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Alsacia, Yo y Lorena

ALSACIA, YO y LORENA

Por César du Saint-Simon


I
Alsacia es la hermana mayor de Lorena, con solo nueve meses de diferencia, razón por la cual la madre de ambas falleció en el alumbramiento de Lorena. Yo nací entre Alsacia y Lorena en la familia del paraje de al lado. El orden de nuestra llegada a este mundo, es el orden en que hemos andado juntos por la vida. Estamos unidos desde la infancia. Aprendimos a caminar el mismo día, primero se incorporó Alsacia, luego yo y después Lorena. Nos formamos en la lectura juntos y con la misma institutriz en el mismo orden anterior. Al partir una torta en una fiesta de cumpleaños el primer pedazo era para Alsacia, el segundo para mí y el tercero para Lorena, y si alguien se equivocaba en el orden de distribución, nosotros mismos reparábamos el error según nuestra armonía. En el salón de clases, Alsacia se sentaba de primera, detrás de ella me sentaba yo, y Lorena detrás de mí. Cuando caminábamos contiguos, yo iba entre ambas, con Alsacia a mi izquierda y Lorena a mi derecha. El sarampión le dio primero a Alsacia y ya imaginan como siguió la cosa. Al sentarnos a la mesa o en la limosina, siempre Alsacia quedaba a mi izquierda y Lorena a mi derecha. Cuando los tres nos escondíamos para jugar a “tocarnos la cosa de hacer pipí”, primero Alsacia tocaba mí “cosa de hacer pipí” y la de Lorena, de seguido yo le tocaba a Alsacia con mi mano izquierda su “cosa e hacer pipí” y con la derecha a la de Lorena, luego Lorena tocaba a Alsacia y a mi.
Pasamos juntos por los momentos difíciles y agradables de la vida. En la adolescencia, fue el despertar de nuestra sexualidad. En la juventud, fueron los enamoramientos con sexo experimental y desinhibido en medio de una sociedad de pacatos, pusilánimes y ñoños. En la madurez, las responsabilidades, los éxitos y las derrotas: trabajo y familia, gratificados por las prácticas sicalípticas.

II

¿Quién fue la primera en entrar al mundo de la sexualidad orgásmica? ¡Alsacia por supuesto! Fue aquella vez que yo le estaba tocando su “cosa de hacer pipí”, y como siempre, se quedaba muy quieta, como lerda, mirando lo que le hacía, y disfrutando del palpamiento, pero luego empezó a estremecerse, a menearse, a vibrar y me agarró la mano con ambas manos para exigirme más fuerza y más rapidez agitando la cabeza y las caderas, hasta que, lanzando unos “ayes” entrecortados, virando los ojos para atrás y, encorvándose hacia la posición fetal, gimió con agonía y empezó a llorar. Yo pensé que la había lastimado, y me miraba la mano para saber qué le hice, y la otra mano para indagar porqué Lorena estaba ilesa. Mientras Lorena, llorando también, la abrazaba para consolarla, Alsacia comenzó a reír simultáneamente con el llanto. Fue uno de los momentos más confusos de nuestras vidas: Alsacia estaba en el éxtasis, pero no sabía por qué; Yo estaba asustado y aturdido y no sabía por qué, y Lorena reía y lloraba mientras me miraba con una enorme interrogación en su rostro. Pronto se calmó y nos tranquilizó a ambos explicándonos que lo que sintió fue hermoso, ya que empezó a tener un cosquilleo entre sus piernas como si miles de hormigas la estuviesen recorriendo urgentemente, que se amplió hasta el ombligo y la espalda y de allí hasta sus pechos, pareciendo que se le iba a salir por las puntas, afectándole la respiración y subiendo más rápido por la nuca, “erizándome el cabello, nublándome la vista y calentándome la cara, hasta que una alegría como nunca antes había sentido me vino al cuerpo, y un chorro de felicidad me salió por aquí” dijo, señalándose el entrecejo, en lo que los místicos llaman “el chacra del tercer ojo”. Luego de aquella minuciosa explicación de lo que, mucho tiempo después supimos consistió en su primer orgasmo, seguimos retozando, revolcándonos y acariciándonos el resto de la tarde, olvidándonos de aquel julepe y de los deberes de la escuela, ya que entre nosotros había surgido un nuevo sentimiento de gratitud solidaria, de franqueza sin respuestas rebuscadas, de dar sin esperar recibir. El que lo haya sentido le llamará Amor.
A la semana siguiente Alsacia nos provocó otra gran angustia: empezó a sangrar por “la cosa de hacer pipí”. Fue mientras estábamos en el aula de clases -¡felizmente!- y nuestra Maestra la llevó rápidamente para la enfermería. Cuando me querían sacar de allí, Alsacia y Lorena protestaron tan fuerte que no hubo más remedio sino que me dejaran para ver las curas que le estaban haciendo, y escuchar la charla y los consejos de nuestra Maestra, de La Enfermera y de la señora Directora. Mientras La Enfermera, una joven señora con una sonrisa angelical y un tono de voz que nos devolvía el alma al cuerpo, la limpiaba, le iba explicando que esos son los cambios que van con el crecimiento y el desarrollo de las niñas, que ya se había convertido en mujer, y que eso le pasaría todos los meses y ¡a Lorena también!.

- Es decir que ¿A Lorena también le darán los estremecimientos
tan agradables que le dieron a Alsacia? Pregunté preocupado, y la Directora me miró como gallina que mira sal.


Curiosas por la “ignorancia de estas niñas”, querían llamar a la madrastra, pero las convencimos de que todo estaría bien y nos ofrecimos para llevarla a casa.
Como bien lo había pronosticado la dulce señora, ya al cuarto día podíamos correr por todos los pastizales, espantando a las ovejas y la paciencia de los pastores también. Alsacia fue quien quiso que jugásemos a “tocarnos la cosa de hacer pipí”...“¡pero todos desnudos!”, propuso Lorena. Nos dispusimos para empezar a jugar, desvistiéndonos rápidamente en el ático de la torre nordeste de la enorme casa, construida en el siglo XVII y en la cual hemos vivido desde entonces esta rama de la estirpe de los Saint-Simon. Nos apiñamos en un acolchado Tatami de bambú que mi padre compró a un Embajador de uno de los países Orientales. De entrada me provocó primero besar y luego chupar los pechos de Alsacia, que yo nunca antes había visto y que en aquel entonces me cabía uno completamente en la boca, respondiendo ella con un quejido de placer, lanzando su mano hacia mi “cosa de hacer pipí” la cual estaba ansiosa y caliente como un tizón, y en agradecimiento los fuertes masajes que me estaba dando, fui a zarandear y luego a cavar, más que a tocar, su “cosa de hacer pipí”. Lorena me besaba y se puso en cuatro patas, con sus pechos –que también podía devorar de un solo bocado y que, igualmente, por primera vez veía- al alcance de mi boca y su “cosa e hacer pipí” al toque de mi mano derecha, la cual, con el dedo medio (vaginal) curvado hurgándole fanáticamente, encontró sus oquedades muy húmedas. Alsacia estaba retorciendo sus caderas, yo levantaba y bajaba las mías para aumentar la fricción que me estaba dando Alsacia, y Lorena contorneaba rítmicamente las suyas gozando la acción de mi mano.

- Más duro rogó Alsacia, arañando el brazo que la dominaba.

- Más duro reclamé yo, rápidamente, para seguir chupándole las tetas a Lorena

- Más duro Papi, exhaló Lorena, como si fuese aquel su ultimo hálito de vida.


Un escalofrío apasionado me bajó por el cuerpo hasta donde estaba la mano de Alsacia. Ellas al ver aquel liquido blanco que saltaba, que erupcionaba a chorros hacia todas partes, se doblaron, la primera, aferrada a mi brazo con uñas y dientes, hasta una palpitante posición encima de mi, al tiempo que Lorena, mientras apretaba sus muslos para no dejar escapar mi mano, me abrazaba fuertemente la cabeza con su pecho en mi boca, estremeciendo todo su cuerpo entre “ayes” y sollozos. Quedamos allí desfallecidos, arremolinados y mojados. Mojados estábamos si, pero ya no como cuando regresábamos de la escuela corriendo bajo la lluvia, cayendo en todos los charcos, haciendo volar el agua hasta nuestras cabezas. Mojados estábamos ahora de olores que no olían a lluvia ni con las texturas de agua: eran los escurridizos jugos vaginales de Alsacia en mi mano, con mi virginal esperma por todas partes y con la pegostosa sangre de Lorena en mi otra mano y en sus entrepiernas, éramos ya mujeres y hombre. Se acabó la inocencia. Estas serían mis mujeres y yo su hombre.
Lo primero que se desarrolló en Alsacia fueron sus pechos que, para la media de las mujeres de aquella comarca, eran muy grandes y voluptuosos, macizos y firmes con una enorme aureola rosada en sus pináculos, razón por la cual les puse los nombres de “Cesota y Cesarota”, mientras que su trasero se mantenía estrecho y plano, y sus caderas seguían una línea recta hasta sus hombros, engrandeciendo así, aún más, su abultado frente; sus largas y flacas piernas, su largo cabello platinado y la franca sonrisa primaveral, daban el toque de sensualidad que combinaban perfectamente con sus más visibles atributos, como un todo diciendo: “aquí estoy, soy real”.
Yo saqué mi nuez de Adán y pelos por todas partes; durante una heroica erección que tuve, de proporciones gloriosas, medimos el tamaño de mi méntula: Tenía dos palmos de los de Alsacia, un palmo con tres dedos de los míos, y dos palmos y un dedo de los de Lorena.
Lorena ensanchó sus caderas y el volumen de sus nalgas, también por encima del promedio de traseros en la provincia, y como sus tetas se quedaron por debajo de lo esperado, las llamé “Cesaritina y Cesaritica”; sus sólidas y atléticas piernas que sostenían aquellas deseables grupas, su cabello corto y profundamente negro al igual que sus ojos, de vívida mirada, que delataban su ardiente inteligencia superior, formaban un conjunto que irradiaba un aura, que no pasaba desapercibido ni al más abstraído de los seres.
Siempre recordamos con alegría nuestros días de liceístas. Nuestras despreocupadas pero seguras experiencias sexuales eran siempre novedosas y cada vez más complacientes cuando nos dedicábamos a “estar solos los tres”, que fue la frase que, con naturalidad pero a conciencia de saber de que se trata, sustituyó a “jugar con la cosa de hacer pipí”.

III

Hubo una vez cuando decidimos “estar solos los tres” que fue para conmemorar un evento trascendental. Sucedió durante las festividades de Año Nuevo y Reyes Magos de aquel año del señor cuando la capa de ozono que protege a nuestro planeta retornó a su espesor seguro, gracias al esfuerzo de toda la humanidad que desde hace un siglo canceló, modificó o sustituyó planes e inventos para tal fin, creando tecnologías para la recuperación de la capa superior de nuestra atmósfera.
Hicimos un viaje inolvidable. Alsacia conducía por primera vez nuestra camioneta de estreno movida con Hidrógeno como agente energizador, arrojando vapor de agua al ambiente, Yo iba en el centro de ambas musicalizando el camino y tomándoles fotografías nada convencionales, como la del pezón que escudriñaba el GPS o la de las tetas conduciendo y Lorena iba en la otra puerta con el GPS y otros instrumentos marcando el trayecto, por el cual continuamos hasta que se acabó el camino, apagamos los equipos satelitales y seguimos el instinto de Alsacia, para lo cual siempre fue muy buena.
Al anochecer entramos en un silencioso y detenido-en-el-tiempo pueblito de estrechas, limpias y empedradas calles, con casas todas ellas encaladas, que casi tocaban sus solitarios balcones unas con otras, y un mortecino alumbrado público, que no quería entrar en los oscuros zaguanes, pretendía ahuyentar a los fantasmas del pasado. Sin anuncios comerciales, sin señales de tránsito y sin vendedores ambulantes de golosinas o de castañas asadas que marcasen época alguna. Un enorme y viejo perro lanudo, echado en el umbral de la posada, sorbiendo los últimos calores que el tímido sol invernal dejó en el enlozado, dormitaba perezoso sin perturbarle nuestra algarabía. El fin de las heroicas épocas para aquel orgulloso y feroz pueblo, que en otrora los ejércitos invasores se desviaban y seguían su marcha evitándole, fue ineluctable y remoto.
A duras penas, solo cuando un grosero fajo de dinero salió de mi bolsillo, fue que logramos convencer a la famélica hospedera de que nosotros podíamos dormir juntos, para así poder alojarnos en una sola habitación, con una estrecha cama matrimonial de colchón y almohadas de paja, bajo suficientes cobertores como para abrigar a toda una familia, con una mesita de jofaina y dos amarillentas toallas a un lado, y como decoración, una jarra con ramas de Pino y de Laurel, y un cuadro al óleo inspirado en “Las Meninas” de Velásquez.
Salimos a comer en la única Taberna del pueblo, atendida por el esposo de la esquelética posadera y en donde tres ancianos, reflejados en la oscura pantalla del televisor, jugaban, sin perturbarse con nuestra llegada, una silenciosa partida de cartas, acompañados por vasos de vino tinto a medio tomar. Chorizos, perniles curados y ristras de ajos colgaban de las vigas desde donde un Loro que ya no hablaba, nos hacia una monócula inspección.
Colgando de una pipa de vino, estaba un cartel que rezaba lo siguiente:





El cual se traduce como sigue:

“El camello es el único
animal que puede pasar
quince días sin beber.”
¡No seas camello!

En el afán por extremar sus atenciones para con nosotros, el Cantinero derramó una Pinta de aquel grueso y aromático vino verde tinto producido en la zona y, llamado entre ellos “La sangre Vikinga”, puesto que fue sobre un campo de batalla de los alrededores, en donde quedaron la sangre y los huesos de ocho mil de estos bárbaros, que se cultivó la primera cepa de este generoso jugo y extraordinaria bebida. La alegría y el jolgorio del comunicativo y corpulento Cantinero contrastaban con todo el ambiente que hasta ahora habíamos percibido. Ya en la sobremesa, mientras tomábamos un delicado aguardiente y hacíamos ocurrentes especulaciones acerca de las propiedades afrodisíacas de “La sangre Vikinga”, es que la vocinglería del Tabernero se aplacó adoptando una postura de solemne confidencia y pasó a contarnos: “Fue tanta la mortandad infligida a los Vikingos primero, luego a los Normandos y después a los Romanos por los habitantes de este lugar, en defensa de sus familias y de sus propiedades, que se transformó en Leyenda la portentosa y descomunal fiereza de los lugareños, porque mis antepasados, se dice, hacían beber la sangre de sus prisioneros de guerra mezclada con su propia sangre a sus mujeres, durante tres ciclos lunares, para luego preñarlas, y es que así sus hijos nacerían tanto con el odio a los invasores, como con el amor a su tierra. Con el fin de las invasiones, luego que los Saint-Simon empezaron a gobernar estas comarcas y sus alrededores trayendo seguridad, alegría y prospero bienestar a estos pueblos, ya no hubo más invasiones ni más sangre que dar a nuestras mujeres y, este abundante y buen vino, reemplazó aquellas macabras historias por otras también de fiereza y amor pero ya no en el campo de batalla sino en la intimidad de las parejas.” Aconteció entonces que entró nerviosamente apurada la mujer de nuestro atento y cano vinatero para interrumpirle en su relato y decirle algo al oído señalando hacia la hospedería y, mientras el hombre me miraba con asombro, la regenta sacó unos billetes de su delantal mostrándoselos con sus temblorosas manos, para luego dejarlos caer al suelo y tomar el mandil cubriéndose la cara denotando angustiosa vergüenza. Aquel gigantesco y amigable personaje, que ahora estaba pálido y macilento, se colocó frente a mí y puso, ceremoniosamente, una rodilla en tierra -al tiempo que la asustada mujer se arrodillaba, como escondiéndose tras él, entrecruzando los dedos de sus manos sobre su pecho- y llevando el puño hacia su corazón, bajó en forma cortés la cabeza diciéndome con voz grave:
Ave Saint-Simon tus profesos vasallos te saludan)

El pelotón de hombres que había llegado acompañando, tímidamente, a la hospedera, entró en el recinto en que estábamos, se colocó detrás de nuestro anfitrión, y adoptando la misma posición de éste, dijeron al unísono:
(Ave Saint-Simon, ¡tus profesos vasallos te saludan!).

(”¡Ave Saint-Simon!”)Saludaron también desde el fondo los jugadores de cartas que se habían puesto de pie, en posición de firmes, con el puño sobre el corazón, como esperando cualquier orden mía.
Nuestra anfitriona del hotelito había leído el registro de mi nombre con el cual que firmé al llegar, y confirmó con algunos parroquianos que en verdad yo era un auténtico Saint-Simon de los que durante siglos hemos estado relacionados con estas gentes. La gran vergüenza de la mujercita consistía en no haberme reconocido inmediatamente y también por que me cobró un recargo para que pudiésemos dormir en la misma habitación Alsacia, Yo y Lorena.
Estábamos perplejos los tres y nos mirábamos asombrados cuando, después de que el Alcalde terminó de dar un discurso –del cual solo recuerdo dos palabras: Amor y Lealtad-, La Banda el pueblo empezó a tocar el himno de los Saint-Simon, cuya letra está inspirada en la “epopeya del ejercito de las ánimas”, la cual refiere a que un enorme conglomerado de soldados vistosamente uniformados, con sus temidas insignias enarboladas al viento y, marchando con millares de pasos sincronizados al unísono de muerte y crueldad, aparecieron de la nada, dirigiéndose hacia el enemigo, decididos e impertérritos, en orden de batalla cerrado. Ésta agrupación militar era total, absoluta y espectralmente traslúcida, ya que través de ellos se podía ver el cielo, el horizonte y la campiña. Entraron en combate al frente de estos lugareños, pasando, sin dejar huellas ni emitir voces de mando, entre el flanco derecho y el centro de la alineación castrense que los antepasados de estos buenos hombres formaban y que estaba comandaba por Caesarius Saint-Simon. Cargaron contra el enemigo común, turbándoles el espíritu y destrozándoles el plan de batalla, aplastando la valentía de todos y tomando la vida a miles. La leyenda que inspiró la romanza de aquella victoria, atribuye a mi ascendiente Caesarius S-S poderes ocultos y habilidades de General sobrehumanos. El himno resume la entereza y la bravura de las personas de estas comarcas; su disciplina ante la adversidad; su orgulloso e irreductible amor a la libertad, la igualdad y la fraternidad; su trascendencia guerrera hacía la inmortalidad y la gigantesca gloria ganada para ejemplo de las muchas generaciones del porvenir, que solo los siglos y siglos otorgaren sin desmerecimientos. Termina con lo siguiente:

“...¡A las armas!...¡ a las armas!...
Contra los cañones, marchad... marchad.
¡A las armas!...¡a las armas!...
Contra el enemigo, ¡triunfad... triunfad!.”


IV

Tres días de asueto decretó el Ayuntamiento de aquel pueblo, que de taciturno y fantasmal, pasó a bullicioso, dicharachero y vital. Las calles se llenaron de vendedores ambulantes y de muchas gentes caminando entre ellos, la cual salió de alguna parte de entre los viñedos y desde el fondo de los zaguanes, para ser saludados desde los balcones por graciosas y atrayentes señoritas, vestidas con amplios sayones de vistosos colores e impúdicos escotes, vigiladas por encopetadas chaperonas que parecían dinosaurias mal humoradas, por no ser ellas objeto de los piropos ni las lisonjas enviados desde la calzada por jóvenes y fornidos campesinos, de aspecto rudo y semblante agradable, que escudriñaban por entre los anchos vestidos sus contorneadas piernas, anunciando en voz alta, el color de la ropa interior de cada manceba. Nos dimos cuenta que ahora todos los transeúntes andaban ya no en parejas, sino de a tres, con el varón en el centro, flanqueados por dos hermosas féminas, siempre sonrientes, que nos saludaban con sensual picardía y conspicua complicidad.
La llegada del circo marcó el clímax de las fiestas. El desfile de salutación estaba precedido por las fieras, mostrando sus temibles dientes a los domadores, lanzándoles zarpazos desafiantes; caminaban seguidamente los elefantes abanicando las enormes orejas mientras que extendían la hábil trompa hacia las verdes ramas de los árboles que vestían al pueblo, procurándose mejorar su dieta; pasaba luego la jaula de un enorme gorila con mirada de sabio atómico y actitud de indiferente censura ante la exaltación de los humanos; seguido de los payasos escupiendo fuego y lanzando caramelos, los enanos corrían entre el público escabulléndose entre las piernas de los lugareños y la escultural mujer barbuda que, vestida con una atrevida malla que apretaba sus carnes hasta salirle por los agujeros, le resaltaba su abultada y erógena zona púbica, y lanzaba insinuantes besitos a los que los quisiesen recibir. Los acróbatas y trapecistas, con actitud marcial, marchaban saludando al mundo entero; los forzudos gladiadores, llevando forzudos perros a su lado largando baba a través del bozal, miraban desde atrás de las ranuras de sus cubiertas de combate. Cincuenta sudorosos hombres en taparrabo venían arrastrando la carroza principal de doradas ruedas de madera, adornada con doradas y exóticas palmeras y con un espléndido trono dorado en el que se recostaba una imponente y conmovedora mujer cuya belleza encandilaba: Cleopatra había llegado al pueblo.
Resguardada por Julio César, Marco Antonio y los esclavos, y mimada por sus criadas Iras y Charmión, aquella exuberante mujer, coronada con una diadema roja en su frente, vestida con faldones de gasa roja, con lindos y delicados pies descalzos y con sus firmes y agraciados pechos al sol y al viento, enmudeció a todos y dejó embobadas a todas.

EL CIRCO “CLEOPATRA FILOPATOR NEA THEA”
como así se llamaba en toda su extensión, daba tres funciones diarias para todo público y una función de medianoche... para adultos.
El presentador anunció: “La primera atracción de esssstaaa nocheeeee”...“¡el acto sexual más pequeño y descomunal del muuuunnndoooo!”... con ustedes... amable público...

“Diiiinnoooo y Lucreciaaaa”

Entraban en el circulo central una pareja de enanos, quienes luego de saludar ampulosamente a los presentes, se recostaban en una cama redonda, de diámetro proporcional a la estatura de estas personas. Lucrecia se sentaba sobre sus calcañares, y empezaba a excitar a Dino masturbándole con el dedo índice y el pulgar mientras le manoseaba los testículos con la otra mano; La erección de Dino se iba haciendo cada vez más sólida y portentosa, y Lucrecia pasaba a agitarlo asiéndolo con toda la mano, mientras las primeras gotas de sudor brillaban en la frente de la mujer; Cuando Lucrecia agarró el miembro de Dino con sus dos manos, batiendo de arriba abajo la –ahora- titánica méntula, ayudada con el impulso de los dos brazos y levantando el trasero, las damas del público hacían sonidos de asombro y los caballeros daban unas palmadas de acompañamiento cada vez que el hombre le remataba sólidos bofetones en las nalgas a Lucrecia, y ésta se desequilibraba chocando su cara en el enrojecido glande del actor. Como en todo buen circo, el espectáculo estaba bien sincronizado. En un momento dado, Lucrecia detuvo los embates manuales y levantó los brazos para que todos observasen bien el trabajo realizado, mientras Dino, acompasado por el repique de los tambores, iba cerrando las piernas para quedar en posición de firme con aquella fenomenal y enhiesta verga apuntando a lo alto de la lona que nos cubría. Lucrecia se había puesto de pie, lentamente, colocándose encima de su compañero con una pierna a cada lado de él. Los tambores se acallaron para que cuatro poderosos reflectores se encendieran desde los puntos cardinales y reforzar así la iluminación que venia desde lo alto. Fue un breve momento de suspenso, nadie sabía lo que sucedería a continuación... silencio..., se escuchó de pronto un fuerte chillido lanzado por la mujer cuando se impulsaba flexionando las piernas tan abajo que casi tocó la verga de Dino y, despegándose del catre, se lanzaba hacia arriba, agarrándose los tobillos al instante que caía sobre la gigantesca virilidad del enano para quedar ensartada por la vagina, con toda la fuerza de la gravedad, en el rígido poste que le ofrecía su pareja. Gritos de espanto, asombro y horror lanzaron las mujeres y a la señora que estaba sentada frente a nosotros tres le dio un soponcio. La mayoría de los hombres se ponían de pie, agitando un puño y dando vítores a la certera auto-estacada de Lucrecia y al competente falo de Dino, con tal frenesí, que arroparon la estruendosa fanfarria de la orquesta. Lucrecia y Dino continuarían con su acto luego de agradecer, desde sus posiciones, al transportado público, ella acuclillándose y moviendo sus caderas en forma cadenciosa y erótica, haciendo círculos sobre su compañero con los brazos extendidos a ambos lados como para no perder el equilibrio y Dino, luego de acariciarle, con sensualidad y firmeza, los muslos y las pantorrillas a la valiente mujer, colocó las palmas de sus manos en las plantas de los pies de Lucrecia. Luego ésta, llevando hacia adelante sus rígidos brazos, voló con otro chillido, ya que, impulsándose con sus piernas y ayudada en el despegue por el empuje de los brazos de Dino, arqueó su torso lanzándolo para atrás con el giro de sus propios brazo, completando así un salto mortal invertido, yendo a caer parada frente a su compañero que en ese momento eyaculába ingentes cantidades de semen.
Había un terremoto. La lona se sacudía, el suelo ondulaba, los gritos retumbaban y la orquesta cacofónica aturdía. Las personas reaccionaron de muchas formas: saltos, risas, aplausos, aullidos, nauseas, desvanecimientos, desaprobación, llanto, lujuria.
Alsacia tenía sus dos manos en la zona pélvica, como protegiéndosela y solo atinaba a preguntar con cara de repugnante grima: “¡¿Cómo puede?!, ¡¿Cómo puede?!”. Yo quería hacer algunos cálculos mentales con la constante “G”, aceleración y altura, pero con todo aquel estruendoso y caótico galimatías, además de la frase que me lanzó Lorena, no podía concentrarme. Lorena, con los ojos puntillosos y una sonrisa perversa, me dijo: “¡Cuando yo te haga eso te mueres!”, dándose unas palmaditas muy picarescas en el bajo vientre.
Los enanos, sentados en el mismo camastro, fueron izados por ocho fornidos hombres para ser trasladados fuera del escenario, dando antes una vuelta rutilante alrededor de la arena, aproximándose así aún más a su público. Mientras se despedían, sonrientes, agitando los brazos, eran animados por los espectadores que daban palmas al ritmo de la marcha triunfal que interpretaban los músicos.
Simultáneamente entraban unos obreros que se dispusieron a ensamblar un alto enrejado en toda la circunferencia del redil mientras la orquesta interpretaba unos valses de Strauss y nosotros comprábamos chucherías a las cigarreteras. Cuando finalizó el chasquido metálico y los hombres se retiraron, el anfitrión de la noche anunció: “A continuación el pooodeeerrr de la meennnnteee desafiaráááá a las temibles fieras del Africaaaa... Señoras y Señores..., Traído de los milenarios Templos de meditación y contemplación..., con ustedes ¡El fantástico!, ¡EEEELLL Magníficoooooo!

“Muuooonnnjeee KATRAKAAAAA!!!... ”

Se apagaron todas las luces del escenario y entró un hombre enclenque que caminaba lentamente, mientras recibía unos tímidos aplausos que no encontraron respuesta. La luz del reflector que lo iluminaba hacia brillar su cabeza rapada y, vistiendo una túnica blanca, la cual se quitó dejando mostrar sus humildes huesos, la extendió en el centro la arena, acostándose sobre ella completamente desnudo, quedándose allí, en silencio, con los ojos cerrados y las palmas de las manos viradas hacia arriba, como las había puesto Dino para impulsar a su compañera en el acto anterior. Seis melenudos leones fueron entrando sigilosamente -como está codificado en su instinto felino- y empezaron a rondar por toda la jaula, mientras que una erección empezaba a manifestarse en Katraka, el monje asceta. Los leones se acercaban a olfatearlo como lo haría cualquier carnicero antes de comer. Alsacia me tenía clavadas diez uñas en mi brazo, recostando su cabeza contra mi pecho y cruzando su pierna izquierda hacia mí como buscando protección. Yo tenía un nudo en la garganta, en el estómago y en el pene y Lorena se había erguido, adelantándose en su asiento y estirando el pescuezo y, con ambas manos aferradas en los posabrazos, ya no respiraba. La erección de Katraka era ahora firme como la de Dino, nuestro heroico enano, aunque no tan morrocotuda. Se sentía a la audiencia retorcerse, pero nadie decía nada mientras los leones le rondaban cada vez más cerca. Lo único que se movía en aquel modesto ser era su pene, que hacia círculos y se bamboleaba como si con la fuerza de su mente lo estuviese dirigiendo. El león de mayor tamaño, que definitivamente era el líder de la manada, le tocó con la nariz la cabeza al hombrecito allí echado, y el estruendo de un latigazo rasgó el silencio del foro para que, en un sobresalto generalizado de leones y público, se agitase el aire del ambiente sacudiendo las malas vibraciones. Aquel “narizaso” no formaba parte del guión y era muy peligroso, ya que estas fieras atacan a sus victimas, cuando las sorprenden en reposo, mordiéndoles en la cabeza y matándolas en el sitio por el estallido del cráneo, para luego arrastrarlas y devorarlas en otra parte. El domador avanzó unos pasos saliendo de la discreta penumbra en que se encontraba mientras las fieras le rugían, sentadas de media cadera, tal si fuesen mininos dominados, cuando en verdad eran acechantes asesinos. Katraka, aparentemente, no se había enterado de nada. Los movimientos circulares de su miembro masculino cesaron y ahora toda su virilidad se movía longitudinalmente, es decir, se apuntaba a la cara y luego a los pies, a la cara y a los pies, cara... pies, cara... pies, cara-pies, cara-pies, carapies, carapies, carapies. ¡Cerró las manos!¡Apretó los puños!, El movimiento se detuvo, el falo quedó quieto, yerto, vertical y un poderoso chorro de esperma saltó desde su glande para ir a caer en la arena, por detrás de su cabeza. ¡Katraka se había masturbado solo con la mente! ¡Y los leones no pudieron evitarlo!. A medida que la sorpresa y el estupor generalizados se iban disipando surgían los aplausos, los cuales se fueron incrementando, cada vez más rápido, hasta convertirse en una eufórica ovación. La domadora (que sí que provocaba comérsela y chuparle todos los huesos) entró rápidamente para apoyar a su colega que ya se había interpuesto entre los leones y Katraka, que ahora empezaba a resucitar. El látigo y la vara eran la diferencia entre la vida y la muerte para aquellos tres. Las fieras fueron saliendo espantadas por los estruendos de los azotes y, a la vez atraídas por un cebo invisible que los leones olfatearon. Los aplausos y la aclamación se habían detenido mientras veíamos el laborioso proceso de obligar a los leones a cambiar el menú de su cena, o sea, cambiar a Katraka por un asno recién sacrificado abierto en canal. Cuando la jaula quedó despejada de todo peligro, cuatro de los hercúleos hombres que salieron en el acto anterior, entraron al trote y tomaron las puntas de la túnica levantándola, y con ella al monje que aún yacía desfallecido, llevándoselo cuidadosamente, dando pasos ceremoniosos pues movían a una persona espiritual. Todos nos pusimos de pie para aplaudir solemnemente, con deferencia, a aquel extraño y solitario ser.
Aún hoy me pregunto: ¿Cuál oficio, para ganarse el pan, será más peligroso que el de masturbarse con la mente dentro de una jaula llena de leones?.
¡La función debe continuar! Y mientras unos obreros desmontaban lo que casi fue el ataúd de Katraka, otros instalaban la malla protectora para la función de los trapecistas.
El Maestro de ceremonias anunciaba: “A continuacióóóónnnnn... Desafiando a la gravedad... y todos los planes de la naturaleeeeezzzaaaa...

“Los esposos Teeeuuutoooneeessss”

El reflector iluminó hacia lo alto y, no se sabe como, los esposos Teutones ya estaban allí saludándonos desde una considerable altura. Sobre aquella diminuta plataforma en que se encontraban los dos, Natalia, la mujer de acero, se arrodilló frente a Samartrán, el hombre certero, y empezó a hacerle un felatio sosteniéndose con sus brazos de los muslos de su marido para no caer al vacío. El va-y-ven de la cabeza repercutía en todo el andamiaje y los trapecios empezaron a oscilar, cada vez más rápido, según la energía creciente de la felación. Samartrán tenía ya una respetable y muy profesional erección, momento en el cual, Natalia abandonó la posición para incorporarse y voltearse agarrada de los cables de acero, quedando de espaldas a su marido quien la tomó por las caderas y la lanzó por el aire justo en el momento en que se mecía hacia ella una de las barras del trapecio, de la cual se colgó y se columpió para ganar impulso y saltar a otra barra que venía a su encuentro y de allí se aventó para caer en la plataforma ubicada enfrente de la que ella había estado, en el otro extremo del escenario. En un segundo algunos del los que observábamos se llevaron las manos a la cabeza para soportar la caída, otros extendieron los brazos como para ir a salvar de la desgracia a la atlética mujer y otros se taparon la cara creyendo que no iba a lograrlo. Alsacia estaba conmovida, con sus dos puños en la boca y una mueca de espanto, lanzó un gritito de esos que me remueven la lujuria. Yo quería saber que tenía que ver la mamada con la gimnasia y Lorena me apostó: “A que son mejores que los enanos” mientras hacía la característica señal internacional de la fornicación, guiñándome un ojo con asertiva intuición. Samartrán se masturbaba mientras miraba a su mujer que, en el otro lado, se estaba quitando el colorido satén y nos permitió comparar que los vellos púbicos de Natalia eran tan dorados como los de su cabellera que destellaban con la iluminación que la seguía a todas partes, mientras los instrumentos de viento de la orquesta la acompañaban con un sensual “blues”. Aquel fuerte cuerpo, formado desde muy joven en las practicas circenses, estaba, además, dotado con una enorme vulva que competía con el trasero de cualquier fémina, puesto que sus labios eran tan voluminosos como unas imponentes nalgas, todo lo cual se había desarrollado, aún más, con años de tanto ejecutar este mismo acto. La mujer de acero se lanzó a agarrar la barra que le quedaba más cerca y Samartrán hizo lo mismo desde el otro extremo. Se fueron columpiando, colgados por los brazos, hasta que casi se encuentran en el punto culminante superior del semi-circulo que describían. Natalia hizo un giro en el aire, sobre sí misma, para volver a asir la barra y quedar de espaldas a su compañero. El primer encontronazo que se dieron, sirvió para ajustar la mira del hombre, el cual mantenía su rígida erección. La mujer, de espaldas, levantó el torso y con él las posaderas ayudada por la inercia del balanceo, abriendo las piernas en una pornográfica “V” que desplegó la vulva en toda su anchura, mostrando las carnosidades de los gruesos y encarnados labios. Llegó hasta la cima del semi-circulo, en el punto muerto, de aceleración cero, al mismo tiempo que Samartrán y este se cimbró y la penetró de una estacada. “¡Ole!” Gritamos todos en la gradería. La fuerza de la gravedad los separó, tomaron nuevo impulso y se vinieron a otro encuentro. “¡Ole!” Aclamamos nuevamente con el segundo envión. No se podía desviar la mirada ni un segundo. “¡OLE!” Con aplausos y comentarios ocurrentes en el siguiente topetazo. Con cada empellón la mujer daba apasionados gemidos y sensuales quejidos que hacían hervir la sangre a los de abajo y enardecía los instintos carnales al más puritano de los seres, dando paso a voces lascivas, licenciosas y animadas sugerencias de la concurrencia, como aquella de: “¡Ahora dale el beso negro!”, O la del apurado que quería que fuesen... “¡Más rápido... más rápido!”. Las damas también aportaban lo suyo: “¡Guíndatele del bejuco!”, Gritó la señora frente a nosotros, ya recuperada del desvanecimiento que le dio en el acto de los enanos. La conducta de los presentes se fue relajando con la hilaridad de las comentarios, mientras, allá arriba, un drama estaba a punto de sucederse. Natalia dio, otra vez, un giro sobre sí misma, para quedar ahora mirando a Samartrán a la cara. Aprovechando el impulso hacia adelante, subió las piernas a la barra de la cual se sostenía. Ahora colgaba de dos manos y de dos talones. El ano y la abertura vaginal con aquellos gruesos labios, éstos ya de color purpúreo por lo fustigados que estaban, se podían ver en todo su esplendor. El primer encontronazo fue, igual que antes, para ajustar la puntería. Al siguiente envión Samartrán se arqueó y la caló nuevamente escuchándose el chapoteo con los jugos vaginales y arrancándole un aullido de placer, cuando se encontraron por segunda vez, luego de haber ganado velocidad, el hombre certero erró la estacada, dándole un lanzazo hasta lo más profundo de sus vísceras por la vía fecal. La mujer dio un horrendo grito y soltó la barra empezando a caer, desvaída, como cae un pájaro herido en pleno vuelo para ir a morir en el suelo. Samartrán, en un acto de valentía, se soltó también junto con su pareja, doblándose en ella y dándole varios bombazos mientras caían. Los Teutones se vinieron desde lo alto, rebotando en la malla, la cual los recibió alargándose varias veces con el estirón de su peso. La mujer de acero seguía “llevando palo certero” que le daba el trapecista como tratando de reanimarla. La multitud estaba conmocionada, unos bajaron la mirada en señal de respeto o de insoportable realidad; otros, morbosos, querían ver “si le salía sangre”; algunos le echaban la culpa a la mujer “por ponérselo así de fácil” y los más estaban indignados porque el hombre no paraba de follarsela. Alsacia estaba llorando desconsolada, como viendo el capitulo final de una novela rosa, y mientras apretaba el culo, me miró con los ojos enrojecidos y haciendo un puchero, exclamó: “¡Que forma tan horrible de morir!”. Yo quería terminar mis cálculos acerca de la velocidad de la desmoronada, pero como me llamaba la atención que nadie del circo hubiese ido ya a socorrer a los caídos, no podía concentrarme muy bien. Lorena estaba furiosa, se puso de pie encima de la mesita de café del palco imperial que estábamos ocupando por invitación de la mismísima Cleopatra, y desde allí, desde donde todos la podían ver, encaramada por sobre el frontispicio, blandiendo los dos puños, gritó una sarta de improperios en contra de certero-man, principalmente diciéndole de la forma y por donde merecía morir.
Incólume, él seguía fustigando a la muerta por el ano impeliéndole más entusiasmo, más empuje (¡Suéltala cochino! Gritó alguien desde arriba. La mujer de acero empezó a gimotear, dando señales de vida y confundiendo a los presentes; luego se quejó, agarrándose con las manos las pantorrillas, atrayéndose los pies hasta la cara, pidiendo “más fuerte”; después imploró que continuase el castigo con movimientos sensuales de las caderas. Alsacia, hipando, me preguntó: “¿Porqué no se murió?”. Yo sabía que había algo con la ausencia de los trabajadores del circo (¡Claro, todo formaba parte del espectáculo!) y Lorena, que aún estaba parada encima de la mesita, se volteó hacia mi y concluyó: “¡Te dije que son mejores que los enanos! ¿O no?”, Repitiendo, ahora con más firmeza y ahínco, la señal internacional de la fornicación. Muchos de los que la estaban viendo y admirando, imitaron el signo que ella hacía, y pronto se fue expandiendo la voluntad de imitar tal ademán, que para cuando “El hombre certero” le desencajó la méntula y le lanzó varios chorros de esperma en el pecho, todos, hasta los trabajadores del circo, menos Alsacia que seguía llorando, tenían extendido el dedo índice y el dedo pulgar de la misma mano agitándolo fuertemente de arriba abajo, acompasando un sonido onomatopéyico gorillesco: ¡UHHH-UHHH-UHHH-AHHH!. Ahora si salieron a la arena los ocho fornidos hombres, transportando sendas camillas, mientras las cuerdas que sostenían la malla salvadora eran liberadas y la hacían descender lentamente, a través de las poleas, hasta el suelo. Se retiraron los actores, ambos postrados, recibiendo pocos aplausos y muchos comentarios, unos lúbricos, otros sátiros e indecentes y otros escatológicos (¡Eso sí que es partir un culo!, recuerdo que dijo uno).
Mientras era retirado el andamiaje del acto recién finalizado, escuchábamos melodías grabadas instrumentales, ya que los músicos del circo se despedían del publico, saliendo de su foso, para venir a ocupar los sitios dejados por ellos, otros músicos que formaban “La Orquesta Sinfónica de Cleopatra” y empezaron a afinar sus instrumentos. En todo el ambiente reinaba una ansiosa expectativa. Se apagaron las luces, el anfitrión no salió a la arena y solo se escuchó su poderosa voz que nos decía: “Señoras y Señores, estimado público, ahora con ustedes la eterna, la adora Reina y Diosa del Egipto... ¡CLEOPATRA!.
Hubo una breve y silenciosa pausa. La Orquesta Sinfónica interpretó los primeros compases de la opera “Aída” y cincuenta hombres vestidos a la usanza faraónica empezaron a salir a la pista, viniendo luego La Silla Imperial en la cual era traída Cleopatra que, iluminada por un haz de luz violáceo, muy tenue, le exaltaba su dorada, excelsa y desnuda figura realzándole todos sus apetecibles contornos que embellecían hasta el aire que le rodeaba. Los porteadores dieron una ceremonial vuelta con ella por todo el rodeo del escenario para que pudiésemos, de pie, y con la debida compostura y protocolo para con una Reina, saludarla y apreciarla. Cuando pasó frente a nuestro palco, Cleopatra hizo un breve gesto de respetuosa salutación, con su coronada cabeza, hacia nosotros, y le correspondimos. Alsacia (sobria e imponente) hizo una ceremonial y parsimoniosa reverencia flexionando las piernas y bajando levemente su cabeza, como lo hacen las Princesas ante su Reina, escuchándose los rumores de asombro, ya que impresionó a todos; Yo, en posición de firme, con mi puño derecho sobre mi corazón, a la usanza de mis ancestros, la salude: ¡Ave Cleopatra!; y Lorena (¡mi excéntrica Lorena!) cruzó sus brazos sobre su pecho, dando brinquitos y lanzándole besitos a la Reina cual si se tratase de una actriz de cine, los cuales Cleopatra aceptó y le devolvió con carismática y alegre calidez, que todos los presentes vieron, soltando una prudente y corta risa, que ayudó a romper el hielo.
Al terminar la vuelta de presentación, Cleopatra se puso de pie sobre la plataforma que la transportaba y dio un breve, emotivo y espléndido discurso, en donde felicitó y agradeció la asistencia a todos y mencionó la presencia –en mí representada- de la estirpe de los Saint-Simon, recordando y evocando los días en que conoció a mi ancestro El General Caesarius Lusitus Saint-Simon,“Precursor de las Libertades”, dijo, calificándole de esa forma, con tanta vehemencia, que sus ojos fulguraban con devoción y su voz temblaba de la emoción. Viéndola allí, con los gestos en su oratoria y los movimientos de su expresión, linda y deseable, sutil y apetecible, refinada y excitante y, escuchando que mi apellido y las referencias a él eran pronunciados exquisitamente por aquella incomparable beldad, recordé lo que una vez escribió Plutarco acerca de aquella Mujer-Diosa, hija de Amón-Ra:

“Su belleza, considerada en sí misma, es tan incomparable como para causar asombro y admiración, y su trato es tal, que resulta imposible resistirse. Los encantos y perfecciones de su figura, secundados por las gentilezas de su conversación y por todas las gracias que se desprenden de una feliz personalidad, dejan en la mente un aguijón que penetra hasta lo más vivo. Posee una voluptuosidad infinita al moverse y al hablar, y tanta dulzura y armonía en el son de su voz que su lengua es como un instrumento de varias cuerdas que maneja fácilmente y del que extrae, según sea el momento, los más delicados matices del lenguaje”.

Alsacia me dio su brazo y recostó la cabeza en mi hombro y, dando un profundo suspiro, levantó su cara hacia mí exclamando: “¡Que lindo!...¿Y será que tuvo hijitos con él?... ¿Como Maria Antonieta con...?¿Cómo es que se llamaba aquel primo tuyo...?”; Yo estaba muy emocionado, me latía el corazón fuertemente y el pene también: Esa mujer enardece. De cualquier forma y desde cualquier distancia, enardece; Lorena, cobijándose con mi otro brazo, me dijo calladamente, secreteándome: “Papi... a esa mujer la sedujo el Saint-Simon y la trastornó... lo sé, ¡yo que te lo digo!. Lo que pasa es que no va a hablar mucho de eso porqué están Julio César y Marco Antonio aquí. ¡Los hombres de tu familia si que son un caso serio con las mujeres de la historia!”.
Cleopatra concluyó sus palabras así:
“He venido hasta ustedes para concelebrar la llegada de Saint-Simon a Corozopando, este afectuoso pueblo del que tengo idílicos recuerdos de apasionadas experiencias vividas. Durante siglos he sido acusada del uso de magia, violación, adoración animal, droga, embriaguez y lujuria depravada. También han dicho de mí que soy sensata, justa, sincera, auténtica, reflexiva, espontánea y consecuente. ¡Todo ello es cierto! Como es cierto también que ustedes y yo llevamos a un Saint-Simon en nuestros corazones”

Un estallido de aplausos retumbó en todo el recinto cuando terminó sus palabras, dejándose caer en su asiento real, visiblemente emocionada, difundiendo su hedonismo por todas partes. Mientras una colorida danza de rayos de luz multicolores llenaba el lugar y la Orquesta Sinfónica interpretaba de “Las Cuatro Estaciones” el movimiento de “La Primavera”, los porteadores y toda la escolta fueron saliendo de la arena llevando a Cleopatra, por todo lo alto, que es donde siempre deberá estar.
Alsacia, agarrada de mi cuello como protegiéndome, me miró como preocupada y dijo: “Esa mujer me da miedo”. Yo estaba mudo, agradeciendo y devolviendo los saludos de los que ya se estaban retirando. Lorena me agarró fuertemente con un brazo por mi cintura, diciéndome calladito en el oído: “¡Cuidadito con una equivocación mientras esa está en el pueblo!”, al tiempo que me pellizcaba, discretamente (¡pero me dolió!), con la mano que me aferraba y que estaba tapada por el cuerpo de Alsacia.

v

El pueblo entero de Corozopando salió a despedir a Cleopatra y a todos los personajes de su sequito y los vimos alejarse por el camino de la historia adonde pertenecen.
Las cosas fueron volviendo a la normalidad. Las calles del pueblo quedaron otra vez solas y sin vida. La Taberna volvió a atender a sus tres clientes que continuaban jugando la interminable partida de cartas, pero nuestro amigo el vinatero estaba triste: La hospedera había muerto en aquellos días sin haberse sobrepuesto a la angustiosa vergüenza de no haberme reconocido y, con ella, el enorme y lanudo perro, que murió de tristeza, fue enterrado junto a su tumba. Corozopando seguía con su destino
Nosotros regresamos a nuestra comarca y nueve meses después Alsacia parió mi primer hijo varón y dos días más tarde Lorena alumbró a mi segundo hijo varón. Mis mujeres no me dejaron solo, ni por un instante, mientras esa mujer estuvo entre nosotros.


fin
Datos del Relato
  • Categoría: Hetero
  • Media: 6.27
  • Votos: 64
  • Envios: 0
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
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invitado-mar 01-08-2004 00:00:00

Es una construcción impresionante, vaya que me ha dejado embelesada, eres un escritor fabuloso. Enhorabuena.

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