Hola, el 2 de julio interrumpí la serie de Ariadna (el último capítulo es "Pervirtiendo a Marisela" para iniciar la de la condesita. Ahora retomo a Ariadna. Saludos y va el cuento:
Esta, mis amigos, es la novena historia de mi Ariadna, la más rica hembra que me he follado. Como me la contó se las cuento. Le cedo la voz, como ya es costumbre:
La verdad mi rey es que yo estaba servida: con tres amantes, un joven vicioso y dos impetuosos adolescentes, tenía cuanto necesitaba y más, y como soy una chica prudente, aunque no lo creas, tanto así que hace tres años (me decía eso entonces) que ejerzo y ni tengo fama de puta ni mis padres han notado nada, no pensaba aumentar mi repertorio: tenía, tengo, unos 40 años de vida sexual por delante. O cincuenta. Lo que pasó, pues, fue imprevisto.
La tardeada era duisfraces y yo fui de gitana, con una amplísima falda larga, llena de vuelos y olanes, una blusa escotada, muchos collares y una pañoleta en la cabeza. Xavier iba de norteños, con su sombrero y su paliacate, Luis de guerrillero, con su gorra militar y su pasamontañas y Marisela... no importa, porque se fue antes de lo bueno. Bailé con Luis y Xavier, a veces uno, a veces el otro, sobre todo desde que sus jefes pasaron por la Marisela, y bebimos coca-cola con ron que Juan y otros habían metido de contrabando.
Nada como bailar para prepararse para una noche de sexo: tocas y te tocan, puedes besar al otro y sentir su mano en tus partes más sensibles. Puedes oprimirle la enhiesta verga contra tu estómago y pasar la lengua por su oreja y su cuello, haciendo que se le erice la piel. Y si hay alcohol no en exceso, porque es contraproducente, mejor que mejor.
Pasaban de las ocho y mis padres pasarían por mi a las diez, cuando Luis, bailando muy pegado a mi, me dijo: “Ari, linda mía, hazme un favorsote: acompáñame al taller de dibujo”. Yo sospeché lo que se traía entre manos y me excité. El taller de dibujo estaba bastante apartado del patio principal, donde se celebraba el escándalo y en una zona oscura de la escuela. En el camino me dijo: “Xavis y yo dejamos una ventana sin seguro hoy en la mañana, porque siempre hemos querido cogerte sobre un restirador, en plena escuela, ¿quieres?” Claro que quería, no hacía falta que se lo dijera. Yo, con el baile y el cachondeo estaba ya bastante caliente, noté su verga erecta y tuve hambre, ganas de abrirme para recibirla.
Cuando llegábamos, Xavier salió de la sombras y se llevó un dedo a los labios para pedirnos silencio. Cuando estuvo junto a nosotros nos dijo en voz baja: “Acaba de entrar la maestra de dibujo con el de física. No tendrá ni tres minutos. Ya había llegado y los oí venir y, escondido, los vi entrar y cerrar con llave desde dentro... y no hay luz ninguna, así que me parece muy sospechoso”.
Inmediatamente los evoqué: a la de dibujo mis compañeros le decían “la coneja”, por sus prominentes dientes, o “la sabrosa” y vaya que lo estaba. Tendría unos 40 años y salvo los dientes, que la afeaban, y la cara demasiado angulosa, era una belleza madura: alta y espigada, de buen culo y grandes tetas, morena clara y de larga cabellera negra, siempre iba bien arreglada y mejor vestida, como una muñequita, sólo daba unas pocas clases por hora, porque estaba casada con un político local, del PRI, con quien tenía dos hijos, el mayor casi de nuestra edad.
El físico, llamado “el loco”, cuya clase era dificilísima para la mayoría, era todo lo contrario: egresado de la Facultad de Ciencias de la UNAM; era militante de izquierdas y hippioso: iba de huaraches y larga barba y tenía unos diez años menos que la Coneja. Era alto, muy alto, y de buen cuerpo, y no pocas de mis amigas fantaseaban con él. Yo, hasta ese día no lo había hecho, pero se me antojó como un caramelo, mi rey.
Seguramente mis amigos pensaron lo mismo que yo, porque nos volteamos a ver y Luis murmuró: “entremos sin hacer ruido”. El amplio salón estaba a oscuras, lo mismo que la oficina enrejada donde la Coneja guardaba sus triques. Yo entré después que ellos, deslizándome por la ventana silenciosamente. Nos agazapamos hasta que nuestros ojos se acostumbraron un poco a la luz y supiéramos para donde movernos. Yo le quité a Luis su pasamontañas y me lo puse, luego de haberme quitado la pañoleta de la cabeza, para inmediatamente quitarme, sin ruido, la falda, los zapatos y los collares, quedando vestida con mis pantis y la holgada blusa blanca, aunque cubierta con el pasamontañas. Mis amigos entendieron y también quedaron sin camisa ni zapatos, sólo con pantalones y embozados, Xavis de sombrero y paliacate y Luis de gorra y pañoleta. Para rematar nuestros preparativos, Luis sacó de su mochila una linterna sorda (“es que quería verte desnuda sobre el restirador”, me explicó después). Todo eso lo hicimos al ritmo de los crecientes gemidos de nuestros queridos profesores, que venían del otro lado del salón, donde está la oficinita de la Coneja.
Descalzos, caminamos sin ruido hacia el otro lado y, cuando llegamos cerca, sólo vimos sus siluetas. Entonces Luis encendió la linterna y alcanzamos a verlos, altos y bellos, practicando el más viejo y querido deporte humano: ella estaba sentada en su escritorio y con sus bien torneadas piernas rodeaba el torso del profe, que nos mostraba sus ricas nalgas y su ancha espalda.
El Loco volteó y, al vernos, giró en redondo sacando su verga del cálido hogar en que se había aposentado. Era un aparato de buena apariencia, firme como una roca, vigoroso y palpitante y de inmediato lo quise tener. La Coneja, por su parte, mostró su idem, abierto y fragante como una rosa, brillante con sus propios jugos, aunque su cara expresaba otra cosa: un miedo atroz, porque su marido era un macho de los que ya no se hacen, por el temor de ser sorprendida. Se tapó la cara con sus manos y profirió un sordo grito de terror.
Entonces yo tomé la iniciativa. “Queridos maestros –dije-. No teman. Nunca diremos nada, pero ahora invítennos” Y uniendo la acción a la palabra di tres pasos al frente y tomé con mi mano derecha el rígido miembro del Loco, lo acaricié y, siguiendo un impulso que nació al tocar la suave piel de su verga y visto que él mismo me quedaba muy grande, levanté el pasamontañas hasta mi nariz, me agaché y para demostrarle que no había nada que temer y que la pequeña que tenía frente a él era ya una experta, empecé a chupar su miembro, saboreando los almizclados jugos de la Coneja, que lo cubrían.
Alcancé a ver con el rabillo del ojo que Luis avanzó hasta el escritorio, donde la Coneja seguía sentada y abierta de piernas. Apagó la linterna sorda y seguramente se despojó de la pañoleta porque lo siguiente que vi fue su silueta bajar hacia el chochito de la profesora. Yo entonces me levanté, jalé al loco hacia fuera de la oficinita y al sentir en mis nalgas el frío filo del primer restirador, le dije: “cógeme, profe, cógeme encima del restirador”.
Me recosté y sentí sus manos, firmes y callosas, despojándome de mis braguitas. Inmediatamente me dio vuelta, poniéndome boca abajo, con el culo al aire, y sus dedos empezaron a explorar mi orto. Pero yo quería su verga en mi chochito, así que le dije: “No profe, por ahí no... o si quieres te lo doy después. Ahorita quiero verga en mi panochita, y no te asustes, que tomo anticonceptivos”.
No esperó más y cambió de objetivo. En cuanto encontró mi entradita dijo: “pequeña putita, si estás más mojada que una tarde de lluvia” y, ni tardo ni perezoso, dirigió ahí su capullo. Un par de movimientos bastaron para que su riquísimo aparato calzara como mano en guante en mi rajita y un par de arremetidas fueron suficientes para que se derramara abundantemente en mi. Le dije: “qué mal, profe, pero qué mal”, pero el, sujetándome firmemente de la cintura, dijo: “no te salgas nena, que en un segundo estoy listo otra vez”.
Efectivamente, luego de unos movimientos suaves y de que acarició delicadamente mi cintura, volví a sentirlo bien firme (nunca se bajó del todo, dicho sea de paso), empezando a arremeter con tal furia que ahora fui yo la que me vine a los tres o cuatro empujones. El lo sintió, no se salió pero sí redujo notablemente el ritmo de sus embates, moviéndose ahora en suaves círculos dentro de mi. Me calenté más, si cabe, y quise más verga. Llamé: “más, más, profe, más duro... alguien venga a ayudarle...” pero nadie vino. Detrás de nosotros, a espaldas del profe, se oían los gemidos de la Coneja y de mis amantes. Nadie vino pero él volvió a embestirme con fuerza, a golpes, hasta hacerme ver estrellas por segunda vez. Yo grité, pero él me tapó la boca con su mano, que mordí fuerte, hasta hacerle ddaño, pero él, como si nada, sacó su verga de mi ahíto coño, embarró su mano llena de saliva en mi orto, y me penetró por la otra puerta casi sin moverme ni moverse. Por ahí siempre me ha dolido pero me ha gustado y al sentir el ardor que me causó su entrada reprimí otro grito y lo mordí más fuerte, a lo que él respondió con furiosas embestidas.
Llevé mis manos a mi coño y mientras la derecha masajeaba fuertemente mi clítoris me metí en la vagina los dedos índice y medio de la mano izquierda, que entraban y salían al mismo ritmo en que la verga del Loco se movía en mi orto. No se qué tiempo pasó en medio de esa delicia, llena de él y de mi, cuando alcancé mi tercer orgasmo, que casi coincidió con la derrama de su ardiente leche en mis tripas.
Ahora sí paró. Se hizo hacia atrás y sacó su verga. Yo no la veía, me sentía llena y cansada. Me di vuelta, me quité el pasamontañas y, sentada sobre el restirador lo abracé y lo atraje hacia mi cara. Le di un largo beso y le dije en voz baja: “gracias profe. Veo que tienes mucho que enseñarme”. Volví a besarlo, lo hice para atrás y le dije: “ahorita vengo”. Me deslicé descalza hasta la ventana por la que habíamos entrado, me puse a oscuras falda, collares y zapatos, y dejando atrás mis bragas, mi pañoleta y el pasamontañas, salí por la misma ventana por la que había entrado. Hice escala en el baño y me enjuagué mis partes. De regreso al patio pregunté la hora: las diez y cinco. Salí a la puerta donde ya me esperaban y esa noche tardé en dormir, fantaseando en lo que habría pasado tras mi fuga, en lo que había pasado, sin darme yo cuenta, en la oficinita de la Coneja. Al día siguiente corrí a lo de Luis a preguntarle y me lo contó, de la misma forma que te lo voy a contar a ti mañana.
Besos.
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