujando la puerta, cuando, de pronto, como por ensalmo, sin advertirle, sin oírle llegar, que sabía deslizarse cual felino, sin hacer el más mínimo ruido, la figura de su hijo se recortó en el marco de la puerta de casa. A Ana, al punto, le dio un vuelco el corazón, poniéndosele en la garganta, casi aterrorizada ante él. Se sintió atrapada, entre la espada y la pared; él avanzó hacia ella dos pasos



—¿Qué…qué quieres?...



—Tranquila, madre, que sólo deseo hablarle. Ya sé que usted ya no quiere que la abrace, que la bese; que ya no me quiere. Eso ya lo sé y, como habrá visto, ya ni lo intento Sólo deseo hablarle, que, supongo, no se opondrá a ello, ¿verdad?



Esto lo dijo con esa voz, esa expresión en su rostro, casi infantil, de nene que en su vida ha roto un plato, que a ella siempre le ponía, pero en sus ojos, la expresión entre burlona y sardónica, tan característica también en él desde que comenzó la “guerra” entre los dos



—Claro que no me importa que hablemos, pero es que, bueno, me iba a echar un rato la siesta Luego, en la cena, si quieres hablamos.



—No madre. Es ahora cuando quiero hablar con usted. Será solo un momento…



Ana se quedó dónde estaba, junto a la puerta de su cuarto, sin saber qué hacer



—Pues verá madre, ando estos días leyendo este libro. (le enseñó una Biblia) Usted me lo leía de pequeño, aún lo recuerdo; y recuerdo que me decía que este es el Libro de la Verdad ¿No es así?



—Claro hijo. Es la palabra de Dios



Ana, casi desde siempre, habíale llamado por su nombre, Yago, pero desde que comenzó la “guerra” entre ellos solía llamarle “hijo”, como advirtiéndole, recordándole, el íntimo parentesco que les unía



—Bueno, pues mire lo que dice aquí: “Y Adán conoció a Eva, su mujer, y ella concibió y tuvo a Caín” O sea, que entonces había tres personas en la tierra, Adán, Eva, y Caín, su hijo. Como aquí nosotros: Padre, usted y yo. Pero el libro que dice verdad, prosigue: Y Caín conoció a mujer y ella concibió y tuvo a Henoc” …



Yago adelantó el libro a su madre para que ella misma leyera los versículos que acababa de leerle, pero ella, sin querer ver nada, sólo dijo



—Vete Yago; vete, por favor…por favor, hijo…



Pero Yago no se fue, sino que, con el libro abierto por delante, siguió hablando



—Madre, ¿quién fue la mujer de Caín? En la tierra, entonces, no había más mujer que Eva; sólo ella, Eva, su madre…la mujer de Adán, su padre…



—Vete, Yago, vete. Por Dios te lo pido, hijo, vete, vete. Por Dios, hijo mío, por Dios,



Pero Yago no se fue, sino que se acercó más aún a ella, con el libro abierto, por delante



—¿Era Eva madre? ¿Era Eva la mujer que Caín conoció y en la que engendró a Henoc?



—Calla, hijo, calla; por favor, calla. Vete Yago, vete. Por caridad, Yago; por caridad te lo pido, te lo ruego, hijo, te lo suplico. Ten piedad de mí, de tu madre, tu propia madre. ¿Es que no lo ves, hijo, no ves que me estás haciendo daño; mucho, mucho daño? ¿Qué te he hecho para que me tortures así?



Pero Yago seguía impertérrito a los ruegos de su madre. Ni la presionaba, ni la retenía, nada; ninguna violencia sobre ella, pero sin cesar de repetir esas cosas que tanto le dolían a ella, pues veía, clara, la intencionalidad de justificar el incesto madre-hijo: Que, tarde o temprano, ella, su madre, sería también su mujer 



—Sí, madre, dígame ¿era Eva la mujer de Caín? Y Adán, el marido de Eva, ¿dónde estaba cuando Caín “conoció mujer”? ¿Dónde, madre, dónde estaba Adán, cuando Eva, su mujer, folgaba con Caín, su hijo; cuando Caín la preñaba de Henoc?



Ana, derruida anímicamente, se tapaba los oídos con ambas manos, tratando de no oírle, pero era inútil, pues él estaba a su lado, gritándole todo cuanto le decía y ella, a su vez, gritándole también a voz en grito “¡BASTA, BASTA YA! ¡CALLA, POR DIOS, ¡CALLA! ¡NO SIGAS, POR DIOS, YAGO, POR DIOS; ¡POR DIOS TE LO RUEGO! ¡CALLA, CALLA!” mientras corría, huyendo de su hijo, de la casa, con él a su lado, gritándole también sus palabras, esas palabras que la aterrorizaban. La acompañaba en su huida sin impedirle andar, correr; ni se le cruzó en su camino, ni, tampoco, intentó retenerla; sólo eso hacía, correr a su lado, con ella, hasta que llegaron a la puerta. Ana siguió corriendo, playa adelante, como loca, tapándose aún los oídos para no oírle, aunque en vano, pues más que nítidas llegaban a ella las palabras de Yago, gritándole desde la puerta.



—¡MUERTO MADRE! ¡ADÁN ESTABA MUERTO! ¡LO HABÍA MATADO CAÍN, ¡PARA ARREBATARLE A SU MUJER, EVA! ¡EVA, SU MADRE, SU PROPIA MADRE, FUE LA MUJER DE CAÍN, TRAS DE QUE ÉL MATARA A SU PADRE, EL MARIDO DE EVA, PARA QUITÁRSELA, ¡APODERARSE DE ELLA!



Ana corría, como loca, desquiciada, playa adelante; ya no le oía; ya no oía a su hijo, pero sus palabras retumbaban en su cerebro. Y esos ecos que en su cabeza sonaban como cañonazos, la estaban volviendo loca, destrozándola, moral y físicamente. Corrió y corrió hasta que no pudo más, hasta que sus energías se agotaron. Cayó al suelo, descuajeringada, y rompió a sollozar como, posiblemente, jamás lo hiciera. Deseaba morir; morir, de una maldita vez.



Serían sobre las seis cuando Ana se encaminó de regreso a casa; lo hacía cansada, desanimada, insegura, con el miedo en el cuerpo, temiendo encontrarse con su hijo a solas, sin su marido. Llegó y, con el corazón en un hilo, empujó la puerta; al momento, alma y corazón, se le ensancharon: Dentro estaba Juan, su marido, su idolatrado marido, pero de Yago ni rastro. Nada más entrar, preguntó



—¿Y Yago?...



—Aún no ha vuelto. No debe tardar ya…



Y entonces sí que Ana vio el cielo abierto. ¡Su hijo no estaba, sólo su marido! Se precipitó hacia él, le echó los brazos al cuello y le besó; le besó en los labios, en la boca, reclamando a ésta paso franco a su lengua, que entró en la del marido, morreándole como pocas, muy pocas veces lo hiciera, cosa que dejó a Juan turulato, pues hacía meses que su “santa” no le administraba tal “tratamiento”, con lo que le inquirió cuando le dejó hablar…y respirar



—Pero, ¿se puede saber qué te pasa, Ana?



—Que te quiero mucho, marido; que me tienes loquita por ti… Eso es lo que me pasa…



Y otra vez la burra al trigo y Ana al inmoderado “morreo”, que Juan estaba que hasta las lágrimas le saltaban de puro gozo Y a ver, que “er probetico” se entusiasmó tanto con el “tratamiento”, que las manitas se le fueron al pan, que me diga, a los pechos de su “parienta”, con lo que ésta, sonriente, le soltó



—Vaya marido. ¿Se te pone durita? A ver, a ver…



Y ni corta ni perezosa, le metió la mano en el calzón y con su blanca mano le tentó el “pajarito” que, al instante, empezaron a entrarle unas ganas de “cantar” de tente y no te menees



—¡Vaya! Pues parece que sí que se quiere poner dura. ¿Tengo yo algo que ver con esto?



Y, sin cortarse un pelo, Ana empezó a darle “al manubrio” por lo fino, con lo que al “pajarraco”, que ya, desde luego, tierno “pajarillo” no era, se le redoblaron las “ganazas” de cantar hasta fenecer si preciso fuera, que era una vida suya, con los ojos del infeliz “der Juanico” haciéndole chiribitas y lucecicas.



—Ya lo creo, ya, que esto se está poniendo de un durito que da gloria. Juan, amor, ¿te parece que nos vayamos a la cama y dejemos la cena para luego?…



Y sin más, le tomó de la mano y, tirando de él, se lo llevó al dormitorio; a la cama. Fue luego, tras el primer refocile, cuando “er probetico der Juanico” pedía árnica, casi por caridad, por los “trabajos forzados” a que su “santa” le sometió, que su “santa” sería muy ídem, pero, ¡ozú!, cuando “ze zortaba er pelo”, que era día sí, día también, y “er der” medio, “pa que no farte na”. ¡Verdadera tigresa hambrienta de “carne”!... ¡Ele!... Y allí me veíais “ar probete der Juanico”, esfuérzate que te esforzarás, en mantener bien “surtía” a su “triguesa” que no veáis las fatiguitas, y fatigazas, “qu’er probetico” pasaba en tales coyunturas. Pero no creáis, que el esforzado marido hasta lograba salir airoso en tan arduos trabajos, aunque eso sí, dejándose los pelos en la gatera y un tantico quebrantado, que para estar de nuevo “apto pa to servicio”, precisaba de su tiempo.



Pero, amén de que esas necesarias y, a veces, tantico prolongadas treguas en los “cuerpo a cuerpo”, que a Ana no se le hacían tan cuesta arriba, pues los besos, arrumacos y demás trasuntos amorosos que animaban las esperas, tampoco eran moco de pavo, esa oportunidad le vino como anillo al dedo para informar a su maridito de lo que podía venírsele encima con su hijo, contándole la escena que con “er nene” mantuviera esa misma tarde. Y de todo cuanto “coleaba” de tiempo atrás. Y Juan, amén de entender el porqué de la “huelga de piernas cerradas” de su amada, pescó un “globo” contra su “ninio” que “pa qué las priesas”. Inquieto, exaltado, lleno de furor hacia el mal nacido de su vástago, se levantó y empezó a dar vueltas y vueltas por la habitación, mascullando maldiciones contra todo y contra todos; contra él mismo, en primer lugar, por haber sido el de la “brillante” idea de emigrar, contra el día que arribaron a la isla, que mejo hubiera sido mantenerse en aquél maldito barco y morir, en mitad del mar, antes que haber llegado a aquello.



La llamada Ley de Murphy dice que, si “algo puede salir mal, saldrá mal; y, rizando el rizo de tan curiosa “Ley”, podríamos decir que “si algo puede ir a peor, irá a peor”, pues algo así pasó allí y entonces, que cuando más excitado estaba Juan, cuando más “se subía por las paredes”, es un decir, se escuchó, desde fuera, el vozarrón de Yago



—¡Escuche padre; deseo a su mujer, ¡la deseo para mí! ¡Salga con sus armas y pelee conmigo por ella, o ríndase y márchese de casa! ¡Si no sale, ni se rinde tampoco, entraré y le mataré como a un perro! ¿Me ha oído usted, padre?...



Se hizo un silencio; el rostro de Juan, como tallado en piedra, con las mandíbulas enclavijadas de pura furia, en tanto el de Ana se tornaba hasta gris, terroso, macilento, presa de horrísona tensión nerviosa, un dolor intenso, incomparable que la mataba, le partía el corazón. Se sentía morir; morir a chorros. Y Juan, mucho más sereno de lo que cabría esperar, se dirigió a la puerta, tomando la lanza de al lado de la jamba, con Ana corriendo, desolada, tras él



—No lo hagas Juan; no lo hagas. No pelees con él; no lo mates, no des lugar a que él te mate. ¡Es tu hijo, Juan! ¡Nuestro hijo, nuestro hijito! ¡Mi hijo, Juan, mi hijo; ¡mi hijito, mi bebé!



—No temas, mujer; no pasará nada; bueno, sí pasará; que él se va a llevar la gran paliza de su vida. Aprenderá, de verdad, a respetarnos; a respetarte a ti, su madre, a respetarme a mí, su padre. Pero de ahí no pasarán las cosas ¿Cómo iba yo a matar mi propio hijo? Ni borracho, Ana; ni borracho…



Juan salió afuera, con su llorosa esposa pisándole los talones; avanzó hacia el centro de la explanada, ante la casa; Yago retrocedió casi tantos pasos como su padre avanzó, puesto en guardia, con la lanza terciada y Ana junto a la puerta, apoyada en la jamba, aterrada ante la escena que se avecinaba. Les miraba y casi no se creía lo que veía. Él, Yago, no era su hijo, no lo reconocía como tal; era un animal salvaje, una bestia. Y es que, verdaderamente, en tal momento Yago no era un ser humano, sino una bestia salvaje; un macho enfebrecido por una libido tornada ingobernable. Un macho anhelando una hembra, y dispuesto a todo para lograrla. Un macho joven que aspira a ser el “Alfa” de la manada, desbancando al actual, arrebatándole, así, el prioritario acceso a la hembra



Se miraron padre e hijo y empezaron a girar alrededor uno del otro, estudiándose, intentando adivinar las intenciones del otro. Fue Yago quien primero se lanzó al ataque; ciego, impetuoso, lleno de furia, de rabia, de odio; Juan le esperó a pie firme, tranquilo, frío, dejándole llegar, para, al tenerle a un paso, quitarse de en medio, en un quiebro, mientras cruzaba la lanza a los pies de Yago, que trastabilló en ella y rodó por el suelo cuan largo era, mientras Juan, rápido cual áspid, se le echó encima, con el mango de la lanza por delante, arreándole de mandobles en espalda, riñones, posaderas, que hicieron bramar de dolor al impetuoso “macho joven”.



Yago, perdida la lanza con la caída, hecho alaridos, trataba de cubrirse, escapar a la lluvia de golpes que le caían, girando sobre sí mismo, hecho un ovillo, en tanto lanzaba patadas al padre, tratando de hacerle caer, lográndolo en una de ellas, con lo que también Juan rodó por el suelo, perdiendo, así mismo, la lanza; no se entretuvo en intentar recuperarla, sino que, raudo, se puso en pie, mientras el hijo hacía lo propio. Los dos, cuchillo en mano, volvieron a quedar, retadores, frente a frente. La situación había cambiado en un segundo, pues ahora ambos sabían que la lucha que se avecinaba sería sin cuartel, a cuchillada limpia, imperando la ley de la Naturaleza, de la Selva: Matar antes de ser matado. Y entonces surgió Ana, entre los dos, casi separándolos, con un enorme cuchillo puesto, por la punta, en su yugular



—¡Basta! ¡Basta! ¡Basta ya de esta locura! ¡Separaos, o, por Dios bendito, por Dios os lo juro, que me mato; me degüello! ¡Muerta la perra, se acabaría la rabia!



Los dos quedaron en suspenso, quietos, con la vista fija en ella



—¡Soltad los cuchillos! ¡Los dos! ¡Ahora mismo; y separaos; ¡separaos más, más aún!



Ambos obedecieron, como corderitos; soltaron las armas y fueron retrocediendo, más y más, hasta que Ana volvió a hablar



—Y ahora, desapareced los dos de mi vista ¡Fuera; largo de aquí! Tú, Yago, por allí, tú, Juan, por allá. Y no quiero veros a ningún de los dos en tanto no recapacitéis; en tanto no os convenzáis de que esto no puede volver a pasar



Ellos, cabizbajos, pero sumisos, marcharon por donde Ana les señalara; Juan, playa adelante, como era su costumbre, Yago hacia la selva, tal cual acostumbraba. Juan se fue casi perdiendo, playa adelante, mojándose los pies en la línea arena-agua, en tanto Yago alcanzaba el lindero de la jungla, sus primeros árboles. Llegado allí, se volvió hacia su madre que, expectante los miraba, ora a uno, ora al otro



—Madre, esto, de momento, queda así; no volveré a provocar a padre. Pero, téngalo en cuenta. ¡NO RENUNCIO A USTED! Tampoco la forzaré nunca, sino que esperaré a que sea usted quien venga a mí. A padre le puede suceder cualquier día un percance, un mortal accidente. Entonces, cuando usted se vea sola, cuando ya no tenga hombre, por su propia voluntad vendrá a mí…



Se dio la vuelta y desapareció en la espesura. Ella se quedó un momento, observando por donde él desapareció y, con paso cansino, hundidos los hombros y los ojos arrasados en lágrimas, entró en la casa, dispuesta a acostarse de nuevo, tratando dormir algo. Pero no pudo, pasándose la noche en vela, pensando mucho más que llorando, pues, aunque alguna lágrima se le escapó, supo guardárselas, diciéndose que llorando nada lograba más que los ojos como puños y rojos, cual tomates maduros, luego las cavilaciones fueron lo que centraron su atención todo el tiempo, dándole vueltas y más vueltas al tremendo problema que tenían, mucho más grave de lo que en principio creyera pues, en realidad, se había enconado hasta lo indecible



Apenas rayaba el alba cuando Ana estaba ya en pie, dispuesta a buscar y encontrar a su marido y su hijo. A Yago lo encontró enseguida, a poco de penetrar en la selva por donde desapareciera la noche anterior. Encaramado a un árbol, entre sus ramas, en un lecho de hojas, como hacen los chimpancés para dormir en lo alto de los árboles, a salvo de los depredadores. Le creyó dormido, pues no movía ni un músculo, y le lanzó una piedrecita, que él atrapó al vuelo, sacando un brazo a su encuentro



—No estoy dormido, madre ¿Qué la trae por aquí?



—Esta noche, y todas las noches, te quiero en casa a cenar y dormir Pero que nunca se te ocurra aparecer antes de las ocho de la noche. ¿Entendido?



—Entendido, madre



—Bueno; pues hasta la noche 



—Hasta la noche, madre…



Más le costó encontrar a Juan, no porque estuviera escondido, sino porque estaba más lejos, a media hora de casa por lo menos. Estaba, tal y como esperaba, en la playa, frente al mar; sentado en la arena, con la espalda apoyada en una palmera, lanzando chinitas al agua, que unas llegaban, otras no. Ya junto a él, se sentó a su lado



—Juan; tenemos que hablar. Y muy en serio, además. De lo pasado anoche…



—De eso, ya está “to hablao”. El mozo, anoche, recibió un buen correctivo y se guardará muy mucho de volver a las andadas. No te preocupes más por eso



Pues estás muy equivocado, que sigue en sus trece. Con la misma obsesión por mí, sólo que más peligroso



Y Ana explicó a su marido, de pe a pa, lo que su hijo le dijo la noche anterior desde el lindero de la selva. Juan quedó abatido. Sin saber qué hacer, qué decir. ¡Era muy fuerte eso de saber que su propio hijo tramaba matarle! Comprendía que ya nunca podría andar por la jungla como hasta entonces; que ya, no sólo debía guardarse de los animales, sino también de su hijo. Y un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Qué hacer? ¿Cómo enfrentar eso? ¿Adelantarse a él y matarle? Pero ¿sería capaz de matarle? Indudablemente no. Un padre da la vida por su hijo, no se la quita. Volvió a ser Ana la que rompió el silencio



—Juan, tenemos un problema muy, pero que muy gordo…



Seguidamente, le planteó lo que, en definitiva, era la situación: Tres individuos solos, aislados del resto del mundo, dos machos adultos y una sola hembra. Así de simple, así de grave. Una solución, pelear los machos hasta quedar sólo uno; otra, llegar a un acuerdo entre los tres que resuelva el problema sin violencia, por la que ella abogaba: Que los dos machos compartan la única hebra, ser ella mujer para los dos, su marido y su hijo. Así de claro; así de crudo, así de difícil, de terrible, para ellos dos, Juan y Ana.



Como es fácil imaginar, Juan ni quiso seguir escuchando a su mujer cuando llegó al meollo del asunto, que su mujer se acostara con su hijo, que éste penetrara a su mujer; mas ella, paciente, le hacía ver que, realmente, era la única alternativa que tenían, pues ¿podría él matar a su propio hijo? Pero Yago sí sería capaz de matarle a él; luego, estaba ella, ¿cómo tolerar al matador de su marido?; ¿cómo convivir con el matador de su hijo? En cualquier caso, la vida se le haría insostenible. Luego, a “quitar hierro” a la cosa; que físicamente estaría con Yago, pero en espíritu con él pues, en su mente, serían sus manos las que la acariciaran, su miembro el que la penetrara; que tampoco sería tanto tiempo, hasta que Yago acabara en ella, dos, tres veces, hora, hora y pico; dos horas a todo tirar. Y que, por finales, sólo sería cumplir con un pacto, un compromiso, sin más implicaciones; bien mirado, ni sexuales, pues sólo sería dejar que Yago se desfogara en ella dos, tres veces, y punto; hora, hora y algo al día, y pare usted de contar. Además, que cada día, tras cumplir el compromiso, ella volvería a él, íntegra, sin haberse dejado nada tras sí, para amarle y hacerle feliz; amarse los dos, hacerse dichosos los dos. Pues bien, mirado, ¿qué importaba que Yago disfrutara cada día de su cuerpo, si su alma sólo era de él, de Juan? 



Y, como de otra manera no podía ser, Juan acabó por “pasar por el aro” que su mujer quería que pasase; en primer lugar, porque hubiera sido la primera vez que ella no se saliera con la suya, pero también porque él mismo acabó por asumir que no tenían otra salida mejor, o, al menos, menos mala. Pero bien se dice que “a la fuerza ahorcan”, y si acabó aceptando “aquello”, fue “tapándose las narices”, como se traga el aceite de ricino. Ana quiso que él regresara con ella a casa, pero él se negó; tampoco quiso que ella se quedara allí con él, pues prefería estar solo. Se marchaba ya Ana de vuelta a casa, cuando se volvió a él.



—¿Qué…qué harás cuando…bueno, cuando Yago y yo?...



Cortó ahí la frase, pues no pudo, le fue imposible acabarla



—¡Marcharme, claro! ¡No voy a quedarme allí, de “sujetavelas”, mientras se folgan (6) a mi mujer! Me iré tan pronto acabe de cenar. Y no; ceo que no volveré a casa, salvo, a lo mejor, para cenar. Sólo a eso, cenar. Y ni sé por cuánto tiempo Puede que de hoy no pase; que, desde que me marche esta noche, no vuelva más por casa. Esa, ya no es mi casa…



Ana lo entendió, pues le conocía bien y sabía cómo se sentía entonces, su estado de ánimo; no compartía su criterio sobre la situación: Para él, se había rendido a su hijo, aceptando lo que Yago le exigió: “Ríndete a mí”. Y se sentía mal, cobarde por no defender lo que era tan suyo, su mujer. Y sin luchar, sin resistirse. Ella no lo veía así; para ella, se trataba de un acuerdo, sin vencedor ni vencido Y esperaba que, algún día, también él viera, así las cosas



—¿Cómo nos veremos, entonces?



—Por aquí; por la playa…



—Vendré a ti cada noche, cuando él se duerma. A hacerte dichoso; muy, muy dichoso. Como nunca, Juan; como nunca te haya hecho. Te lo prometo; te lo juro, mi amor…



—Te esperaré por aquí, a lo largo de la playa



Ana se acercó de nuevo a él y otra vez le besó; un beso tierno, lleno de amor; de todo el amor que le profesaba. Y se marchó para casa. Lo hizo corriendo; corriendo y llorando; llorando a lágrima viva, sin consuelo, sacudiendo todo el cuerpo al sollozar. Se le partía el alma viéndole sufrir a él, pero qué iba a hacer ella. No había otra; o eso, o que se mataran entre sí. Se decía que, seguramente, con el tiempo, eso se iría suavizando. Que él acabaría aceptando aquello de mejor grado, dejando de sufrir, compensado por ella cuando cada día volviera a él.



Segundos antes de las ocho de la tarde-noche, Juan entró en casa, saliéndole Ana al encuentro, dichosa con verle y feliz de tenerle a su lado. Le abrazó, le beso, para decirle



—Enseguida estará la cena, amor. Supongo que Yago no tardará en llegar



Pero Juan venía hecho una pena; apagado, los hombros hundidos, más terroso que pálido. La viva imagen del dolor, de la derrota. Y así es como se sentía, derrotado; derrotado, que no vencido. Y sin luchar. Se le había rendido, sin lucha, sin mover un dedo. Al final, había hecho lo que Yago le decía: Rendírsele, marchándose, además, de casa. Aceptando la victoria del rival sin luchar, como un cobarde, como si le tuviera miedo.



Minutos más tarde apareció Yago, con un hermosísimo jabalí(7) a cuestas que descargó en un rincón de la estancia, tal y como le indicara Ana. Saludó con un lacónico, casi vergonzoso, “Hola. Buenas noches” al que Juan contestó con el mismo laconismo, pero que de Ana no mereció réplica alguna. La verdad es que el joven no venía en son de guerra, sino más bien cortado, inseguro, ante sus padres. Al poco, como rompiendo el hielo, habló



—Padre, si a usted le parece bien, mañana podríamos desollar el jabalí. Entre los dos…



Juan respondió, tranquilo, sin inflexión alguna en la voz, aceptando lo que su hijo le decía, pero Ana saltó como si acabara de picarla una víbora



—¡Tú mañana, apenas amanezca, sales de casa y no quiero volver a verte hasta las ocho de la tarde! Al jabalí ya lo desollaremos entre tu padre y yo. O lo dejaré por ahí, para que se pudra



—Como usted diga, madre; como usted diga…



La cena transcurrió en silencio, un silencio casi ominoso y apenas Juan tragó su último bocado, sin decir nada, sin despedirse, tomó su lanza de junto a la jamba de la puerta, salió fuera y se perdió en la negrura de la noche. Yago, intrigado, preguntó



—¿Y padre? ¿Dónde va?



—A la playa, seguramente. No dormirá en casa. Ninguna noche ya dormirá en casa. Lo hará por la playa…



Yago no respondió, no dijo nada, pero una idea quedó grabada en su cerebro: ¡Estarían solos en casa, su madre y él, la noche entera! Y en su mente se dibujó una sardónica sonrisa. Sería interesante, sí; las noches en casa, su madre y él solos, podían ser muy, muy, interesantes…



Ana había recogido de la mesa todo cuanto habían usado y procedía a fregarlo en un balde de agua; por su parte, Yago miraba a su madre, pensativo y con un punto, muy remarcado, de entre admiración y deseo ante ese cuerpo que, sin duda alguna, le volvía loco de deseo. Pero loco perdido. Un deseo bestial, irrefrenable, fuera ya de todo control. Pero no hizo nada fuera de lugar, sólo dijo que estaba cansado y se iba a dormir, con lo que se levantó y salió de la estancia, rumbo a su cuarto. Ana se quedó allí, sola, hecha un manojo de nervios; el momento había llegado y, entonces, ella no sabía si podría afrontarlo, pues se le revolvía hasta el hígado, por no hablar del estómago; se le estragaba con sólo pensar en desnudarse para él, con que, si pensaba en lo demás, en todo lo demás…pues eso… Pero, armándose de valor, mientras se secaba las manos en el mandil, y se lo quitaba, se dijo lo mismo que Jesús a Judas en la Última Cena: “Lo que has de hacer, hazlo pronto”, y sin más se dirigió al cuarto de Yago, con paso firme, seguro; segura, dentro de lo que cabe, de sí misma...



FIN DEL CAPÍTULO 1º


Datos del Relato
  • Categoría: Incestos
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