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Otra que se va fuera. Buff. España no para de asediar la portería contraria, pero no hay manera de que la pelota entre y rompa el empate. Es lo que tienen estos partidos de la fase de grupos del Mundial: te enfrentas a rivales pequeños de Asia, Centroamérica o la Conchinchina que aparcan el autobús frente a la portería, y te hacen sufrir hasta que consigues abrir la lata.
Yo noto que me voy poniendo nervioso. Todavía quedan cuarenta minutos de partido, pero yo ya no sé como sentarme en el sofá. Habíamos salido en la segunda mitad igual que en la primera: con mucha voluntad y buen juego, pero con la pólvora mojada.
Buff. Es que ya me conocía la película. Ocasión tras ocasión, y el portero rival se agranda mientras nuestros delanteros se empequeñecen. Al final cero a cero, o algo peor, porque en una contra siempre te la pueden liar, y ya te ves obligado a ganar los siguientes partidos para clasificarte.
<<¡Uy, uy, uy, ojo al disparo de Silva!…. ¡¡¡Al palo!!!>>
Joder, otra vez. Menudo sufrimiento. Mis músculos se agarrotan, pero permanezco inmóvil, sentado en el sofá, con el cuerpo inclinado hacia delante y la mirada clavada en el televisor. Tan absorto estoy que ni me había dado cuenta de te acababas de sentar a mi lado.
—¿Qué, todavía no hay goles? —me preguntas.
—No, todavía no —contesto secamente.
—Pues que mal, ¿no?
—Bueno, lo estamos intentando —te respondo sin apartar la mirada de la pantalla—, pero no marcamos.
—Ya veo.
Se hace el silencio. Sabes que soy de pocas palabras cuando veo fútbol, y más cuando el partido se pone feo.
Miras al techo. Resoplas. Te aburres. Detestas el fútbol, pero sabes que esta noche te toca apechugar.
Pasan un par de minutos, que a ti se te hacen horas. Intentas quedarte quieta y callada, pero la situación te supera, y te apoyas hacia mi.
—Cielo, ¿podemos verlo abrazaditos? —me dices con dulzura.
No te contesto, pero me echo hacia atrás, apoyando mi espalda en el respaldo del sofá. Tu cabeza se posa sobra mi hombro, y lo convierte en su almohada, junto a mi pecho y mi brazo, que rodea tu cuerpo, abrazándote.
Aguantas así un rato. Creo que ambos perdemos un poco la noción del tiempo; yo centrado en el encuentro y tú explorando la habitación con la mirada. Pero al final, la desesperación vuelve a vencerte.
Empiezas a moverte un poco, como si estuvieses incómoda. Pataleas a ratos, tu cabeza no se está quieta, te pones a jugar con tus dedos… intentas portarte bien, pero es que no puedes con el aburrimiento. Quieres atención. La necesitas.
“Dame paciencia, Señor”, me digo a mi mismo. Y es que, joder, seis días a la semana, yo aguanto estoicamente tus películas pastelosas y tus programas de cocina, pero el día que toca fútbol, no hay manera.
Me das un beso en la mejilla. No reacciono y, quizás por eso, me das otro. “Buff, qué cruz”. Y poco después, un tercer beso. Resoplo. Es evidente que ignorándote no voy a conseguir que te quedes quieta, así queme giro hacia ti.
Y lo que veo me pilla por sorpresa. Había estado tan centrado en el partido que ni me había dado cuenta de que estás en camisón. Recién duchada, ya te has preparado para que nos vayamos a la cama nada más acabar el partido. Y ahí estás, luciendo ese camisón rojo semi-transparente que sabes que me encanta.
Y entonces, la cago. Los encantos de tu prenda hacen que mi mirada se desvíe por un instante a tu escote. Ha sido sólo un momento, y en seguida vuelvo a dirigir la vista hacia la televisión, pero ha sido suficiente para que te des cuenta de que, si te lo propones, puedes hacer que toda esa atención que le estaba prestando a la pantalla, te la preste a ti.
Y claro, te lo propones. Traviesa como eres, no puedes resistirte a eso. No necesito mirarte otra vez para saber que luces una sonrisa juguetona. Ya no te vas a aburrir; has decidido jugar, y has decidido ganar.
Vuelves a inclinarte hacia mí, besándome de nuevo. Pero esta vez me das varios besos, lentos y sensuales, por el cuello.
—No empecemos —te pido. Intento que suene a orden, pero creo que suena más a súplica, y quizás no del todo convincente.
Escucho una risita y sigues besándome.
—Venga, chiqui, que estoy viendo el fútbol…
Te vuelves a reír y sigues a lo tuyo.
Me empieza a llegar el olor de tu champú. Hueles tan limpia. Es un aroma suave y femenino que me encanta. Y empiezo a caer. Sigo mirando el partido, pero de vez en cuando me giro para darte algún que otro beso en la cabeza y oler tu pelo. Poco a poco, me va embriagando.
Yo sigo intentando mantener la atención en el partido, pero cada vez estoy más distraído y me cuesta más. Tú hueles mi debilidad y aumentas el nivel del juego. Me mordisqueas la oreja y posas tu mano en mi muslo, que acaricias de camino hacia mi paquete.
Me tenso. Ya no sé si es por el fútbol o por lo que me estás haciendo, pero empiezo a sentir sudor frío en mi frente. Aparto tu mano de mi entrepierna, y te pido que seas buena, pero no me haces ni caso. Te ríes y vuelves a llevar tú mano hacia mi polla, que está empezando a reaccionar.
Quiero pararte, pero no puedo. No me das tiempo. Te subes encima de mí, impidiendo que pueda seguir viendo la tele. Yo intento inclinar el cuerpo hacia un lado para seguir viendo el partido, pero me detienes. Me coges del mentón y me diriges la mirada hacia tu cara.
Ahí estás, con una sonrisa triunfante. Sabes que me tienes. Que hoy ni fútbol ni leches.
Derrotado, bajo la mirada. Tu escote otra vez. Joder, es tremendo. Un canalillo perfecto flanqueado por dos maravillosos pechos. Me fijo en tus pezones, erizados por la excitación que te produce el tenerme a tu merced. Quiero probarlos. Quiero comértelos. Acerco mi cabeza pero me detienes empujando mi frente hacia atrás. Yo no entiendo nada, y levanto la mirada en busca de una explicación.
—Te vas a comer otra cosa —me dices, bajándote de mi regazo y quedando de pie frente a mí. Te abres ligeramente de piernas y señalas a tu pubis.
Qué cabrona eres. Las noches que quieres ver la tele no hay manera de que te saque ni un meneo rápido, y por una vez que quiero ver yo algo, te las apañas para tenerme a tus pies sin apenas esfuerzo.
Vacilo un poco, cautivado por la imagen de tu vello. que se transparenta a través de la tela de tu camisón, pero no pierdo demasiado el tiempo. Sé lo que me toca y me bajo del sofá, quedando arrodillado ante tu coño.
Comienzo a besarte los muslos, por debajo del corte de tu camisón. Me encanta la suavidad de tu piel; sentirla contra mis labios con cada beso que te doy.
Voy subiendo, intentando colarme entre tus piernas y bajo tu prenda, para llegar hasta tu vulva. Pero no me lo pones fácil; das pasos hacia atrás, alejando tu sexo de mi boca, y obligándome a seguirte, caminando sobre mis rodillas. Estás jugando conmigo y te encanta la situación: hace apenas unos minutos estaba ignorándote por un partido de fútbol, y ahora me tenías arrodillado ante ti, pasando olímpicamente de la tele y deseando probar tu chocho.
Finalmente, tu espalda se topa con la pared. Te apoyas sobre ella y, ahora sí, abres bien tus piernas para que te pueda comer el coño.
Yo no pierdo ni un segundo y me lanzo a dar los primeros lengüetazos. Recorro los labios exteriores; están ya húmedos por la excitación, pero los recubro bien de saliva igualmente. Me recreo en ellos, en su textura, en su sabor. Los beso, los lamo, los cubro con mi cálido y excitado aliento.
Te encanta. La respiración se te acelera y sueltas algún que otro ronroneo de placer. Yo paso mis brazos entre tus piernas y apoyo las palmas de mis manos contra la pared que tienes detrás, formando una especie de asiento que te permite descansar parte de tu peso sobre mis hombros y brazos. Y es que vas a necesitar ese apoyo, porque en estos momentos sólo pienso en comértelo hasta que te tiemblen las piernas del orgasmo que voy a hacerte sentir.
Sigo comiéndotelo, mi lengua explora tus labios interiores y el interior de tu coño. Me pierdo en el sabor de tus fluidos, que me embriagan. Te lo estoy comiendo con tantas ganas que a mí también se me escapa algún suspiro. Tu clítoris se hincha, y yo comienzo a lamerlo. Mi lengua lo acaricia con pases circulares, primero en un sentido, y luego en el contrario. Te encanta, tus jadeos no ocultan nada. De vez en cuando me das algún tirón de pelo y alguna suave torta, como te gusta hacer cuando te sientes que tienes poder sobre un hombre. Y ahora, desde luego, lo tienes.
Tu clítoris se sigue hinchando, tus fluidos siguen emanando. Son como un néctar divino que me alimenta y aumenta mi excitación con cada gota que pruebo. Y es que yo también estoy cachondo perdido, sintiendo tu placer.
Para mí en estos momentos no hay nada más que tu entrepierna. El interior de tus muslos, tus labios y tu clítoris son todo mi universo. Pierdo la noción del tiempo, y tu también. Gimes, entregada al gozo, como yo lo estoy a ti. Acelero mis movimientos, lamiéndote con más y más ganas; insaciable; incansable. Te beso, te lamo, te beso, te lamo, te beso, te lamo. Cada vez más rápido, cada vez con más ganas. Y tú jadeas. Gritas de placer. El orgasmo está llegando, noto como te flaquean las piernas y el peso aumenta sobre mis hombros. Sueltas un alarido de puro gusto, que escucho sin problemas a pesar de que tus muslos me aprietan los oídos con fuerza. Yo reduzco el ritmo de mi lengua, poco a poco, voy relajándolo a medida que se pasa el clímax.
Y ahí nos quedamos, recuperando el aliento. Tú de pie, apoyada sobre mis hombros y la pared, y yo arrodillado, apoyando mi frente sobre tu pubis. Es un momento de relax, pero no dura demasiado: tú quieres algo más… y yo también, para que negarlo.
Tiras de mí hacia arriba y me guías hacia el dormitorio. Me parece escuchar al comentarista del partido decir que España acaba de marcar un gol, pero ya ni me importa. Me llevas hasta nuestro cuarto y te tumbas sobre la cama.
Estás tremenda. Ahí tumbada, con ese provocativo camisón, y lanzándome esas miradas lascivas. Sin dejar de recrearme en esa visión, me despojo de mi ropa, y quedo totalmente desnudo. Mi polla esta completamente erecta. La miras con lujuria. Sabes que está dura, firme y cargada para ti.
Te abres de piernas y me invitas a que me eche sobre ti. No titubeo ni un instante, me muero por follarte, y voy directo a adoptar la posición del misionero.
Estás tan mojada que de una embestida, te la meto entera. Sueltas un gemido de placer, y yo resoplo. Tu coño es perfecto. Lo siento estrecho, se amolda a mi polla, que palpita contra las paredes de tu interior. Durante unos instantes disfruto en quietud de la sensación, pero en seguida el cuerpo me pide que comience a bombear. Y así lo hago.
Lentamente, empiezo a meter y sacar mi barra de carne de tu interior. Adentro y afuera, adentro y afuera, mi glande se mueve y nuestro placer va en aumento. El roce es una pasada, voy acelerando cada vez te embisto con más fuerza.
Me desboco. Estoy tan cachondo y te deseo tanto que te taladro con todas mis ganas. No puedo parar de follarte, me va la vida en ello. Jadeamos entregados al placer del coito; es una locura, es el éxtasis, es el orgasmo que noto que se acerca a medida que se me hinchan las pelotas y la polla.
Y estallo. Ambos nos perdemos en un explosivo orgasmo, que sacude toda la cama. Las contracciones de tu sexo exprimen al mío, que dispara toda mi leche al interior de tu cueva. Es un placer puro y mágico, en el que nos perdemos, volando sin noción del tiempo, hasta que nuestros cuerpos sudorosos recuperan el aliento.
Nos intercambiamos besos y caricias, y nos miramos. Y nos reímos. Sabes que te has salido con la tuya, y si te sientes un poco culpable por haber dejado sin fútbol, la verdad es que no se nota mucho. Pero es que, para que engañarnos, esto ha estado mejor.
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